IV

Mi reencuentro con la multitud en el tranvía y, después, en mi lento deambular esperando la hora que conviniera con Valladares para vernos en su casa, fue para mí como respirar aire puro tras haber permanecido largo tiempo inmerso en una atmósfera viciada. No hay peor cosa que la soledad y la nostalgia compartidas, porque desfiguran la realidad y afligen al espíritu con depresiones neurasténicas. Los ojos se me iban tras las mujeres que, aunque no reparaban en mí, levantaban torbellinos de sensaciones profundas y misteriosas dentro de mi ser. Empezaban a parpadear las luces del alumbrado público y de los escaparates en el ocaso gris y desfalleciente.

Y olía a ciudad populosa, olor innominado, pero inconfundible, amalgama de la traspiración del hierro, de la piedra, del asfalto, del ferrocarril subterráneo, de motores, de establecimientos públicos y de multitud: agridulce, untuoso y persistente.

Torcí por la calle de Hortaleza y, después de comprobar la hora en un bar, al paso, me encontré a los pocos minutos subiendo las escaleras de la casa donde vivía Valladares. Me detuve antes de pulsar el timbre, preguntándome a mí mismo: ¿Cómo me acogerá?, porque su voz al teléfono no me había sonado por la mañana todo lo afectuosa que era de esperar. Nuestra mutua estima se forjó en las horas sin fin de la cárcel. De edad aproximada y de formación cultural semejante en grado y aficiones, congeniamos desde el primer momento. Políticamente, tal vez estuviera yo mejor informado, pero él poseía un fino instinto que suplía su deficiente acervo teórico. Sin embargo, en los breves segundos de espera sentí un hondo desfallecimiento y estuve a punto de desistir y escapar escaleras abajo. Pero, antes de decidirme, se abrió la puerta. (Coño, Federico. No sabes cuánto me alegra verte). Nos dimos un fuerte abrazo y me envolvió una ola de efluvios cordiales. Mi amigo me llevó cogido por un brazo hasta una habitación acogedora. Amplia mesa de trabajo, estanterías con libros, máquina de escribir, butacas, luz tamizada, un discreto aroma de tabaco rubio…

—Aquí es donde descanso, aunque parezca mentira, porque mi quehacer está en la calle visitando y convenciendo a gentes que, en otras circunstancias, ni siquiera saludaría.

Yo ya sabía por él mismo que se dedicaba a vender a comisión todo lo vendible, fueran máquinas de escribir, solares, coches usados, cemento, libros, neumáticos o libras esterlinas falsas.

—Como comprenderás, la mía suele ser la tercera o cuarta mano, pocas veces la primera, en esta clase de negocios, y que sólo me llevo las migajas, pero qué se le va a hacer, ¿no te parece? —y, después de una pausa, añadió—: Claro que no todos han tenido la misma suerte. Y es que, chico, hay que tomar la vida como viene. No vale cerrar los ojos a la realidad, porque te expones a perderte o a romperte la crisma. Yo también, al principio…

—Escucha, Eduardo —tuve que interrumpirle porque me violentaba que tratase de justificar ante mí, que no era quién para juzgarle, su modo de ganarse la vida.

—Dime, dime, Federico.

—¿Qué sabes de nuestros amigos?

—¿Amigos? ¿Qué amigos?

—Hombre, Pedraza, Garmendia, Torrevieja, Ríos… ¿O es que ya no te acuerdas de ellos?

Valladares dio una palmada sobre la mesa.

—Claro que sí. Perdona, chico. Pues verás… Bueno, tengo entendido que Garmendia se fue a vivir a Bilbao. De los demás, de los demás…, pues no sé nada. De veras que no, Federico. Lo siento.

Valladares había perdido la pista de estos y de otros compañeros de cárcel. La lucha por la vida, tan onerosa en su condición de rojos excautivos, los había dispersado. No quedaba tiempo para cultivar relaciones simplemente amistosas.

—Mira, Federico, yo me paso toda la semana echando el bofe por ahí, de un lado para otro, y, claro, los domingos y demás fiestas los tengo destinados a arreglar mis papeles y mis cuentas, por la mañana, y a salir un rato de paseo o ir al cine con mi mujer, por la tarde. Así, no me queda un solo minuto más para otra cosa.

Para Valladares existían tres grupos de vencidos en la guerra: el de los que habían echado el ancla y puesto, después, los pies firmemente en tierra; el de los que seguían luchando por mantener la cabeza fuera del agua, los más, y la minoría de empedernidos que se empeñaba en nadar contra corriente. Estos últimos no llegarían nunca a puerto.

—Como quieras —asentí—, pero nos queda el futuro, Valladares. ¡El futuro!

Mi amigo se revolvió, impaciente, en su asiento.

—Bien, de acuerdo, pero, ¿qué piensas hacer tú? Entonces le dije que yo no tenía aún un plan concreto, que sólo llevaba unas horas en libertad, andando un poco a ciegas todavía, y que por eso esperaba de él información y orientaciones.

Me invitó a fumar. Él golpeó uno de los extremos del cigarrillo sobre la mesa y se lo llevó luego a los labios lentamente, tomándose así unos segundos para concentrarse. Con la misma cachaza encendió, por último, una cerilla y le prendió fuego.

—Yo creo que para ti no hay más que un problema en este momento —dijo, mezclando las palabras con el humo del tabaco—: tu pan de cada día. Y para conseguirlo no hay otro camino que el trabajo, ¿comprendes? Y he de añadir otra cosa, y es que los que vivimos de nuestro trabajo, a cuerpo limpio, pringamos más que se ha pringado nunca en este país. Hoy se trabaja aquí hasta no poder más. Menos los que no trabajaron nunca y que son los que mejor viven, pero son unos pocos privilegiados y no cuentan en nuestro caso.

Yo ya había pensado en ello. Por supuesto, yo quería trabajar y, cuanto antes, mejor. No pretendía vivir a costa de mi cuñado. De ninguna manera. Pero no creía que tal pretensión constituyese un verdadero problema.

—Pues lo es, amigo Fede. Y, si no, vamos a ver: ¿qué sabes hacer tú aparte de dar clases en una escuela primaria? Se entiende un trabajo que tenga fácil aceptación, que responda a la demanda general. Y no me hables de tu cultura, de tus dotes oratorias ni de tus conocimientos de historia y literatura, porque todo eso no te servirá de nada en las condiciones en que te encuentras. No eres mecánico, ni electricista, ni carpintero, ni albañil, ni siquiera mozo de comedor. Así pues, en tus circunstancias, a lo sumo que puedes aspirar es a un modesto empleo de chupatintas para auxiliar a alguien que probablemente sea un imbécil. Pero no creas que es tan fácil entrar en una oficina. ¡Ni hablar del peluquín! Para cada colocación de esas hay miles de aspirantes. Todo depende de llamar a una puerta en el momento oportuno. Pero, ¿a qué puerta y cuándo? Yo te digo que…

—Oye, oye —le interrumpí—, no pretenderás que yo aspire ahora a ser un buen burócrata, ¿eh? —Valladares no disimuló un gesto de asombro que vino a confirmar mis sospechas sobre su manera conformista de pensar, pero que no logró modificar mis ideas—: Lo que yo necesito es un pequeño salario para ir tirando por el momento, porque mi actividad principal será otra, naturalmente, y yo…

Valladares, que revelaba en su actitud y en su mirada una creciente contrariedad, me interrumpió, a su vez:

—Ya, ya. Ya sé a dónde vas a parar y me temo que en este asunto seamos de distinta opinión.

Y siguió diciéndome que yo, como él y como todos los recién salidos de la cárcel, creía que las cosas eran como nos las imaginábamos allá dentro, donde formábamos un islote en el que todo, hasta el aire que respirábamos, continuaba inalterable, igual que en el momento en que fuimos apartados de la vida social. Inconscientemente, por supuesto, manteníamos una ficción y representábamos una farsa. Así, cuando éramos reintegrados a la comunidad, se nos ofrecía una realidad totalmente diferente, un mundo desconocido que no nos entendía ni nos esperaba.

—Haz la prueba tú mismo. Cuando viajes en «metro» o en tranvía, o te encuentres rodeado de personas extrañas en algún lugar, desliza alguna referencia a tu condena y cautiverio, si hablas con alguien, de forma que puedan oírte y entenderte los que te rodean, y verás entonces cómo no hallas un eco de simpatía, ni un gesto, ni una mirada, ni ninguna otra prueba de interés. ¿Por miedo? ¿Por ser una historia demasiado vulgar y conocida? ¿Por apatía? Sea por lo que fuere, el caso es que nuestro papel no se cotiza.

Por segunda vez en aquella tarde me estremeció la sospecha de estar solo y fuera por completo de la circulación, definitivamente condenado a la esterilidad.

—Entonces, tú crees que se ha perdido todo, ¿no es eso?

—Yo no digo tanto, Federico. No es que haya llegado a esa conclusión de una manera absoluta, no. Pero considerando el problema desde nuestra relatividad personal, sí. Quiero decir que nuestra oportunidad en ese sentido ha pasado y que no volverá a repetirse. Ahora, todo es diferente.

—Pero aún somos jóvenes y podemos volver a empezar —le repliqué, no dándome por vencido.

Mi amigo movía negativamente la cabeza a compás de mis palabras.

—Es inútil, es inútil que te empeñes en mantener fuera de la cárcel la ficción que vivíamos dentro de ella. Comprendo que es muy duro, en tu situación, enfrentarse con una verdad tan desagradable. A mí me pasó lo mismo. Es como quedarte desnudo, de pronto, entre gente desconocida. Peor tal vez. Lo sé. Pero, o lo aceptas o te destruyes.

Cuando Valladares recobró la libertad, cumpliendo la promesa que nos hizo e los que nos quedábamos dentro, empezó a brujulear, a tomar contacto con unos y con otros para comunicarles nuestro mensaje.

—Bueno, para qué contarte. Salvo los que habían pasado las mismas penalidades que nosotros, nadie quiso oírme.

Y los que le oyeron no le sirvieron de mucho, porque tenían bastante con reconstruir sus hogares deshechos y pelear a brazo partido por un pedazo de pan. Seguían siendo rojos, indeseables, escapados de la muerte por casualidad. Valladares pasó hambre y miedo, un miedo peor que el que inspira la muerte. Ante la muerte, uno puede consolarse pensando: Y, después de todo, la tranquilidad y el olvido. El otro miedo, el que él sufrió, es distinto, más cruel, porque se ignora dónde y cuándo va a terminar. Es un rodar sin fin hacia abajo, hacia una aterradora perspectiva de sufrimiento sin esperanza.

