II

—Federico Olivares, ¡con todo!

Todavía resonaban dentro de mí estas palabras y las siguientes: ¡En libertad!, y los adioses trémulos y tristes de mis amigos, y aún conservaba el calor de sus abrazos, cuando se abrió la última cancela y el funcionario me dejó pasar. Al final del túnel sombrío brillaba el sol. Me lancé todo lo deprisa que me fue posible, con la pesada maleta a rastras, a salvar aquella última distancia, y me encontré de pronto libre, deslumbrado un instante por el tibio resplandor de una tarde primaveral.

Lo primero que vi fue la carretera, completamente solitaria en aquella hora. Tan sólo el centinela, inmóvil junto a su fusil, fue testigo de mi resurrección. Ya contaba con que nadie me esperaría a la puerta de la cárcel, pero abrigué siempre la esperanza, sin saber por qué, de coincidir en ese momento con algún grupo de aquellas muchachas cuyas jotas y risas había escuchado tantas veces, embelesado, desde el interior. Un poco desilusionado, miré, no obstante, al centinela, esperando ver reflejado en su rostro algún signo humano de correspondencia, pero el soldado dejó resbalar por mí su mirada sin demostrar ningún interés especial. Fue un chispazo fugaz de desencanto del que me rehice respirando profundamente el aire que trascendía de los pinares, impregnado de un aroma áspero de resinas. Tomé la maleta y fui a situarme en la cercana parada del tranvía. Allí descansé y encendí un pitillo. Todo lo que veía eran para mí emocionantes sorpresas: los pinos, de un verde suntuoso y centelleante; el sol, curvado ya sobre el ocaso; la carretera gris, que se ondulaba a lo lejos; la masa informe de la ciudad y el confín del horizonte, festoneado de montañas. Hasta la puerta de la prisión, por donde desapareciera una noche invernal, cuando los destellos estelares colgaban desde lo alto como estalactitas de hielo, me pareció mucho menos siniestra y sobrecogedora de lo que yo me imaginara.

En esto, oí el ruido del tranvía que se acercaba. Así nuevamente la maleta e hice una seña al conductor para que parase. El vehículo, efectivamente, se detuvo con estremecimiento convulsivo y subí a él.

No iba nadie en la plataforma y, en el interior, unos ocho o diez hombres en traje de faena que, sin duda, volvían de alguna fábrica de los alrededores y se dirigían a la ciudad una vez terminada la jornada de trabajo. Miré atentamente a aquellos hombres. Eran proletarios, trabajadores. Por ellos había luchado yo, como si fueran carne de mi carne y sangre de mi sangre. Los tenía frente a mí, tal vez quebrantados por el esfuerzo, pero como siempre me los había imaginado yo: viriles, invictos, ansiosos de oír la llamada a la lucha por un mundo mejor. Por un instante, el estruendo del tranvía se trasmutó en la clamorosa resonancia de los himnos revolucionarios, y me trepó, desde el corazón a la garganta, una oleada caliente, como cuando arengaba a los soldados antes de entrar en combate. Ahora vendrían a abrazarme, a darme la bienvenida. Yo era el héroe que volvía. Creo que llegué hasta abrir los brazos. Pero todo transcurrió de muy diferente manera. Al golpe que di descorriendo la puerta, algunos de ellos volvieron la cabeza, pero sin que sus miradas trasluciesen sorpresa ni interés. Por el contrario, fue la suya una breve mirada de indiferencia que no interrumpió siquiera su desanimada conversación.

—Otro fulano que acaba de salir de la trena —dijo a mi paso uno de ellos, que prosiguió tranquilamente—. Pues sí, mañana le pediré al viejo un destajo, porque con el jornal pelado no se puede tirar.

Fue cosa de unos segundos. Todo sucedió rápida e intensamente: el flujo y el reflujo. Sentí como si un soplo de hielo recorriese mi cuerpo entero, paralizándolo, y sentí la vergüenza de haberme dejado llevar por un impulso infantil de la imaginación. Pero me recobré en seguida y pude analizar más ponderadamente la situación. Aquellos hombres no me conocían y, aunque hubiesen descubierto en mí a un recién liberado político, su conducta, después de una era de terror implacable que aún duraba, no podía ser otra que la observada conmigo. Toda cautela era poca. Abundaban los espías y los delatores. Cualquier indiscreción y el más insignificante desliz podían dar pie a investigaciones y represalias atroces. Tal vez, casi seguro, algunos de aquellos hombres, si no todos, habrían sufrido y penado también las consecuencias de la derrota, como yo, como incontables hijos del pueblo. Por otra parte, mi caso no constituía ninguna novedad. Antes que yo, otros muchos compañeros, en número incalculable, habían emergido de las tinieblas de las prisiones y sido devueltos a la vida comunitaria, de donde desaparecieron al final de la guerra. Y me sirvió de consuelo pensar que aquella frialdad fuera sólo aparente y encubriera una tácita corriente solidaria, más entrañable y verdadera cuanto más misteriosa.

Decidí volver a la plataforma y continuar el viaje recostado en el motor trasero. Vi entonces que, desde el otro extremo del vehículo, me miraba el cobrador. ¿Vendría a cobrarme el billete? Y otra vez mi imaginación me hizo suponer que en el interior de aquel hombre asalariado tenía lugar una batalla entre sus sentimientos de clase y sus deberes para con la empresa, y el que dejara de mirarme, el triunfo de los primeros sobre los segundos. Precisamente, en aquel momento se había detenido el tranvía frente a unos grandes talleres, siendo asaltado por una muchedumbre de obreros presurosos. Yo quedé aprisionado en mi rincón, comprimido por una masa de hombres vestidos con «mono» y que olían intensamente a grasa y a sudor. Pero tampoco estos hombres advirtieron ni extrañaron, por lo tanto, mi presencia. Por mi parte, todo vista y oídos, espiaba ansiosamente sus gestos y sus palabras, esperando sorprender su pulso revolucionario o, al menos, su espíritu de rebeldía. ¿De qué sino de los conflictos entre el capital y el trabajo, entre la dictadura y la libertad, y de la lucha por conseguir sus justas reivindicaciones podían hablar a la vuelta del trabajo, duro y mal pagado? Pero, desgraciadamente, lo que les oí sólo se refería al cobro de los puntos familiares, a la marcha del campeonato de fútbol y a ciertas manías del encargado de la sección.

El bamboleante tranvía penetraba ya en la ciudad y yo concentré toda mi atención en la calle, buscando lo que tantos años llevaba sin ver: la mujer. ¡Cuántas noches de insomnio dejaba yo atrás, en las que los recuerdos de las mujeres amadas, tan fácilmente olvidados, cuando los viví, se me aparecían nítidos, frescos, fragantes! En aquellas largas vigilias, arrebujado en las mantas grises, arrullado por el isócrono rumor de los ronquidos ajenos, trabajaba yo como un arqueólogo, desenterrando y recomponiendo los restos de mi vida anterior que yacían bajo los escombros acumulados por la violencia de las pasiones políticas y del terror. Podía reconstruir mi vida casi hora a hora. Las mujeres pasaban en mis visiones retrospectivas desde el primer momento hasta el final, a cámara lenta, complaciéndome muchas veces en detener la acción en un momento dado y en contemplar la imagen en un escorzo, en un ademán incipiente. Y así hasta que me vencía el sueño. Al principio de mi cautiverio, las imágenes estaban henchidas de vida, deslumbrantes de color y de juventud, pero poco a poco, con el paso del tiempo, aquellas mujeres empezaron a amarillear, a ponerse tristes, a secarse, heridas, como yo, por el cáncer de la melancolía, y las visiones tornáronse imprecisas y fragmentarias, como retazos de sueños. Es que me han olvidado, pensaba yo, inconsolable. Y seguían momentos de crisis en que me sentía desfallecer, desintegrarme. Eran los malos momentos en que hacía presa en mí el corrosivo mal de la prisión. Un día se me ocurrió contemplarme detenidamente en el pequeño espejo de la peluquería y sorprendí las primeras arrugas en torno a mis ojos. Entonces me dije: Te estás haciendo viejo, amigo mío. Ellas también se habrán marchitado y ya no serán las mismas que conociste.

