VI

Cuando, al final de la jornada, nos encontramos en el lugar convenido, Jaime, sin saludarme siquiera, me preguntó:

—¿Qué tal el trabajo? ¿Fácil, verdad?

—Hombre, sí.

—¿Mucha gente?

—Unos cien.

—Pues ya tienes tarea. No te será muy difícil controlarlos, digo yo.

—Aún es temprano para hacer un pronóstico, pero yo también creo que no.

La vista de mi amigo bajó hasta mis zapatos y sentí vergüenza de lucir aquel calzado nuevo y brillante junto a sus alpargatas. ¿Qué pensaría Jaime de mi sometimiento a los prejuicios burgueses en mis circunstancias?

—No pude evitar que me los regalara Alfonsina, mi hermana —dije como excusa.

Pero Jaime pensaba ya en otras cosas y sólo murmuró:

—¡Bah!

Me informó, sobre la marcha, que íbamos a reunirnos con un grupo de compañeros escogidos y puestos ya de acuerdo sobre la necesidad de despojarse de toda intención sectaria para emprender una acción común. (Es cuestión previa, ¿no te parece? De lo contrario, nos perderíamos en bizantinismos estériles). Él me los presentaría y aquella misma tarde yo quedaría controlado. Solían verse todos los lunes en un bar para el intercambio de ideas y noticias y, una vez al mes cuando menos, o cuando lo requiriesen asuntos de importancia, en un pequeño garaje de las afueras. El equipo estaba bien organizado, con conexiones en casi todas las provincias, y contaba con enlaces para establecer nuevos contactos o reanudar los que, por cualquier contingencia, fueran interferidos o rotos. Jaime no empleaba más que las palabras imprescindibles. Hablaba casi en estilo telegráfico, pero con una precisión y una claridad tales que hacían innecesaria cualquier aclaración adicional. Me hablaba de cosas que a mí me apasionaban y le oía en silencio, sin interrumpirle ni aún para expresarle mi conformidad. Era, para mí, escuchar en otros labios aquello mismo que yo había pensado y meditado largamente. Así anduvimos, él hablando y yo oyendo, hasta que Jaime se detuvo a la puerta de un bar del tipo de los que visitara cuando era vendedor de gaseosas. Entramos. Al fondo, y no lejos de la repisa que sostenía el aparato de radio, vi, sentados a una mesa un poco separada de los demás, a dos individuos que en seguida hicieron señas a Jaime con las manos. Nos dirigimos hacia ellos y, después de los saludos, uno de aquellos hombres fue a manipular en el transmisor con el fin de elevar el volumen de la voz femenina que cantaba una copla de aire flamenco.

—Así —me explicó Jaime—, nadie podrá oír lo que decimos.

El que respondía al nombre de Ramón era un tipo recio, joven todavía, con un rostro de rasgos muy pronunciados. Sus ojos, pequeños, pero muy vivos, fulgían tras la maraña de sus cejas, muy pobladas. Su voz era pastosa y varonil y, al hablar se le traslucía un ligero acento asturiano. Con su negro pelo revuelto, su camisa desabrochada y sus grandes manos curtidas por la intemperie, daba una agradable sensación de franqueza y energía. El otro, Ibáñez, era su contrafigura: pálido, de pelo lacio, con gafas de concha y afiladas manos de endeble arquitectura.

Después de unas cuantas preguntas y respuestas sobre la la prisión y sobre comunes amigos y conocidos, Ibáñez quiso saber lo que yo opinaba acerca de la situación política de España, la real y no la oficial, porque aquélla no hacía otra cosa que cantar victorias imaginarias a diario y ofrecerse como modelo a aquellas mismas naciones que más hostiles se le mostraban, aunque sólo fuese de boquilla, pues, en la práctica, no eran capaces de mover un solo dedo en contra del régimen político español y, en el fondo, se entendían con él. Yo le contesté que carecía de información suficiente para emitir un juicio valedero, si bien podía adelantarle mi opinión de que, por nuestra parte, estaba todo por hacer.

