—¡Federico! ¡Chico!
Fue como si el sol me picase en los párpados y abrí los ojos. De pie, junto a mi cama, Alfonsina me instaba por señas a que me levantase.
—Vamos a cenar, hombre. Fernando ya está sentado en la mesa esperándote.
El cuerpo me pesaba como un fardo y mi deseo hubiera sido seguir en la misma postura y que me dispensasen de la cena porque no tenía apetito ni ganas de hablar, y quise decírselo así a mi hermana, pero ésta había desaparecido mientras tanto. Tuve que hacer, por ello, un gran esfuerzo para incorporarme. Sentado en la cama, me restregué los párpados. Me dolía la cabeza y tenía seca y agria la boca.
—¡Pero, Federico! —gritó nuevamente Alfonsina desde el comedor.
—¡Vamos, señor dormilón! —contrapunteó una voz de hombre que quería ser amable.
Me puse en pie de un salto y, cuando entré en el comedor, me vi obligado a cerrar los ojos, deslumbrado momentáneamente por la hiriente luz de la lámpara. Al abrirlos de nuevo, tenía junto a mí a Fernando con la mano extendida.
—¡Encantado de tenerte con nosotros, Federico!
Le estreché la mano maquinalmente.
—Gracias, muchas gracias, Fernando.
Fernando se sentó sin más cumplimientos y me dijo:
—Hala, siéntate —extendió la servilleta sobre su pecho y continuó diciendo—: Cansancio y sueño, ¿verdad? —y, sin darme tiempo a contestarle, agregó—: Son mis dos enfermedades crónicas.
De codos sobre la mesa, yo le examinaba atentamente, asintiendo en silencio, y por pura cortesía mecánica, a todas sus afirmaciones.
—¿Y qué, qué tal en la cárcel? Mal, claro, muy mal. Mucha disciplina, mucho aburrimiento y poca comida, ¿eh?
Alfonsina servía la sopa y Fernando la atacó seguidamente, sorbiéndola con ruido. Entre cucharada y cucharada, completó su idea:
—Aunque un descansito así no nos vendría mal a todos alguna vez.
Mi hermana hizo un irreprimible gesto de desagrado.
—Pero ¡qué cosas se te ocurren, Fernando, por Dios!
El marido miró a la esposa con la cuchara en la mano y poniendo cara de asombro.
—Si crees que mi vida, por ejemplo —dijo, encogiéndose de hombros—, es envidiable con noches de veinticuatro horas…
Tuve que intervenir.
—Pero tú tienes, en cambio, esposa, hija, hogar…
—Sí, sí, sí, eso parece. Pero es lo contrario. Me tienen a mí, que salgo a las ocho de mí casa, cuando mi hija duerme todavía y regreso, como todos los días, cuando ya está otra vez en la cama. La casa la tengo sólo para dormir, y con mi mujer no puedo hablar más que los domingos, a última hora, y entonces es para tratar las eternas cuestiones de dinero: que si no llega este mes, que si hay que comprar unos zapatos, o una toalla o unos calcetines. ¿Qué te parece mi vida? Di, Federico.
A pesar de sus torpes y desabridas palabras, sorprendí en sus ojos un violento deseo de llorar. Era la pregunta de un hombre que se cree inmensamente desgraciado y no sabe a quién culpar por ello. Allí, en sus ojos, asomaba únicamente la desesperación de un hombre que intentaba defenderse lanzando zarpazos al aire.
—Oyéndote, parece que los demás tenemos la culpa de que la vida se haya puesto tan difícil —se quejó Alfonsina Yo también sufro las consecuencias y no me quejo. ¿O es que te crees que yo soy de piedra? Lo que pasa es que los hombres no tenéis aguante para nada.
Fernando buscó mis ojos con los suyos.
—¿Lo ves? Alfonsina lo encuentra todo tan natural que así no hay forma de entenderse.
Mi hermana se levantó para ir a la cocina y yo aproveché su ausencia para ofrecer a mi cuñado una explicación del problema en términos objetivos e impersonales.
—Lo que tú sufres y sufren tantos millones de seres no es por culpa de nadie concretamente, sino del sistema, del injusto principio que rige las relaciones entre los hombres. Las leyes están hechas por los fuertes en perjuicio de los débiles. Si no hubiera clases inferiores tampoco las habría superiores. ¡Eso es todo y no le des más vueltas!
Siguió un breve silencio y reapareció Alfonsina con el segundo plato, unas patatas barnizadas con huevo en forma de tortilla, que repartió reservándose para ella el trozo más pequeño. Fernando, enmudecido, comía apresuradamente mientras yo seguía diciendo:
—Por consiguiente, es inútil lamentarse, y, poco inteligente, atribuir la responsabilidad de que las cosas sean así a una o a unas personas determinadas. No. Conocemos demasiado los efectos, porque nos damos de bruces con ellos, pero nos resistimos a admitir que la causa está fuera de nosotros, en la sociedad que nos rodea y que nos ha sido impuesta.
—¡Bah, bah, bah! —me interrumpió—. Esas no son razones, Federico, sino palabras, sólo palabras. —Se encogió de hombros y agregó—: En fin, no hablemos más de ello.
Me pareció una indelicadeza interrumpirme con palabras tan despectivas, pero no quise seguirle por el mismo camino y guardé silencio, no sin hacer patente mi disgusto con un gesto muy expresivo. Prosiguió la cena, desentendidos de la compañía y sólo atentos, al parecer, al plato que teníamos delante, en el que la tortilla desaparecía con mayor rapidez de la que deseáramos, sobre todo el dueño de la casa, que daba muestras de desasosiego y comía de prisa, como si tuviera que salir corriendo para cualquier sitio y me dirigía frecuentes miradas de soslayo, hasta que, al fin, rompió el silencio para decirme:
—¿Por qué no te marchaste, Federico? Muchas veces le hice a tu madre esta misma pregunta, pero ella nunca supo contestarme y no pudimos aclararlo ni salir de dudas.
—¿Marcharme? ¿A dónde?
—Al extranjero, hombre, al extranjero. Al terminar la guerra, debiste seguir el ejemplo de tus jefes políticos. Mira cómo a ellos no les ha pasado nada.
Comprendí que lo que buscaba era herirme de alguna manera para desquitarse de sus anteriores manifestaciones de impotencia. Yo, por mi parte, consideré que había llegado el momento de hacerle frente y aclarar de una vez todos los malentendidos que pudieran interponerse entre nosotros.