—Yo dije no, rotundamente no. Y me agarré a lo primero que encontré a mano, un trabajo cualquiera: mozo de laboratorio. Y luego descubrí, no sin gran sorpresa por mi parte, que tenía facultades de vendedor.

Empezó por vender especialidades farmacéuticas y libros, y, poco a poco, fue extendiendo sus servicios de intermediario a otros sectores de la oferta y la demanda. Ganó algún dinero y se casó.

—Eché el ancla, Federico, eché el ancla. Ahora espero la venida de mi primer hijo, otra ancla más.

Hizo una pausa para pasear sus ojos por las paredes y mobiliario de aquel modesto, pero acogedor estudio, como si necesitara su evidencia tangible para sentirse seguro de lo que acababa de decir. Yo respeté su silencio. Luego, dio vuelta al portarretratos que tenía frente a sí, sobre su mesa, y me lo mostró triunfalmente.

—Lola, mi mujer. Ella es el anda, Federico.

Era una joven de aspecto vulgar, ni fea ni guapa, de vacía expresión. Mientras tanto, yo buscaba alguna frase amable, un cumplido inocuo siquiera, que me saliese sin gran esfuerzo y sin sonar a falso, pero mi amigo no me dio tiempo a pronunciarme.

—Coño, cómo pasa el tiempo.

Levantó la vista del reloj de pulsera y la fijó en mí al tiempo de sonreír forzadamente.

Yo comprendí que habíamos llegado al final y me levanté, y él me imitó, diciendo:

—En fin, chico…

Se agrandaron las distancias entre los dos. Yo hice un gesto de asentimiento y él entonces vino hacia mí y volvió a cogerme de un brazo.

—Ven, quiero enseñarte algo.

¿Trataría de mostrarme otras dependencias de su casa como si fueran sus trofeos? Me hizo entrar en una amplia habitación, amueblada con decoro: el dormitorio matrimonial. Pero no era su intención deslumbrarme, no, porque, sin decir nada, se adelantó a descorrer la puerta de un armario ropero, de cuyas perchas pendían varias prendas masculinas de vestir. Se volvió a mirarme y me dijo:

—Espero que me comprendas. Mira, así, con ese traje que llevas, que será seguramente el único que tienes, no puedes andar por ahí pretendiendo trabajo. Se darían cuenta en seguida de quién eres y… lo sé por experiencia. ¿Con que acaba usted de salir de la cárcel, eh? Vamos, que es usted un rojillo, ¿no? Pues yo no doy trabajo a rojos. Váyase a Rusia y déjenos en paz. La cosa está así, Federico. ¡De verdad! O peor. Hazme caso y toma uno de mis trajes. Somos, aproximadamente, de la misma estatura, y de chichas nos andamos así, así… Quizá esté yo un poco más grueso y te vendrá algo ancho, pero esa minucia no sorprende hoy a nadie.

Yo apenas oía sus palabras, como si mi amigo hablase a otra persona, pero él insistió:

—Lo hago por tu bien y me ofenderías gravemente si no aceptases esta modesta ayuda de amigo a amigo. Anda, acércate y elige el que más te guste —y me empujó suavemente hacia el armario.

Era para mí evidente su buena fe y, por otra parte, comprendí que, en efecto, aquel regalo me iba a resolver uno de mis problemas más urgentes, porque el traje de desecho que yo vestía era una tarjeta de visita poco recomendable. (El que más te guste. El que más te guste). Elegí el que me parecía más usado. Valladares lo descolgó, lo enrolló torpemente y lo puso en mis manos.

—Gracias, Eduardo.

—Cállate, coño. No me avergüences. Anda, te acompaño. Tengo que ir a recoger a Lola en el sanatorio, ya sabes —dijo él.

Al llegar a la puerta del piso, me detuvo.

—Tal vez me juzgues mal. Quizá alguien te diga que me he acoplado. Pero tú puedes estar bien seguro, Federico, de que sigo siendo leal a mis compañeros. Aquí estoy para lo que necesites. Dispón de mí como quieras, qué coño.

Súbitamente se había emocionado y no pudo continuar. Nos abrazamos en silencio y Valladares aprovechó la oportunidad para introducir con presteza unos cuantos billetes de banco en uno de mis bolsillos. Yo hice un instintivo movimiento de repulsa, pero él apretó fuertemente mi mano y me suplicó que no le infligiera el desaire de rechazarlos.

—Tienes que viajar en «metro» y en tranvía, comprar periódicos, fumar…

No tuve más remedio que ceder abrumado por aquella mezcla de afecto y de egoísmo, de mezquindad y de largueza.

Yo sabía muy bien que aquel desprendimiento era el precio de su culpa. Así podría dormir tranquilo, junto al cálido cuerpo de su mujer, si alguna noche le asaltaba algún remordimiento por su conducta. (¿Qué más podía hacer? Yo ni siquiera tuve esa suerte). Callé y seguí a mi amigo.

Ya en la calle, llamó a un taxi vagabundo y chisporroteante.

—Puedo llevarte adonde quieras. Luego, yo continuaré hasta el sanatorio.

Pero yo necesitaba estar conmigo a solas y rehusé la invitación, y nos despedimos, mano en alto, como al partir para un largo viaje, a sabiendas los dos de que nunca más volveríamos a vernos. Aún gritó él:

—Ven a verme o llámame por teléfono cuando quieras… Yo hice un leve gesto afirmativo con la cabeza y el taxi arrancó con temblores mecánicos.

Ignoro si cuando llega la muerte natural nos encuentra desasidos de todo, deshabitados de deseos y voliciones. Si es así, creo que la muerte pasó en aquel momento por mi lado y se detuvo a mirarme, porque sentí dentro de la oquedad de mi ser el revoloteo de los pájaros multicolores que me abandonaban.

* * *

A las ocho de la mañana ya me encontraba yo en la calle repasando las largas columnas de ofertas de trabajo en las páginas de anuncios por palabras de un periódico. La noche anterior, durante la cena, Fernando me preguntó, sin mirarme a la cara y mientras troceaba su ración de tortilla, si me había trazado ya algún plan de campaña para conseguir un empleo. Era un ataque al descubierto y no podía yo eludirlo. Pensé que quizá sería mejor mentirle a fin de evitar una odiosa discusión o un silencio hostil, pero no pude. Así que dejé caer la negativa con naturalidad y, automáticamente, se produjo un estado de tensión entre los tres comensales. Entonces, Alfonsina, la más incómoda, adujo un pretexto para dejarnos solos a los dos hombres. Sin levantar la mirada de su plato, el dueño de la casa rompió el silencio para insistir:

—Pero, ¿no tienes ninguna idea?

—Ni la más remota todavía —le contesté.

Fernando se hizo a sí mismo un gesto de asombro, dando a entender de esa manera que no comprendía la pasividad de su cuñado en un asunto de tan apremiante necesidad para todos. ¡Con lo difícil que estaba la vida!

—Bueno, bueno… —y tras otra pausa, añadió—: Es una lástima que no sepas contabilidad.

—Desde luego, pero mi ignorancia ya no tiene remedio a estas alturas. De todos modos, no se me va a caer el mundo encima por eso, ¿no?

Así terminó la escaramuza, porque Fernando ya no volvió a hablar, y sólo para quejarse de su cansancio y de su sueño, hasta después del último sorbo de agua y cuando se dirigía a su dormitorio. Minutos más tarde, reapareció Alfonsina para retirar los platos y demás enseres utilizados en la cena. Yo me esforcé por aparecer tranquilo e indiferente, pero no conseguí engañarla, porque se acercó a mí y posó una mano sobre mi cabeza, diciéndome:

—No te preocupes. Nos arreglaremos como podamos. Él es así y no puede remediarlo. Está siempre de mal humor por sus cosas, pero, en el fondo, es bueno e incapaz de ofender a sabiendas.

Miré afectuosamente a mi hermana y estreché su mano apaciguadora. Después puse sobre la mesa los billetes que me diera Valladares. Separé para mí unos duros y le ofrecí el resto, unas trescientas pesetas.

—Toma. Es todo lo que tengo. Me lo ha prestado un amigo.

Alfonsina se apartó instintivamente del dinero, pero yo insistí:

—Es justo que contribuya con lo que pueda, ¿no?

—Pero tú necesitas comprarte algunas cosas imprescindibles, Federico.

Eso era cuenta mía exclusivamente. Por el momento, todo eso podía ser aplazado. Ella, en cambio, tenía que hacer la compra todos los días y el mercado estaba por las nubes…

—Guarda ese dinero, Alfonsina, y no hablemos más del asunto. Si algo necesitase urgentemente, te lo pediría. Prometido.

Los billetes seguían, no obstante, en el mismo sitio sin que Alfonsina se decidiese a tomarlos. En vista de lo cual, me levanté y, mirando gravemente a mi hermana, dije, conminatoriamente:

—O los coges o me marcho de esta casa ahora mismo.

Ella bajó la cabeza y la vi abrumada y a punto de llorar, por lo que le acaricié la barbilla e hice que me mirase de frente. Sus ojos estaban, efectivamente, nublados.

—No seas tonta, mujer —le dije cariñosamente—, y no lo pienses más. ¡Buenas noches, Alfonsina! —la besé en la frente y me marché a mi cuarto, dejándola a solas con sus sentimientos.

La Puerta del Sol era un gran torbellino de gentes en aquella hora. Los tranvías se vaciaban y volvían a llenarse continuamente. Las bocas del «metro» engullían y arrojaban pelotones, casi en orden de batalla, de personas de uno y otro sexo y de todas las edades, que se movían como sonámbulos, arreados por la prisa y entumecidos aún por el sueño y el cansancio. Codazos, gruñidos, protestas con sordina, chirridos, jadeos, malhumor, brusquedades… Olía a barrenderos, a escorias, a polvo antiguo. Y gravitaba sobre el conjunto una presión angustiosa, como la de una tormenta inmóvil.

Señalé con una cruz aquellos cuatro anuncios que, en principio, prometían ser interesantes. El primero citaba una casa del Paseo del Prado, donde se requería un auxiliar de oficina, sin más detalles. Como era el sitio más cercano, decidí empezar por él.