—¡Cuidado, amigo! —me replicó Ibáñez—. Se ha trabajado mucho. Los que estabais allá, encerrados, creíais que los de la calle sesteábamos, y ése es vuestro gran error. No, amigo, no. Lo que pasa es que vosotros no queréis comprender, vamos, que no os cabe en la cabeza, una cosa, y es que se trata de un largo, muy largo, proceso de recuperación. Perdimos la guerra y…

—Perdieron la guerra, —le rectifiqué.

—¿Que perdieron la guerra? ¿Quiénes? —me preguntó.

—Los de entonces —respondí.

Jaime y Ramón seguían atentamente nuestra rápida esgrima. Por su parte, Ibáñez sonrió con aire de superioridad.

—No sé qué quieres decir —dijo, encogiéndose de hombros.

—Muy sencillo, compañero. Los hombres que entonces nos dirigían y no supieron darnos la victoria, fueron los que fracasaron, no nosotros.

—Pero estábamos con ellos. No lo olvides.

—Nosotros confiábamos en ellos y luchamos bajo su dirección, que no es lo mismo.

—Pero, hombre; no pudieron hacer otra cosa.

—Peor para ellos, y también para nosotros, claro. Debieron darnos la victoria o marcharse y dejar su puesto a otros. Esa era su alternativa.

—Eso es fácil de decir ahora.

—Al contrario, es lo más difícil. Es más cómodo admitir un resultado que ir contra él.

—Entonces, ¿tú no admites la derrota?

—Por lo que a mí respecta, no.

—Ésas no son razones, son puntos de vista estrictamente personales, palabras.

—Te equivocas de medio a medio, compañero Ibáñez —le repliqué—. Mi postura es la expresión de una manera muy distinta de situarse en el presente y de afrontar el porvenir. Yo, por ejemplo, al cesar los tiros, recabé por entero mi libertad de acción y me dije que no obedecería más a los jefes que se dejaron derrotar. Ellos me habían abandonado en un laberinto, y vaya laberinto, del que yo sólo debería encontrar la salida. Bien; pues que no contaran más conmigo en calidad de jefes. En adelante, debería ser otra la dirección y diferentes las tácticas y los objetivos.

Ibáñez daba muestras de disconformidad, pero se contenía en la postura del hombre que se ve obligado a escuchar los dislates de un inexperto.

—Vamos a ver —dijo, como si tratase de devolver a su sitio las cosas que yo torpemente hubiera trastrocado—: tú te debes a unas ideas, a aquellas ideas, ¿no es eso?

—Poco a poco —dije yo—. ¡Ya salieron las ideas! Mira, las ideas son impalpables, impalpables y necesarias, cómo te lo diría yo, como los dioses, pongamos por caso. Están por encima de las contingencias de tiempo y de lugar, hasta el punto que dos adversarios pueden combatirse a hierro y fuego esgrimiendo las mismas ideas, ¿no? —y sin esperar su respuesta, añadí—: Desengáñate, yo podría formularte ahora mismo cien magníficas ideas. ¿Y qué? Que no adelantaríamos nada si previamente no hubiésemos creado las condiciones subjetivas y objetivas necesarias para ser entendidas, aceptadas y realizadas. ¿De qué le vale al campesino poseer buenas simientes si ignora sus propiedades y no las derrama donde, cuando y como deben ser enterradas? ¿De qué nos valió, al principio de la guerra, hacer la revolución si los hombres no sabían lo que era la revolución y ni las condiciones económicas, sociales y políticas del país permitían poner en práctica, en plena lucha a vida o muerte, tales lucubraciones teóricas, como vimos después, eh?

—¿A dónde quieres ir a parar, Olivares?