—No me importa lo que hicieran los demás —contesté—. Yo hice lo que creía que era mi deber, sin que nadie me lo ordenara. Por otra parte, soy de los que piensan que los hombres debemos afrontar las consecuencias de nuestros actos. Yo no había matado ni robado y, por consiguiente…
—¡Bah, palabras otra vez! —y retirando de delante de sí el plato vacío, me miró fijamente—: No sé qué podías esperar de tus enemigos, ¿que te felicitaran tal vez? —sonreía con aire de preceptor, cerrando a medias los ojos—. Vamos, Federico, no me negarás que fuiste un ingenuo.
¿Qué hacer, qué actitud tomar ante una provocación tan estúpida? Pensé que no valía la pena soliviantarme y le repliqué, sonriendo, a mi vez, con displicencia.
—No, hombre, no. No esperaba felicitaciones ni parabienes, porque no creía que los vencedores fueran ángeles ni mucho menos y sí, por el contrario, hombres embravecidos por una lucha difícil y larga. Como es natural, no podía saber exactamente lo que harían conmigo, pero no era yo tan insensato como para no sospechar que me esperaba una dura prueba, tal vez años de internamiento y de trabajos forzados.
—¿Y no se te pasó por la imaginación que te condenaran a muerte?
—Eso, no.
—¿Qué hubieras hecho en el caso de sospechar que pudieran fusilarte? ¿Te hubieras quedado en Madrid de todas maneras?
Moví la cabeza dubitativamente y, tras una breve pausa, después de mirar alternativamente a Fernando y a Alfonsina, respondí:
—Qué sé yo… ¿Cómo quieres que te diga ahora lo que hubiera decidido entonces dadas esas premisas? Podría contestarte cualquier cosa, pero la verdad es que los puntos de vista cambian con el tiempo. Sabía lo que les había ocurrido a miles de compañeros míos huidos a Francia y, ciertamente, no era muy alentador que digamos. Así que…
—¿Lo hubieras intentado, sí o no?
—Pues tal vez no.
—¡No te creo! —exclamó rabiosamente Fernando.
Opté por encogerme de hombros, dando así a entender a mi cuñado que me importaba un bledo lo que él creyese o dejase de creer, y que yo me consideraba muy por encima de sus juicios. Como la cena ya había terminado, nuestros ojos se encontraron involuntariamente, produciendo una violenta situación de silencio cargado de tensiones. Entonces intervino mi hermana:
—Aparte de todo —dijo—, yo también creo que debiste entonces marcharte al extranjero. No hubiéramos sufrido tanto, y acaso mamá…
—Eso —le interrumpió Fernando, quien añadió, imprudentemente—. Tu madre quizá viviera aún. La pobre murió realmente de pena.
Aquellas palabras envolvían un reproche cruel que me hería en lo más íntimo. Además, la coincidencia del matrimonio en la misma conclusión delataba que no era aquel un juicio espontáneo e improvisado, sino la cristalización de un pensamiento alumbrado, gestado y discutido en común muchas veces. Sentí entonces que me temblaban las piernas como me sucede siempre en momentos de gran excitación.
—¿Vosotros insinuáis que yo he matado a mi madre, vamos, que soy un parricida? —les grité.
Me había incorporado a medias sobre la silla y, con las manos agarradas a los bordes de la mesa, y adelantado el busto, debieron creerme dispuesto a saltar sobre ellos, porque Fernando se retrajo instintivamente y Alfonsina se puso en pie, pálida.
—¿Cómo se os ha ocurrido pensar semejante monstruosidad? —les increpé.
Alfonsina me cogió por un brazo y me apretó fuertemente una mano.
—Vamos, Fede. Nos has entendido mal o nosotros no nos hemos explicado bien. ¿Cómo íbamos a ser capaces de pensar una cosa así?
—Claro, hombre. Es algo que no se nos ocurrió ni podía ocurrírsenos nunca —y Fernando, levantándose también de la silla, vino a mí y trató de aplacarme con unas palmaditas en el hombro.
Yo tuve que hacer un gran esfuerzo para serenarme, respirando como si hubiese estado buceando bajo el agua largo rato. Disminuyó la tensión, como baja la temperatura en un termómetro, y Fernando aprovechó el momento de calma para iniciar su retirada.
—Perdonadme, pero me voy a dormir. Estoy lo que se dice tronchado.
Persistía, a pesar de todo, un aire de tormenta que Alfonsina hubiera querido disipar por completo, suavizando el tono, cambiando de palabras o llevando la conversación por otros derroteros. De ahí que quisiese retener a Fernando.
—Pero si mañana es domingo, hombre.
Fernando se encogió de hombros.
—¿Y qué? Tengo trabajo duro para toda la mañana, como ocurre los domingos —y, dirigiéndose a mí, añadió:
—Las mujeres creen que está uno siempre dispuesto para discutir asuntos de familia. No tienen enmienda. Pero luego, cuando necesitan cuartos, no tienen compasión y te los exigen sin contemplaciones. De pronto, pierden su dulzura y se olvidan de hablar de las musarañas. ¡Dinero, dinero, dinero! Bah, te aconsejo que no les hagas nunca mucho caso. Conque, hala, vamos a dormir. Ya verás cómo mañana te parecerá todo menos oscuro. Y, por supuesto, ni que decir tiene que estás en tu casa, Fede.
Miré a mi hermana y ella me hizo un leve gesto de resignación, siguiendo después a Fernando, quien se volvió desde la puerta para añadir:
—Porque aquí, realmente, el único extraño soy yo…
Hubiera querido encender un cigarrillo para calmar mis nervios y poder concentrar mis ideas, pero no tenía ni una brizna de tabaco. ¡Qué deleznable, qué triste, qué penoso y qué descorazonador era lo que acababa de ver y oír! Desde luego, nunca esperé encontrarme una familia situada en la abundancia y en el bienestar, pero sí unas personas unidas por el mutuo amor y las mismas ilusiones compartidas, en un hogar cálido, donde los sentimientos nobles del corazón estuvieran muy por encima de las miserias materiales, un rincón, en fin, de paz y concordia. Y no era así, desgraciadamente. Alfonsina era una mujer desencantada, movida sólo por las urgencias elementales de su monótona y gris existencia, y Fernando, un ser resentido, consciente de su fracaso. Entre aquellas paredes no quedaban más que las cenizas de un proyecto común de felicidad que ardió, como el papel, al primer chispazo de disentimiento. No es que se odiaran, no, pero cada día estaban más lejos el uno del otro. Se veía claramente que no se comprendían ni intentaban ya comprenderse, y que cada uno consideraba al otro responsable de su propia infelicidad. Él, vencedor vencido y ella, implicada fortuitamente en la derrota, eran víctimas en su amor de las furias de la guerra civil. Amándose, Fernando y Alfonsina habían conculcado las leyes góticas del vencedor, que abrían un foso insalvable entre vencedores y vencidos. ¿A dónde iríamos a parar si se mezclaban las sangres y los intereses de aquéllos y éstos? ¿Qué sería en ese caso de la gran victoria, de la definitiva victoria de los buenos españoles sobre los malos, de los legítimos españoles sobre los españoles bastardos? Dios sólo estaba con los que habían luchado en las filas de Franco, el enviado por la Providencia para salvar a España de sus enemigos, los enemigos de Dios. Así lo había dicho el Papa, así lo habían dicho los obispos y eso mismo decían a todas horas los curas, los periodistas y los decretos oficiales. Fernando y Alfonsina, sin saberlo, se habían situado fuera del coto de los elegidos. En el fondo, ésa era la razón de que Fernando creyera que su amor por Alfonsina había sido la causa de su desgracia, y que Alfonsina reprochase, a su vez, a Fernando el que no hubiera sido capaz de hacer valer sus derechos de vencedor para compartirlos con ella.
