Me desperté a la hora acostumbrada, pero, por primera vez desde que recobrara la libertad, me di cuenta de que no tenía nada que hacer. Y me sentí feliz, muy feliz, al no verme obligado a lanzarme a la calle en busca de un hipotético comprador de gaseosas y sifones. Recordé aquella mañana en que recorrí todos los bares de Cuatro Caminos. En la puerta de todos ellos aparecía a mis ojos un cartel imaginario en el que no había más que una palabra, la palabra «no», dirigida contra mí agresivamente. Por fortuna, aquella humillante e inútil peregrinación sería en adelante uno más entre los muchos recuerdos desagradables archivados en mi memoria. Oí salir a Fernando, y, a mi hermana, trajinar por la casa, de un lado a otro, hasta que, finalmente, salió también, a la compra, supuse. Escuché más tarde las primeras voces de mi sobrina Carlota y, poco a poco, fui percibiendo también el rumor ascendente de la vecindad que empezaba a vivir la nueva jornada. Una mujer entonó el sonsonete de moda, Pelona, sin pelos, cuatro pelos que tenías los vendiste de estraperlo, que se desvaneció en una dulce somnolencia, hasta que sonaron las diez en el reloj del comedor y me despabilé del todo.
—¿Se puede, tito?
Me incorporé rápidamente en la cama, avergonzado de mí holgazanería.
—Sí, bonita, sí; entra.
Y apareció Carlota con una caja de cartón en la mano, seguida de su madre.
—La niña te trae un regalo —dijo Alfonsina.
—Toma —dijo Carlota, colocando la caja de cartón sobre la cama.
—Anda, ábrela —volvió a hablar Alfonsina—, a ver si te valen.
Abrí la caja, maliciándome una sorpresa y, en efecto, había sorpresa: un par de deslumbrantes zapatos. No tenían doble suela, pero parecían fuertes.
—¿Por qué has hecho esto, Alfonsina? —dije en tono de reproche.
—Vamos, como que te iba a dejar yo que fueras andando por ahí en alpargatas. ¡Ni hablar del peluquín, hombre!
—¡Ni hablar del peluquín, hombre! —repitió la niña.
Prejuicios burgueses, diría Jaime, pero a mí me enterneció aquel rasgo de mi hermana, obedeciera o no a un prejuicio burgués, porque, por encima de cualquier otra consideración, constituía para mí una prueba de afecto fraternal. Ahora bien, ¿podía aceptar yo aquel sacrificio de Fernando? ¿Lo conocía él? Y si no, ¿lo aprobaría cuando lo supiera? ¿O le mentiría mi hermana? En ese caso, tendría que ser yo quien se lo dijera, pasase lo que pasase, comprometiéndome a devolverle su importe tan pronto lo reuniese, ahorrándolo céntimo a céntimo del dinero que reservara para mis gastos. Alfonsina, que seguía atentamente mis reacciones mirándome a los ojos con fijeza, se adelantó a desvanecer mis escrúpulos:
—Y no te preocupes por nada. Los he comprado con el dinero que me diste. Lo guardé en previsión de casos como éste. Todavía queda algo más, no te digo cuánto, por si se presenta otra ocasión de remediarte con él. ¿Qué te parece?
Le di las gracias como pude. Salieron mi hermana y mi sobrina y me quedé a solas con mis zapatos, que me parecían una de las maravillas del mundo.