—Espera. Primero hay que saber lo que es posible; después, explicar al hombre de qué se trata hasta que lo comprenda, para que lo asuma como un imperativo ético y vital, que lo haga suyo, y, por último, conducirle paso a paso a su consecución, y perdona que hable en unos términos quizá demasiado académicos y que a mí no me gustan…

Expuse, a continuación, que, a mi manera de ver, nuestro objetivo debía ser la descomposición y destrucción del fascismo, sin más garambainas, atacándole en sus puntos más débiles, que eran, a mi juicio, la corrupción administrativa: el envilecimiento general; la postración y descrédito de España ante el extranjero, que la colocaba en una situación de país miserable y esclavizado; los abusos del poder incontrolado; la sistemática y progresiva esquilmación de las riquezas comunes en beneficio de una taifa de especuladores, estraperlistas y negociantes sin escrúpulos; la política anticultural y anticientífica que proclamaba su horror a los libros y a los valores del pensamiento humano; el terror policíaco como sistema y el privilegio como ley. Al cabo de tantos años de haber finalizado nuestra guerra, todavía estábamos sometidos a unas cartillas de racionamiento de víveres cuyo cupo semanal no daba para comer ni un solo día. ¿Por qué? La propaganda oficial atribuía el hambre al cerco internacional de que era objeto España por parte de sus enemigos tradicionales. ¡Mentira! Urgía demostrar que el cerco no era contra España, sino contra el régimen político de Franco, contra Franco, en definitiva, aliado y amigo de Hitler y Mussolini. Que no se identificase a España con el franquismo como pretendían siempre los usurpadores. En resumen, aducir razones de fácil comprobación, que pudiera entender todo el mundo, hechos, hechos, y no teorías hiperbóreas.

Después de tantos años de monólogo, me había llegado la ocasión de desahogarme y lo hice largamente, de un tirón, sin pausas, como quien recita una lección de memoria.

—Eso es oportunismo, Olivares.

Era la voz de Ibáñez.

—Llámalo como quieras. Por mi parte, prefiero ser fiel a la realidad que convertirme en estatua de sal y seguir rumiando ilusiones imposibles del pasado.

Ibáñez ya no me contradijo. Se echó a un lado, simplemente.

—Sin embargo, yo creo que las ideas son lo primero —dijo.

—Sí, que vivan las ideas aunque los hombres perezcan. Pues, no, amigo. Yo pienso todo lo contrario.

—Demasiado peligroso —sentenció.

—Bueno, lo admito. Pero no hay alternativa.

Ibáñez apeló entonces a la solidaridad internacional como última esperanza, pero no le dejé concluir su razonamiento.

—Alto, compañero. No hablemos de eso, que huele mal. Lo único en que estaban de acuerdo las naciones extranjeras mientras nos peleábamos los españoles, independientemente de sus simpatías por uno u otro bando, era en atizarnos para que siguiésemos destrozándonos y aniquilando al país y que, al final, cualquiera que fuese el vencedor, España, desangrada y destruida, quedase descartada de los negocios mundiales por cien años más. Querido compañero, no te olvides de una cosa. De esta: sin España, sin lo que ella significa y puede ser, nosotros no pasaremos de ser un país colonizado, como ahora. Todo país procura aprovecharse de las debilidades de los demás y, si es vecino, tanto mejor. Nadie da nada de balde. Estamos listos si esperamos que vengan de fuera a sacarnos las castañas del fuego.

La discusión quedó interrumpida por la llegada de otros tres contertulios. De ellos, un antiguo periodista, un abogado, y el tercero… Se llamaba Carlos y era un tipo indefinible: joven, bien vestido, oliendo a perfume caro y fumando cigarrillos rubios. Supe más tarde que lo mismo vendía cortes de traje de las mejores calidades que exhibía alhajas para la venta u ofrecía grandes cantidades de café y frascos de penicilina. No tenía, sin embargo, talante de estraperlista profesional. Demostraba gran frialdad por el dinero y nunca hacía ostentación de él. En opinión de mis amigos, tomaba parte en nuestros conciliábulos por afición a jugar con el miedo y a exponerse al peligro. En las reuniones hablaba poco y siempre que lo hacía era para proponer las ideas más radicales y abogar por los procedimientos más arriesgados.