Pero ahora, con el furor de la libertad recobrada, las veía discurrir por la calle, a pocos metros de distancia, y las recorría ávidamente con los ojos, una por una. Cuando el tranvía iba en marcha, apenas tenía tiempo de delimitar bien su figura, porque una nueva venía a yuxtaponerse a la anterior, pero en las paradas me era dado poder cazar una imagen completa y clavarla, como a una mariposa, en la luz, indecisa ya, del anochecer. Alguna de aquellas muchachas debió quedar sorprendida, sin duda, al ver a un hombre que, con el rostro pegado al cristal de la plataforma de un tranvía, la devoraba con los ojos.

Iban encendiéndose ya las luces eléctricas. Al paso del tranvía por el centro de la ciudad, todo tomaba un aire más fantástico: el resplandor de los escaparates, el estridor de la circulación rodada, el discurrir de las gentes por las aceras… El aire traía el latido de aquella vida multiforme, hormigueante y expansiva. Profundamente impresionado, casi inconsciente, yo no me sentía capaz de discernir lo que veía. Las mujeres pasaban en turbión, fulgurando colores y risas con movimientos de marea. Mujeres con voz de timbre o de caracola. Mujeres gráciles, genuflexas, encorvadas, ondulantes, ingrávidas. Mujeres rojas, azules, verdes, tornasoladas. La calle era como un espejo fosforescente y mágico que producía vértigo.

Inadvertidamente, me había quedado solo y el empleado tuvo que darme un ligero toque en el hombro, y sonó su voz en mi cerebro como el eco en una cueva profunda:

—¡Final de trayecto!

Estoy seguro de que me estremecí.

—Final de trayecto —repitió el hombre y añadió—: ¿No oye bien?

Así mecánicamente la maleta y ya me disponía e apearme cuando el cobrador me contuvo con un gesto y me dijo:

—¿Lleva usted billete, caballero?

Debí mirarle entre avergonzado y sorprendido. Claro que no llevaba billete. Demasiado lo sabía aquel hombre ceñudo y amenazador. Busqué unas monedas en mis bolsillos y se las di al tiempo que me disculpaba:

—¡Perdone! No me había dado cuenta.

El cobrador no hizo ningún comentario y ni me miró siquiera al darme el billete. No obstante, yo quise dejarle una buena impresión de mi persona y, sonriendo débilmente, añadí:

—Es que como lleva uno tanto tiempo sin montar en tranvía…

Pero el hombre de la gorra autoritaria dijo solamente:

—Ya —y cerró de un golpe el cajetín metálico donde guardaba los billetes, dando así por terminado el incidente.

A pesar de todo, yo no me resignaba a que acabase de tal manera mi primer diálogo de hombre libre y le pregunté:

—Ese edificio es el de la estación de ferrocarril, ¿verdad?

—Sí, hombre, sí, allí está la estación —me contestó de mala gana.

Y ya no quise insistir por temor a tener que escuchar alguna grosería. Descendí del coche y eché a andar hacia la estación con toda la rapidez que me permitía el peso de la maleta. Me sentía vejado, herido profundamente, por la sequedad y el carácter agrio de aquel hombre. No me dolía que me hubiese cobrado el billete, porque ello era, al fin y al cabo, su obligación, sino que no me sonriera o me mirase, al menos, amistosamente. Desde medio camino me volví para mirarle y vi que hablaba con el conductor, señalándome al mismo tiempo con la mano. ¿Qué estaría diciendo de mí? Naturalmente, no podía oír sus palabras ni las de su compañero, pero yo, conmovido por su actitud despectiva, llegué, en mi hiperestesia, a escucharlas dentro de mí.

—¿Y qué quería ese julay?

—Nada. El hombre acaba de salir de la cárcel y anda un poco despistado todavía. A saber lo que habrá sido en la guerra. A lo mejor, comandante.

—¿Y por qué no general?

—Coño, tendría gracia.

Todavía iba pensando en la torpe conducta del tranviario al abordar el tren, pero la lucha por el asiento y el acomodo de la maleta me hizo olvidar el incidente. Cuando lo hube conseguido, respiré a gusto. Ahora, derecho a Madrid. Allí encontraría mi mundo: familia, compañeros, quizás alguna mujer que no me hubiese olvidado del todo. Aún era joven y ante mí se abría un amplio campo de acción. Paso a paso, siempre adelante, continuaría mi lucha. Ya había pasado lo peor. En realidad, los años consumidos en la cárcel me habían servido para someter mis ideas a un largo y severo proceso de revisión, despojándolas de lo que me pareciera un exuberante romanticismo, reduciéndolas a esquemas más racionales y objetivos. La poda se repitió muchísimas veces. Y cayeron frondosidades inútiles, que comportaban peligrosas desviaciones, quedando solamente una única dirección rectilínea. En aquellos exámenes retrospectivos quedaron pulverizados muchos viejos ídolos, muchos tópicos y supersticiones, hasta el punto de que mis razonamientos escandalizaran a algunos de mis compañeros más íntimos. Pero yo me mantuve firme y, finalmente, mi dialéctica fría e inexorable acabó por rendir las posiciones más esquivas. A medida de que el desmoche se hacía más audaz y riguroso, iba yo comprendiendo lo deleznables que resultaban las fortalezas de papel en que antaño intentamos muchos jóvenes hacernos fuertes. Todo un remozamiento de ideas surgió en las acaloradas discusiones de la cárcel. No es que yo cambiara, sino que eran nuevos los tiempos y las circunstancias y se imponía la necesidad de interpretarlos exactamente. Contra los terribles poderes de la tierra no se podía luchar a pecho descubierto, armado únicamente de razones, sentimientos y deseos humanitarios y altruistas, no. Evidentemente, no bastaba postular la justicia en su sentido absoluto, sino en tanto que ideal y aspiración finalista, sometiéndose, entre tanto, al relativismo de cada circunstancia histórica y a la realidad de la condición humana. No bastaba querer, era imprescindible poder y, para conseguir el poder, no existía otro camino que el de la organización, la disciplina y el escalonamiento de metas. No al «todo o nada», y sí al «dos pasos adelante y uno atrás». No al simple deseo, y sí a la acción perseverante, aunque hubiera que ceder en alguna ocasión para poder atacar otra vez, otra vez y otra vez.

