El Jaro era un mocetón alto y huesudo, con el rostro salpicado de pecas y con un encrespado cabello rojizo. Sin duda, el mejor cavador de zanjas en la obra. Trabajaba incansablemente y conseguía por ello del señor Julio el privilegio de algún destajo. Muchos días, mientras los demás almorzaban, él seguía cavando solo en la zanja, para acumular horas extraordinarias a su salario.
Dada su asiduidad al trabajo me quedé muy sorprendido al advertir un día, cuando cambiaba las chapas, la falta del Jaro. A pesar de ello, no quise preguntarle nada cuando apareció, una hora más tarde, ni tomé nota de su falta ni, por supuesto, di cuenta de lo sucedido al señor Julio. Pero, al día siguiente, se repitió la escena con todos sus pormenores y, al tercer día, ocurrió lo mismo, en vista de lo cual ya no pude inhibirme. Esperé a que el Jaro estuviese trabajando para acercarme a él. Llegué hasta el borde de la zanja, pero el pelirrojo siguió, impertérrito, su tarea, constituyendo un solo bloque su espíritu, su cuerpo y la herramienta. Mi sombra caía precisamente sobre el punto donde él clavaba rítmicamente el pico, pero no levantó la cabeza. Enarbolaba el pesado instrumento por encima de ella y, luego, lo descargaba con furia, cerrando los ojos y dejando escapar un leve resoplido. Hasta mí llegaban el vaho de aquel cuerpo sudoroso y el fuerte aleteo de su respiración.
—¡Buenos días, Jaro!
Aún hincó el pico en la tierra. Luego, se enderezó despaciosamente, se enjugó el sudor que le corría por el entrecejo y se me quedó mirando.
—¡Buenos días! —contestó.
—¿Le ocurre algo anormal?
El Jaro bajó la vista al suelo, como si se sintiera súbitamente avergonzado.
—Tengo a la mujer enferma —dijo, secamente.
Por el tono de su voz deduje que aquel hombre taciturno estaba pasando por una dura prueba.
—Lo siento, créame. ¿Y qué es lo que tiene?
—Un paralís, según los médicos del hospital —y, al decir esto, levantó su mirada hasta la mía. En sus ojos azulencos surgieron estrías moradas— Como el mal la ha clavado en la cama, tengo yo que aviarlo todo antes de venir.
Yo sabía que el Jaro no tenía hijos, pero ignoraba que el matrimonio se encontrase tan solo y desasistido en la ciudad.
—¿Y está ella todo el día sola?
—A ver qué remedio… Por la noche ya le dejo yo hecha la comida para todo el día siguiente.
Nadie hubiera podido imaginar que aquel hombretón sombrío y huraño pudiera atender a una enferma de parálisis, guisar los alimentos y hacer la limpieza de la casa.
—Será muy engorroso todo eso para usted, ¿no?
El Jaro se encogió de hombros y se ensalivó las manos. Y, sin duda, el hecho no merecía, para él, más comentarios, porque dijo:
—¡Psché! Son cosas de la vida. Ella ha sido siempre muy buena para mí. Por lo tanto, es justo que yo le corresponda.
Él se aplicó de nuevo a su tarea y yo me volví a la oficina, impresionado por la calma y la entereza de aquel hombre.
Cuando, al sábado siguiente, llegó la hora de pagar a los obreros, yo me coloqué, como era mi obligación, al lado del pagador, para aclarar cualquier duda que pudiera surgir con relación a los salarios que se iban entregando. Todo mi interés se centraba en el Jaro, que se distinguía entre todos por su sobresaliente estatura y el airón rojo de su pelo. Por fin le llegó su turno y el pelirrojo firmó o dibujó su nombre en la nómina sin molestarse en leer lo que estaba escrito en ella, pero, al oír que el pagador cantaba en voz alta la cantidad que debía percibir, me miró, interrogante. Yo le contesté con un gesto de inteligencia y los ojos del hombrón de azules se tornaron amarillos, pero no dijo nada.
Fui el último en abandonar la obra, pero, apenas anduve unos pasos por la calle, me topé con el Jaro que, indudablemente, me esperaba.
—Usted perdone, señor Federico, pero tengo necesidad de hablarle.
Supuse que quería darme las gracias por no haberle descontado el importe de las horas que había faltado al trabajo. Efectivamente, a mi se debía que hubiese cobrado el jornal íntegro, consciente de que ello podría acarrearme un disgusto por haberme tomado unas atribuciones que no me competían. Sin embargo, no estaba dispuesto a que aquel hombre se humillase por un favor que yo estimaba como un deber por mi parte, y le salí al paso:
—Ya sé lo que me va usted a decir, pero dejémoslo. No tiene ninguna importancia y no creo tampoco que la empresa se vaya a resentir por tan poca cosa.
El Jaro me miraba con su habitual gravedad. Sus ojos eran de un azul intenso y en su frente se acumulaban las arrugas.
—Se equivoca usted —dijo—. Tiene mucha importancia y no ha debido hacerlo. Fíjese si tiene importancia que soy yo mismo quien le dice que no debió hacerlo.
—¿Por qué?