—Apenas se ha echado en la cama se ha quedado dormido como una piedra.
La voz de Alfonsina interrumpió mis cavilaciones.
—Pero, antes de cerrar los ojos —siguió diciendo mientras recogía la mesa—, me ha preguntado si tú sabes contabilidad. Yo le he contestado que nunca te he oído hablar de semejante cosa, pero que, a lo mejor, en la cárcel… ¿No me dijiste que estabas aprendiendo inglés?
—Sí —contesté—, he aprendido algo de inglés en la cárcel, aprovechando las lecciones de un compañero que había residido en Inglaterra y que lo hablaba correctamente, pero no tengo ni la más remota idea de la contabilidad.
Ella se volvió para mirarme.
—Pues es una lástima.
—Una lástima, ¿por qué?
—Pues porque podría valerte ahora de mucho. Eso es lo que dice Fernando.
—Siento defraudarle una vez más, Alfonsina.
—No creo que sea para tanto, Fede. Ya te abrirás camino en otra dirección, ¿no?
Y sonreía.
* * *
Caía lentamente la tarde sobre la Gran Vía, y yo marchaba despacio, abriéndome camino por entre la gente que circulaba por sus amplias aceras. ¡Qué diferente resultaba a mis ojos de aquella otra Gran Vía que yo tantas veces recorriera en mis tiempos de estudiante o, después, en los dramáticos meses del asedio a Madrid por las tropas franquistas! Antes de la guerra era todavía una calle inconclusa, a medio hacer, y su popularidad quedaba muy por bajo de la que gozaban la Puerta del Sol y la calle de Alcalá hasta Cibeles, en las que se congregaban los forasteros de todas las provincias, los agitadores de todas las ideas, y los arbitristas profesionales, los bohemios, vagos, vendedores de corbatas y de gomas para los paraguas, timadores, proxenetas, cazadores de fortuna, homosexuales, busconas, chulos y mendigos, cesantes, correveidiles, políticos, literatos y periodistas, en sus cafés, terrazas, aceras y esquinas, garitos y mingitorios, ofreciendo un espectáculo disonante, abigarrado y fascinador, hasta la amanecida. Y fue durante el sitio precisamente cuando la Gran Vía comenzó a crearse su propia personalidad y a atraerse las grandes concentraciones humanas, porque las gentes de Madrid, perseguidas noche y día por el hambre, el frío o el calor, por el miedo y la muerte, se daban cita allí, en busca de sus cines, para escapar por unas horas de la tragedia heroica que les había tocado protagonizar. Y ello, pese a los bombardeos de artillería que los sitiadores tenían sincronizados perfectamente con las horas de entrada y salida de sus espectáculos. Los obuses ciegos segaron muchas vidas entre sus viandantes, arrancaron balcones y cornisas, traspasaron la torre de la Telefónica, sembraron su pavimento de cascotes, vidrios, chatarra de automóviles y tranvías, y de farolas arrancadas de cuajo. Pues ni aun así se amedrentaba la gente y una y otra tarde se jugaba la vida por un rato de evasión. Sin embargo, sus comercios vacíos, sus escaparates reventados por las explosiones, los hoyos que salpicaban su suelo, las cicatrices abiertas en las fachadas de sus edificios y la espesa capa de polvo que cubría todas sus superficies, daban a la calle un aspecto desolador. La devastación y la ruina se habían señoreado de ella. Por eso, la Gran Vía que yo miraba con asombro la tarde de mi primer domingo en libertad apenas podía identificarla con la Gran Vía que antaño me fuera tan familiar. La veía como un inmenso escaparate, como una feria permanente, como un bazar de todas las fantasías comerciales. Sus tiendas, por ejemplo, no conservaban ya nada de su estilo mesocrático anterior. Por el contrario, se exhibían como desafiantes alardes de riqueza y audacia. Espejos, mármoles, figuras y colores, formaban conjuntos fantásticos, en los que la luz y el aire constituían elementos dominantes en la decoración… Tal me lo parecía a mí, porque ya había oído hablar del desbordamiento torrencial del comercio madrileño, aunque nunca pude imaginar que los fenicios de la villa y corte se hubieran dejado seducir hasta ese punto por el lirismo ornamental. Claro es que no me engañaban las apariencias aunque me impresionasen. No era el lujo, el suyo, el de una economía próspera, competitiva y creadora, no. Era el lujo procaz de una nueva clase de ricos improvisados, surgidos del fraude, el agio, la depredación y el contrabando. En medio de la miseria extenuadora del pueblo, todavía acampado en el cenagal heredado de la guerra, una minoría de victoriosos, armados de sus patentes de corso, exprimía la riqueza del país —poca para todos, pero mucha para pocos— y la monopolizaban en su exclusivo provecho, libérrimamente, ostentosamente, agresivamente, gloriosamente, ante el estupor de sus famélicos conciudadanos, ante el juicio preestablecido de la Historia y ante la mirada benévola de Dios. España era un botín. Esto era tan evidente que el esplendor de la Gran Vía me abrumaba, me aplastaba, como si todo el peso, incalculable, de la derrota se me echase encima.
Por la mañana recibí una sorpresa muy agradable mientras dormía. De pronto, sentí el suave roce de unos dedos en los párpados y abrí los ojos al tiempo que una voz de mujer me preguntaba:
—¿A que no me conoces? ¡Quieto! No vale hacer el burro. ¿No sabes quién soy?
Tenía sobre mí un rostro desconocido, velado por la sombra y, por consiguiente, indescifrable. Además, el brusco despertar me había dejado atónito. A mi cerebro, varias horas varado en la inconsciencia, le costaba mucho trabajo recobrar la lucidez.
—Conque no me conoces, ¿eh? —insistió el fantasma mañanero.