Cuando enfilé el Paseo del Prado, lo recorrí con la vista en toda la longitud que alcanzaban mis ojos, con el fin de situar el número del edificio que buscaba. Entonces divisé, no muy lejos de donde me encontraba, una larga hilera de hombres y mujeres. Podría tratarse de alguna de esas aglomeraciones espontáneas de mirones que suelen formarse en Madrid por cualquier cosa, pero a medida que me acercaba a ella fui cambiando de idea. No, no se trataba de una reunión de curiosos. No gesticulaban ni señalaban a ningún sitio. Eran gentes que esperaban algo. Pero no percibí por sus alrededores señal alguna de parada de tranvía o de autobús. Entonces, ¿qué? Al alcanzar los últimos de la fila, advertí que era una larga cadena de hombres y mujeres, indistintamente, casi todos jóvenes y vestidos más bien que mal. Algunos leían un periódico. Otros fumaban con aire de aburrimiento. Muchas de ellas aprovechaban el tiempo para leer novelitas alquiladas o para limarse las uñas. Y nadie daba muestras de impaciencia, de lo que deduje que todos aquellos individuos debían estar muy acostumbrados a la situación.

Seguí la cola en dirección a su cabeza y observé que el cordón humano se introducía en el portal de una de tantas casas de aquella acera. Miré su número y resultó ser el que yo andaba buscando, y me quedé un momento indeciso, porque era como para descorazonar al más pintado encontrarse con tal número de competidores. Sin embargo, seguí adelante. La cola reptaba por la escalera y se detenía junto a una puerta del segundo piso, sobre la cual, y prendido con unas chinchetas, aparecía un cartel escrito a mano en grandes caracteres, advirtiendo: «Absténganse rojos». Vaya, por lo menos me ahorraba una espera inútil. Di media vuelta y, al pisar de nuevo el vestíbulo, se oyó una voz que gritaba desde arriba:

—¡Atención! ¡El empleo ha sido ya adjudicado!

Creí entonces que aquella noticia provocaría la estampida general. Pero, no. Me equivoqué. La cadena se quebró, efectivamente, por algunos de sus eslabones. Hubo sí quien se marchó inmediatamente y quienes desplegaron de nuevo el periódico, en busca, tal vez, de otra dirección donde repetir la misma escena. En cambio, otros muchos pretendientes se hicieron los remolones y aprovecharon los claros para adelantar unos puestos y soldar de nuevo la cola. Estos últimos debían ser los más veteranos en la profesión, conocedores, por experiencia, de trucos semejantes para eliminar gran número de candidatos inexpertos. En cualquier caso, yo ya estaba descartado.

Desde allí debía dirigirme a la calle de Sagasta, atendiendo una solicitud de «oficial para llevar correspondencia jurídico-administrativa». Durante el trayecto, que recorrí en tranvía, pensé que, seguramente, se repetiría allí lo de la larga cola de aspirantes, en cuyo caso debería renunciar a la búsqueda de un empleo a través de los anuncios en la Prensa. Imaginé a miles de personas que se lanzaban cada mañana, periódico en mano, a la caza de una colocación, agotando cola tras cola, para repetir la misma prueba al día siguiente. ¿Hasta cuándo? Era una de las incógnitas que más me intrigaba en todo aquel oscuro tejemaneje entre anunciantes y desocupados, aparentemente absurdo, y eso que entonces ignoraba las características de otros reclamos que exigen la entrega a una determinada agencia de publicidad de un verdadero expediente en que constan, junto con la fotografía del aspirante, toda una serie detallada de datos personales del mismo, como edad, estatura, conocimientos y aficiones artísticas, para quedar luego a la espera de una contestación que nadie sabe a quién le llega, cuándo y por qué. He vuelto a pensar muchas veces en ese extraño misterio de los anuncios por palabras y he llegado a la conclusión de que tal vez encubra una vasta y heterogénea conspiración clandestina planeada por psicópatas y criminales, por viciosos y mercaderes de bajas concupiscencias, en esa red de cubículos sombríos que se esconden en las grandes urbes. Haría, sin duda, un gran servicio a la sociedad quien realizase una investigación a fondo en ese mundo subacuático siguiendo las pistas de los anuncios, aunque lo más probable es que no pudiese realizarla hasta esos límites por impedírselo el veto terminante de ciertos poderes que ostentan sobre la superficie un rostro benigno y honorable. ¿Trata de blancas? ¿Comercio homosexual? ¿Tráfico de estupefacientes? ¿Intercambio de vicios? ¿Bolsa de contratación de delincuentes?

Cuando me detuve ante el portal de la casa señalada en el anuncio, no vi a nadie esperando. Subí al piso indicado y tampoco encontré ningún grupo de aspirantes. Empujé entonces una puerta que cedió suavemente, entré y me salió al paso un botones uniformado.

—Viene por lo del anuncio, ¿verdad? —me preguntó.

Ante mi gesto afirmativo, el mozalbete me rogó que le siguiera y me condujo hasta la puerta de una habitación, diciéndome:

—Siéntese, si quiere, y haga el favor de esperar.

Me hallaba en una especie de antedespacho. En un diván de color chocolate se hallaban sentados cuatro hombres que respondieron sordamente a mi saludo. Pensé que estarían allí por el mismo motivo que yo, pero, ¡bah!, no eran muchos y, por un simple cálculo de probabilidades, deduje que podía perseverar en la esperanza. Bajo esta impresión, tomé asiento y me dispuse a aguardar mi turno, pero, apenas abrí el periódico, rechinó la puerta del despacho para dar salida a una joven que llevaba una gruesa cartera bajo el brazo. Obviamente, era una pretendiente que acababa de ser examinada, porque dentro sonó una fuerte voz masculina:

—¡El siguiente!

Uno de los ocupantes del diván recogió del suelo otra abultada cartera y entró, cerrando la puerta tras de sí. ¡Otra cartera! Ciertamente, todos llevaban una. ¿Qué podrían encerrar en ellas? ¿Voluminosos proyectos, planos, memorias? ¿Certificados de eficiencia o cartas de recomendación? ¡Otro misterio! Carteras como aquéllas las exhibía más del setenta y cinco por ciento de los tipos que pululaban por las calles de Madrid. Más adelante averiguaría que dentro de ellas no se guardaban documentos importantes, sino papeles de periódico envolviendo grasientos bocadillos con que restaurar fuerzas en cualquier punto y hora, novelas de «gangster» para matar el tiempo en las esperas, o unas zapatillas para cuando los pies no pudiesen resistir la presión de los viejos zapatos.

Llegó al fin mi turno y me encontré frente a un hombre, todavía joven, que miraba inquisitivamente desde el lado opuesto de una mesa de trabajo sobrecargada de papeles y carpetas.

—Siéntese, por favor —me dijo mientras adelantaba la fuerte mandíbula y me taladraba materialmente con la barrena de sus ojuelos metálicos—. ¿Qué edad tiene usted?

—Treinta y cinco años.

—¿Domina la máquina de escribir?

—Sí.

—¿Qué más sabe?

—Soy maestro de enseñanza primaria. Quiero decir con ello que domino los elementos básicos de la cultura general, entre ellos redactar correctamente. Y, en cuanto a los conocimientos jurídicos que parece exigir el anuncio, puedo demostrarle que tengo aprobados tres cursos de derecho civil en la universidad de Granada, en calidad de alumno libre.

El hombre hizo un gesto de aprobación.

—¿Tres cursos de derecho civil ha dicho? Entonces es usted casi abogado —y movió la cabeza ponderativamente.

Ya es mío, pensé, pero, entonces, mi examinador dejó de mirarme y, como atraído de pronto por los papelotes que tenía ante sí, empezó a ordenarlos.

—¿Y por qué no terminó la carrera? —me preguntó, con voz distinta, como si mi presencia hubiera perdido todo, su interés.

—Pienso terminarla, pero antes necesito trabajar —contesté.

—Ya… —Levantó la vista de los papeles y la clavó de nuevo en mí, fría, acerada, penetrante.

Yo presentí que alguna duda ensombrecía sus reflexiones. Por fin habló:

—Lo siento, pero no me vale usted.

Confieso que, al pronto, me desconcertó su incongruente determinación, pero comprendí en seguida cuál era el motivo en que se fundaba. Estaba claro. Tendría que salir a colación más pronto o más tarde. El hecho de que un individuo con tal preparación académica anduviese solicitando empleos de tan bajo nivel revelaba claramente una de dos, o que era moralmente un indeseable o que escondía a un rojo. En cualquier caso, me convenía despejar la incógnita sin equívocos ni rodeos, y en caliente.

—Sí, acabo de salir de la cárcel por haber luchado en la guerra a favor de la República. ¿Es por eso, verdad? —y le miré, a mi vez, fijamente a los ojos.

El hombre se apresuró a negar enérgicamente mi suposición, moviendo la cabeza y las manos, al tiempo que decía:

—Oh, no. De veras que no es por eso. A mí me importa un pito la política, créame. No faltaba más —y tal debió ser el asombro que viera en mis ojos que prosiguió diciendo—: Mire, el trabajo en esta oficina es de índole muy especial. Yo lo dirijo a mi manera y tengo necesidad de alguien que se atenga estrictamente a mis órdenes. Quiero mandar yo, ¿me entiende?

—Claro que le entiendo —convine yo, tratando aún de retener el último cabo de aquella oportunidad—. Y me parece lógico, muy lógico, y puede usted tener la seguridad de que yo me limitaría a seguir sus instrucciones en todo caso y en todo momento.

Mi interlocutor movía la cabeza en sentido afirmativo. Y hasta advertí una débil ráfaga de duda en sus ojos. Pero no se dejó convencer.

—Sí, al principio, sí, pero, al poco tiempo, sería usted quien mandase aquí. Sabe usted demasiado para ser el auxiliar que yo necesito —y se levantó, dando por terminada la entrevista, y me tendió la mano, que yo estreché maquinalmente, paralizado por el estupor.

Siguió una pausa. El hombre sonreía amablemente. Salió de detrás de la mesa y vino hacia mí.

—¡Es asombroso! —exclamé. Él se encogió de hombros y yo dije—: Me desconcierta usted. Nunca pude imaginar que se rechazase a una persona por demasiado suficiente.

Como desdeñar a una mujer por demasiado hermosa, pero esto me lo callé. Y, más dentro aún de mí, se desenroscó una sospecha: ¿Será maricón este tío?