Según él, a esas horas ya estarían enterados todos los trabajadores de lo sucedido.
—En la obra hay hombres que son oro de ley, pero no faltan los envidiosos y los zaragatas. Cuando a algunos de éstos les descuenten algo por faltar al trabajo, no dudarán en echarle a usted en cara lo mío delante del señor Julio y hasta del director de la empresa, si se terciase. Puede que alguno haya ido ya con el soplo a la oficina principal. Hay muchos chivatos en esta obra y a usted podría costarle caro. —Hizo una pausa y continuó después en tono más apacible—: Yo, claro es, le agradezco mucho su acción, pero no quisiera que a usted le ocurriese nada malo por mi causa. De todas maneras, es usted un buen compañero —me ofreció su mano, nervuda y áspera, que yo estreché fuertemente, y agregó, sonriendo—: Puede que tenga que romperle la cabeza a algún hijo de puta de los que andan por ahí.
Me atraía aquel hombre. No son frecuentes los tipos como él, tan rudos, tan francos y tan sensibles, a la vez. Lo hacía todo con naturalidad, con las palabras precisas y los gestos cabales, sobriamente, elegantemente. Inspiraba seguridad y certeza. Por eso sentí el deseo de conocerle más a fondo.
—Quisiera ahora pedirle un favor, Jaro.
—¿Un favor a mí? ¿Usted?
—Sí. ¿A dónde va ahora?
—A mi casa.
—Estupendo. ¿Por qué no me deja usted que le acompañe? Me gustaría conocer a su mujer.
El Jaro dejó escapar una exclamación de asombro (¡Coño!) Tal vez se hubiera negado, pero mi actitud amistosa y confiada debió desarmarle, porque, tras encogerse de hombros, me dijo:
—Está bien. Como usted quiera. Ella se va a alegrar muchísimo, desde luego.
Anduvimos silenciosos un largo trecho en dirección a Ventas. Yo, mientras tanto, pensaba en cómo debería entrarle para llevar la conversación al terreno de las confidencias, tratándose de un hombre tan esquivo. Temía despertar su suspicacia. Si me interpretara mal y creyese que yo quería aprovecharme de él para obtener información sobre sus compañeros de trabajo, lo echaría todo a rodar y sería lo más probable que se ofendiera seriamente y me echase en cara unas intenciones que estaban muy lejos de las mías verdaderas. Después de darle muchas vueltas a la cuestión, decidí que, frente a un tipo como el Jaro, lo mejor sería dejarse de rodeos e ir derechamente al asunto.
—Oiga, Jaro: ¿se habla de política en la obra?
—¿De política? —y me miró de soslayo—. Sí, algunos no pueden remediarlo y hablan de política, ya lo creo que hablan. Más de la cuenta, me pienso yo.
—A usted no le gusta la política, por lo que veo.
—No —contestó secamente.
—¿Y por qué no?
—Porque todo en ella es mentira. ¡Me da asco!
El gesto del Jaro era duro. La última exclamación fue dicha en tono terminante y yo opté por callar. Pero, al poco rato, me preguntó él, sin mirarme y sin detenerse:
—Es cierto que ha estado usted en la cárcel varios años, ¿verdad? Es lo que se dice en la obra.
—¿Y cómo lo saben?
Según el Jaro, empezó a correr por la obra ese rumor anónimo desde el mismo día en que yo aparecí en ella. Al principio fueron suposiciones y preguntas, hasta que tomó cuerpo la noticia. Tal vez me conociera alguno de aquellos hombres. Qué sabía yo. Entonces quise conocer los comentarios que se hacían en torno a mi condición de expreso y la impresión que tenían de mí. El Jaro pretendió eludir la respuesta, pero fue tal mi insistencia que no tuvo más remedio que intentarla mediante un circunloquio:
—Ya le he dicho que en la obra hay buenos y malos.
—Sí, pero, ¿qué es lo que dicen de mí los malos?
—¡Bah! No les haga usted mucho caso. Algunos dicen que es usted un traidor. Vaya, ya lo he dicho.
Me detuve en seco y le agarré nerviosamente por un brazo.
—¿Traidor yo? ¿Por qué?
El Jaro trato de apaciguarme.
—No lo tome tan a pecho, hombre, que no vale la pena.
—Pero, ¿por qué, por qué me llaman traidor?
—Pues verá usted —y movía pesarosamente la cabeza al hablar—, porque todavía vive, porque, por lo visto tenían que haberle fusilado. Y como, además, está usted enchufado en la oficina de la obra…
Era asombroso. Era indignante. De manera que mi obligación era la de haber sido fusilado, la de morir, ¿no? Y si, por suerte, me había librado del pelotón, la de cavar en las zanjas. No supe qué decir, tan grandes eran mi estupor y mi rabia.
—Y los buenos, ¿qué dicen?
—Ah, esos no dicen nada. Les resulta más provechoso no discutir ni enemistarse con nadie —y exclamó finalmente—: ¡Por eso me da tanto asco la política!