Asomado a la ventanilla del departamento de tercera, miraba distraídamente al andén. Había poca gente: algún tardío viajero apresurado y esos grupos de muchachas anónimas que en los atardeceres de todas las estaciones pasean, cogidas del brazo, su estampa melancólica, a la espera de alguien que nunca llega. Un pitido agudo y, acto seguido, un brusco estremecimiento recorrió las articulaciones metálicas del convoy. Aquel pitido me retrotrajo a la prisión, desde donde tantas noches lo había escuchado como una invitación burlona a la huida. ¡Cuántas veces tuve que taparme los oídos para evitar que se me clavara en el cerebro como una flecha zumbadora! Pero en esta ocasión era como un saludo a mi libertad y a mi vuelta a la vida. Era un toque de clarín que cantaba victoria.

El tren empezó a andar. El ruido de sus ruedas parecía acompañar el estribillo de una canción: libre, libre, libre… Y, luego: Ma-drid, Ma-drid, Ma-drid… Cada vez más rápido, cada vez más rápido.

La estación iba quedando atrás, desvaneciéndose en las sombras. Pasaban luces enloquecidas, sucesivamente más distantes. Allá quedaba el resplandor amarillento de la ciudad provinciana. Me acordé de los amigos que dejaba en la cárcel, hablando sin cesar de una vida que sólo se componía de recuerdos, y siempre esperando. Ahora estarían extendiendo sus petates. Era la peor hora de la jornada. Invariablemente, alguien referiría una anécdota amorosa, real o inventada, a la que alguien correspondería diciendo una vez más:

—¿Sabéis lo que os digo? Pues que, cuando salga en libertad, mi mujer tendrá que acostumbrarse a dormir en el suelo. ¡Es formidable!

Le contestarían con alguna broma subida de color. Luego, el toque de silencio, como un gemido interminable, y los hombres, ya acostados, defendiéndose de la acometida de los recuerdos atormentadores que surgen siempre en las brumas crepusculares del sueño. Algunos hablarían con su compañero más próximo, de petate a petate, del pasado, de ese imborrable pasado, única referencia de su vida.

Miré por última vez la incandescencia evanescente y más pálida de la ciudad. Hacia adelante, la llanura se arrebujaba en la noche. Mis compañeros de viaje eran gente gris, entre la que poco a poco, se fueron trenzando vulgares conversaciones sobre el tiempo, las incomodidades del viaje y el punto de destino de cada cual. Yo me recogí en mí mismo y cerré los ojos para aislarme. Hacía qué sé yo el tiempo —tres, cuatro años, pero ¿qué significan realmente esas medidas del tiempo en la vida de un presidiario; una hora, la eternidad?— que yo abandonara, junto con quinientos condenados más, en una inolvidable noche de crudo invierno, el penal mesetario feudo de Chico Listo. De madrugada, dejamos el tren en la estación de Aranjuez, donde nos acogió una tupida niebla que nos caló de frío y humedad hasta los huesos. Incluso los guardias civiles, a pesar de sus fuertes botas y de sus capotes y bufandas, tiritaban y moqueaban igual que nosotros. Costó gran trabajo ponernos en marcha, porque muchos habían hecho el viaje dormidos de pie, arregostados en el calor fisiológico de la manada, y el brusco despertar en el campo helado les sorprendió en estado de inconsciencia. Debido a la espesa bruma, los guardias de la escolta se mostraron mucho más precavidos y desconfiados, por temor, sin duda, a que alguien se fugara en el camino, cosa, por otra parte, casi imposible, porque a ninguno de nosotros nos quedaban fuerzas ni ganas para arrostrar una aventura así, en solitario y a tientas, sobre un terreno desconocido Hubo caídas, tropezones, encontronazos. Apenas veíamos. No oíamos ni nuestras pisadas. Sólo oíamos los gritos de los guardias civiles y el rumor apagado de toses y carraspeos. Como una reata de animales ciegos y resollantes alcanzamos finalmente el vetusto edificio que de convento fundado por Sor Patrocinio, la célebre monja de las llagas, había pasado a ser prisión en la posguerra. Durante la parada para el recuento se cayeron al suelo muchos de los penados, abatidos por el cansancio y la debilidad. Por suerte, los comités interiores de la prisión conocieron anticipadamente nuestro traslado y la hora aproximada de nuestro arribo y lograron que las monjas preparasen un rancho caliente extraordinario para nosotros. El caldo humeante, con algunos granos de arroz en suspensión, nos hizo revivir.

Antes de ser distribuidos por celdas y galerías, pusimos en conocimiento de los comités interiores la deplorable situación en que se encontraban algunos de los expedicionarios, a quienes se había despojado de sus ropas antes de salir del penal. (Están desnudos y descalzos. Hemos tenido que prestarles mantas para que no se muriesen de frío en el viaje). Las monjas fueron avisadas y maniobramos de manera que se encontraran de repente ante quince hombres de pelo en pecho completamente desnudos. Las desprevenidas mujeres se quedaron atónitas. (¡Jesús, Jesús, qué barbaridad!) Se santiguaron repetidas veces, y, de pronto, sintieron el cosquilleo de la risa que inútilmente trataban de disimular llevándose las manos a la boca y entornando los ojos. Luego, echaron a correr y desaparecieron dejando una estela de risitas contenidas, y moviéndose como peonzas. Pero, al poco rato, un ordenanza condujo a los compañeros desnudos al almacén, donde fueron provistos de alpargatas, «monos», ropa interior, mantas y petates.

Comparada con el penal de Chico Listo, aquella cárcel me pareció casi un sanatorio. No había en ella condenados a muerte. No se perseguía a los presos y la disciplina resultaba soportable. La alimentación, aunque, por supuesto, insuficiente, era muy superior en elementos nutritivos a la que había padecido hasta entonces y, sobre todo, incomparablemente más limpia y mejor condimentada. Se toleraba en límites discrecionales, las relaciones con el exterior, y hasta el capellán, influenciado por el testimonio de los sacerdotes polacos que habían llegado hasta allí huyendo de la persecución de los nazis, se comportaba correctamente con la población reclusa. En resumen, predominaba en ella el carácter de las monjas, obesas, maternales y pueriles. En aquel ambiente de distensión, la derrota de Von Paulus en Stalingrado fue celebrada como el principio del fin de Hitler y a mí me afirmó en la esperanza de escapar con vida de mi cautiverio. Allí recibí, de labios de Alfonsina, dos noticias contradictorias de tipo familiar: la del nacimiento de su hija Carlota, mi primera sobrina, y la de la muerte de mi madre. (Murió de madrugada, con los ojos muy abiertos fijos en la puerta por donde esperaba verte aparecer en cualquier momento). Durante varios días, el sentimiento de culpa me torturó despiadadamente. ¿Quién si no yo había arrastrado a mi madre a la desgracia que minó su salud y la abatió prematuramente? Mis amigos respetaron mi dolor y yo me hundí en él más y más, con cierta fruición masoquista tal vez. Pero, cosa extraña, aquel hondo sufrimiento actuó de factor catártico en mi espíritu. Al ir recobrándome poco a poco de la depresión fui simultáneamente sintiéndome renacer. Al final, me encontré más solo, pero también desligado de compromisos y en condiciones de disponer de mí, de mi destino y de mi suerte, con absoluta libertad, junto con la convicción definitiva de que la muerte de mi madre era el resultado de una catástrofe inimputable a persona alguna, y de la que ella fue una más entre sus innumerables víctimas. En adelante, no tendría ya que mirar a mi alrededor. Ningún sentimiento ajeno a mis designios podría ya retenerme. Terminada y clausurada con siete sellos una etapa de mi vida con la muerte de mi madre, se abría ante mí una perspectiva sin límites.