La conversación derivó pronto por otros cauces. Se comentaron las últimas noticias, se habló de un hipotético cambio ministerial y, sobre todo, se criticó acerbamente a los demás grupos que actuaban en la clandestinidad.

Duarte, el abogado, se mostró indignadísimo por la especie que había lanzado a la circulación uno de aquellos grupitos insinuando que el nuestro estaba constituido por un pequeño número de incontrolados que no sabían lo que querían ni a dónde iban.

—Traidores. ¡Eso es llamarnos traidores! —exclamó, fuera de sí—. En cuanto uno no quiere formar parte de la reata ni comulgar con ruedas de molino, ya es un traidor. ¡Serán cabrones!

El experiodista le calmó diciéndole que estaba preparando por su cuenta un manifiesto breve, pero demoledor, en que les contestaría punto por punto, demostrando la indecencia de unos difamadores que, al sembrar la confusión en el campo antifascista, servían de rechazo los intereses de la dictadura y colaboraban con ella.

—Traidores, ellos, Duarte. Te aseguro que van salir escarmentados. Les voy a arrancar la piel a tiras —concluyó diciendo el experiodista.

Ya eran más de las diez de la noche cuando abandonamos el bar. Ramón, al despedirse, me estrechó la mano, diciendo:

—De acuerdo, compañero. Aquí se habla mucho, pero no se hace nada, absolutamente nada.

Jaime que no había abierto la boca en toda la sesión, me preguntó, cuando nos quedamos solos y después de andar unos minutos en silencio:

—¿Qué te han parecido?

Pero yo, en vez de contestarle, le pregunté por Ramón.

—¿Quién es? ¿Qué hace?

—Es un conductor que hace la ruta del norte con un camión de pescado. Es el que controla a los mineros de Asturias.

—¿Que los controla?

—Bueno, no sé hasta qué punto, pero es de verdad el encargado de enlazar con los militantes de la zona minera.

—Me gusta el tipo. ¿Y Carlos?

—Pues, realmente, sé poco de él. Es de Valladolid y habla en nombre de los ferroviarios de aquella región. Vino de Francia hace poco tiempo.

Seguimos andando, otra vez en silencio, hasta que Jaime insistió:

—¿Qué te ha parecido nuestro grupo?

Y yo volví a retrucarle:

—Y tú, ¿qué crees?

—De todo lo que he encontrado por ahí, es lo que más vale.

—Pero, ¿te gusta?

—No me convence del todo.

—Ni a mí.

Nos separamos poco después, cada uno con su silencio y sus dudas a cuestas. Yo me sentía cansado, decepcionado y descontento de mí mismo.

* * *

Cansado, decepcionado y descontento de mí mismo, me senté al borde de la cama. La desnudez física y la presencia vigilante de una mujer me hicieron sentirme más desgraciado que nunca. ¡Qué vacío, Dios, y qué sensación de aniquilamiento! Me cubrí el rostro con las manos, estrangulado por un violento sollozo que subía y bajaba por mi pecho sin estallar. En aquel momento deseé morir repentinamente, caer fulminado por un colapso cardíaco, pero, como en otras ocasiones de absoluta desesperanza, la muerte ni siquiera pensó en mí. Y, sin embargo, estaba peor que muerto, porque alentaba y tenía conciencia de mi definitiva destrucción. ¿Cómo podría, en adelante, vivir así, desprovisto de lo que el hombre estima por encima de todo? ¿Qué puede hacer un hombre que ha dejado de ser hombre cuando debería estar en la cumbre de su plenitud? ¿Por qué tan abrumadora desgracia? En mi estado, de nada me serviría la voluntad de ser. De nada. Sería ya una piltrafa, un despojo nada más. Sería un cadáver galvanizado y movido desde fuera como un muñeco. Si fallaba en la prueba, tendría que ir pensando y preparándome para una solución final que compensara mi fracaso definitivo como hombre. (Puedo matar al dictador o, al menos, intentarlo. Puedo colocar una bomba que haga volar por el aire a la plana mayor del régimen. Puedo gritar en medio de la calle, aprovechando alguna concentración oficial, contra el fascismo y la mafia gobernante, o un viva a la República, o un viva a la libertad, y morir instantáneamente en manos de los esbirros del poder). ¿Podría? ¿Sería yo capaz, tendría nervios, para llevar a cabo una cosa así? Caería con gloria y mi nombre pasaría a la leyenda como el de un libertador. Ah, si tuviera fe religiosa. En ese caso, mi camino estaría luminosamente señalado: la oración, las misiones, la humildad y el anquilamiento en Dios. Pero no. (Yo no tengo fe, y, sin valor y sin fe, ¿cuál puede ser mi destino?) Me vi marginado, arrastrando una vida ominosa, bordeando, como un hampón, el gozoso, fantástico, emocionante, nuevo cada día, lúdico y trágico, sensual y metafísico, círculo mágico de la vida. Andaría por ahí como un merodeador, apaleado, burlado, escarnecido, mendigando una sonrisa, una palabra fraterna y el olvido de una culpa sólo imputable a la malignidad de los dioses, pero con un reato de pena irrediammible para mí. Yo, un inválido. Yo, una máscara. Yo, una forma vacía de hombre.