Empecé a sospechar vagamente. Sin embargo, contesté:
—No. No sé quién puedas ser.
—Pues espera, majo.
Entonces encendió la luz eléctrica.
—¿Y ahora?
Se confirmaban mis sospechas.
—Susanita, ¿verdad?
—Vaya, hombre. Pero no lo dices con mucho entusiasmo.
—Si no me dejas respirar —me excusé.
Me senté en la cama y la examiné lentamente con la mirada. Era Susana, sí. Sus mismos ojos grandes y expresivos, la misma pequeña nariz, su mismo gesto malicioso. Su cuerpo era lo que había cambiado. Entonces, cuando la conocí, me pareció desgarbaducho y asexuado, pero ahora se me aparecía en plena granazón y, en él, se insinuaban los atributos femeninos en toda su plenitud.
—¡Jesús, cómo miras! ¿Es que te he decepcionado?
—Ca. Todo lo contrario. Como me había dicho Alfonsina que eres profesora, yo te imaginaba de otro modo: hombruna y con unas gafas horribles.
La muchacha rió jovialmente y, luego, dijo:
—Pero, primo, aún no nos hemos dado un abrazo —y, mientras yo la abrazaba suavemente, apartó su rostro para decir—: Bueno, y un beso, pero aquí —y me ofreció una mejilla.
—Creo que para un simple primo ya está bien.
Se sentó después en la cama.
—Fernando —alegó— se encuentra en el comedor haciendo números y no es cosa de interrumpirle. Por lo tanto, tenemos que hablar aquí.
En ese momento apareció en la puerta Alfonsina llevando de la mano a Carlota, a quien empujó suavemente hacia mí, diciendo antes de retirarse:
—¡Duro con él, Susana! Sacúdele un poco, a ver si le despiertas de verdad.
—No te preocupes, Alfonsina. A este mozo lo enderezo yo.
La niña se había acurrucado a mi lado, pero Susana no me dejó entretenerme mucho tiempo con ella.
—Y ahora, ¿qué? Vamos, explícate, Federico —y Susana me miró a los ojos, repentinamente seria y atenta como una profesora.
Me sentí molesto. ¿Es que quería oír de mis labios la rancia historia de mis desdichas? ¿Era Susana una chica novelera, ávida de sensaciones? ¿Revolver en mis recuerdos para satisfacer su curiosidad morbosa? ¡Ah, eso sí que no! Pero ella debió leerme el pensamiento, porque se adelantó a decir:
—De atrás, nada, ¿eh? Lo pasado, pasado. Lo único que me interesa saber es si te acuerdas todavía de quién eres.
Hombre, me gustó aquella manera de enfocar la cuestión.
—¿Y quién crees tú que soy yo, Susanita? —le pregunté.
Y ella respondió sin vacilar:
—Un hombre inteligente. Tú podrías decir ahora que te fue arrebatado todo menos la inteligencia.
—Y menos el honor, querida prima.
—Por supuesto, querido primo, por supuesto. Quise decir un hombre inteligente y honrado.
No esperaba ciertamente esa salida. Así que ni héroe, ni víctima, ni equivocado, ni loco…
—Gracias.
Mi prima hablaba en serio, plenamente convencida de lo que acababa de decirme. En cambio, yo no estaba tan seguro. La fe de Susana podía explicarse teniendo en cuenta la circunstancia en que nos conocimos. Ella era aún una niña en aquella época y yo, todo un hombre. Diez años de diferencia nos situaban en planos muy distantes.
—Mira, Susana —le dije, intentando ser más objetivo y desapasionado que ella—, así como yo te recordaba royéndote las uñas, tú guardabas de mí la imagen de un hombre superior. Ahora no es cierto ya ni lo uno ni lo otro. El primo Federico, que entonces pudo explicarte algunas cosas que tú no entendías, ya no es capaz de enseñarte nada. Desengáñate: yo no soy lo que tú creíste entonces que yo era.
Mientras yo hablaba, ella movía nerviosamente la cabeza y, cuando hube terminado, insistió en términos inequívocos:
—No disimules. Tú sabes muy bien que es verdad lo que yo te he dicho.
Era imposible vencer de frente la opinión cristalizada en una cabeza tan voluntariosa y terca como la de mi prima.
—Está bien. Y ya que lo crees así, ¿quieres decirme qué es lo que yo debería hacer ahora? Vamos, habla, dilo.
—Vencer —contestó terminantemente y, sin dejarme recobrar del asombro que me produjo la palabra, continuó diciendo—: Sí, Federico, vencer, pero en tu propio terreno, en el de la inteligencia. ¿Que la mala suerte te ató de pies y manos mientras los demás seguían corriendo? Bien, ¿y qué?
Pues, ahora, tú puedes y debes adelantarles, pasarles, demostrarles que estás entre los mejores. Ante la enemiga que te salga al paso, tú tienes que decirte a ti mismo: Yo puedo con todos. Si quieres, lo conseguirás. Y esto es lo que yo he venido a recordarte, primo. No permitas que el rencor te ciegue ni que la soberbia te desvíe. ¡Tú eres tú!
Sorprendentemente, aquella muchacha era un chorro de energía férvida y vivificadora. Transfigurada por el entusiasmo, llegó a conmoverme. La influencia de su voz, de su mirada y de sus gestos resultaban tan estimulantes como el alcohol. Además, era muy femenina. Al gesticular, le temblaban los breves pechos bajo la blusa de seda. Qué hermosa, qué radiante, qué incitante me parecía. ¡Dios! Ni la conciencia de su parentesco carnal conmigo ni la diferencia de edad pudieron impedir que despertasen mis impulsos más profundos. Ah, sí, la hubiera besado, abrazo y poseído allí mismo, sin ningún escrúpulo y sin temor a las consecuencias. Pero Susana debió advertir mi turbación, porque atrajo hacia sí a la niña y me dijo, amenazándome con el índice:
—Cuidado, señor revolucionario. Prohibido hacer el tonto. Me sentí entonces íntimamente avergonzado y traté de disimular y salir del paso lo más dignamente posible:
—Es que me asombras, primita. Nadie creería al verte que seas una persona tan enérgica —y, ya dueño de mí, le pregunté—: ¿Por qué no me cuentas ahora algo de tu vida? Ya te has metido bastante conmigo, ¿no?
Susana me miró atentamente a los ojos y sonrió, desarmada. Mientras, la tensión provocada en mí por su atractivo físico habíase calmado y pude hacerme algunas reflexiones.
¿Quería Susana jugar conmigo para ver hasta qué punto era yo sensible a sus encantos de mujer? Quizá. En toda hembra hay siempre una coqueta al acecho, aunque no sea más que para satisfacer su vanidad, por puro narcisismo. ¿Era Susana una coqueta?