Ya no cruzamos una palabra más en todo el camino hasta llegar a la casa del Jaro, un edificio de dos plantas, de aspecto miserable, en cuyos muros churretosos, y pintarrajeadas en grandes caracteres, podían leerse frases como estas: «Por el imperio hacia Dios», «¡Franco, Franco, Franco!», «Una patria, España; un Caudillo, Franco», y, en letras más pequeñas, manuscritas: «Todo esto es una mierda», «Pinta con los cuernos, cabrón», «¡Muera el fascismo!» Yo iba absorto en la consideración de la malicia humana, insondable, que acompaña al hombre como su sombra. ¿Por qué hemos de pensar siempre lo peor? ¿Es quizá su causa la mala conciencia, la conciencia de no haber obrado bien o, acaso, el sentimiento de la propia frustración, la envidia?
Subimos una estrecha y corta escalera y, al llegar al descansillo, nos encontramos con una puerta a medio abrir. En ese momento, una voz de mujer gritó desde el interior:
—¡Juan!
El Jaro se detuvo para contestar:
—Voy, paloma, y prepárate, porque traigo visita.
Cruzamos la puerta, atravesamos una pequeña habitación, especie de comedor, que debía constituir la pieza de desahogo de la casa, y penetramos en el dormitorio. Allí, sentada en el lecho, y recostada sobre unos almohadones, había una mujer delgada, pálida, de grandes ojos oscuros. Al ver al Jaro, se sonrió y volvió a exclamar:
—¡Gracias a Dios que te veo, Juan!
El hombretón se acercó a ella y, apoyando los puños en el colchón, quedó con su rostro a la altura del de la mujer. Ambos se miraron intensamente.
—¿Cómo ha pasado el día mi zagala? —y la voz del Jaro tenía un acento insólito, casi tierno.
—Pues muy bien, Juan; esperándote.
—¿Ha venido a verte la vecina?
La mujer hizo un gesto afirmativo con la cabeza y entonces el Jaro se volvió a mí. Me hizo una seña para que me aproximase y luego dijo:
—Bueno, Fuensanta: te presento al listero de la obra, un buen camarada. Le he traído aquí porque tenía mucho interés en conocerte.
—¿Cómo se encuentra usted? —le pregunté al tiempo de estrechar su mano, pequeña, pero deformada por el trabajo.
—Ya lo ve —contestó ella, sonriendo forzadamente—. Muchas gracias por su visita.
El Jaro me ofreció la única silla que había en la alcoba y, apenas me hube sentado en ella, se excusó:
—Perdóneme, pero tengo que marcharme. Mientras usted charla un rato con Fuensanta, yo aprovecharé para hacer la compra. Como hoy es sábado, tengo que mercar para dos días. Pero, no se preocupe, vuelvo en un periquete.
Al quedarnos a solas, siguió un silencio embarazoso que yo traté de salvar preguntándole sobre la causa de su dolencia. Ropas, muebles, paredes y techos, eran pobres, remendados, pero lustrosos y como crujientes de puro limpios y cuidados. Es largo de contar, verá usted… Ella y Juan se casaron dos meses antes de comenzar la guerra civil y la preñez sobrevino en seguida. Entonces apareció en el pueblo un camión, a través de cuyo gran altavoz se invitaba a todos los hombres jóvenes a que tomaran las armas para defender a Madrid del fascismo. Juan, que era muy señalado, se alistó de los primeros y partió inmediatamente para la capital, en compañía de todos sus compañeros del sindicato, voluntarios como él. Como no querían estar separados, Fuensanta se vino a Madrid poco después que su marido, para estar a su vera y atenderle en lo posible.
—Ahora es muy apañado el pobre, pero no puede usted figurarse lo desmanotado que era en aquel tiempo.
El acento de su voz era cantarín, melodioso, y, su dicción, clarísima. Además, se correspondían con sus palabras la expresión de sus ojos inteligentes, y todavía jóvenes y hermosos, y el gesto de sus manos.
—Aún me acuerdo, como si fuera hoy, de aquella noche… Se estaba librando uno de aquellos estremecedores combates en el cinturón de Madrid. Los disparos y las explosiones sonaban como si la batalla tuviera lugar en la misma Puerta del Sol, o en cualquier esquina. Era una noche de invierno, serena, helada. Ella vivía, junto con otras esposas de combatientes, en una casa abandonada, cerca de la Moncloa. Todas ellas, apiñadas alrededor de una pobre lumbre, escuchaban el fragor de la pelea, cuyas olas de horror y miedo venían a quebrarse en los agrietados muros del edificio. Fuensanta sentía un temor tan lacerante y frío que le castañeteaban los dientes. Pensaba en Juan, pensaba que podía caer destrozado en cualquier momento por alguna de las bombas cuyo estallido oía. De pronto, un fuerte golpe de viento abrió la ventana entre un terrorífico estrépito de cristales y maderas rotos. Se apagó la luz y se oyó una tremenda explosión, y temblaron los muros como si fuera a derrumbarse la casa. Entonces, una de aquellas mujeres, enloquecida por el pánico, prorrumpió en un alarido histérico que desgarraba los tímpanos. Por su parte, Fuensanta sintió un dolor irresistible. Quiso levantarse y no pudo y, súbitamente, cesaron los clamores, como si los hubiera barrido el viento.