Todos estos pensamientos cruzaron por mi mente como chispas incendiarias mientras oía el ruido de las abluciones que la mujer practicaba en un rincón de la sórdida alcoba. Fracasarás. No podrás. Seguro que fracasarás, me decía una voz interior. Y comprendí que fracasaría, que fracasaría. Era inevitable, inevitable. ¿No lo estaba ya viendo? Después de tantos años de espera, ¿cómo explicar, si no, aquella inerte pasividad? (Yo, que siempre he reaccionado como un potro frenético, al que tenía que frenar tirando de la brida con todas mis fuerzas y desviando a la imaginación lejos del camino franco para no llegar demasiado pronto al fin del viaje y subir la última cuesta acompañado, ahora ni siquiera siento los primeros temblores ni, menos aún, esa sacudida que precede al arrebato triunfal de las entrañas. Y el caso es que deseo ardientemente entregarme, darme, fundirme, y perder la memoria y desasirme de la realidad. Quiero, amo, adoro la flor carnosa del sexo hembra, su soto umbrío, su sinuosa gruta).

Entre tanto, sentí cómo ella se tumbaba en la cama. Entonces me llegó una onda cálida de su cuerpo. Después, sus brazos rodearon mi cintura y sus manos se posaron en la confluencia de mis piernas.

—¿Vamos?

Permanecí mudo e inmóvil.

—Anda, hombre, que hay que aprovechar el tiempo.

Sentí la caricia de sus dedos hábiles y tortuosos.

—¿Te duele algo? ¿Te sientes mal?

Su voz traslucía un principio de preocupación y alarma. Recogió sus brazos, me soltó y quedó sentada a mi lado. Yo le oía hablar y moverse, dolido por una vergüenza inconmensurable, inmovilizado entre el temor y el pasmo. La mujer —¿cómo se llamaba?— me tomó la cabeza entre las manos y la atrajo hacia sí.

—¡Mírame, hombre!

La miré. Tenía una crencha de pelo oscuro suelta sobre su frente. Tenía unos ojos más grandes que cuando la descubrí en el café. Tenía una sonrisa húmeda entre los labios entreabiertos. Tenía unos pechos maduros, con los pezones irritados. Tenía un pliegue alrededor del vientre, a la altura del ombligo. Tenía una pequeña sombra triangular quieta entre las ingles.

—¿Es que no te gusto?