—De mí hay poco que decir, y eso ya te lo contaré en otra ocasión, con más tiempo, si es que te interesa. Ahora, no. Ya es tarde y aún tengo que ir a misa —y se levantó, añadiendo—: No soy beata, ¿sabes?, pero sí creyente. No creo que esto te importe mucho, ¿verdad?
—Pues claro que no, primita. Mi lema es respetar las ideas y las creencias de los demás para que los demás respeten las mías.
—Así nos entenderemos estupendamente. Y ahora, a lo dicho. Prometo ser el tábano que no te deje en paz. —Cogió de una mano a Carlota y se la llevó, diciendo—: Vamos, Carlota, que el tío tiene que vestirse.
Y desaparecieron ambas, aunque yo no viera a la pequeña Carlota, porque no tenía ojos más que para el leve contoneo de Susana al andar. Sonó la puerta y me quedé a solas nuevamente. Entonces penetró por el ventanuco el sonsonete reptante de una canción que unos chiquillos repetían a distancia, quién sabe dónde:
Rascayú,
cuando mueras, ¿qué harás tú?
Tú serás
un cadáver nada más.
Por un momento me había rozado el ala de la gracia, y el retorno a la sórdida realidad circundante me hizo sentir más hondamente mi desarraigo. La juventud y la belleza de mi prima y, sobre todo, su esplendor vital, eran como un toque de clarín, como una llamada. Pero una llamada, ¿a qué? Ella pertenece a otro mundo, me dije. Sí, pertenecía al mundo de los vencedores, en que toda ambición podía realizarse y ser premiada. En cambio, el mío era el de los vencidos, en el que un hombre como yo era simplemente un desposeído sin derecho alguno, pues hasta la vida la debe a un descuido o a una omisión. Ella no podía comprender esa enorme diferencia que nos separaba. Sin embargo, me había sacudido fuertemente, como sacude un ramalazo de viento las plantas en un huerto cerrado. ¡Vencer! Sí, pero ¿cómo?, ¿en qué? Oí por último su voz al despedirse de Fernando. (¡Adiós, Pitágoras!) ¿Cómo? ¿En qué? Preguntas obsesivas que me martilleaban, porque el eco de sus incitaciones seguía removiendo en mi conciencia la hojarasca de las ambiciones juveniles en ella sedimentadas y adormecidas. Por eso, apenas escuché lo que me dijo mi hermana ni puse atención en el saludo y en las palabras de mi cuñado:
—¿A que te sientes mejor esta mañana? Pues ya ves, para mí no hay domingos. Cuesta mucho sostener una casa, mucho. Ya me ha dicho Alfonsina que no sabes contabilidad. Y es una pena, porque hubiera podido encontrar un buen trabajo para ti. No es que lo paguen bien, pero más vale poco que nada, ¿no te parece?
Desayuné la mixtura de un poco de leche con agua de cebada tostada, dije que no me esperasen para el almuerzo y me eché a la calle. Oh, la calle. Gentes. Luz. Movimiento. Bocanadas de aire meloso. Vencer, sí, pero ¿cómo, en qué? ¿Y si me encontrase de nuevo con Susana, allí, entre la multitud? ¿Por qué no? ¿A dónde se habría dirigido después de salir de la iglesia? ¿Tendría tal vez una cita? ¿Con quién? Miraba a las muchachas buscándola a ella. Todas andaban sobre zapatos muy altos, sin tacones, y vestían faldas hasta media pantorrilla. Cualquiera de ellas podía ser Susana, pero ninguna lo era. Al entrar en un café de la Puerta del Sol, oí cantar por la radio el estribillo:
Sin novedad, señora baronesa,
sin novedad, sin novedad…
Compré una ficha para poder utilizar el teléfono público, por treinta céntimos. La llamada era para Valladares. Tenía necesidad de hablar con él. Concertamos la cita:
—Déjate caer por aquí a eso de las siete. Estaré solo porque mi mujer tiene que ir a un sanatorio para ver a una amiga enferma. Así podremos charlar más a gusto. Te espero, Federico Los parroquianos tomaban café o bebían cerveza. Algún solitario leía un periódico, pero los más discutían las posibilidades de victoria de los diferentes equipos de fútbol que se enfrentarían aquella tarde. Sólo me miró la cerillera y entonces sentí la irreprimible necesidad de fumar y le compré dos cigarrillos «ideales». Prendí uno inmediatamente y di la vuelta alrededor de la plaza saboreando con deleite el humo del tabaco hasta que sentí la punzada de la lumbre en las puntas de los dedos. Entre tanto, y sin abandonar la esperanza de un encuentro súbito con mi prima, llegué a la cola formada en la parada del tranvía. Allí se comentaba el hecho de los frecuentes cortes en el suministro de la energía eléctrica que dejaban parados los tranvías en cualquier punto de su recorrido, por lo que resultaba absolutamente imprevisible el tiempo de duración del viaje e, incluso, saber si el vehículo llegaría o no a su término.
—Pues en el «metro» es aún peor porque se suele parar casi siempre en medio de un túnel y tienes que esperar allí, sin poder abandonar el vagón y medio asfixiado, hasta que se ponga en marcha. Ayer me ocurrió a mí dos veces el percance. Por eso prefiero el tranvía porque, por lo menos, estás al aire libre.
Vi pasar algunos taxis, pocos y destartalados, vertiendo en el aire, desde la horrible giba de sus gasógenos, un reguero de humo y de carbonilla.
—De modo que no tenemos ni trigo, ni electricidad, ni gasolina. Lo que se dice nada de nada —se lamentó un hombre en alta voz, sin dirigirse concretamente a nadie. Era un tipo moreno, huesudo y malencarado. Siguió diciendo—: Otros países, después de seis años de guerra, y qué guerra, ya han tirado las cartillas de racionamiento, mientras que nosotros seguimos todavía agarrados a ellas. Y luego dicen que somos los más grandes…
—Oiga usted. Como siga por ese camino, llamo ahora mismo a un guardia para que le den un buen repaso en la comisaría —chilló, enfrentándosele un individuo que pasaba por allí y se detuvo al oírle, bien vestido y con aspecto de estar sobradamente alimentado.
—¿Por quién va eso, por mí? ¿De qué, hombre, de qué?
—Si, a usted. ¡Por rojo!
El altercado produjo una doble reacción. Mientras algunos colistas, especialmente varones, se retraían y se alejaban de los contrincantes, otros, mayormente mujeres, les rodearon, y, entre los paseantes, unos seguían de largo, como huyendo de la quema, y otros se paraban y acrecían el grupo de los curiosos. Yo me mantuve en mi sitio, pero observando con mucha atención el desarrollo del incidente.