Pero el tío aquél remachó su dictamen inclinando levemente la cabeza al decir:

—Pues sí, así es: por demasiado capaz.

Me acompañó hasta la puerta.

—¡Que tenga usted más suerte en otra ocasión!

Crucé a paso de carga la salita de espera, donde se encontraban ya nuevos pretendientes de refresco (¡Es el colmo de los colmos lo que a mí me ocurre! ¡Por demasiado capaz! Me rechaza por demasiado capaz. ¿Y si es maricón efectivamente? No tiene pinta de tal cosa. Claro que las apariencias engañan…), pero, al llegar al rellano de la escalera, volví a leer en la placa de metal clavada sobre la puerta: «Créditos y Financiaciones, S. A.», que la primera vez no me había sugerido nada sospechoso ni extraño. ¡Ah, caramba! Por fin quedaba despejada la incógnita. Aquella oficina era, sin duda, el antro de un prestamista, y el hombre de la mirada de neblí, simplemente un usurero, un trapisonda, un expoliador. Claro, él necesitaba un empleado sordo, ciego y mudo, un instrumento maleable y fiel, un ayudante de verdugo que careciese de conciencia, como el jefe, y no un hombre que llevaba escrita en su porte y en su talante la condición de ideólogo, aunque fuese en grado de menesteroso. Esta conclusión me satisfizo plenamente y me dejó en paz.

Tomé nuevamente un tranvía, con dirección a Argüelles. El tercer anuncio elegido decía: «Jefe de despacho para academia, necesítase». Quizá demasiado pretencioso y exigente. Demasiado para mí, por supuesto. Ahora no podrían rechazarme por excesiva sapiencia, sino por lo contrario. Pero, aun así, lo intentaría, intentaría hasta lo imposible, porque me imaginé a Fernando diciéndome:

—¿Cómo, que no te atreviste? Mal hecho, Federico, mal hecho. En tus circunstancias hay que intentarlo todo. ¿Ves cómo te hubiera valido de mucho saber contabilidad?

Otra vez la espera en un antedespacho. Otra reunión de aspirantes tristes, concentrados en sí mismos, con las manos cruzadas sobre los consabidos cartapacios. Casi todos habían remontado ya la cincuentena, lo que me hizo suponer que se trataba de víctimas de innumerables fracasos, quién podría saber si a causa de la guerra, o del agotamiento, o de la merma de facultades competitivas para ese despiadado concurso que es la lucha por la existencia. En definitiva, náufragos.

Al cabo de más de dos horas fui invitado a pasar al despacho. Allí me encontré frente a un hombre de aspecto juvenil y deportivo, prematuramente calvo, que usaba gafas de concha y vestía y calzaba de forma ostentosa. En una de sus muñecas lucía un aparatoso reloj de oro y gruesa pulsera también de oro, y con la otra mano empuñaba una gran pluma estilográfica, último modelo, con la que trazaba garabatos en una cuartilla. Sobre la amplia mesa, dos teléfonos. Comprendí inmediatamente que era uno de esos hombres enfebrecidos por el morbo norteamericano de la prisa, tal como los conocía a través del cine y de mis lecturas. Prisa, mucha prisa para… no hacer absolutamente nada tal vez, tratándose de un modelo español. Siempre tienen en sus labios las mismas palabras: Rápido. Concrete. Hágame un informe conciso, sin literatura. A media tarde ya tienen dolor de cabeza y, por la noche, se sienten abrumadoramente fatigados, exhaustos. Cuando vuelven a casa, todos los demás tienen que andar de puntillas por ella a fin de no quebrar sus nervios hipertensos. Los niños apenas ven a un padre de este tipo, la servidumbre siente por él un terror supersticioso y su propia esposa se encuentra insignificante y cohibida ante tal coloso del dinamismo. Duerme como un cíclope cansado de remover montañas, aunque lo niegue y tome algún sedativo antes de acostarse. Al día siguiente, a primera hora, sale disparado, casi sin desayunar, sin besar a sus hijos y despidiéndose a paso ligero de su mujer. ¡Tener que hacer tanto en tan poco tiempo! Menos mal que sus subalternos siguen su inconmovible paso de galápagos y al fin van resolviendo todos los asuntos con la parsimonia heredada de sus antepasados, a pesar de las explosivas interferencias de un jefe que no sabe nunca cómo realizar una obra.

El que me había tocado en suerte, fiel en todo al arquetipo, entró rápidamente en materia. Él era un hombre con múltiples negocios, entre los cuales se contaba aquella academia, de reciente inauguración, para cursos de bachillerato, oposiciones a cuerpos auxiliares de la Administración pública, y para especialidades de taquigrafía, mecanografía e idiomas. Naturalmente, él no podía dedicar su escaso y precioso tiempo a inscribir a los alumnos, solventar sus quejas, dirigir a los profesores y a llevar, por añadidura, los libros de contabilidad del negocio. Una vez puesta en funcionamiento la academia, necesitaba descargar en alguien ese trabajo de tipo accesorio, reservándose él únicamente la supervisión de todo ello en última instancia. Buscaba un hombre dinámico e incansable, ya que el ritmo que él imprimía a sus empresas no permitía otra clase de colaboradores a su alrededor.

—Además de todo ese trabajo fijo —siguió informándome— ha de poder sustituir a un profesor, en las ausencias eventuales de cualesquiera de ellos, a fin de que no decaiga la tensión en las diversas actividades de esta academia, que debe ser en todo momento una máquina a punto y bien engrasada. ¿Puede usted hacer esto, todo esto?

Estuve a punto de soltar una carcajada. ¿Qué pretendía cazar aquel fogoso centauro con su anuncio: una enciclopedia viviente y parlante que le sirviera de secretario, de contable y de profesor en cincuenta asignaturas diferentes, un verdadero fenómeno en fin? Me dieron ganas de insultarle, de llamarle cretino y de mandarle a la mierda. Era un bárbaro. Pero necesitaba aquel empleo, cualquier empleo, y me contuve. Le contesté que, en caso de necesidad, y sólo para salir del paso, podría sustituir discretamente al profesor en algunas asignaturas, pero que carecía de preparación para desempeñar ese papel en la mayoría de ellas. En cuanto a idiomas, no sabía bien más que el español.

—¿Y mecanografía?

—Hombre, me defiendo bastante desahogadamente con la máquina.

—¿Y la taquigrafía?

—No conozco ni uno solo de sus signos.

El hombre de las gafas de concha garrapateó sobre la cuartilla que tenía delante y luego me preguntó:

—¿Y sus pretensiones económicas?

Yo me encogí de hombros y guardé silencio. En caso de corresponder a sus exigencias no habría dinero suficiente para pagar a un hombre de tan extraordinarias capacidades y yo no era, ni mucho menos, ese hombre excepcional, verdadero monstruo imaginario, e ignoraba, en fin de cuentas, cuál sería mi cometido. Por consiguiente, no me era posible fijar precio a mi trabajo.

—Pongamos ochocientas pesetas mensuales como base de partida —se adelantó a contestar él mismo. Me pidió después mi nombre y dirección, que anotó en una agenda con cubiertas de piel, y continuó diciendo—: En resumen: voy a efectuar una preselección entre todos los que han acudido a mi llamada. Usted queda preseleccionado, por supuesto. Ya le avisaré para que tengamos una segunda entrevista más concreta y, si puede ser, definitiva (¡Cuánto debe divertirle a este cabrón el papel de hombre importante!), y ahora perdóneme —añadió después de consultar mecánicamente su deslumbrante reloj de pulsera—, pero le he concedido un minuto más del tiempo que puedo dedicar a cada uno de los aspirantes. ¡Buenos días!

Llegué a casa desalentado. Durante la comida expliqué a mi hermana el resultado negativo de mis primeras experiencias como cazador de empleo a través de los anuncios en los periódicos.

—Por ahí no sacarás nada en limpio —me dijo Alfonsina—. Yo también acudí a ellos alguna vez, y desistí, porque les tomé miedo. Hasta llegaron a hacerme proposiciones como posar casi desnuda para un fotógrafo o desnudarme del todo ante un señor que me lo pagara muy bien. Todavía no sé por qué no se prohíben estos anuncios o por qué no los vigilan mejor las autoridades.

Me entretuve después un rato con mi sobrina. Hubiera permanecido toda la tarde contándole cuentos o contestando a sus preguntas. ¡Qué fabuloso regreso a la infancia! Pero tenía que insistir, insistir, insistir… (Que nadie se crea con derecho a echarme en cara que soy un tipo blando, que me arrugo y me desmoralizo ante la primera dificultad). Observé, mientras tanto, que Alfonsina seguía atentamente mis escarceos y mis bromas con la pequeña, y que en dos o tres momentos hizo intención de hablarme, de decirme algo, pero desistiendo siempre cuando yo esperaba oír su voz. Fue al marcharse cuando me dijo, venciendo, sin duda, sus escrúpulos:

—Susana me apuntó que si acudieses a su padre… No es que yo te lo aconseje, no, de ninguna manera, pero pienso que tal vez te convendría ver a tío Federico.

Yo, por toda respuesta, moví la cabeza en sentido negativo y cerré suavemente la puerta a mis espaldas.

Mis pasos me condujeron a una pequeña fábrica de gaseosas, porque, antes de tomar otros rumbos, quise agotar el programa que me había trazado para aquel día. Allí me recibió un hombre vestido con un «mono», quien me explicó clara y brevemente el asunto. Mi obligación consistía en recorrer la plaza de Madrid para vender gaseosas, sifones y demás bebidas carbónicas. Era un trabajo que no requería conocimientos especiales.

—Usted no tiene más que tomar nota del pedido y pasárnoslo por teléfono, si es que no quiere tomarse la molestia de venir hasta aquí. Le daremos el diez por ciento del importe de sus ventas. Hágase cargo de que en Madrid hay más de seis mil bares y tabernas que consumen a todo pasto estos productos. Por eso, le será fácil vender todos los días alrededor de las ochocientas pesetas, ahora que estamos en plena campaña, con lo que puede sacarse un jornalito que no está nada mal, vamos, digo yo. —Me dio unas cuantas tarjetas de la casa, junto con un listín de precios y, antes de despedirme, me hizo sus últimas advertencias—: Pregunte siempre por el dueño o el encargado, porque los mozos y los camareros serán sus peores enemigos, y no se deje desanimar por algún fracaso. Al fin, venderá muchas gaseosas. Ya lo verá usted. ¡Si es lo único que puede venderse en este tiempo, hombre!