Tomaba un refresco a solas en un rincón del café y, de cuando en cuando, derramaba miradas de reojo a su alrededor. Parecía pensativa, pero estaba alerta, al acecho. No provocaba, sino que emitía tenues ondas simpáticas y excitantes. Yo hice mentalmente de nuevo la cuenta de mis haberes recién cobrados. Me reservaría treinta y cinco pesetas para mis gastos semanales y entregaría el resto a Alfonsina, como de costumbre. Tendría que reducir al mínimo mis dispendios en tranvías y cigarrillos. Aun así… Pero yo no podía perder aquella oportunidad. Pediría un anticipo al señor Julio o un préstamo a mi hermana. De acuerdo, de acuerdo. Sí, porque había llegado la hora de la prueba. Yo siempre había tenido mucha suerte con las mujeres de lance, y aquélla lo era, sin duda alguna. Sabía qué decirles, cómo hablarles, ni en bruto ni en cursi, ni en baboso ni en catedrático: discretamente y al grano, y con miramiento, con mucho miramiento, para que ellas se sintiesen admiradas y deseadas por un hombre avezado y buen conocedor de las tretas y los secretos de la cama. La conquista a fondo suele llegar, si interesa, después de la primera demostración, cuando ellas se convencen de que el tipo conoce muy bien lo que tiene entre manos y les descubre registros, secretos, fantasías, y las envuelve en un runrún excitante de palabras, palabras, palabras. Aun las más ignorantes se iluminan, aun las más resabiadas se confian, aun las menos sensitivas se entregan. Ése fue mi estilo y nunca me falló. Si sembré amor, recogí mucho más, a chorros, cuyo recuerdo sobrevive imperecederamente en mi memoria. Esperé, pues, a que ella me dirigiese una de sus furtivas miradas y entonces le hice una seña de invitación a mi mesa, y la mujer, como tenía previsto, me sonrió débilmente, consentida, y me respondió con una mueca que quería decir: Ven tú a la mía. Después, todo transcurrió rápida y sencillamente. Abandonamos pronto el café. (Hay cerca de aquí una casa de citas que no está mal y no es cara: un duro la hora). Un portal oscuro. El ascensor. Yo la llevaba cogida fuertemente por un brazo, como si fuese mi novia, y le decía cosas, cosas, cosas. (No te vas a poder resistir, aunque quieras. Te voy a crujir de placer. Eres hermosa. Ya verás…) Ella sonreía y callaba. Nos recibió la consabida y agria alcahueta doméstica. (Un duro la hora. Por adelantado, ¿sabe?) Y me desnudé.

—¿Es que no te gusto? —insistió ella.

La abracé con fuerza. Quedó mi boca junto a su oído y la de ella junto al mío. Así hablamos:

—Claro que me gustas. Me gustas mucho —le dije, temblándome la voz.

—Entonces, ¿a qué esperas?

—Es que no puedo.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿No decías que ibas a hacerme crujir de gusto aunque yo no quisiera?

—Sí, eso te dije, pero…

—Bueno, déjame a mí. Ya verás.

Hizo que me echase de espaldas. Entonces, ella, inclinada sobre mí, me cosquilleó suavemente la cara, el pecho, el vientre y el nidal, con su cabello, y siguió, después, derramando ósculos lentos, cálidos y húmedos por el mismo camino. Me acarició y me manoseó profesionalmente. Entre tanto, yo, con los ojos cerrados, reviví los momentos más hermosos compartidos con Aurora, Marilú, Matilde… Recordé a todas mis novias y amantes en un escorzo, en una caricia, en una escena… Nos envolvía un silencio quejumbroso, al que ella puso fin diciéndome:

—Prueba.

Me esforcé. Sudé. Jadeé. Ella también sudaba y jadeaba. Fue una brega inútil, desesperante y dolorosa.

—Oye, chato, ¿eres normal?

Su pregunta me estremeció y me inhibió completamente. Me dejé caer a su lado, ahogándome casi.

—Claro que sí —dije.

Después de una pausa en que oíamos solamente nuestras respectivas respiraciones agitadas, ella insistió:

—Pero, ¿tú has estado antes con otras mujeres y has cumplido como Dios manda?

—Sí, muchas veces. He tenido relaciones con mujeres y siempre respondí a satisfacción de ellas y mía. ¡Siempre!

—Pues no lo entiendo.

—Ni yo tampoco, créeme.

Siguió otro silencio hasta que, de pronto, ella, incorporándose y poniendo una mano sobre mi frente, me preguntó:

—¿Has estado enfermo hace poco?