Pelona sin pelo,
cuatro pelos que tenías
los vendiste de estraperlo…
* * *
Junto al señor Julio, presenciaba yo la entrada de los trabajadores en la obra, un centenar aproximadamente. Lo primero que hacían era trasladar una chapita numerada de un compartimento al otro del tablero colgado en la pared de la casucha que servía de oficina. Todos ellos saludaban previamente al señor Julio, quien contestaba a cada uno por su nombre. (¡Hola Saturnino! ¡Hola, Nicolás!), y entraban después en un tinglado donde cambiaban la ropa de calle por la de faena y dejaban la tarterilla con el almuerzo. De allí salían en grupos para los diferentes tajos Quise desde aquel primer momento fijar en mi memoria los rostros de todos y de cada uno de aquellos hombres que constituían la materia humana que yo debería manipular. (Tengo que ficharlos mentalmente). Eran reclutas y yo me prometí a mí mismo convertirlos en combatientes de primera línea. Ningún observatorio mejor que aquel para el estudio y el análisis de la materia prima, el hombre, para todo proyecto que conllevase la reforma de la sociedad. También yo atraje su atención en seguida, lo cual suponía una inicial ventaja a mi favor. Pronto surgirían entre ellos las cábalas y las suposiciones. (Tiene pinta de facha. Pues a mí me parece que la tiene de rojillo. ¿Será un chivato de la policía? Ca, hombre, vaya ojo que tienes. Si no me equivoco, ese tipo acaba de salir de la cárcel. Claro, coño; no hay más que verle). A saber qué dirían de mí. Después que ficharon todos, el señor Julio espero aún cinco minutos más, reloj en mano, para dar tiempo a los morosos. Después, me condujo ante el chapero y me explicó lo que tenía que hacer. La primera operación consistía en cerrarlo con una tapa de tela metálica y echar el candado, con el fin de que nadie pudiera cambiar las chapitas numeradas, cada una de las cuales correspondía a un determinado operario. Por el movimiento de ellas entre ambos casilleros se podía comprobar rápidamente las asistencias y las ausencias, verificación que corría a mí cargo y que yo debería reflejar diariamente en el parte que se pasaba a la oficina central, donde serviría de base para la confección de las nóminas de pago.
En la oficinilla no había más que un fichero y una mesa de pino, en cuyos cajones se guardaban todos los papeles. Mi trabajo se resolvía sobre modelos ya impresos: unos para consignar la asistencia de los trabajadores; otros para contabilizar la entrada y salida de materiales y, por último, los que servían para registrar el trabajo realizado cada jornada.
—¿Es esto todo? —pregunté al maestro cuando hubo terminado sus explicaciones.
—Cabalmente —contestó—. Fácil, ¿eh? Bueno, ya se le presentarán algunas papeletas, porque hay muchos protestones que, por menos de nada, te meten en un berenjenal y se van con el cuento al sindicato, un sindicato que no es el suyo y contra el que echan pestes a cada paso. Dicen que es el sindicato de los patrones y de los capitalistas, pero acuden a él siempre que esperen sacar una buena tajada. No es que a mí me asusten porque protesten, no. Yo también protesté mucho en mis tiempos. Pero, coño, entonces teníamos sindicatos verdaderamente nuestros, que nunca daban la razón a los vagos ni a los que incordian sólo por incordiar. Entonces protestábamos y armábamos la gorda si se terciaba, pero sabíamos trabajar y poníamos en el oficio todo el amor propio que hay que tener. Hoy, son los mandrias los que más protestan, los que le vuelven loco a uno con tantas leyes y reglamentos como se saben de memoria, pero no quieren ni oír hablar de que lo primero es doblar el lomo para luego poder exigir. ¡Que no les vengan con esas! No saben ni quieren aprender. Ya tienen bastante con el dichoso fútbol. Lo que le digo, señor Federico —lo de señor Federico me hizo mucha gracia. Me retrotraía a un ambiente de zarzuela o qué sé yo—. Sí, se les cae la baba hablando de los jugadores —dio una chupada a su cigarrillo de tabaco picado y continuó—: Sí, y le dicen a usted ¡Soy madridista! con tanto orgullo que da asco. Bien sabe Franco lo que hace dándoles fútbol a todo pasto. Ya lo creo que lo sabe. Mire que estar cavando en una zanja y presumir de que se es madridista… ¿No le parece una gilipollez?
Yo traté de defenderles y para ello aduje algunas tópicas razones en pro de la cultura física y de la práctica de los deportes, como la frase «mens sana in corpore sano», etcétera.
—Pero si no juegan más que al mus y al dominó, señor Federico —me interrumpió el señor Julio—. Si no han visto un partido de fútbol en su vida, hombre. Si es hablar por hablar. Que si el Madrid tiene más dinero que el Barcelona, que si el jugador Fulanito cobra más que el jugador Menganito, ya ve usted. Como si a ellos les importara una leche nada de todo eso. Lo que le digo: son unos mandrias perdidos que no saben nada de nada ni se preocupan de aprenderlo. —Se había acalorado e hizo una pausa para recobrarse. Aplastó luego la colilla con la punta del zapato y, tras una ojeada al tablero de las chapas, añadió—: Y ya está bien por hoy. Ahí le dejo con los papeles. Yo voy a dar una vuelta por los tajos, porque, como no esté uno encima, escurren el bulto que es un primor.