—Cuando volví en mí, me encontré en la cama de un hospital. Me habían operado para salvarme la vida, pero no pudieron salvar la de mi hijo. Era un varón. Lo supe por la comadrona que ayudó al médico. También me dijo que yo vivía de milagro.
Le temblaba la voz al decirlo y vi que tuvo que hacer un gran esfuerzo para no romper a llorar.
—Y que ya no podría ser madre. —Hizo una pausa para serenarse y continuó diciendo—: Y hace unos días, volví a sentir un dolor como aquél. Caí al suelo sin conocimiento y, cuando lo recobré, va no me obedecían las piernas.
Fuensanta creía que se trataba de un «paralís», y, aunque los doctores le habían asegurado en el hospital que recobraría el uso de las piernas, ella pensaba que se lo decían para consolarla.
—Yo ya me he hecho a la idea de que no volveré a andar jamás. Y lo siento, más que por mí, por Juan, bien lo sabe Dios. A veces me hace gracia verle, tan grandote, barriendo y arreglándome la cama, pero al cabo me da una pena muy honda. Éste es un castigo que él no se merece. ¡Es tan bueno y tiene tanta paciencia!
Eran de un pueblo de la Mancha. Allí vivieron siempre, hasta que estalló la guerra. El Jaro era el mejor mayoral de aquellos contornos, el más trabajador, el que trazaba con el arado los surcos más derechos, el segador más rápido. Dominaba todas las faenas agrícolas y se lo disputaban los amos de las haciendas. Formal y valiente como ninguno. Los demás gañanes le respetaban y le temían. Fue él quien fundó el sindicato y, por eso, los caciques le tomaron tanta tirria. Pero no pudieron con él. Tuvieron que transigir con el mocetón que, con gestos graves y palabras cortas, se imponía a todos. Corrían aquellos tiempos de turbulencias, en que la rebelión cundía por los campos, pero allí nadie se desbandaba, porque su autoridad, acatada por unos y otros, llegó a constituir la mejor garantía de paz y de concordia. Si los jornaleros tenían alguna queja, el Jaro hablaba con los patronos y obtenía inmediatamente la reparación a que hubiere lugar y, de la misma manera, si los patronos se lamentaban justificadamente de algún abuso de los obreros, era Juan quien sujetaba a los díscolos y metía en vereda a los haraganes. Así, cuando llegó la guerra, él pudo serlo todo en el pueblo, pero no quiso. Renunció a sus cargos y se marchó al frente. Las cosas, por desgracia, no iban bien y le llamaron para que pusiera un poco de orden en la revolución, y volvió. Sin embargo, no quiso perder la ocasión que le brindaba la angustiosa defensa de Madrid para irse otra vez a la pelea de los hombres, como él decía, y seguir ya en el ejército hasta el final de las hostilidades. Lo que sucedió después era lo propio de aquellos tiempos de venganzas sin freno. Los caciques se vengaron hasta la saciedad. A Juan le metieron en la cárcel, le golpearon varias veces, hasta dejarle por muerto en la última paliza, le quitaron lo poco que tenía y le empapelaron para que le condenasen a muerte y le fusilaran. Menos mal que el médico, que era jefe de la Falange, dio la cara por él y pudo salvarle la vida. No obstante, le condenaron a treinta años de presidio, de los que sólo cumplió cinco. Ése era Juan, el Jaro.
—Sufre mucho aquí, en la ciudad. A él le tira mucho la tierra. Los domingos por la mañana se va siempre a las afueras para echar un vistazo a la campiña. Luego me dice que por aquí se trabaja muy flojo, que no saben. Lo que más le enfada es ver un surco torcido. Pero ya no podemos volver a nuestro pueblo. Yo no he querido que vaya nunca por allí. Conozco su genio y sé que, al enfrentarse con algún antiguo compañero que se ha cambiado de chaqueta o con los caciques que tanto mal le hicieron, no podría contenerse y se buscaría otra vez la desgracia. Es muy bueno, más que el pan, pero, cuando se enfurece, Dios nos libre de caer en sus manos. Se pone como loco.
Se querían, claro que se querían, como en sus mejores tiempos, y, desde que ella enfermara, él se mostraba más tierno, más entrañable y más servicial cada día. La lavaba, la peinaba, le hacía la cama, le preparaba la comida. No salía de casa más que para ir al trabajo o hacer la compra. Durante sus ausencias, solía visitarla una vecina por si necesitaba algo.
—Pero no consiente que nadie me toque, como si yo me fuera a quebrar. Muchas veces cavilo en lo que le sucedería si yo muriese, y me da miedo. Yo creo que se volvería loco.
Durante una de sus pausas se oyeron las fuertes pisadas de Juan en la escalera, y Fuensanta preguntó, alzando la voz:
—¿Eres tú, Juan?