—No.

—¡Calla! —exclamó repentinamente—. ¿Te han tenido preso?

—Sí.

—¿Mucho tiempo?

—Años.

—Pues no digas más. Ya sé lo que te pasa, pobrecillo.

Inclinada sobre mí, sus cabellos volvían a rozar mi rostro. Sentí el calor de su cuerpo desnudo que descansaba sobre el mío. La abracé y me cegué con sus pechos que besé a porfía, vehementemente, con rabia. Cuando me pasó el arrebato, inquirí:

—¿Que sabes tú lo que me pasa?

—Claro que lo sé: lo que les pasa a los que han estado mucho tiempo donde tú estuviste. Por lo tanto, no tienes por qué apurarte.

—¿Es eso verdad?

—¡Como hay Dios! Lo sé muy bien por experiencia. No eres tú el primero, no.

—¿Y después?

—Al principio no pueden. Pero todo vuelve, hombre, todo vuelve. Ya lo verás. Me acuerdo de uno que… Era más joven que tú y se quería matar. Le consolé como pude, diciéndole lo mismo que a ti, porque yo ya sabía entonces lo que pasa. Antes que él, otro me había dicho, en las mismas circunstancias, que quizá se debiese el fallo a que se había masturbado, ya sabes, todos los días, o casi todos los días, mientras estuvo preso. Pues bien, pasados unos meses, volví a encontrarme con el que se quería matar. Estoy como nuevo y te lo voy a demostrar ahora mismo, fueron sus palabras. Me llevó por ahí y… Era un toro, chato, era como un toro.

¡Cómo me fortalecieron aquellas palabras, qué bien sonaban, qué esperanzas me traían, cómo me consolaban! Fueron para mí, en verdad, como alcohol derramado en mis venas. Aquella mujer no mentía, seguro que no. Y siguió hablando, contándome algunas cosas de su vida:

—Nos casamos en guerra. Yo tenía entonces dieciocho años y él veinte. Era piloto de un bombardero. La verdad es que apenas tuvimos tiempo para darnos cuenta de que estábamos casados. Lo único que entonces nos importaba era el tiempo que pasábamos juntos, porque él estaba casi siempre de servicio, de aeródromo en aeródromo. Ya ves, ni siquiera apreciábamos el dinero…

Yo pensaba en mi recuperación. Necesitaba una mujer urgentemente. Una así como Susana. Pero Susana, no. Ella era prima carnal mía, de mi misma sangre, y no, no. Hay muchas mujeres como Susana. Claro que sí. Miles. Sí, pero te llevan al matrimonio o te salen con un hijo. ¡Cuidado! Yo no puedo atarme a una mujer. Por lo tanto, tendré que buscar y buscar, hasta encontrar la compañera, eso es, la compañera dispuesta a entregarme todo, sin compromiso, a sabiendas de que yo no podré darle nunca, o en muchos años, la compensación que toda mujer reclama: hijos, seguridad, horas tranquilas. ¡Qué misterio! Ella existe y, a estas horas, quizás ande buscándome o me esté esperando, y ni ella ni yo nos conocemos ni sabemos dónde, cuándo y de qué manera vamos a encontrarnos. ¿Cómo será? ¿Morena, rubia, trigueña?

—Un día, maldito sea siempre aquel día, dicen que llegó la paz y ¿sabes lo que ocurrió? Pues verás. Él me había dicho muchas veces que no quería seguir siendo militar, porque no le gustaba, y que, cuando acabase la guerra, abriría un taller para la reparación de automóviles. Eso se le daba muy bien. Era un mecánico estupendo. (Me estableceré en Tarancón, mí pueblo, junto a la carretera general, por donde siempre pasa mucho tráfico de camiones y turismos. Me voy a hinchar de dinero. Hasta ahora no nos ha hecho mucha falta el dinero, pero, más adelante, sí y mucha, porque quiero que vivamos bien de verdad tú y yo y lo que está en camino…).