Salí leyendo el listín y calculando mis posibles ganancias. Una caja de gaseosas me rendiría una pesetas con cuarenta céntimos, y nueve céntimos un sifón. Verdaderamente, era una mercancía muy barata. Claro, por eso sería tan fácil venderla. ¿Quién se negaría una gaseosa fresca en días tan calurosos y de tan rigurosas restricciones en el suministro de agua? Por poca suerte que tuviera, ganaría tanto o más que de empleaducho en una oficina y me dejaría más tiempo libre para dedicarlo a otras actividades. No obstante, anduve largo rato sin decidir dónde y en qué momento debería estrenarme. Había dejado atrás la calle donde estaba instalada la fábrica, por suponer que, tenida en cuenta la proximidad del centro de producción, estarían bien abastecidos todos sus establecimientos del ramo. Crucé después una plaza, formada por edificios en construcción, y entré en una calle de amplias terrazas de café, muy concurridas en aquella hora. Precisamente se me ofrecían dos terrazas contiguas, al otro lado de la plaza. Crucé ésta por medio, muy decidido, pero entonces se me presentó una alternativa inesperada: ¿a cuál de los dos bares entraría primeramente? Leí sus nombres y me gustó más el de GEMA.

Ya, sin pensarlo más, casi con los ojos cerrados, como quien salta una trinchera, entré en el elegido, pequeño establecimiento del género, con un mostrador corrido sobre el que aparecían las pequeñas bandejas con patatas fritas, aceitunas y otros aperitivos. Unos hombres de sucias chaquetillas blancas y de gordas y amoratadas manos servían vasos para vino y cerveza que otro iba llenando y lanzando seguidamente por la pista encharcada del mostrador, en un alarde de habilidad y excelente técnica de tabernero.

—¡Uno de blanco! —gritó uno de los mozos.

El más viejo de los que se hallaba tras el mostrador era el que llenaba con asombrosa rapidez de prestidigitador varios vasitos puestos en fila. ¿Sería el dueño? La verdad es que sentí un nudo en el estómago al acercarme a él y preguntarle:

—¿El dueño, por favor?

—Soy el encargado, pero es igual. ¿En qué puedo servirle? —me contestó sin levantar la vista de su trabajo.

—Represento una fábrica de gaseosas —yo sentía hundirme en el ridículo y en el absurdo al decir eso— y he venido a visitarle por si necesita algo.

El hombre guardó silencio. Miró después bajo el mostrador y dio una patada a algo que sonó a botellas vacías. Entonces gritó otro de los dependientes:

—¡Tres más de tinto!

—¡Marchando! —le contestó el viejo y puso los tres vasitos en hilera y, mientras los llenaba de corrido, sin levantar la frasca, me preguntó:

—Ha dicho gaseosas, ¿verdad?

—Sí, señor, y sifones.

—Pues ha tenido suerte. Estoy sin gota. Así que va usted a mandarme una caja de limón y naranja, mitad y mitad. —Lanzó el último vaso y añadió, mirándome con sus ojos saltones y acuosos—: Pero tiene que traérmela en seguida…

El llamar por teléfono mermaba considerablemente mi comisión. Por lo tanto, y también para poder apreciar en persona la impresión causada por un éxito tan fulminante, salí corriendo en dirección a la fábrica. Efectivamente, el hombre del «mono» me felicitó.

—¿Lo está usted viendo? Ya le dije yo que esto se vende como agua, hombre —y, guiñando maliciosamente un ojo, agregó—: Si es puro Lozoya, qué coño.

Acto seguido, llamó en voz alta a un mozo para que cogiese la bicicleta con remolque.

—¡Chico, una caja de limón y naranja, mitad y mitad! ¡Rápido como el cemento!

Pero en el momento de despedirme, la expresión jocunda y bonachona de aquel hombre se cambió por otra más bien cauta y recelosa.

—Bueno —me dijo—, se me olvidó decirle antes que nuestra costumbre es liquidar las comisiones a nuestros agentes por quincenas.

A pesar de ello, abandoné la fábrica con el mismo íntimo contento que sentí aquel día, tan lejano ya, en que terminé el bachillerato. Encendí un cigarrillo y me encaminé a casa andando lentamente, porque el anochecer era suave y acariciador y porque necesitaba unos instantes de sosiego para paladear mi primer éxito como vendedor de gaseosas, preludio de los muchos que obtendría en días sucesivos recorriendo los seis mil bares y tabernas de la ciudad.

Pero pasaron los días y no volví a vender una sola gaseosa. Visitaba esforzadamente los bares y tabernas que encontraba al paso, y en todos ellos, como si obedecieran una consigna, se me adelantaba un «no» tajante, apenas abría la boca:

—Estoy servido. Tengo de todo —y si insistía con la tozudez a que obliga la desesperación, el terrible hombre del mandil a rayas o el de la chaquetilla, gañía—: De eso, nada. Con la cerveza no se venden gaseosas.

Ni en el GEMA pude repetir mi única hazaña, y observé en todas partes la misma hostilidad hacia el que ofrece algo, como si fuese un ladrón, por parte especialmente de los subalternos. Yo no me podía explicar por qué aquellos asalariados de ínfima categoría, sometidos a un trabajo abrumador y seguramente mal pagados, podían sentir tal celo canino por intereses extraños. En algunas ocasiones, a punto ya de formalizar un pedido, aparecía el jayán del mandil diciendo:

—Uf, pero si no valen nada. Las probamos el año pasado y no tienen presión.

El dueño o el encargado se encogían de hombros, daban media vuelta y yo me quedaba solo frente a una hilera de botellas vacías que iniciaban una danza burlesca ante mis ojos extraviados. Fueron días durísimos, en que tuve que poner a prueba mi voluntad, fanatizándome a mí mismo, para no desfallecer. Suponiendo que se habría agotado ya el dinero que diera a Alfonsina, me echaba a la calle cada mañana sin ingerir más alimento que el aguado desayuno, y ya no volvía hasta la noche, pretextando que almorzaba en cualquier taberna.

A eso de las once empezaba la sensación de vacío y, poco más tarde, el cosquilleo en el estómago, seguido luego de esa angustia y desmadejamiento general que ya conocía desde mis tiempos de cautiverio. Eran el anuncio del hambre que finalmente se hacía sentir por medio de retortijones, calambres, náuseas y vértigos. Las piernas se me doblaban bajo el quimérico peso del estómago que gravitaba sobre todo mi organismo como si estuviera lleno de piedras. Me veía obligado, por ello, a sentarme, hasta que pasara la crisis, pues temía caer desvanecido en plena calle. Buscaba un banco público y me dejaba caer en él como un fardo y, poco a poco, comenzaba a desvanecerse el malestar difundido por todo mi cuerpo y a envolverme una somnolencia pegajosa que, sin hundirme del todo en el sueño y la inconsciencia, me mantenía en un plácido sopor bajo el cual iban acallándose lentamente las convulsiones de mis vísceras. Pese a la modorra, percibía los ruidos de la calle y si alguien se sentaba a mi lado, y era capaz de revivir algunas escenas de mí vida cotidiana. Unas veces veía el rostro esquivo de mi cuñado, de perfil, preguntándome, mientras engullía apresuradamente su ración de cena, qué tal se me daba como vendedor de gaseosas, cuál era el monto de mis comisiones y si no pensaba mejorar de posición, o quejándose de la carestía de la vida, de su agotamiento físico, de sus extenuadoras jornadas de trabajo, de la desastrosa marcha de la economía nacional. (Esto no hay quien lo aguante. No puedo más. Cualquier día reviento. Y tú, ¿qué piensas? ¿A dónde iremos a parar? Ya ves lo que está ocurriendo en la Bolsa… Cada día valen menos las acciones que parecían más seguras). Otras veces eran la mirada insultante y la grosera negativa del mozo con mandil a rayas. (Ni hablar de gaseosas. Aquí, lo que se vende es cerveza). Y se repetía, sobre todos, el fenómeno intimidante que se prodigaba tanto por toda la ciudad: el de los nutridos grupos de oficiales del ejército, muy jóvenes, que marchaban casi a paso de desfile, correctamente uniformados, con la visera de la gorra tan baja que debían levantar la cabeza para poder ver. Emergían de las bocas del «metro», compactos, arrolladores, silenciosos, unánimes, o se congregaban, de igual forma, en las paradas de los tranvías. Yo me los encontraba por todas partes. Me habían dicho que procedían de las milicias universitarias o de las escuelas especiales de transformación para la oficialidad y las clases improvisadas en la guerra. Miles de nuevos oficiales. La flor de la juventud encuadrada en las filas del ejército. Un ejército todopoderoso y omnipresente, a punto y en alerta. (¡Estamos prevenidos! ¡Atención, rojillos! Os aplastaremos otra vez. ¡Plon, plon, plon! ¡Derecha! ¡Izquierda! ¡De frente!) La fuerza… Cuando recobraba la lucidez, ya no sentía ningún dolor y recobraba el dominio de mi cuerpo, pero, sincrónicamente, se me embravecía la sed, una sed implacable, como si fuera arena mi carne y me pidiese agua insaciablemente. Para mitigarla un tanto, encendía un cigarrillo y lo fumaba con mucha parsimonia, aunque la sequedad de la boca me impidiera gozarlo. Luego, tiraba de mí y me ponía en pie y, venciendo mi enorme cansancio, echaba a andar, a peregrinar de nuevo. Porque no quería darme por vencido. No, no desfallecería. Nada ni nadie serían capaces de quebrantar mi decisión de seguir adelante. Llegaría, si preciso fuera, a quedarme agarrado a un mostrador ofreciendo mis gaseosas.

En el primer bar donde entregaba solía ingerir dos o tres vasos de agua y entonces sentía perfectamente cómo me esponjaba y cómo mis miembros se distendían, recobrando la perdida elasticidad.

Aquella tarde, como de costumbre, traté de hablar con el encargado del establecimiento después de satisfacer la sed.

—¿El dueño, por favor?

—Yo mismo. ¿Qué desea?

Me sorprendió agradablemente el tono amistoso de su voz. Tenía ante mí una cara vulgar, pero en ella brillaban unos ojos humanos, yo diría fraternos, que me miraban con esa impalpable simpatía espontánea que acerca los espíritus y establece entre ellos una corriente sutil de mutua atracción, como si se conocieran y se estimaran desde siempre.