Pocos meses después, fui trasladado a la cárcel provincial de Guadalajara. Había en ella un jefe de servicios que se distinguía por su comportamiento humano con los presos. Era abogado y se preparaba para unas oposiciones. Cierta tarde se acercó en el patio al grupo de que yo formaba parte y, después de invitarnos a fumar, se interesó por conocer nuestra opinión sobre los últimos acontecimientos en los frentes de la guerra mundial. Por cierto, discutí con él y ese fue el motivo de que simpatizáramos. A partir de aquel día, me invitaba muchas tardes a tomar café en su oficina. En esas ocasiones hablábamos de todo: de política, de literatura, de mujeres… Comentábamos las noticias de la guerra en Rusia y en África y, especialmente, nos deteníamos en el análisis de nuestra última contienda fratricida y de la represión consiguiente, final casi obligado de todas nuestras charlas. Aunque él pretendiese mantener una postura políticamente ortodoxa, respetaba mi criterio y convenía conmigo en la irracionalidad de las represalias ejercidas por los vencedores, cuyas secuelas serían mucho más difíciles de borrar que las de la guerra en sí. Por su mediación pasé algunos breves períodos en la enfermería, para reponer fuerzas, pues el rancho seguía consistiendo en agua y trozos de nabo borriquero. Él fue quien me llamó una mañana para hacerme saber la caída de Mussolini y el golpe de estado del rey de Italia y de su mariscal Badoglio. Recuerdo que era tanto lo que hubiera querido decir y tan fuerte lo que habría querido gritar, que no dije nada. La alegría me dejó mudo. Comprendo tu reacción, me dijo después mi amigo funcionario. Él era, por encima de todo, católico, monárquico y xenófobo, y odiaba al fascismo, a pesar de haber servido bajo las órdenes de Franco. Unos días más tarde me contó que los generales habían elevado un escrito al dictador proponiéndole la vuelta a la monarquía, y me dijo: Franco se ha reído de ellos como se ha venido riendo de la Falange, del Requeté y de la Ceda. Decididamente, no hay que esperar de él ninguna decisión que disminuya su poder absoluto.

Fueron pasando los meses y disminuyendo la población reclusa por la aplicación de sucesivos indultos escalonados. Los que no figurábamos nunca en la lista de libertos nos quedábamos más solos y más tristes, pero, a cambio de ello, podríamos disponer en adelante de más espacio para dormir. También mejoró un poco la comida. Lo mejor de todo fue que se espaciaran los fusilamientos y disminuyera el número de ejecutados cada vez. Había, entre los condenados a muerte, quien llevaba tres años; muchos, dos; y, numerosos, más de uno, soportando la angustiosa incertidumbre de las madrugadas. La marcha de la guerra, cada día más favorable a las potencias democráticas, y el agotamiento de las reservas de reos de muerte, frenaron, por una parte, la furia vengativa y, por otra, impusieron un ritmo más lento a las ejecuciones.

A poco del desembarco de los aliados en Normandía, fui transferido a la que habría de ser la estación final de mi peregrinaje penitenciario: la prisión provincial de Zaragoza, llamada del Torrero. Teníamos de ella las peores referencias y su solo nombre infundía pavor. Se distinguía, desde el mes de julio de 1936, por el hacinamiento estabulario en que yacían sus habitantes, unos cinco mil en un espacio concebido para un par de cientos; por las palizas y los encierros en celda; por la miseria y el hambre. De ella habían salido para ser ejecutados en el cementerio antifascistas de todos los matices, desde simples liberales a militantes de la FAI, en número incalculable. Se dio el caso de que, en cierta mañana de niebla y frío, cuando el guarda del cementerio, después de recoger los cadáveres de los ejecutados y de haberlos colocado en sus féretros de pino sin pintar, dentro del depósito, se disponía a abandonar el recinto, se oyera la voz de uno de ellos. El guarda se volvió entonces y vio que uno de los ejecutados tenía la cabeza ensangrentada fuera del féretro y que le miraba mientras balbucía con voz ronca y castañeteándole los dientes: Por favor, no te marches. No me dejes morir como un perro. El camposantero, acostumbrado a tratar con muertos mudos e inertes, quedó sobrecogido de pavor. El muerto, que seguía hablando y moviéndose, se incorporó hasta quedar sentado sobre su ataúd. (No me han matado. Estoy vivo). El enterrador hubiera querido salir de estampida, pero no pudo, por la atracción que sobre él ejercía aquella voz de ultratumba: Ven. Ayúdame, buen hombre. Tengo mucho frío. Me voy a morir de frío. El camposantero logró al fin moverse y se acercó temblando, tiritando de miedo, al fantasma ensangrentado. Y no, no estaba muerto. La descarga le había destrozado un hombro y el tiro mortal de gracia, resbalando por la bóveda craneana, sólo abrió un sedal en su cuero cabelludo. ¿Qué hacer, Dios? El herido le pidió que le diera de beber algo que le reanimase y el buen samaritano le ofreció el contenido del termo que solía llevar consigo en las mañanas de las ejecuciones, y que consistía en una infusión de cebada tostada, sucedáneo nacional del café. Cuando la hubo bebido, el «ejecutado» se sintió mucho mejor, tanto que ya pudo salir del féretro e, incluso, andar, con la ayuda del enterrador. Bien, pero, ¿a dónde ir, a quién acudir? Con muy buen criterio, el camposantero decidió, en vez de dar parte al juzgado, cargarlo en el volquete en que acarreaba los cadáveres y llevarlo al hospital, donde los médicos le curaron, inmediatamente, fracturas y heridas. Y así fue un hombre oficialmente muerto, pero realmente vivo, insólita situación cuya noticia cundió pronto por toda la ciudad, dando pie a los más dispares comentarios y suscitando un general sentimiento de compasión por él. El resultado fue que lo devolvieran a la prisión, con un brazo en cabestrillo. Yo no llegué a conocerle. Según me contaron mis amigos, su reaparición en la cárcel constituyó para reclusos y funcionarios un acontecimiento fantástico, casi milagroso. (Al principio le mirábamos como a un hombre que volvía de la muerte). Día a día, sin embargo, la realidad tangible se impuso a todas las especulaciones de la imaginación, y fue aceptado el hecho como una consecuencia natural, aunque rara, de las condiciones en que se llevaban a cabo las ejecuciones en grupo. Pero quedaban pendientes algunas incógnitas: ¿le matarían?, ¿le volverían a juzgar?, ¿qué harían con un preso que había cumplido hasta el último requisito que exigía su condena? Sus compañeros le aconsejaron que ratificase por lo canónico su matrimonio civil, aunque muchos se preguntasen si podía contraer matrimonio un hombre que estaba civilmente muerto. Pues le casó el capellán penitenciario y, pasados unos meses, fue puesto en libertad, y ahora debe andar por ahí, en algún pueblo, nuevo Lázaro, entre el pasmo, el miedo y las bromas de sus familiares y convecinos, sin saber si vive o sueña. También corroboré la historia que había circulado por todas las prisiones, la del condenado a muerte que, cumpliendo lo prometido a sus compañeros de celda, estuvo cantando el «Adiós a la vida» hasta que las balas acallaron su voz para siempre.