—Voy, paloma —contestó él, ya entrando y mirándonos a los dos con franca complacencia. Sus ojos despedían fulgores dorados y sonreía abiertamente—. Le habrá contado aquí, Fuensanta, muchas historias, ¿verdad, señor Federico? Como tiene que estar todo el día callada, cuando pilla a alguien por su cuenta se desahoga todo lo que puede. Claro, a mí ya no tiene nada nuevo que contarme. Me sé de memoria todas sus fábulas. —Fuensanta sonrió, y el Jaro siguió diciendo—: Pero me gusta escucharla. A lo mejor le parece a usted una tontería, pero lo cierto es que, oyéndola a ella, me parece que no hemos quedado solos en el mundo.
Efectivamente, eran dos seres completamente solos, entregados a la mutua contemplación; dos amantes inagotables, suspendidos en el silencio y en el vacío del cosmos. Eso es lo que me parecieron a mí.
El Jaro empezó a mostrar a Fuensanta el contenido de la cesta de la compra.
—Cada día dan menos con la cartilla de racionamiento. Es una vergüenza lo que pasa en España. Mientras los ricos y los enchufados se hartan de comer a dos carrillos, hala, que los pobres se avíen toda la semana con un cuarto de litro de aceite, cien gramos de azúcar y otros cien de bacalao. ¿Es que los pobres somos gorriones?
Juan me miraba a mí, me lo preguntaba a mí, me ponía por testigo de aquella tartufada nacional urdida por los gobernantes, y que ya no engañaba a nadie aunque, eso sí, era capaz de sacar de quicio al más lerdo, por burda y desvergonzada.
—Más valdría —añadió— que la suprimiesen de una vez y que se dejasen de mentiras. Pero no. Eso, no. Porque alguien le saca tajada, una buena tajada, a todo este embrollo. ¿No le parece así, señor Federico?
Pero intervino Fuensanta antes de que yo pudiera contestar.
—Pero, Juan, ¿otra vez? Me dices lo mismo todos los días. El señor Federico no tiene la culpa, hombre. Anda, enséñame lo que has comprado, a ver si te falta algo.
El Jaro me miró y me guiñó un ojo.
—¿Ve usted, señor Federico? No se puede con ella. ¡Ay, qué mujer! —Y añadió seguidamente—: Bueno, pues he comprado lo de siempre: alubias, aceite, pescado… La carne no se puede ni oler, es cosa de ricos, pero estos boquerones nos van a saber a gloria. Sal, pimienta… De todo, ¿no? Se me había olvidado el jabón y he tenido que volverme desde el portal para comprarlo.
Yo creí que había llegado el momento de retirarme y me levanté.
—¿Se marcha usted ya? —me preguntó el hombre.
—¿Es que le he aburrido? —me preguntó la mujer.
—De ninguna manera. Todo lo contrario. Pero tengo una cita y voy a llegar tarde a ella si me descuido.
—Si es así… —y Fuensanta guiñó un ojo.
Juan hizo un gesto de resignación. Yo le pregunté:
—¿Por qué no me dijo usted antes que también ha estado preso?
El Jaro me miró a mí primeramente, con cara de sorpresa, y, después, a Fuensanta, con gesto interrogativo. Y ella confirmó sus sospechas con un movimiento de cabeza.
—¡Bah! —contestó—. Porque eso no tiene ningún mérito.
Lo dijo en un tono tan rotundamente despectivo y sincero que no dejaba lugar a dudas sobre lo que para él significaba el hecho de haber sufrido prisión. Nada. Un incidente baladí que no merecía ser comentado, ni siquiera aludido.
—Así es —concedí yo—, pero es una circunstancia que nos une más a los dos, ¿no lo cree así, Jaro?
Sí, es cierto, pero no olvide lo que le dije, y es que se ande con cuidado y no vuelva a hacer conmigo lo que ha hecho hoy. Usted, a lo suyo, que aún es joven y puede salir adelante.
Su escepticismo me desazonaba, porque me parecía que no era congruente con su carácter. Por eso le pregunté:
—¿Y vamos a abandonarlo todo, Juan?
—No lo sé —me contestó, encogiéndose de hombros Yo hice todo lo que pude. Ahora tengo que velar por mi mujer, que no tiene a nadie más que a mí en el mundo. Si trabajo, es por ella. Y ya no me queda más que una esperanza: la de volver al campo, de donde no debí salir nunca, y coger otra vez la mancera. Claro que si llegase una nueva ocasión, yo no dudaría un momento en ponerme en mi sitio, y puede que algunos de mis antiguos compañeros dieran cualquier cosa entonces por no verme.
Me despedí de Fuensanta, y el Jaro me acompañó hasta el portal. Mientras bajábamos la escalera nos envolvió una vaharada de aceite frito. Fuera, en la calle, alborotaba la sonajería metálica de un camión que expandía una estela de tufos pestilentes. Juan hizo un gesto de asco.
—Aquí siempre huele mal —se lamentó—: a bodrio, a gasolina… No hay ningún olor tan bueno como el de la tierra mojada, ¿no le parece a usted? Si no fuera por Fuensanta… Pero Fuensanta tira de mí más que la tierra.