El mostrador estaba cercado por los clientes y la cafetera funcionaba sin descanso y, no obstante, aquel hombre, requerido desde varios puntos a la vez, había concentrado en mí toda su atención desentendiéndose de cuanto le rodeaba. Animado por su actitud, le expuse confiadamente el motivo de mi presencia.

—Venía a ofrecerle gaseosas y sifones… —y no me sentí hundido en el ridículo, como otras veces, y tuve la certeza, por anticipado, de que me compraría algunas cajas de gaseosas al ver que iba subrayando mis palabras con movimientos afirmativos de cabeza.

—Bien. Espere un momento, porque voy a ver lo que se necesita —y se fue al otro extremo del mostrador, donde estaba instalada la cafetera.

Yo creí que habría ido allí para comprobar las existencias. Pero no. Tomó una de las tazas, vertió su contenido en otra más grande, le añadió leche y azúcar y vino con ella en la mano hacia mí, con gran extrañeza por mi parte y pensando que su destinatario sería alguno de aquellos parroquianos que ocupaban un lugar próximo al mío. Pero el dueño del bar colocó la taza ante mí, acercó un platito con un bollo y me dijo amablemente:

—Aquí tiene usted su café-café con suizo, ¿vale?

Yo me alarmé.

—Pero sí no he pedido nada…

—No importa, hombre. Convida la casa.

Yo hubiera querido entonces tener la presencia de ánimo suficiente para formular alguna débil protesta convencional por lo menos, pero el aroma del café me trastornó y no supe qué decir.

—Y mándeme lo que quiera —añadió el hombre—. Aquí se consumen muchas gaseosas —y se alejó gritando a otro cliente que empezaba a impacientarse—: ¡Va en seguida! ¡Va!

No pude contener por más tiempo las exigencias del instinto y dejé que mi cuerpo, convertido todo él en lengua y paladar, participase en el festín. No obstante, procuré comer con decoro, sin mirar a nadie, aunque creo que ninguno de los allí presentes se había dado cuenta de la maniobra llevada a cabo por el dueño del bar. Era éste únicamente quien, desde lejos, me miraba con disimulo, por el rabillo del ojo, de vez en vez, a fin de comprobar, supongo, que no se había equivocado. Cuando di fin a la pitanza, le busqué con los ojos para darle las gracias, pero él se me anticipó con una sonrisa cordial, una leve inclinación de cabeza y un gesto de despedida con la mano que impidieron toda otra manifestación de agradecimiento por mi parte.

Volví a la calle contradictoriamente impresionado. El hecho de haber descubierto un hombre comprensivo y generoso entre los temibles dogos que solían enseñarme sus dientes agresivos tras el mostrador, me reconciliaron con el gremio y con la humanidad entera, confirmándome en mi utopía de que es posible encontrar un espíritu noble aun en los ambientes y circunstancias más desagradables y de que no toda la semilla de los buenos sentimientos se la llave el aire o se esteriliza en las callosas rugosidades del egoísmo y de la estolidez. Pero, por otra parte, me sentía insatisfecho. No me engañaba, no. Aquella victoria de la solidaridad humana venía a confirmar mi fracaso como vendedor de gaseosas. Había vencido la compasión y yo era el derrotado, contrariamente a lo que sucediera la primera vez que visité el bar GEMA.

Crucé la calle de Alcalá, frente al Retiro, aprovechando un claro en la circulación, pero, con tal mala suerte, que dejé prendido entre el doble raíl del tranvía uno de los tacones de mis zapatos. Una vez alcanzada la acera opuesta, me senté en un banco público para comprobar el alcance del incidente. El destrozo era irremediable, porque, además de haberse desprendido el tacón, éste había arrastrado consigo la parte correspondiente de la plantilla y dejado al descubierto el talón. En adelante tendría que pisar directamente sobre el suelo.

Llevaba ya varios días observando el alarmante deterioro de mis zapatos (Cualquier día me quedo descalzo y entonces, ¿qué?), pero acababa siempre aplazando la cuestión por falta de ideas y de recursos para resolverla anticipadamente. (Aún pueden tirar algunos días, y quién sabe lo que puede ocurrir entre tanto. Si la cosa no tiene remedio, ¿por qué preocuparse?, y, si no lo tiene, ¿por qué preocuparse?) Y así fueron pasando los días. Pero ya estaba el toro en la plaza y no había escapatoria ni dilaciones que valieran. Tenía que liquidarlo sin más, pero, ¿cómo, de qué manera? Descartados mi hermana y Valladares, no se me ocurría ningún otro nombre a quien recurrir, pero yo no podía continuar varado en un banco público cuando, precisamente, necesitaba mayor movilidad que nunca para resolver el agudo y apremiante problema de mi trabajo. ¿Cómo encerrarme en casa ahora? Pero no podía ir andando descalzo por la calle… ¡Vaya situación!

Se me ocurrió, primero, entrar en una zapatería, pedir un par de zapatos de mi número y… salir corriendo. Pero deseché inmediatamente la idea por demasiado arriesgada. Me detendrían por ladrón y, dados mis antecedentes… ¿Y ofrecerme al dueño de la zapatería para trabajar en lo que me ordenase hasta satisfacer el importe de mis zapatos? ¿Me aceptaría el trueque?

No se me había ocurrido hasta entonces ni imaginar siquiera la importancia que tiene un par de zapatos. Todo el mundo los necesita y todo el mundo los usa. Y todo el mundo los tiene, mejores o peores. Yo mismo poseía, antes de la guerra, dos o tres pares en uso, y no recordaba dónde ni cuándo los compré, ni su precio, ni su forma, ni su calidad, ni cuando los licencié por inservibles. A lo largo de mi vida, ¿cuántas veces me los habría calzado y descalzado sin reparar en ello? Sólo en caso de que me apretaran o me incomodasen hubiera podido apreciar si estaba o no calzado. Por otra parte, en el transcurso de mis años más sombríos, yo había oído a mi lado quejarse a los hombres de miedo, de horror y de hambre. Había sufrido y visto sufrir a mi alrededor la soledad, el desamparo, el vacío de amor y la pérdida de la dicha e, incluso, de bienes materiales como el primer reloj de bolsillo, la bicicleta, aquella cartera de piel, aquel sombrero o aquella pluma estilográfica. Pero ni yo ni nadie exteriorizó ningún dolor por unos zapatos ni a ninguno se le oyó recordar aquellos zapatos de charol que me regaló mi padre, ni que el día en que conocí a mi novia yo había estrenado unos estupendos zapatos de tafilete… No. Se recordaban las camisas, las corbatas, los trajes, o cualquier otra prenda, pero no los zapatos. Y mira por dónde cobraban de repente, para mí, más importancia que ninguna otra cosa, incluso que el hambre. Me sentí por unos momentos completamente anonadado. Y las gentes desfilaban junto a mí sin sospechar mi tragedia. Era la hora del paseo, de la vuelta del trabajo, la más deseada del día, cuando se juntan los amantes, se reúnen los amigos, y el solitario busca compañía y el hombre rendido de trabajar corre hacia el descanso, la evasión o el placer. El Retiro soplaba brisas henchidas de olores verdes y de trinos dorados. Era mayor la circulación de coches y crecía el tintineo machacón de los tranvías. Los hormigueros humanos se vaciaban en la calle. Pero yo no veía a la gente. Ni siquiera los grupos de muchachas recién salidas de las manos de la primavera atrapaban mi atención. Yo no miraba más que los pies, y con especial atención los de los hombres, en busca de los zapatos más fuertes. Los de doble suela se me antojaban verdaderas maravillas, porque con ellos se podría estar andando meses y meses sin la menor preocupación. Yo hubiera dado entonces cualquier cosa por poseer unos zapatos como aquéllos. ¡Ah, cómo los deseé y cuánto envidié a sus privilegiados dueños!

Tan absorto estaba que fue necesario que asomasen a mi campo visual dos alpargatas manchadas de barro para que su aspecto repelente, al quebrar la hermosa visión de zapatos acorazados que me enajenaba, me volviera a la realidad. Al tiempo de apartar mi vista de ellas, oí una voz de barítono que pronunciaba mi nombre.

—¡Federico!

Alcé los ojos y descubrí un hombre de alta estatura, vestido con «mono», que me contemplaba sonriente y con los brazos extendidos.

—¡Pero, hombre!

No cabía duda. Era el comandante Jaime Ríos. Me levanté y nos abrazamos.

—¿Qué diablos haces aquí? ¿Qué ha sido de tu vida, muchacho? —me preguntó con su vozarrón de mando.

Yo hubiera preferido que habláramos sentados, pero Jaime se opuso. Guiñándome un ojo, me dijo:

—Hablaremos mejor mientras paseamos. Así se joderán los escuchas.

No tuve, pues, más remedio que resignarme y seguir, disimulando todo lo posible mi cojera, a mi amigo Jaime, surgido de pronto en medio de la calle como un fantasma del pasado. Le conté con breves palabras lo poco que podía decir de mí desde el día de mi excarcelación y, cuando terminé la retahíla, comentó, lacónicamente:

—Poco más o menos, lo que me ocurrió a mí, lo que nos ocurre a todos al principio, con la única diferencia que a mí me soltaron dos años antes. Pero, ¿y ahora?

—De momento, buscar trabajo.

—Lo de todos también —pero, deteniéndose y mirándome a los ojos, añadió—: ¿Y lo has conseguido? ¿En qué trabajas?

—Pues no, no lo consigo, a pesar de todos los esfuerzos que he hecho hasta ahora. He tenido la representación de una fábrica de gaseosas, pero, chico, parece que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para no beber más que cerveza.

Jaime se detuvo otra vez.