Aunque no conocía a nadie al llegar a la prisión de Zaragoza, entré pronto a formar parte de un grupo y a contraer una sólida amistad con los compañeros más afines: Eduardo Valladares, Alfredo Pedraza, Luis Garmendia, Alfonso Torre-vieja y Jaime Ríos, comandante en jefe este último de la división en que yo milité durante la guerra e ingeniero de profesión. Éramos casi todos de la misma edad y profesábamos idéntica animadversión y repugnancia por los regímenes dictatoriales y totalitarios, cualesquiera que fuesen su credo y los colores de su bandera. Todos habían sido condenados por sus actividades militares y políticas, aunque con más suerte que yo. Confirmados en sus ideales por la disparatada ferocidad de la represión, esperaban impacientemente la hora en que pudieran reanudar la lucha contra el régimen de los vencedores. Pensaban, y yo con ellos, que nuestra vida, salvada por casualidad, ya no tenía otro fin justificativo que el combate permanente por la libertad en nuestro país, aunque el mundo nos hubiera olvidado y sólo dispusiéramos de nuestras propias fuerzas. Creíamos que el pueblo estaría con nosotros, que nos secundaría, que nos seguiría y que, bajo nuestra inspiración, sería capaz de hacer volar en pedazos a la dictadura opresora. Ya estaba visto lo que el régimen franquista podía dar de sí: cartillas de racionamiento, jornales de miseria y palo y tente tieso para los vencidos, y, para los vencedores y sus consocios, la opulencia y el privilegio, la rapiña y el monopolio sobre un país conquistado. (España es un cortijo grande que produce sólo para sus dueños. Los caudales públicos son propiedad de unos cuantos que los manejan a su antojo, sin rendir cuentas ni responder ante nadie. Tú, rojo, a trabajar y a callar y a no meterte en nada. Bastante hizo por ti Franco al perdonarte la vida. Así, para siempre y cien años más. Y, si no, ya sabes: cuatro tiros y a criar malvas). Los curas y los frailes se han apoderado de la enseñanza por fin, bendito sea Dios. Los obispos han vuelto a ser príncipes del Renacimiento. Los terratenientes han restablecido las servidumbres feudales en sus dominios. Los especuladores explotan el monopolio mediante permisos especiales de importación y exportación que se negocian luego en el mercado como en otros tiempos se vendían bulas e indulgencias. La otra España, la de los vencidos, sólo es una masa despreciable de seres infrahumanos que no sirve más que para remar, bajo los látigos de innumerables cómitres, en la anacrónica galera de un Estado que se inspira en las ideas del siglo XVII. Los intelectuales del régimen franquista son sus eunucos: obsequiosos, complacientes y serviles con el poder; rígidos, condecorados, jerarquizados y decorativos frente a la sociedad; menesterosos harapientos ante la ciencia y el arte, y desvergonzados manipuladores de la cultura.

Una risotada me hizo salir de mi ensimismamiento y fijar mi atención en mis compañeros de viaje. Dos hombres discutían sobre la próxima cosecha, lamentándose de la pertinaz sequía que asolaba los campos.

—En la edad que tengo no he visto una cosa igual.

—Ya, ya. Parece una maldición.

Se quedaron callados y una mujer empezó a describir la maravillosa operación quirúrgica a que había sido sometido su esposo en el hospital y señaló con el dedo a un hombre pálido y sucio que se recostaba en la esquina del departamento. El pobre convaleciente asentía sin ningún entusiasmo a las alabanciosas explicaciones de su mujer.

—Ahí donde le ven, le abrieron de arriba abajo, en canal, y le quitaron más de medio estómago. Y ya está como sí tal cosa.

—El médico me ha dicho que puedo comer de todo, hasta alubias —corroboró el aludido mientras sonreía como un espectro.

Yo volví de nuevo a los recuerdos que me ligaban todavía a la ciudad que un día fuera capital del anarcosindicalismo español y que un general, masón, barbudo y republicanote, entregara a los sublevados contra la República. A su cárcel de Torrero fueron a parar los restos, milagrosamente vivos, de aquella disparatada incursión de guerrillas, lanzada desde Francia por los manipuladores de la Unión Nacional fantasma, con el fin de sublevar al país contra el dictador. Aquellos pobres ilusos, como antaño los de Mina, fueron acogidos con frialdad y recelo por parte de una población campesina atenazada por el terror sistemático ejercido por los fascistas a base de denuncias, torturas y fusilamientos. Pronto fueron localizados, traicionados y batidos como fieras acorraladas en las fragosidades de las serranías de Cataluña y Aragón, sembrando otra vez de muertos unas tierras ya ricamente abonadas con despojos humanos de otras guerras civiles. ¡Guerrilleros! ¡Maquis! Su presumible derrota sólo sirvió para fortalecer lo que querían abatir, aunque sobre el desastre fueran enarboladas después banderas vindicatorias. Muchos de estos hombres se pasmaban de estar vivos, y algunos se resistían a reconocer el error básico de las presunciones que les arrastraron a la aventura. Los había que llegaron a Zaragoza de riguroso incógnito para organizar núcleos de resistencia antifranquista entre las masas trabajadoras de la ciudad. Repartieron propaganda, convocaron reuniones, impartieron consignas e implantaron los clásicos modelos de organización clandestina. Algunos cientos de simpatizantes, procedentes de todos los campos ideológicos que defendieron la República, acudieron a la llamada, ansiosos de conocer lo que se decía y se tramaba más allá de la frontera en contra del régimen político español. Pero una y otra vez les atrapó la policía en sus cacerías nocturnas. Ya en la red, se vieron complicados en una vasta maniobra envolvente por confesiones a primera vista inocuas y simples (Sí, conozco a ese tal Viriato, bueno, me lo presentó un amigo en el bar y asistí a una reunión en su casa. Allí nos dio noticias de lo que ocurre en el extranjero y nos repartió alguna propaganda de la Unión Nacional. Pero ya no le volví a ver. Claro, di a leer los papeles a otros compañeros…) arrancadas a golpes, vergajazos y pateaduras en las interminables noches de las comisarías y de los cuartelillos. Aquel muchacho pelirrojo, de Sos del Rey, se mesaba los cabellos cuando me decía:

—Caímos como pardillos, pero lo que más me cabrea es pasar por comunista siendo, como soy, un militante de la FAI.

Aquel muchacho pelirrojo y obstinado rebelde de Sos del Rey se escapó al día siguiente de llegar al campo de trabajo a donde le condujeron para cumplir la nueva condena que le impuso un consejo de guerra.

De pronto, se presentó el agente de policía pidiendo la documentación a los viajeros. Todos se apresuraron a obedecer su indicación menos yo, que me retuve para ser el último. Cuando, por fin, el policía extendió hacia mí su mano, saqué con mucha parsimonia el certificado de libertad expedido en la prisión. Era un papel distinto al de los demás y esperaba que ese detalle despertara la atención y la curiosidad de los pasajeros. Luego me preguntarán, pensé.

Habían cesado las conversaciones ante la presencia del agente y el silencio era absoluto en el departamento. Yo clavé descaradamente los ojos en el funcionario, preparado para contestarle en voz alta a fin de que me oyeran mis compañeros de viaje y supiesen quién era yo, pero me lo devolvió con aire indiferente y distraído, sin reparar apenas en mi persona, y se despidió diciendo:

—¡Buen viaje, señores!