Mientras me alejaba de allí, camino de la estación del «metro» más próxima, seguían sonándome las palabras del Jaro: olor a bodrio y a gasolina…, pero Fuensanta tira de mí más que la tierra… Y me imaginé a Juan, a un Juan amasado con tierra rojiza, brotándole ramas y follaje por todo el cuerpo; con los pies, como retorcidas raíces de olivo, clavados en el barro, y, bajo su cabellera de rubios reflejos, sus ojos: dos coágulos de agua en una hoja verde, heridos por el sol.
* * *
Los domingos eran para mí los días peores. La costumbre me hacía despertar a la hora de siempre, como si dentro de mi cabeza sonase puntualmente la campanilla de un reloj, y ya me era imposible empalmar el sueño. Sin embargo, debía permanecer entre las sábanas hasta que Alfonsina me anunciase que estaba preparado el barreño para la ducha. Anuncio que era más bien la señal de que Fernando había terminado de desayunar y se disponía a encerrarse en el comedor con sus libros de contabilidad. Luego, mientras yo me aseaba, Alfonsina despertaba a Carlota y preparaba el desayuno para los dos. Así desayunaríamos juntos tío y sobrina y saldríamos después a dar un paseo.
Solíamos ir a algún parque de la ciudad: al del Oeste, al Retiro o al paseo del Prado, donde permanecíamos hasta la una del mediodía, hora de emprender el regreso a casa para almorzar en familia. Durante estos asuetos matutinos, yo me sentaba, si el tiempo lo permitía, en un banco público a leer la prensa, no sin vigilar de reojo los movimientos de Carlota a mi alrededor. A veces, la niña se cansaba de jugar, o no encontraba con quien entretenerse, y entonces acudía a mí para que yo le contara alguna historia divertida, de esas que tú sabes, tito. A veces, los periódicos me aburrían de tal manera con su isócrona garrulería, con su prosa monocorde, con su estulticia prefabricada y, sobre todo, por su tono de servidumbre y adulación insuperables al hombre omnisciente, providencial, genio de genios, justo entre los justos, espejo de caballeros, el más bondadoso, el más espléndido, el más valiente, el más cristiano y el mejor estadista de todos los tiempos, que se me caían de las manos. En España, nadie pensaba, ni trabajaba, ni tenía ideas, ni se desvelaba, ni gozaba de tan directa protección divina como el hombre del Pardo, comienzo y fin de todas las cosas. Aquellas frases de elogio en grado superlativo, escritas a voleo y aplicadas sin ton ni son en un texto plúmbeo y desharrapado, me producían un profundo malestar físico y me hacían sentir una inmensa compasión por mi patria. ¿Cómo podía un hombre aceptar y soportar aquella salmodia de alabanzas, repetida e interminable, sin sentir las náuseas del asco por los hombres que así mostraban sus desnudeces ante él? ¡Qué tropa de turiferarios! Eran eclesiásticos, ministros, profesores, magistrados de la Justicia, nobles de escudo y prosapia, altos y mínimos funcionarios, escritores y periodistas, toreros, comediantes, profesionales ilustres, académicos, financieros y capitanes de empresa, deportistas, mujeres de rango y de alcoba, aventureros de todas las especies… ¿Se creería el ídolo tal sarta de lisonjas y ditirambos o, contrariamente, se gozaría con el espectáculo de tanta vileza, de tanta superchería y de tan inaudita degradación humana?
—Tito, tito. Oye, tito.
—¿Qué? ¿Qué quieres?
—Cuéntame un cuento, anda.
—Bien, bien, bonita. Pero, ¿cuál quieres que te cuente?
Otras veces recordaba a mis amigos, a mis viejos y entrañables amigos: Molina, Agustín, Pablo…, de la cárcel de San Antón y del penal. ¿Cómo se las arreglaría Agustín en Valencia? ¿Habría logrado, por lo menos, satisfacer su hambre, su hambre permanente, en alguna ocasión? Siempre que oía hablar de la paella se le llenaba la boca de saliva. Ahora podría, tal vez, comerse un buen plato de arroz, qué digo plato, una paellera con copete, de una sola sentada. Estoy convencido de que mi estómago tiene dientes y muelas, solía decir. ¡Agustín, famélico, pantagruélico y angélico! Molina, acurrucado en el cuchitril de su portería, espera el momento estelar para lanzarse de nuevo a la lucha con todo el entusiasmo que aún guarda su espíritu noble y desinteresado, sin doblez ni retranca. ¿Y Pablo? ¿Qué tal le iría como médico en su aldea soriana? Bien, sin duda. Es inteligente y donde no alcance su ciencia hipocrática llegarán su intuición y su magia personal. Ya tenía una hija, sí. Emilia era su nombre, como él mismo me comunicara en carta. Pablo había podido rescatar parte de su dote de felicidad en la gran catástrofe y seguir su propia singladura. Era el recuerdo de José Manuel, el joven poeta cubano, muerto por fusilamiento al amanecer de un día de julio, el que más me dilaceraba, y no tan sólo por el hecho en sí de su sacrificio, irremediable, sino porque yo seguía ignorando el paradero de su mujer y de su hija. ¡Cuidad de mi Enriqueta y de mi Adoración!, nos suplicó cuando le arrancaron de nuestra compañía para siempre. ¿Qué habría sido de ellas? ¡Qué desazonante y qué vergonzoso es para uno no poder cumplir un mandato como el de José Manuel!