Cuando me quedé solo, realicé la primera verificación del chapero y trasladé al parte impreso sus resultados, en pocos minutos, y salí después a dar un paseo por la obra. Era una calurosa mañana de finales de junio. Era un cielo azul y reverberante. Era un viento tímido, calmoso y cálido. Era un clamor confuso y apagado. Eran olores heterogéneos a tierra, a campo, a mugre de ciudad. Los hombres trabajaban semidesnudos y se protegían de los fuertes rayos solares con grandes sombreros de paja, como los segadores. Encaramados en los andamios, con sus huesudas desnudeces ennegrecidas por el sol, me parecieron faquires funambulescos. Los que cavaban las zanjas, brillantes los torsos, cegados por el sudor, con ese gesto dolorido que imprime el esfuerzo físico continuado, me recordaron antiguas estampas de galeotes y forzados. No se veían cómitres ni capataces haciendo crujir el aire con sus látigos, ni el ritmo del trabajo era marcado a golpes de tambor, pero se veía al hombre, sometido todavía, en pleno siglo veinte, a una faena embrutecedora y denigrante de animal de trabajo. Algunos levantaban la cabeza al ruido de mis pasos para mirarme y aprovechaban el breve paréntesis para respirar con fuerza y pasarse los puños por la frente humedecida. Yo les sonreía y les saludaba con leve gesto de la mano y casi todos ellos respondían con una muda expresión de complacencia, tan íntima y recatada, que apenas trascendía al exterior. Uno de ellos se sacó de detrás de la oreja medio cigarrillo apagado y empezó a hurgar con la uña su extremo para desprenderle la ceniza. Entonces, yo saqué con presteza la cajita de los fósforos, encendí y le ofrecí lumbre. El cavador no esperaba tal cosa, pero aceptó el ofrecimiento, aunque algo confuso. Le temblaba la mano al acercar el cigarrillo a la cerilla. Dio luego una gran chupada y murmuró:
—¡Gracias, muchas gracias!
—Duro trabajo, ¿eh? —le pregunté yo.
El interpelado me miró. Podría tener pocos más de cuarenta años. Se sonrió, dejando al descubierto unos dientes amarillos, corroídos por el sarro, y contestó:
—Vaya, no es para tanto. Cada cual está hecho a lo suyo, ¿no le parece? No vamos a ser todos escribientes…
¡Qué mal me sonó la palabra «escribientes»! ¡No vamos a ser todos escribientes! ¿Podría traducirse como un desprecio? O, por el contrario, ¿significaba en sus labios el reconocimiento de una categoría superior? El «tirar bien de pluma», ¿era todavía para él una misteriosa y mágica facultad que no a todos los mortales estaba concedida? Tal vez no hubiera ni malicia ni desprecio en sus palabras. Tal vez sólo acatamiento. Pero me desagradó mucho la idea de que tratase de establecer una diferencia insalvable entre los dos, de que rechazase una camaradería imposible para él, y no protestara ni se rebelase por ello, y de que admitiera como la cosa más natural del mundo aquel estado de cosas decretado por alguna divinidad cruel en el comienzo de los días. Le dejé escupiéndose las manos antes de empuñar de nuevo el astil del pico. (Siempre habrá pobres y ricos. Así es desde que el mundo es mundo. También los ricos tienen sus penas, compañero. Nacemos sólo para el sufrimiento). ¿Es ésta la filosofía fatalista de nuestro pueblo? Y si es así, ¿quién se la imbuyó: la Iglesia católica, aliada de los poderosos, o el islamismo, o una secular experiencia de expoliaciones y de leyes de casta? Iba pensando en estas cosas cuando me encontré subido a un andamio desde el que se dominaba toda la obra y oí, de pronto, la voz del señor Julio, a mi lado.
—¿Qué, le gusta esto, señor Federico?
Me sobresaltó un poco, como si alguien me hubiera sorprendido desnudo, pero logré sobreponerme en seguida.
—Y usted, ¿qué piensa de estos hombres, señor Julio?
—Bah —e hizo un brusco gesto con las manos—. Son unos mandrias. Bueno, hay algunos que no.
—Pero, ¿les quiere?
—Hombre, claro. ¿Cómo no voy a quererles si son de los míos? Les quiero aunque algunos no se lo merezcan. Ya verá cómo usted también llegará a tenerles aprecio.