Varias voces le contestaron mientras desaparecía. Aquel rutinario incidente fue como la señal esperada para abrir las cestas y deshacer los paquetes de la comida. A poco, invadió el departamento un cosquilleante olor que excitaba el apetito. Yo era el único que no llevaba merienda, porque mi hermana me había enviado el dinero justo para el pasaje y no pude comprar ni un mal bocadillo. Bien es verdad que la emoción de la libertad recobrada hizo que me olvidara del hambre. No había comido nada al mediodía y, por consiguiente, no llevaba en el cuerpo más que el aguachirle mañanero que sirve de desayuno en la prisión. Eran prácticamente veinticuatro horas de ayuno, pero hubiera podido resistir otras veinticuatro más sin sentirlo a no ser por la visión de aquellas lonchas de chorizo y de aquellas aceitosas tortillas que provocaron en mí las secreciones gástricas y la angustia del vacío en el estómago que preceden al mareo por inanición. Sin embargo, rechacé obstinadamente las convencionales invitaciones de mis compañeros de viaje, no sé si por orgullo o por desesperación.

—¿Usted no come?

La voz salía de los grasientos labios de la esposa del operado en el hospital.

—No, señora.

—¿Es que no tiene apetito?

—Pues… no.

—Perdone, pero tiene usted una color muy mala, como si acabase también de salir del hospital.

Era el momento que esperaba y lo aproveché.

—No, del hospital, no. De donde he salido ha sido de la cárcel.

La mujer movió la cabeza compasivamente.

—¡Vaya por Dios! Como dice el señor cura, siempre hay alguien que nos gane, hasta en la desgracia —y apartó sus ojos de mí para dirigirse a su marido—: Y tú no te quejes, coña, que hay otros que están peor que tú —el hombre masticaba desganadamente y ella prosiguió—: Ya sabes lo que ha dicho el doctor, que tienes que hacer un esfuerzo y comer aunque no tengas ganas, si quieres reponerte pronto.

Los demás siguieron tragando imperturbablemente, dedicándome tan sólo alguna que otra mirada huidiza, de curiosidad. Esperé aún unos minutos y, como no surgiera la esperada pregunta, tragué saliva. Pero aquel sinuoso olorcillo no me dejaba en paz. Un único recurso me quedaba para combatirlo, fumar, y encendí el último pitillo que me quedaba. Fumé con los ojos cerrados, tragándome el humo, todo el humo. Así experimenté algún consuelo, pero no pude evitar del todo los efectos del mareo. Las sombras enturbiaron mi cerebro y velaron mi conciencia. Apenas podía pensar y no encontraba el final de mis ideas. ¿Cómo era posible que un ser humano desfalleciera de hambre junto a otros seres humanos a quienes sobraba la comida, por falta de dinero? No es posible, no es posible, me decía.

El cigarrillo, todavía a medio consumir, se me cayó de la mano. Comprendí oscuramente que la energía se me escapaba del cuerpo y que me quedaba sin fuerzas, que me hundía poco a poco en la inconsciencia. No pude resistir más y me derrumbé en aquel abismo, arrullado por el monótono cantar del tren: ¡A Ma-drid! ¡A Ma-drid! ¡A Ma-drid!

Me encontraba de nuevo en la prisión, rodeado de caras desconocidas. Todos mis amigos se habían marchado ya. No oía a las muchachas cantar jotas junto a los muros de la cárcel, pero sí oía, seguía oyendo, los desgarradores pitidos del tren. Y se agotaban los calendarios y yo no salía. No saldría nunca…

* * *

Cuando tuve a Alfonsina entre mis brazos me subió de lo hondo del ser un flujo de ternura que me ahogaba. Hay momentos en que es inexpresable lo que se siente, felicidad o sufrimiento, placer o dolor, anonadamiento o plenitud. Y aquél compendiaba para mí todas esas sensaciones a la vez, y la perplejidad, la incredulidad, la evidencia del absurdo. ¿No sería un sueño como tantos otros en que había vivido un trance igual, desvanecidos siempre por un brusco despertar en la celda o en el dormitorio común de las prisiones? Separé mi rostro del de mi hermana para cerciorarme de que no era una ilusión de mi fantasía onírica y vi en sus ojos abrillantados por las lágrimas que era mi hermana en carne y hueso quien me miraba y lloraba de emoción por mí, aunque ya no fuera aquella adolescente que tuve que abandonar un lejano día de julio, al comienzo de la guerra civil Sus labios se movieron lentamente y oí que me decía:

—¡Cuántos años, Federico!

—Sí, cuántos años, Alfonsina —y añadí—: Pero tú estás más guapa que nunca.

Creo que los dos nos vimos diferentes. A mí me pareció Alfonsina prematuramente blanda. ¿Y yo a ella? ¿Prematuramente ajado también? Se produjo de nuevo entre los dos un penoso silencio que ella rompió, anticipándose así a la retahíla de frases convencionales que suelen decirse para ocultar las heridas del tiempo.

—Mira a tu sobrineja Carlota, Fede.

La chiquilla, asida a las faldas de su madre, me contemplaba con curiosidad y extrañeza.

—Es tu tío Federico. Anda, dale un beso.

La niña se retrajo y tuve que arrodillarme a su lado. Entonces, Alfonsina la empujó suavemente hacia mí.

—¿Qué, no me das un beso, preciosa?

Seguía mirándome fijamente, recelosa, y hasta que no le acaricié los cabellos con suavidad, no consintió en dejarse ganar. Me permitió que la besara y luego me preguntó:

—¿Qué me traes, tito?

Alfonsina y yo nos miramos, desconcertados, y fue ella quien decidió rápidamente la respuesta.

—Ya sabes que tu tío Fede ha estado en un sanatorio, y en los sanatorios no hay juguetes ni caramelos.

La mentira, tan vulgar, me contrarió.

—¿Qué le has dicho? No se trata de nada deshonroso, Alfonsina.

—Claro que no, pero, ¿quién puede explicarle a una niña ciertas cosas?

Era razonable y tuve que admitirlo, aunque no me dejara satisfecho. La chiquilla, entre tanto, me observaba ya más confiadamente.

—Bueno —dije, mirando a mi sobrina—; pero en Madrid se puede comprar todo lo que se quiera y tu tío te promete un bonito regalo.

—Quiero una Mariquita Pérez.

—¿Una Mariquita Pérez?

Yo ignoraba que fuese la muñeca de moda.

—Mamá dice que es muy cara, pero como tú eres tan rico…

—Claro, bonita, yo soy muy rico. Ya lo verás.

La niña me dio su diminuta mano, un capullo tierno y cálido, y emprendimos la marcha pasillo adelante, seguidos de Alfonsina.

Aquella habitación hacía de comedor, sala de estar y de trabajo. Una mesa, unas sillas y un viejo aparador con libros, papeles, carpetas, lozas y unos vasos de cristal. En las paredes, un calendario de una firma de vinos de Jerez y retratos familiares. Todo muy usado y muy pobre, pero lustroso y limpio. Más adelante se abría otra puerta.

—Esta es nuestra alcoba —dijo Alfonsina, adelantándose y mostrándomela.

Un aire desconocido me dio en el rostro. Era pobre también y ordenada. Los indispensables muebles, de una decrepitud irremediable mañosamente disimulada. Lo más deprimente era su impersonalidad de prendería.

—Aquí murió la pobre mamá preguntando incesantemente por ti. Desde que te encerraron, no se acordaba más que de su Federico, como si no existiera nadie más en el mundo.