Pero no me va a ser fácil encontrar esa mujer que yo necesito. No. Nada de fácil. Con Aurora hubiera fracasado al final, porque ella buscaba en mí, sobre todo, un marido. Y Marilú… ¿Dónde estará Marilú? Tampoco. Yo necesito una mujer para mí solo, capaz de soportar toda clase de privaciones y calamidades y Marilú no es de ésas. Sí, me quería y lo pasábamos muy bien de cuando en cuando, pero sin obligaciones ni compromisos, y nada más. Y Matilde… Con Matilde no puedo contar, aunque viniera a vivir otra vez a Madrid, porque está sujeta, y de qué modo, al padre de su hijo. Entonces… Pues no hay más que un camino: buscar, buscar y buscar sin descanso, con mucha paciencia.

—Pero las cosas ocurrieron de forma muy diferente. Cuando se entregó con su escuadrilla a los fachas, quedó hecho prisionero. Estando él en el penal de San Miguel de los Reyes, en Valencia, nació nuestro hijo. Después, le juzgaron y le echaron la pena de muerte, porque le acusaban de haber bombardeado el Pilar de Zaragoza, ya ves tú, cuando él estaba todavía aprendiendo a ser piloto en Rusia. Todos creíamos que le indultarían —si no tenía más que veintidós años, señor—, pero le sacaron de la cárcel una mañana y le pegaron cuatro tiros… Pocos meses más tarde, nuestro hijo murió.

—¿Qué dices?

Ella se calló de golpe y fue entonces la compasión la que me arrastró a mí hacia ella. ¡Era la viuda de un fusilado por el enemigo! Traté de exculparme y de consolarla con las palabras de siempre: Si lo llego a saber… Mujer, ¿por qué no me lo dijiste antes? Y se me desbordó la ternura. La acaricié mientras, cómo no, le daba consejos, consejos y nada más que consejos. (Tienes que dejar esta vida. Tú eres la viuda de un compañero y no puedes seguir así… ¿No lo comprendes?).

¡Dios, cuántas tonterías por el estilo se me ocurrieron y le dije, cuántas monsergas, cuántas frases de calendario! Tantas que, de pronto, ella se irguió, desafiante, y me gritó, temblándole la voz:

—¿Por qué diré yo esas cosas? ¿Por qué diré yo esas cosas? ¡Son mentiras! ¡Todo mentira! ¿Sabes? Yo no soy más que una puta. ¿Me oyes? Nada más que una puta que se acuesta con los tíos por dinero. Ahora, contigo, y, dentro de un rato, con el primero que se presente. ¿Me entiendes? ¡No soy más que una perra callejera!

Gritaba tanto que temí que la oyeran y nos llamasen la atención, o que alguien pensara que la estaba maltratando. Así que la abracé fuertemente y ahogué su voz con mi cuerpo.

Entonces, ella rompió a llorar. Sentí correr sus lágrimas por mi piel y aguanté la postura hasta que sus sollozos entrecortados fueron perdiendo fuerza y llegaron a ser apenas suspiros. Cuando se hubo apaciguado, coloqué su cabeza boca arriba sobre la almohada. Tenía húmedas las mejillas. Tenía el cabello derramado. Tenía cerrados los ojos. Tenía hinchadas las venas azules de su garganta. Tenía un temblor de arrullo en sus pechos. Tenía en compás los muslos morenos.

Y noté que todo su cuerpo ardía, y entonces fui yo quien se volcó sobre ella y derramó besos y tentáculos sobre su carne desnuda, enfebrecida y entregada, al tiempo de sentir que me enceguecía, que dentro de mí estallaba el sol y que me consumía en prisas y ahogos. Cuando ella empezó a gemir, transida, sonó un repiqueteo de nudillos en la puerta y se oyó la voz desabrida de la maritornes:

—¡Es la hora! ¿Van a continuar?

—¡Sí! —grité yo, exasperado, como loco.

Me salvé y supe que seguía siendo un hombre entero y verdadero. Después, ella me dijo, dulcemente:

—Me gustas, chato.

—¿Cómo te llamas?

—Celia.