—Tito, tito.
—¿Qué? ¿Qué pasa ahora, Carlota?
—Que te has callado. Sigue. ¡Por favor, tito!
Las mañanas de los domingos resultaban llevaderas hasta cierto punto, pero las tardes constituían un rosario de horas interminables, deprimentes. ¿Qué se puede hacer en Madrid sin amor, sin dinero y sin lectura, una tarde de domingo? Poco después de la sobremesa, yo tenía que echarme a la calle, porque mi cuñado reclamaba inmediatamente su derecho a dormir hasta el anochecer. (Tengo un alto déficit de sueño y, si no lo saldo ahora, estoy expuesto a que se me rompa una vena del cerebro cualquier día, andando por ahí). Cuando despertaba, encendía su pequeño aparato de radio y se embebía escuchando música, cualquier música, o las retransmisiones radiofónicas de los partidos de fútbol. (Necesito relajarme, ¿sabes?, porque luego me esperan las cuentecitas de tu hermana), y exigía el más absoluto silencio a su alrededor.
Aquella mañana llevé a mi sobrina a la plaza de Oriente, estremecida ya de voces infantiles, que guardaba todavía el estilo empolvado de las plazas provincianas, con sus puestos de dulzainas, sus niñeras y reclutas, sus mendigos zalameros y sus viejecitos esponjándose al sol. El alcázar real, macizo y majestuoso, de piedra gris, con innumerables balcones y ventanas, parecía un castillo encantado, sí, tito, como en el que viven las princesas de tus cuentos. Pero allí no vivían ya reyes poderosos ni bellas princesas. En sus largos corredores y en sus ricas cámaras sólo pervivían los recuerdos transformados en fantasmas invisibles. Felipe, los Fernandos, los Carlos, Isabel y los Alfonsos no eran más que retratos prendidos en sus muros tapizados. El palacio real se erguía como un testigo mudo y deshabitado de otra historia novísima, cuyo estilo visigótico se diferenciaba tanto del suyo propio, de inspiración dieciochesca. (Franco ha retrotraído la historia de España a la época de las invasiones germánicas. Él mismo se hace llamar «Caudillo por la gracia de Dios» y fue proclamado tal sobre el pavés, después de una victoria militar, por sus capitanes, como los reyes-caudillos visigóticos. Creó feudos y dictó un conjunto de leyes supremas, un nuevo Fuero Juzgo, que establecía dos categorías estrictas e inconfundibles de súbditos: la de los vencedores y la de los vencidos). Verdaderamente, la monarquía de Franco no era, como la tradicional, el resultado de la lucha del pueblo contra el despotismo y la rapacidad de los jefes de mesnada, sino, por el contrario, la consagración del derecho de conquista y del privilegio —ley privada, particular— de sus barones y legados. Confirmé estas ideas viendo los grupos de oficiales pululantes por allí, con la gorra caída sobre los ojos y la barbilla levantada, al compás del undós, todos idénticos, como salidos de un mismo molde, retoños de una misma casta, fabricados y numerados en series. Seguro que no deambularían constantemente tantos oficiales por las calles de Berlín, ciudad ocupada por cuatro ejércitos vencedores. Nunca había visto yo a un oficial vestido de uniforme por las calles de Gibraltar, plaza fuerte en poder de una potencia extranjera. ¡Ay, Dios! ¿Cuándo podría quemar este pueblo mío ese nuevo Fuero Juzgo en las plazas públicas, como se hiciera en Castilla con el Viejo, el de los reyes de León?
—Tito, tito.
—¿Qué, preciosa?
—Que llevamos parados mucho tiempo, tito, y quiero jugar.
—Sí, sí, vamos.
Entonces llegó a mis oídos la voz de un dulzainero:
—¡Hay pipas y caramelos!
¿De quién era aquella voz conocida? No pude averiguarlo al pronto, porque una bandada de pequeñuelos se interponía entre el vendedor y mi vista. ¿De quién salía aquella voz? Una curiosidad irresistible me hizo acercarme al grupo llevando de la mano a Carlota. Entonces le vi. Sentado junto a un cajón, sobre el que se exhibían caramelos, cacahuetes, pipas de girasol y almendras garapiñadas, se hallaba sentado un hombre de edad, fealdad y aspecto socrático. Calvo, híspida y canosa barba y nariz roma, pero con unos ojos jóvenes y cándidos, como los de un niño. Era él.
—¡Don Alberto!
El vendedor fijó sus ojos en mí, arrugando los párpados como los miopes, y se le llenaron de alegría.
—¡Federico, hombre!
Nos abrazamos efusivamente.
—Pero, ¿cómo se encuentra usted aquí, don Alberto?
—¿Y dónde iba a estar mejor que con mis niños?
—¿Es que no ha podido encontrar otro trabajo?
—¿Otro trabajo?
—Sí, quiero decir otro trabajo menos penoso.
—Qué cosas dice, Olivares.