—Es natural —dijo—. Todos hemos empezado por cosas del mismo estilo. A mí, en primer lugar, me timaron. Sí, me timaron. No sé todavía quién les dijo a aquellos tipos que yo era ingeniero agrónomo. Lo cierto es que un día recibí una carta citándome a determinada hora en una oficina, para tratar de un asunto, propio de mi carrera, que podría interesarme. Yo piqué como un incauto. Verás. La oficina estaba muy bien puesta y los dos fulanos no tenían mal aspecto, así, al pronto. El asunto era sencillo y claro. Aquellos tipos estaban en tratos para la compra de un pinar en la sierra y necesitaban que un experto como yo les cubicase a ojo la madera que pudiera obtenerse de la tala. Sufragarían por su cuenta mis gastos de desplazamiento y estancia en el pueblo inmediato al pinar y luego me abonarían un tanto por ciento sobre el valor aproximado de la madera. Coño, la cosa se presentaba de rechupete. La comisión era muy baja, desde luego, pero yo no estaba en condiciones de exigir y acepté el encargo. En menos de una semana fui al pueblo, recorrí el pinar, hice mis cálculos y volví a Madrid con mi informe. Como es natural, me faltó el tiempo para ir a ver a los dos negociantes, quienes se mostraron muy contentos por la rapidez y facilidad con que había resuelto mi papeleta, pero cuando, ya al final de la entrevista, les pedí un adelanto sobre mi comisión, se enfurecieron súbitamente y empezaron a gritar como dos energúmenos. (¿Cómo se atreve usted a pedirnos una comisión? ¿De qué, de qué? ¡Usted, un rojo! ¿No ha vivido toda una semana a costa nuestra? ¿Y aún quiere más? Ande, váyase y no aparezca más por aquí si no quiere volver a la cárcel. Con dar un telefonazo nos bastaría. ¡Usted no sabe con quién se juega los cuartos!) —Hizo una breve pausa y siguió diciendo—: Después acudí a un anuncio y me propusieron hacer seguros de vida. ¡Imagínate! A la primera grosería que me soltó el individuo a quien, según la compañía, debía yo hacerle un seguro, me pegué con él y mandé al diablo todo aquello —y, sin apenas transición, añadió—: Afortunadamente para ti, creo que voy a poder arreglar tu asunto en poco tiempo. Calla, a lo mejor ahora mismo. Vamos a coger el «metro» a ver si está todavía en el bar el señor Julio.

No me dejó tiempo para preguntarle nada, pero ya mi amigo se dirigía, a grandes zancadas, a la próxima estación del ferrocarril subterráneo. Yo tuve que correr para ponerme a su altura y entonces fue cuando advirtió mis dificultades para andar.

—Antes no eras cojo. ¿Qué coño te ha pasado?

—Es que he perdido el talón de un zapato —le contesté, un poco avergonzado por lo cómico de mi situación.

—¡Bah! Eso se arregla pronto. Cómprate unas alpargatas. Es el mejor calzado para este tiempo. Luego, cuando lleguen la lluvia y el frío, te agencias una de esas botas que venden los soldados en el Rastro y asunto concluido. Yo me arreglo así.

Y se adelantó para adquirir los billetes, circunstancia que aproveché para examinarle más detenidamente y entonces quedé asombrado al comprobar la gran transformación externa que había sufrido. Parecía un albañil auténtico. ¿Se trataba sólo de un disfraz? Y si era así, ¿con qué objeto? En cuanto estuvo nuevamente a mi lado se lo pregunté:

—Y tú, ¿a qué te dedicas? Tienes el aspecto de un verdadero proletario.

Aguardábamos el paso del tren. Jaime se encogió de hombros.

—En la guerra —dijo— hay que aceptar cualquier puesto. Ahora soy el encargado de una hormigonera.

—¿Y tu carrera, Jaime?

—¡Al diablo la carrera en estas circunstancias! Eso se queda para cuando triunfemos.

El tren accedía a la estación y la gente se preparaba para tomarlo al asalto. Se formaron colas, verdaderos remolinos de público, junto a las puertas y Jaime me hizo una seña para que le siguiese y callase. Mi amigo, arrollador, alcanzó a empellones la boca del vagón y, cuando yo creía que iba a entrar, se detuvo secamente, produciéndose un choque entre los dos. Sonó el silbato y las puertas automáticas comenzaron su movimiento de cierre. Entonces, Jaime se lanzó dentro como un toro, arrastrándome consigo tan en el último segundo que sentí el roce de los filos de las puertas en mis espaldas. Solté el aliento y miré interrogativamente a mi amigo, pero un nuevo gesto por su parte me hizo permanecer callado. Ya no cruzamos palabra en todo el viaje y, al llegar a la estación de Manuel Becerra, Jaime me dio a entender que era allí donde debíamos apeamos, y otra vez obró de una manera extraña. Esperó a que bajasen todos los viajeros que allí abandonaban el tren y, luego, a que entrasen los que deseaban tomarlo y, cuando las puertas comenzaban a cerrarse, se echó fuera del vehículo, tirando de mí tan brusca y fuertemente que tuve que dar un brinco para no quedar aprisionado por ellas.

—Todo esto es por si nos siguen —dijo Jaime sobre la marcha como explicación de aquellas maniobras y, como advirtiera que yo sonreía escépticamente, añadió—: Por si acaso. De todas maneras, conviene adiestrarse en las técnicas del despiste.

¿Qué replicar ante un convencimiento inconmovible como el que dejaban entender sus respuestas? Por otra parte, me sentía un poco mareado por el ajetreo y la debilidad, y sin deseos de discutir. Salimos a la plaza y seguí en silencio a mi compañero, que se dirigió directamente a un bar, desde cuya puerta ojeó rápidamente el interior, diciéndome después:

—¡Adelante!

En un grupo, junto al mostrador, se destacaba por sus pantalones blancos un hombre con tipo de capataz o de maestro de obras. Estaban bebiendo unos vasos de vino y discutiendo sobre toros en amigable y sosegada compañía. Jaime se acercó al hombre de los pantalones blancos y le tocó en un hombro diciendo:

—Señor Julio, un momento —y a sus contertulios—: Con el permiso de ustedes.

Los aludidos asintieron con un leve movimiento de cabeza y el señor Julio se apartó de la reunión siguiendo a Juan, quien me hizo señas para que me acercase a ellos. El señor Julio debía estar muy acostumbrado a los procedimientos de Jaime porque no preguntó nada ni hizo el menor gesto de extrañeza. Mi amigo, como de costumbre, se fue derecho al asunto:

—Señor Julio, le presento a su nuevo listero que acaba de salir de la cárcel y necesita ponerse a trabajar inmediatamente. Es de los buenos.

El señor Julio, cuyos ojuelos brillaban de malicia, hizo un gesto de inteligencia.

—Está bien —dijo, cambiando el palillo de dientes de un extremo a otro de la boca—. Ya sabes que, diciéndolo tú, no hay más que hablar —y se volvió después a mí con la mano extendida.

—Me llamo Federico Olivares —dije yo, estrechando su mano.

—Mucho gusto. Ya le habrá contado nuestro amigo Jaime quién soy yo, ¿verdad?

Asentí con un movimiento de cabeza, mintiendo por no desairarle, porque mi compañero no me había confiado previamente nada, ni acerca de él ni sobre el asunto que nos llevara hasta allí.

—Yo no puedo hacer otra cosa —continuó— que ayudar en lo que pueda a los compañeros necesitados. En eso no me echo atrás, ya lo sabe Jaime, pero tengo demasiados años para liarme otra vez la manta a la cabeza y…

—Bueno —le interrumpió Jaime—, ¿y cuándo tiene que presentarse en la obra? ¿Mañana mismo?

—No, hombre, no corras tanto. Que se presente el lunes a las ocho menos cuarto de la mañana, porque a las ocho en punto empezamos a trabajar. ¿Estamos? —y me miró, sonriente.

—Estamos —contesté.

—Y ahora, vamos a tomar una copita para celebrarlo, ¿qué les parece? —propuso campechanamente el señor Julio.

—No, gracias —se adelantó a contestar Jaime—. Nosotros tenemos mucho que hacer todavía.

El maestro de obras hizo un gesto de resignación, nos dio la mano y volvió a reunirse con sus amigos. Jaime y yo, por el contrario, marchamos hacia la puerta como si fuéramos a apagar un incendio. Ya en la calle, y después de echar una ojeada a su alrededor, Jaime, más sosegado, compró dos cigarrillos de hebra a una estraperlista que andaba por allí. Me dio uno, encendimos los dos con la misma cerilla y, después de la primera bocanada de humo, me señaló unas obras que se divisaban no muy lejos de donde nos encontrábamos.

—Allí es donde tienes que presentarte el lunes a las ocho menos cuarto de la mañana, Federico.

Permanecimos unos momentos mirando calladamente en aquella dirección y luego tomamos el rumbo de la calle de Alcalá abajo, hacia Cibeles, sin prisas.

—Este señor Julio es un viejo luchador, ya retirado. En la guerra fue capitán de zapadores. Aunque en la depuración le buscaron las cosquillas, tuvo mucha suerte, y pudo ponerse a trabajar en lo suyo sin grandes inconvenientes, pero no fue capaz de quitarse el miedo que le quedó y sólo se atreve a solidarizarse en casos como el tuyo, proporcionando trabajo o pequeños auxilios en dinero a los que acuden a él. Yo tenía el encargo de buscarle un listero entre los amigos, y mira por dónde vine a tropezarme contigo en el momento oportuno. Creo que tu papeleta ha quedado solucionada por ahora. ¿Te parece bien?

Hombre, a mí me parecía, no sólo bien, sino admirable. ¿No era de admirar que con tan pocas palabras y tan rápidamente hubiera conseguido un puesto de trabajo seguro para mí? No intenté darle las gracias directamente, porque se hubiera ofendido, pero sí le hice saber mi contento al no tener que enfrentarme más con los mozos de las tabernas.

—Ese es un capítulo terminado, Federico. Ahora vamos a otra cosa: ¿estás controlado?

Seguía siendo tan enérgico como en la guerra y me asombraba que hubiese asimilado el espíritu castrense hasta el punto de constituir ya carácter en él. No toleraba distingos ni medias tintas; o blanco o negro, o sí o no, sin más matizaciones, y como yo sabía muy bien lo que aquellas palabras significaban, le dije la verdad: que no, que no estaba controlado.

—¿Es que no has tomado contacto con nadie?

—No he podido ver más que a Valladares —le contesté, omitiendo el nombre de Molina, a quien él no conocía personalmente.

—¡Puaff! Ya he oído decir que se ha acoplado y que, como otros muchos, piensa que la guerra se ha perdido definitivamente. Allá él y los que piensan como él.

Su tono frío y seco de ordinario, se había acalorado y vibraba.