¿Entrañaban un reproche aquellas palabras dichas en voz baja y temblorosa? ¿Eran la confesión involuntaria de un sentimiento de envidia larvado en el subconsciente durante muchos años? No me atreví a responderme, pero presentí que me separaba de Alfonsina todo un abismo de años, acontecimientos, frustraciones y amarguras.

Carlota contemplaba la sombría escena recostada en el marco de la puerta con esa cándida curiosidad que, sin embargo, es capaz de aprehender el significado de los hechos y de las cosas aunque no lo entienda. Seguimos y, una vez más, se adelantó Alfonsina para abrir una puerta y enseñarme otra habitación más pequeña, con un tragaluz enrejado, casi como los de la cárcel, que daba a un angosto patio interior de la casa y por el que penetraban una pobre luz gris y un pegajoso olor a humedad. En ella no había más que un catre, una silla como mesa de noche, un perchero y un baúl.

—Aquí dormirás tú —dijo Alfonsina—. No es muy confortable que digamos, como ves, pero no hemos podido hacer más, Fede.

—No te preocupes por eso. Estoy acostumbrado a prescindir de todo y me voy a encontrar aquí, por eso, como pez en el agua —y sonreí y le estreché una mano, porque era ella entonces la más necesitada de consuelo.

Y ella siguió diciendo:

—Aquí dormimos Fernando y yo hasta que murió mamá. Ya sabes que tuvimos necesidad de malvenderlo todo para poder venir a Madrid, y entre lo que liquidamos estaban tus trajes, tus libros, tu bicicleta y tu máquina fotográfica. No pudimos salvar más que mi ropa y la de mamá y algunas sábanas. Luego, hemos tenido que ir comprando lo imprescindible, poco a poco, en el Rastro, naturalmente.

—Comprendo, comprendo, Alfonsina.

Le pasé un brazo por los hombros y, llevando siempre cogida de la mano a la pequeña, volvimos al comedor, huyendo de recuerdos y desventuras. Yo me encontraba agotado por el viaje y las emociones, y me dejé caer en una silla.

—Hemos tenido muy mala suerte, hermana —y seguí diciendo—: Nuestro padre nos dejó demasiado pronto y, cuando empezábamos a vivir de nuevo, a levantar cabeza, se nos echó encima la maldita guerra civil, que nos arruinó nuevamente y, lo que es más grave todavía, nos separó. Después, mi prisión; mamá, muerta de pena; y, ahora, tú casada, y yo, sin saber realmente lo que soy —y, mirando a mi alrededor, añadí—: Es todo tan diferente ahora…

Alfonsina, sentada frente a mí, con la niña entre las piernas, forzó una sonrisa que era más bien una mueca de dolor.

—Todo eso ya no tiene remedio, Fede. Ahora hay que mirar adelante. Tienes que luchar, situarte, y también casarte y tener hijos algún día, como todo el mundo. La vida no ha terminado.

Palabras, palabras, palabras… Las de siempre, porque no hay otras para estas situaciones.

—Yo soy un intruso que no podrá compensarte nunca lo mucho que te debo, porque si vivo es gracias a ti. No es lo malo que la vida continúe, sino que haya que empezarla de nuevo, partiendo de una situación negativa.

Yo era, en verdad, un visitante inoportuno, y me sentía definitivamente solo, con las raíces al aire. Y se me reveló de pronto algo en lo que no me había detenido a pensar hasta entonces: que el reloj de mi vida estaba parado en el momento de mi detención. Desde entonces no contó más horas, y yo no llegué a comprender el fenómeno y creía que el tránsito de una situación a otra podría realizarse con la misma sencillez con que se reanudan los hábitos de vida después de un viaje o de unas vacaciones. Claro, si hubiese estado allí mi madre… Yo siempre había imaginado la situación con mi madre llorando de alegría a mi lado. Si las cosas hubiesen sucedido así, tal vez mi reloj se habría puesto en marcha automáticamente, soldando sin violencia ni dolor las dos orillas del tiempo. Pero mi madre no estaba conmigo y ya no podría verla ni proseguir con ella el diálogo interrumpido entonces. Estaba conmigo mi hermana a quien dejé siendo todavía una niña y que ahora era ya toda una mujer casada, con una hija, viviendo una historia dispar de la mía y desconocida por mí. Eso era realmente mi hermana para mí: una desconocida. Por eso nos era imposible retrotraemos unívocamente al pasado común. Ese pasado apenas significaba para ella poco más que un recuerdo infantil, sin relación alguna con mi presente. Sólo las madres no cambian. Por lo tanto, sólo mi madre, su vida total e ininterrumpida, habría podido radicarme en la continuidad y absorberme en ella, como el cauce que recibe nuevamente en su seno al brazo de agua separado de él por un accidente del terreno. Así, en cambio, la continuidad había quedado interrumpida, rota, y yo me encontraba como retoñado, después de una larga invernada, en un campo desconocido.

—Comprendo tu emoción, Fede —dijo mi hermana, adivinando, sin duda, mis pensamientos—, pero estoy segura de que sabrás vencer la tristeza y de que pronto sentirás ganas de vivir. Y has de hacerte a la idea de que estás de nuevo en tu casa.

Estas palabras: «tu casa», me sobresaltaron, aunque de su tono no se dedujera ninguna otra alusión intencionada, aunque yo estaba seguro de su espontaneidad, porque me recordaron que existía allí otro hombre, el jefe de la familia, absolutamente extraño para mí. Todavía ignoraba quién era y cómo era. Sólo había cruzado con él algunas frases de circunstancias en el locutorio de la prisión.

No podía eludir el tema y pregunté:

—¿Y Fernando? Tengo tantas ganas de conocerle mejor…

—Y él de conocerte a ti. Fernando es muy bueno, ¿sabes?, y muy trabajador. Con decirte que se echa a la calle a las ocho de la mañana y que no vuelve hasta las diez de la noche, para cenar y acostarse… Desempeña dos empleos y, para poder atenderlos, tiene que comer por ahí cualquier cosa a mediodía.

Me había repetido estos datos muchas veces, por carta y en el locutorio, pero yo fingí, lo mejor que pude, un gran asombro, como si los oyera por primera vez, y ella prosiguió, más animada:

—Es que la vida se ha puesto por las nubes, Fede. Esto, claro, tú no lo puedes saber, pero te aseguro que pronto lo comprobarás. Seguimos con la dichosa cartilla de racionamiento al cabo de tantos años, y que no sirve más que para justificar el escandaloso latrocinio del estraperlo, que es el único mercado libre que existe. Como ya te conté, aprovecharon mis últimos meses de embarazo para reorganizar la oficina y dejarme sin sitio en ella. Claro que pude intentar más tarde recuperar mi empleo, pero entonces Fernando se opuso, a fin de que pudiese cuidar mejor a la niña. Por este motivo lleva él solo todo el peso de la casa. Ocupa dos empleos, pero sería capaz de desempeñar tres si se le presentase la ocasión, aunque tuviera que comer de pie y dormir a ratos en el «metro» y en los tranvías. No sé cómo resiste. Apenas ve a Carlota. Yo comprendo que es demasiado, pero, en las actuales circunstancias, no nos queda otro camino para poder seguir adelante, hasta cuando Dios quiera. —Hizo una pausa para acariciar la cabeza de la niña y prosiguió—: Con nuestra madre se portó muy bien siempre, y contigo… ya lo sabes tú. Más de una vez me tiene dicho: Toma estos dos duros y envíaselos a tu hermano. Los he ahorrado a costa de algún café de menos y de andar más a pie. No son de la casa. Son el producto de un pequeño sacrificio mío. Él es así —puso su mano sobre la mía y terminó diciendo—: Espero que os entendáis y os llevéis bien.