—¿Rojo yo? —replicó vehemente el primero, con las venas de la garganta tensas como cordeles—. Treinta meses en primera línea dando el callo, y herido en el Jarama y en el Ebro. ¡Rojo será usted! Bueno, usted tiene pinta de algo peor. Usted tiene cara de emboscado y enchufado. Y, si no, dígame dónde ha hecho la guerra. Vamos, dígalo.
El aludido le miró con aire de superioridad y dijo, como si le aplastara:
—En la cárcel.
—¿En la cárcel? ¿Dónde?
—Aquí, con los rojos.
—Conque en la cárcel, ¿eh? ¿Y por qué no se pasó a los nacionales, como hice yo?, porque también a mí me cogió la guerra en zona roja.
—No pude.
—Coño, qué bien. No pude, no pude… ¡Leches! Diga que no quiso jugarse el pellejo. Y luego, ¿qué? A chupar del bote, ¿no? Ya se ve que no ha perdido usted el tiempo. ¡Bah! —y le volvió la espalda tras haber hecho un gesto despectivo con la boca, tan insultante como un escupitajo.
El otro quedó desconcertado y, en su indecisión y aturdimiento, no encontraba las palabras precisas para apabullar a su contradictor. Estaba verde de ira, pero no halló otra manera de desahogarla y de salvar su dignidad que encogerse de hombros, estirarse la chaqueta y mirar retadoramente a los espectadores. Luego, se abrió bruscamente paso entre los que le rodeaban y continuó su camino mascullando dicterios ininteligibles.
Se rehizo la cola y cada cual volvió a ocupar su sitio. El excombatiente franquista siguió murmurando por su cuenta, como si hablara consigo mismo. (Con tipos así, no se va a ninguna parte. Estamos listos. Dé usted la cara en el frente para que vengan luego estos espabilados a comerse la carnaza y, usted, a joderse como está mandado), sin que nadie pretendiera entablar conversación con él. Y, al fin, llegó el tranvía, renqueante y sucio. Volcó la humanidad que llevaba dentro, como si fuera chatarra, gente de los barrios, maloliente, vestida a lo pobre, es decir, con prendas de saldo y de desecho, y engulló en un santiamén la nueva carga, del mismo pelaje, hasta casi reventar. A mí me arrastraron a la plataforma delantera, junto al conductor, cuya barra protectora se me clavó en el estómago.
—¡Completo! —gritó el cobrador, invisible para mí.
Entonces, el conductor, después de colgar sobre el cristal parabrisas una chapa donde se leía «completo», puso en marcha el armatoste. Fuimos sacudidos, comprimidos, empujados, magullados. A poco de ir marchando, una mujer se quejó de la presión a que estaba sometida.
—¡Jesús, no puede una ni respirar!
Fue la señal para iniciar la batalla.
—¡Las manos, arriba! —chilló otra mujer.
—Mire bien, yo no he sido.
Y la réplica:
—El que sea, que se vaya a sobar a su madre o a su tía.
Una voz de hombre se elevó sobre el oleaje de rumores:
—A ver si lo que te pasa, muñeca, es que estás revenida.
Siguió un abucheo general (¡Hala!) y gruesas invectivas en voces femeniles (¡Cerdo! ¡Guarro! ¡Bocazas!). El tranvía no se deslizaba por los rieles, sino que cabeceaba y brincaba, como si trotase, sobre el adoquinado. Pese a la advertencia de «completo», en cada parada eran más los que subían a él que los que lo abandonaban. Por consiguiente, las apreturas excedían los límites de las leyes físicas de la compresión de los cuerpos. Éramos un coágulo, un mismo aliento, un mismo sudor y una misma pestilencia. El cobrador intentaba vanamente hendir aquella masa impenetrable con el propósito de cobrar el billete a los pasajeros. Golpeaba furiosamente la caja metálica y gritaba, ya ronco:
—¡Por favor, por favor!
Nadie se daba por aludido. Y, por si fuera poco, el cobrador tenía que aguantar las pullas anónimas que le lanzaban desde todas partes:
—¡Que no lo va usted a heredar, hombre!
—¿A qué viene esa prisa por cobrar?
—Ya, ya. Cualquiera pensaría que viajamos en primera.
—Más le valiera a la compañía mejorar el servicio y tratarnos como a personas, pero eso no le interesa, ¿verdad?
—A estos tíos no hay quien los aguante en cuanto se ponen el uniforme, como si fueran capitanes generales con mando en plaza, no te jode.
Nadie se movía y el cobrador, con la mugrienta gorra sobre el cogote, se resignaba o se exponía a que alguien le clavase el codo en un costado. Pasado el Puente de Segovia, y después de un breve y silencioso forcejeo empleando los puños y las rodillas, logré abandonar aquella jaula, despeinado, descorbatado y casi deschaquetado. Y, por supuesto, sin pagar, lo que significaba un notable ahorro para mis finanzas, que no iban más allá de las tres pesetas que Alfonsina me había dado para cubrir mis gastos, todos mis gastos, aquel domingo.
Di pronto con la casa, pero como no viera a nadie en el cuchitril de la portería, entreabrí la puerta de cristales del mismo y llamé a la portera.
—¡Voy, voy! —me contestó una voz, y apareció Rosario, más flaca, más canosa y muy avejentada—. Te esperábamos —y vino hacia mí con los brazos abiertos y, al mismo tiempo que nos abrazábamos, gritó—: ¡Manolo, Manolo, es Federico!
Encontré a mi gran amigo y compañero visiblemente envejecido también. Su calva había arrasado ya los últimos brotes de pelo en la bóveda de su cráneo, y tenía hondas arrugas en las mejillas y los ojos, más tristes.
—Vamos, no os pongáis a llorar ahora como chiquillos —nos amonestó maternalmente Rosario.
Me invitaron a pasar a una pequeña habitación interior, amueblada con una mesa camilla, unas sillas y un chinero con tazas y vasos en sus estantes. Por una puerta sin cerrar se veía el tabuco de la cocina, donde difícilmente se podría manejar Rosario en el desempeño de sus quehaceres. Vi otra puerta, cerrada, y un ventanuco con reja sobre uno de esos respiraderos interiores que más bien parecen pozos. Y luego dicen que los rojos hemos sido todos unos ladrones, pensé.
—Tenemos que tener encendida constantemente la luz eléctrica —explicó Rosario—. Y gracias a que nos proporcionó este refugio un señor a quien Manolo echó un capote en la guerra, que, si no, estaríamos a estas horas viviendo debajo de un puente o quién sabe dónde.