—Pero se equivocan una vez más —siguió diciendo—. La guerra no ha terminado aún. El mismo enemigo lo proclama así a diario en la Prensa, en la radio, en discursos y arengas, en los desfiles… No importa que hayan callado las armas. Estamos en una fase de guerra sorda, en que los ejércitos beligerantes se mezclan, se confunden, y se combate a tientas y en silencio. Y en cuanto a nuestra bandera, no se ha arriado. ¡Está aquí! —y se golpeó el pecho violentamente.

Aquellas palabras y el acento que puso en ellas desataron todos mis antiguos sentimientos y entusiasmos reprimidos. Me sonaron como un redoble de tambores, como un alborear de clarines. Más allá de esa música, como al otro lado de una cortina de niebla, yo veía con la imaginación desplegarse los batallones en la llanura. ¡Otra vez la guerra!

—Así es —exclamé, entusiasmado—. La lucha continuará mientras nosotros no seamos abatidos. ¡Nosotros somos la guerra!

Jaime se detuvo, me cogió por un brazo y, mirándome fijamente a los ojos, me preguntó:

—Y si no fuera así, ¿tú crees que merecería la pena vivir?

—No. Más nos valiera haber muerto al principio o ante un piquete de ejecución —le respondí, enajenado.

Más tarde comprendí que estábamos embriagados, y no de alcohol, sino de tragedia. Éramos como esos jugadores de madrugada que doblan cada vez las apuestas para rescatar de un golpe todo lo perdido, y se obstinan en seguir hasta el último minuto, cuando amanece para los demás, y hasta la última moneda, la definitiva, contra toda lógica y contra toda idea de responsabilidad. Los dos temblábamos. Al pasar por en medio de la terraza de un café, Jaime paseó su altiva y encendida mirada sobre aquellos grupos de gentes tranquilas, que tomaban el aperitivo al aire libre, y les escupió:

—¡Imbéciles!

El instinto me hizo cogerle de un brazo y obligarle a seguir, pero él aún continuó desahogándose:

—Son unos borregos, un hato de borregos. Pero también, también llegará para ellos el despertar. Claro que entonces no tendrán valor ni tiempo para correr. Esta gente cómoda y cobarde, me desquicia, compañero.

Y continuamos paseando en silencio, insensibles al mundo exterior, autosugestionados por nuestra propia utopía. Yo me hallaba poseído por el delirio de la predestinación. Esa conciencia de un extraordinario destino me aislaba por completo de la realidad circundante. No recuerdo de aquel estado más que una sensación de éxtasis, de estar fuera de mí y de todo. No veía nada concreto, sino una lontananza luminosa, como un amanecer en la llanura, desde la cúspide de una alta montaña. Nada, ni los coches de la calzada, ni los destellos de las luces, ni el clamor del aire desgarrado por mil ruidos diferentes, ni el pulso enfebrecido de la ciudad. Nada, nada, nada. Yo sólo veía y oía lo que se fraguaba dentro de mí: un tumulto fragoroso de imágenes, de colores, de sonidos y de palabras ininteligibles. Jaime, más dueño de sí o más habituado que yo a esas alucinaciones, se detuvo en seco, despertándome bruscamente, y me obligó a detenerme al filo de una esquina.

—Yo tomo aquí el «metro» —oí que me decía—. Tú puedes continuar a pie hasta tu casa. —Se me acercaba y se me hacía más inteligible su voz a medida que yo me recobraba—. Tengo que llegar a la pensión antes de un cuarto de hora si no quiero comerme las sobras de los demás huéspedes.

Aquellas palabras me devolvieron la conciencia, aunque al pronto me sonaran a desvarío y no acabase, por ello, de situarme lúcidamente en la realidad.

—¿Cómo? ¿Qué hablas de pensión? ¿Y tu mujer? ¿Y tu casa? ¿Qué estás diciendo, Jaime?

—Dejé todo eso: mujer y casa. Para nosotros, la mujer es una rémora, sobre todo si ve la vida a través de un prisma distinto del nuestro. Dejé a Luisa en libertad y le regalé la casa. Yo no me llevé de allí más que la ropa indispensable.

Yo no acababa de comprender, de ver claro. Seguía sin entender nada.

—Pero, ¿no era verdad que os queríais apasionadamente, como decías en la cárcel?

—Claro que era verdad. Precisamente porque nos queríamos tanto yo no podía arrastrar a Luisa por unos caminos que a ella no le gustaban. Así se lo dije. Ella, como es natural, lloró, lloró mucho, pero tenía miedo, mucho miedo, un miedo enfermizo. Te advierto que tomé esa decisión al día siguiente de volver a mi casa desde la prisión. No quise que la pereza y la sensualidad me ganasen por la mano. Lo que hice entonces, en caliente, no hubiera sido capaz de hacerlo después, en frío, o ganado por el gusto de la nueva vida. Así que corté por lo sano, sin contemplaciones. Sé que ella se defiende muy bien dando clases de idiomas y eso me tranquiliza.

¡Dios, qué carácter! Si Jaime había sido capaz de eliminar a Luisa de esa manera, arrancándose de un zarpazo algo más querido que los propios ojos, ¿quién o qué podra hacerle desistir de su propósito? Nadie ni nada, excepto la muerte, me contesté a mí mismo, estremeciéndome. Por primera vez me asustó mi amigo.

—¿Y no ves nunca a Luisa?

—No. ¿Para qué? Este es un asunto concluido. Desengáñate: nosotros no podemos perder tiempo y energías con la mujer. Debemos concentrarnos, no dispersarnos. Y te aseguro una cosa: en cuanto se hace uno a esa idea, la mujer deja de ser imprescindible.

No quise insistir. ¿Para qué, verdaderamente? Era, la de mi amigo Jaime, una voluntad de hierro, inexorable. No tenía más de cuarenta y cinco años y ya había clausurado definitivamente el capítulo de la mujer. Hundía las naves y quemaba los puentes para hacerse imposible cualquier ilusión de retorno. Sus palabras me desconcertaron, y lo más estremecedor era su tono: indiferente, frío, lejano, como si se tratara de una historia ajena o de un hecho acaecido en su prehistoria.

Nos citamos para el lunes siguiente, en el mismo sitio de nuestro encuentro y Jaime desapareció de pronto, tragado por la boca del «metro», y yo sentí un tirón hacia el vacío que dejaba en el aire, el mismo fenómeno que se siente físicamente cuando pasa rozándonos una gran masa sólida movida por una fuerza incontenible. La sensación de vértigo, en suma.

Sin embargo, mientras repasaba con la memoria lo sucedido aquella tarde, en mi camino de vuelta a casa, llegué a la conclusión de que podía considerar doblemente positivo mi casual encuentro con Jaime. Por una parte, me había librado de la pesadilla que significaba para mí la inútil búsqueda de un puesto de trabajo, y, por otra, serviría para ponerme en relación con grupos organizados en la lucha clandestina contra el régimen político de Franco. Claro que podía caer entre tipos testarudos e inoperantes o en una facción sectaria de gárrulos discutidores, que antepusieran sus bizantinismos a la realidad objetiva. Sin embargo, la presencia entre ellos de Jaime, tan expeditivo como contrario a la verborrea era para mí una garantía de todo lo contrario. De todas maneras, pronto saldría de dudas. (El lunes, después del trabajo, te presentaré al grupo para que empieces a colaborar). Esa era mi tarea y necesitaba entregarme a ella lo antes posible. Así podría realizar los proyectos de acción elaborados en la cárcel tras largas meditaciones y minuciosos análisis. Al diablo la retórica y mucha acción en movimientos escalonados, descartados, por supuesto, la violencia y los ataques frontales. Guerra política de guerrillas, sutil, bien concertada y bien dirigida. Pequeños núcleos aquí y allá, en todas partes, como una red de células nerviosas relacionadas entre sí por elementos móviles de enlace que no tuviesen más información que la imprescindible para llevar a cabo su labor, estrictamente limitada. Así, la interferencia policíaca produciría automáticamente un cortocircuito e impediría su penetración en el organismo y el desmantelamiento de sus posiciones dirigentes. Táctica muy vieja, desde luego, pero aplicada con una intencionalidad nueva: nada de maximalismos y corroer el sistema enemigo por su base, informando, desvelando sus corrupciones y sembrando la duda sobre su perdurabilidad, etcétera, etcétera. En suma, mi vieja manía; mi obsesión, mejor dicho.

Subiendo las escaleras de mi casa, el monótono golpeteo de un solo pie me recordó la inaplazable sustitución de mis zapatos, inservibles ya, por unas alpargatas, tal como me aconsejó Jaime en una de sus repentinas decisiones. Sí, unas alpargatas, pero…

Durante la cena informé a mis hermanos que, desde el lunes próximo, ya tendría un empleo fijo.

—¿Se puede saber en qué consiste? —me preguntó Fernando sin darme tiempo a terminar mi informe, temiendo, sin duda, alguna nueva fantasía por mi parte.

—Sólo tengo una vaga idea —dije—. Listero en una obra. Ya estoy admitido.

A Fernando no debió parecerle muy disparatado el programa, porque, entre bocado y bocado, se dedicó a explicarme las obligaciones propias de mi nuevo empleo. Nada importante. Como él llevaba la contabilidad de una empresa constructora, qué lástima, ya lo estás viendo, que estés pez en números, podía garantizarme de antemano que me sería muy fácil desempeñar aquellas funciones. Por supuesto, ganaría poco, pero tendría siempre a mano la posibilidad, nada desdeñable, de ascender hasta la oficina central. Era un buen principio que, si sabía aprovecharlo, podría llevarme a consolidar una posición modesta, pero segura.

La cena transcurrió plácidamente y, cuando Fernando se fue a dormir, Alfonsina me dijo:

—No es un empleo muy brillante para ti, pero siempre es mejor estar en una oficina, aunque sea la caseta de una obra, que andar por esos bares de Dios ofreciendo gaseosas. Había llegado el momento y alcé el pie del zapato roto:

—Y que lo digas. Ya ves el resultado de mis correrías, y menos mal que han resistido hasta el último momento. Alfonsina no se asombró ni se lamentó.

—Era de temer que sucediera cualquier día. Y el caso es que no tienen arreglo —dijo.

—Eso mismo creo yo, pero no hay que apurarse por tan poca cosa. Me compro unas alpargatas y en paz.

—¿Unas alpargatas? —exclamó Alfonsina, abriendo desmesuradamente los ojos.

—Pues claro. En este tiempo es el calzado ideal.

Alfonsina guardó silencio y comenzó a recoger la mesa.