Después de esta serie de preguntas y respuestas atropelladas, don Alberto me explicó, sosegadamente:
—Intenté vender bombillas y las vendí; me coloqué luego en una fábrica de sucedáneos de café, que tiene un amigo mío, y no se me daba mal, pero me sentía muy triste y solo sin mis niños, y como no me estaba, ni me está, permitido volver a mi colegio ni a otro cualquiera, pensé que la única solución era establecerme en un jardín público, y ya me ve. Con estas golosinas consigo atraerlos. Son los pájaros que alegran mi vida. Usted, como maestro, sabe muy bien lo que significan los niños, lo que son para uno. Así, oyendo sus risas y viéndolos revolotear a mi alrededor, me siento todo lo feliz que puedo serlo.
Era un hombre inefable don Alberto. Maestro de enseñanza primaria, adoraba a los niños. Tuvo tres hijos, pero se le murieron en plena infancia. Más tarde perdió también a su esposa y, desde entonces, todo su amor, enorme e insensato, se desbordó como un torrente sobre los pequeñuelos. Inclinado durante más de cuarenta años sobre los espejos transparentes de las almas infantiles, la suya propia había sufrido una misteriosa transformación. Así como en los cuentos rosados de las princesas, éstas se convierten en rosas en virtud de un mágico encantamiento, así aquel espíritu inteligente y soñador, tocado por una varita milagrosa, quedó trocado para siempre en un niño con barba y con unos ojos que parecían recién estrenados a la luz. En la cárcel, donde penó algunos años, se pasaba los días escribiendo cuentos para niños y hablando, a todo el que quería escucharle, de sus descubrimientos en el campo de la psicología infantil. Partiendo de que todos los niños son buenos, él los tenía clasificados por colores: niños blancos, rosados, violetas, rojos, amarillos, verdes… (Son como las flores). Las más tristes horas para él eran las últimas de cada jornada carcelaria. Entonces solía buscarme.
—¿Qué noticias hay hoy, Olivares?
A veces, no había ninguna noticia alentadora que comunicarle, y entonces el bueno de don Alberto insistía, en tono de súplica:
—Pues cuénteme un bulo, aunque sea un bulo, pero de los buenos…
Y me obligaba a mentir:
—Verá… Se rumorea que está firmado, o a punto de firmarse, un decreto para poner en libertad a todos los reclusos cuya condena no sea superior a la de veinte años.
Porque su condena era exactamente la de veinte años.
—¿De veras, Federico?
—¡De veras, don Alberto!
—¡Gracias, hijo!
Carlota se había aproximado a don Alberto y miraba codiciosamente sus montoncitos de golosinas. Reparó en ello don Alberto y me preguntó:
—¿Es hija suya?
—No, es mi única sobrina —le contesté.
—Para mí es igual. ¿Cómo se llama?
—Carlota.
—¡Ah, caramba! Tiene nombre de emperatriz —le levantó cariñosamente la barbilla, le miró a los ojos y añadió—:
Y su color es el púrpura.
No pude evitar que volcase en sus bolsillos casi toda la mercancía de su mostrador. Posiblemente, aquel despilfarro arruinaría su negocio. Pero se mostraba tan feliz aquel hombre encendiendo bengalas en los atónitos ojos de mi sobrina que, permitírselo, constituía, sin duda, el mayor placer que me fuera dado concederle.
—¿Y qué, Federico, queda alguna buena noticia para mí?
—Pues sí, don Alberto. He oído decir que van a devolver las escuelas a todos aquellos maestros cuyas condenas no han sido superiores a veinte años.
—¿De veras, Olivares?
—¡Absolutamente cierto, amigo mío!
Pero, por primera vez, hizo un gesto negativo mientras sonreía herido de tristeza.
—No, hijo, no. Ya se me acabó la esperanza. Ahora —y desvió su mirada hacia un punto indeterminado— lo único que deseo es que me entierren en uno de los jardines adonde acuden los niños a jugar, para poder seguir oyendo sus risas eternamente.
Hizo una pausa, que se fue como un suspiro, y sonriendo y mirándome un poco avergonzado, agregó:
—Claro, ya no les daría golosinas, pero sí flores.
Hizo un gesto con las manos como para darme a entender que no encontraba las palabras precisas con que expresar su pensamiento y dijo:
—No sé si le parecerá una tontería, Olivares, pero tal vez naciera de mi cuerpo un árbol que se cubriría de hojas y de pájaros en las primaveras. Sí, ya sé —y movió la cabeza de arriba abajo, lentamente— que es un sueño imposible y que muchos se reirían de mi si me oyeran. Lo sé, Federico, lo sé. Pero, ¿qué quiere? Es lo que yo pediría ahora, en mi vejez, y dicho _queda, y que conste que no me importa nada que alguien crea que estoy loco o que soy un anciano imbécil que chochea.
Nada de imbécil, nada de viejo chocho, lo juro. Un gran poeta, un poeta puro, angelical, que escribía sus versos en el aire. Un poeta que seguía en su delirio de amor, porque aquel hombre de calva reluciente y de aspecto socrático tenía una hermosa alma florida y un corazón sonoro como un arpa eólica.
Todavía, cuando emprendimos el regreso a casa, me estremeció su cascada voz pregonando su mercancía:
—¡Hay pipas y caramelos!