Entre tanto, Molina y yo nos habíamos sentado en torno a la mesa camilla, mirándonos, sin saber ninguno de los dos por dónde empezar. Rosario desapareció para prepararnos una taza de café y nos quedamos solos los dos amigos.
—Ya era hora de que salieras también tú —dijo, al fin Molina.
—Sí. Llegó el momento en que pensé que no saldría nunca —dije yo.
—¡Cuántos años perdidos, Olivares!
—A lo mejor, no tan perdidos, Molina.
Después, Molina me contó, sin necesidad de que yo se lo pidiera, lo que sabía acerca de nuestros comunes amigos y compañeros. Pablo ejercía de médico en un pueblo de Soria, pues pudo terminar la carrera y casarse. Agustín trabajaba en Valencia. A Robleda podría encontrarle en su carnicería del mercado de San Miguel. Manolo, el del economato, tenía a medias con Jacinto, otro compañero del penal, un pequeño almacén de tejidos. De los demás: Joaquín, Jesús, Adolfo e Higinio, también excarcelados, no tenía noticias recientes.
Mientras hablaba mi amigo, su mujer nos sirvió un liquido turbio, edulcorado con sacarina, que nos sirvió de pretexto para encender un cigarrillo.
—¿Te ves frecuentemente con alguno de ellos? —le pregunté.
—Verás: con Agustín, Pablo y Manolo, el del economato, sí, alguna vez. Pero eso ocurría al principio. Después, cada uno fue tirando por su lado hasta que nos perdimos de vista.
Yo apenas salgo de esta madriguera. ¿A dónde voy a ir y a qué? Algún domingo que otro se deja ver por aquí cualquier compañero del partido y entonces hablamos y hablamos, siempre de lo mismo, como tú y yo ahora, y de ahí no pasamos. Noticias de radio París o de la BBC, bulos, rumores; casi, casi como en el penal.
Comprendí que Molina no era el ingenuo empedernido de otros tiempos, aquel optimista a prueba de bomba, casi infantil, que mantenía en nosotros un rayo de esperanza en los momentos y en los trances de mayor pesimismo. Tantas desilusiones y tantos fracasos, ¿habían cambiado su carácter hasta darle la vuelta? ¿Iba de retirada?
—Y de organización, ¿qué me dices, Molina?
—Nada, Federico.
La hubo. Se intentó reconstruirla en los años 44 y 45, cuando la invasión de las guerrillas por los Pirineos, acompañada, simultáneamente, de una ruidosa campaña de agitación dirigida desde Francia por los promotores de la Unión Nacional y otras alianzas. Eran los tiempos de inminencias tales como la derrota de Hitler y el triunfo incondicional de los aliados, de la constitución de un gobierno republicano en el exilio que sería impuesto en España por las potencias victoriosas. Los acontecimientos se precipitaban y después de que los rusos ocupasen Berlín, se suicidase Hitler y se rindiera el ejército alemán, la fiebre conspirativa en el interior llegó a extremos de pura insensatez, verdaderamente. Conspiraba todo el mundo, en todas partes, a tontas y a locas, mientras la policía del régimen trabajaba a placer sobre pistas facilitadas por imprudentes, chivatos y traidores. Caían en sus redes comités enteros de las organizaciones y los mejores militantes de todas las ideologías, que eran inmediatamente sustituidos en sus funciones por nuevos elementos que salían de las sombras y llenaban los huecos de las detenciones, hasta ser, a su vez, detenidos, encarcelados y sometidos a los rigores de la represión, y ser reemplazados por otros de refresco, y así sucesivamente.
—Yo anduve de un lado para otro, Federico. Llegamos a enlazar con nuestros núcleos de militantes de Andalucía, Cataluña, Levante y Norte, pero…
En resumen, conspiró con condes y generales, pero se dio cuenta no tardando mucho de que hablaban idiomas distintos, de que cada facción pretendía servirse de las otras en beneficio propio. Así, los monárquicos y exfranquistas procuraban valerse de los anarcosindicalistas y de los socialistas para cubrir su pasado con apariencias democráticas ante la opinión mundial, y éstos intentaban aprovecharse de la influencia y de las relaciones de aquéllos para arrimar el ascua a su sardina. Mientras tanto, los comunistas trataban de pescar en río revuelto. Por otra parte, advirtió también que se movían en el vacío, sin ningún auténtico respaldo popular. La mayoría del pueblo era enemiga del régimen dictatorial de Franco, pero, de hecho, también una masa inerte. El desencanto producido por la conjunción de errores que diera al traste con la República y, sobre todo, la sangrienta represión que aún mantenía repletas las celdas de condenados a muerte, agarrotaban las energías aún subyacentes en el pueblo.
—No podíamos contar con el pueblo, y ¿qué éramos nosotros sin el pueblo? Nada. Unos grupitos de incordiantes rastreados por la policía, cuyas actividades se concretaban principalmente en reunirse, discutir y hablar, hablar, hablar… En esa situación, confiábamos en que nos sacasen las castañas del fuego desde el extranjero. Pero los del exterior esperaban, a su vez, el desencadenamiento de una vasta acción subversiva en el interior para apelar a la conciencia de los poderes internacionales e inducirles a intervenir en España. Dábamos, pues, vueltas en un círculo sin salida, y así no podíamos llegar a ninguna parte. Y, por si fuera poco, llegó el traidor de turno, Bevan, y otra vez nos vimos burlados. Quién nos hubiera dicho, cuando celebrábamos en el penal las victorias de Churchill y de Montgomery, que al fin nos daría la puntilla nada menos que un laborista inglés, ¿eh? Era lo que nos faltaba.
Aquello me hizo apartarme del juego peligroso e inútil de las conspiraciones bizantinas y desde entonces me he negado a participar de nuevo en él… —Siguió una pausa que fue como una caída en el vacío, en el lejano recuerdo, y prosiguió—: Ya lo habíamos previsto nosotros varios años antes. Creo que fuiste tú quien dijo que, si ganaban los ingleses, nos considerarían comunistas, y nada, que seguiríamos en el pozo, ¿te acuerdas? Por lo tanto… No es desertar ni rendirse, Federico, no —repitió clavando en los míos sus ojos intensamente brillantes—. Es tener sentido común, créeme. Es ver la realidad tal cual es, aunque no nos guste. Hoy por hoy no podemos hacer otra cosa que esperar. Hay que esperar, esperar, no sé hasta cuándo.
Claro que me acordaba de mi vaticinio. Sin embargo, no compartía el criterio conservador de mi amigo Molina, o que a mí me parecía conservador. Yo pensaba, y así se lo dije, que no podíamos abandonar la lucha, única razón de nuestra existencia. ¿Qué dirían de nosotros, si pudiesen hablar, los compañeros y amigos que murieron de hambre o ante los piquetes de ejecución, si nos cruzáramos ahora de brazos? ¿Había olvidado ya mi amigo las siniestras madrugadas de las ejecuciones en los túneles del penal?
Me excedí, golpeé sin consideración ni piedad en el punto más sensible de su conciencia, y Molina, así maltratado, reaccionó emocionalmente, y me dijo, conteniendo las lágrimas:
—No he olvidado nada de aquello. Todavía esos recuerdos me despiertan a media noche, a veces entre gemidos que alarman a Rosario porque teme que me esté devorando alguna enfermedad oculta. ¡Y tanto que me duele! Sí, Federico, recuerdo y sufro. Pero eso no se puede evitar y lanzarse inútilmente al vacío, sí. Yo opino que es mejor que reservemos nuestras energías para cuando suene la hora de actuar, y entonces…
—¿Cuándo? —le interrumpí.
Molina suspiró. Volvía a él la calma, como en un trigal cuando cesa el viento, y sus ojos recobraban la serenidad y la dulzura habituales.
—Ya te he dicho que no lo sé —me contestó con voz apacible y cansada.
—¿Quién puede saberlo? Pero es indudable que algún día, quizá sin tardar mucho, reviente este tinglado de corrupción y de terror policíaco que nos aplasta. La economía está en quiebra, es un caos, a causa del descalabro de la autarquía, y porque los especuladores ni quieren ni pueden organizar seriamente un sistema de producción y de comercio normales. No piensan en otra cosa que en enriquecerse más y más, sin importarles cómo ni a costa de quién.
Animándose a medida que hablaba, siguió diciéndome que los usufructuarios de la victoria en la guerra civil persistían en no dejar libre a la iniciativa privada, en intervenir y monopolizar las fuentes de producción, la importación y la exportación, para imponer sus rapacidades y repartirse los beneficios entre unos pocos. A juicio de Molina, el país entero se encontraba en manos de una partida de vulgares ladrones. (No hay más cemento, ni hierro, ni camiones, ni carbón, ni hojalata, ni azúcar, ni trigo, ni aceite, ni algodón, ni caucho, ni maquinaria, ni herramientas, ni nada de nada, que el que pasa por sus manos). Reciente estaba todavía el escándalo del trigo. Cuando aquí teníamos que comer bolas de maíz en vez de pan, los barcos cargados de trigo que nos enviaba Perón desde la Argentina eran vendidos y desviados en ruta hacia puertos extranjeros por orden de alguien que tenía poder para ello. ¿Quién era ese alguien? Desde luego, había que ser tonto de remate para creerse que fuera el secretario o el presidente del Consorcio de la Panadería de Madrid. No. Las órdenes eran impartidas desde las alturas del poder, pero se culpaba de ello a los del Consorcio, cabezas de turco en este caso, porque alguien tenía que pagar el crimen. Por supuesto que el hambre y la desesperación de todo un pueblo tienen también sus límites. No se puede abusar tanto de su paciencia ni de los efectos paralizantes del terror sobre su instinto de defensa.
—Yo creo que es por ahí por donde llegará el principio del fin —siguió diciendo—. Serán el hambre y la desesperación los motivos que echen el pueblo a la calle. Entonces habrá llegado el momento de actuar para nosotros, no antes. Puedo equivocarme, pero es lo que pienso, amigo mío.
Molina era otra vez lúcido, como siempre lo fue. Pero su razonamiento resultaba demoledor. Destruía mis esperanzas y me dejaba desarmado. Si él tenía razón, ¿qué me tocaba hacer a mí, cuál era mi situación, cómo justificar mi vida en adelante? ¿En suma, para qué quería yo la libertad? Molina no tenía más que una respuesta: esperar.
—No quiero desanimarte —concluyó—. Tú haz lo que creas que debes hacer. Ojalá me equivoque. En ese caso, estaría contigo, no lo dudes.
¿Qué hacer? ¿Qué camino seguir? Mi amigo me había expuesto claramente experiencias que yo ignoraba. Entonces, ¿qué? Un «no» rotundo y una advertencia de «peligro» me salían al paso en todas direcciones. Inútil, inútil, inútil. Sólo me quedaba una salida: desligarme de todo compromiso moral e ideológico y dedicarme por entero a mí mismo, que era tanto como renunciar a todo aquellos que había sostenido y dignificado hasta entonces.
—Tendrás que buscarte algún trabajo inmediatamente —agregó Molina tras una pausa.
—Soy maestro, ya lo sabes —dije yo.
—Sí, pero no creo que te valga de nada por ahora.
—Pues no sé, no sé, por dónde empezar.
—Un trabajo en lo que sea y como sea. Ya se te presentará después alguna oportunidad mejor.
Molina había trabajado como oficinista en una empresa que se dedicaba a la fabricación de alfombras. El dueño le admitió a sabiendas de sus antecedentes políticos y penales, precisamente por eso, para un cargo que le situaba de paragolpes entre la dirección y el personal, por un mísero salario.
—El dueño era un estafador, un «gangster», de los de hoy, y al fin llegó la quiebra fraudulenta, por no sé cuántos millones. La fábrica de alfombras pasó a mejor vida y los obreros y empleados nos quedamos de más. Desde entonces, y ya va para cinco meses, me encuentro sin trabajo. Ahora ando tras un empleo en la administración de un cine, con buenas esperanzas.
Esa era la situación de mi amigo. Al menos, como antiguo factor en los ferrocarriles, él estaba acostumbrado al papeleo, negocio demasiado abstruso y engorroso para mis entendederas.
—No te importe eso. Porque no necesita mucho aprendizaje para un hombre medianamente culto. Por eso es por lo que acuden a él como moscas todos los que no tienen oficio, aunque lo pagan muy mal.
Compartí el almuerzo del matrimonio: un plato de lentejas y un chicharro por cabeza, con una taza del mismo café con que nos obsequiara Rosario anteriormente, como postre. Nuestra charla se tornó más versátil y también más nostálgica. Qué curioso. Anécdotas de la vida carcelaria que, cuando las vivimos, nos afectaron tan dolorosamente, ya, en la perspectiva del tiempo ido, cobraban unas tonalidades inofensivas, casi gratas, a veces, y, a veces, cómicas en vez de dramáticas. Hasta reímos recordándolas. (¿Te acuerdas, te acuerdas, te acuerdas…?) Abandoné la compañía del matrimonio al atardecer, con una desoladora sensación íntima de vacío y fracaso.
—Ven por aquí cuando quieras. Espero que nos veamos a menudo. Tenemos que hablar de tantas cosas…
Y, sin embargo, ya nos habíamos dicho todo.