—Claro que sí, mujer; no lo dudes.

No estaba yo muy seguro de ello, pero quería librar a mi hermana de esa preocupación. El retrato que de él acababa de hacerme, me hizo presentir que no podrían ser nunca muy cordiales las relaciones entre ambos. La melancolía y el desencanto que trascendían de las palabras de una mujer antaño alegre y decidida y la grisura y el aire triste de la casa eran síntomas inequívocos de fracaso. Pero, ¿por culpa de quién? ¿Por culpa de Fernando, de las circunstancias o de ella misma? Para el caso era igual. Mi hermana no era feliz y se sentía frustrada, vencida, más vencida quizá que yo mismo. Y su pena vino a engrosar la mía, haciéndola menos soportable aún. Sin embargo, no quise hurgar en la herida y le pregunté:

—En ese caso, no vendrá hasta la hora de cenar, ¿no es eso?

Alfonsina asintió con un movimiento de cabeza y dijo, suspirando:

—Y llegará reventado, para cenar y acostarse rápidamente, como todas las noches.

Carlota se me había ido acercando insensiblemente. Su carita sonrosada, tan fresca, y sus ojos, tan radiantes, eran los únicos destellos luminosos en aquel ambiente ennubarrado por los presentimientos y las evocaciones. La cogí en vilo y la monté sobre mis rodillas.

—Ésta sí que va a ser amiga mía de verdad, ¿eh? Tu tío Federico te va a querer mucho, ya verás —así quebré el curso nostálgico y triste de nuestra conversación, añadiendo—: Verdaderamente, los niños son las únicas criaturas humanas a quienes se puede querer sin miedo a que nos traicionen o defrauden.

—Y que lo digas, Fede, y que lo digas —convino Alfonsina haciendo un esfuerzo para levantarse, y agregó—: Bueno, ya hablaremos de todo. Tenemos mucho tiempo por delante. Ahora conviene que te asees, comas y te acuestes.

Me duché en la cocina, sobre un barreño de cinc y utilizando un tubo de goma enchufado al grifo del fregadero. El agua fría limpió mi cuerpo de las últimas escorias de la cárcel y sedó mis nervios. Mientras me enjabonaba y frotaba oía la charla entre madre e hija, entreverada de risas y exclamaciones de la pequeña. Supuse que estarían sacando mi ajuar de la maleta que yo mismo había abierto a ese fin: unas cuantas prendas viejas, deslucidas, remendadas, prácticamente unos harapos, y unos cuadernillos con notas y apuntes, escritos en clave, en que se resumían mis impresiones y mis pensamientos sobre el acontecer fuera y dentro de la prisión y mis cambiantes estados de ánimo. Todo eso constituía el patrimonio atesorado por mí en los años decisivos en que otros hombres consolidan su posición en el mundo. Materialmente, una miseria. Quizá ni eso. Una miseria es algo, aunque mínimamente, positivo, mientras que lo que yo poseía a mis treinta y cinco años no pasaba de ser un símbolo negativo. ¿Y espiritualmente? Ah, eso no podía yo estimarlo entonces. ¿Sería verdad que el sufrimiento enriquece el espíritu o era simplemente una frase, una expresión poética?, me preguntaba mirándome a los ojos en un espejo grande y a solas conmigo mismo por primera vez después de tanto tiempo. Si es verdad lo primero, me dije, debo ser un hombre inmensamente rico, un Creso del espíritu, porque el sufrimiento me ha penetrado desde la punta de las uñas de los pies hasta la punta de mis cabellos, porque he estado sumergido en un baño de aflicción más de tres mil quinientos días con sus noches, entre guerra y cárceles, las dos manifestaciones más extremosas de la crueldad humana. Me acordé de Cervantes, el más grande de los hombres. Pero no, yo no podía ser Cervantes, pobre de mí. ¿Y Don Quijote? Menos aún. Jamás llegaría a ser tan puro, tan generoso, tan idealista, tan imaginativo, tan crédulo y tan angelical como el Triste Caballero. Me vi como lo que era, un hombre más entre millones, con los brazos sin músculos, con la armazón de los huesos pugnando bajo la piel, con una cabeza demasiado grande para un cuello de gallo desplumado, con el sexo como una excrecencia mórbida, con la carne teñida por el palor lunar de los cadáveres. Físicamente estás hecho una birria, majo, resumí para mis adentros. Y de lo otro, ¿queda algo aquí?, y me acaricié la frente y la golpeé suavemente con los nudillos, como quien intenta averiguar si la caja contiene algo o sólo aire, pero no obtuve respuesta alguna. Eso ya lo veríamos más adelante. De momento, lo que más me urgía era prepararme para arrostrar una realidad que empezaba a dibujarse a mi alrededor con tonos tan desoladores. ¡Y yo que había previsto aquella situación como la de la vuelta del héroe! ¿Cuándo aprendería a no dejarme seducir por la imaginación? Claro que, de no haber sido por la magia de la fantasía, yo habría muerto espiritualmente, y puede que también físicamente, mucho tiempo atrás. ¿Un nuevo descalabro? Bien, ¿y qué? ¿Es que me iba a desmoronar cuando, a pesar de todo, las posibilidades que se me brindaban para rehacerme eran indiscutiblemente más y mejores que mientras estuve atrapado en las prisiones? ¡De ninguna manera! Cerré los ojos y me concentré en mí mismo. Tienes treinta y cinco años y ello quiere decir que estás en lo mejor de tu vida. Todavía puedes vencer si no desfalleces. Ante ti se despliega el camino de la lucha que emprendiste un día. No olvides a los que tuvieron peor suerte que tú y cayeron en las madrugadas fatales con la esperanza de que al fin alcanzarían la victoria los que quedaran con vida, me dije y sentí que un hondo escalofrío recorría todo mi cuerpo. Y permanecí quieto, mudo, contenidos la sangre y el aliento hasta que cedió el espasmo y volvió otra vez la luz a mi cerebro y la calma a mis nervios. Me sequé después vigorosamente con la toalla y me vestí el pijama nuevo de Fernando, según me dijo Alfonsina, cuyas perneras me quedaban muy por encima de los tobillos. Así que mi querido cuñado es más pequeño de lo que yo creía… Una última mirada al espejo y me reí de mí mismo. También se rió mi hermana al verme. Entonces me asaltó la preocupación del traje. No tenía más traje que el que había traído puesto, en plena ruina, con las solapas arrugadas, con brillos y cercos por todas partes y con los bajos del pantalón deshilachados. Si no me era posible usar provisionalmente uno de mi cuñado, tal como había previsto, ¿cómo me las iba a arreglar para presentarme decorosamente ante nadie en solicitud de trabajo sin levantar sospechas?

—No te preocupes —me aseguró Alfonsina—. El mismo sastre de Fernando podrá hacerte a plazos un terno flamante.

En la mesa del comedor me esperaba un glorioso plato de habichuelas coloradas. Entonces me di cuenta de la pavorosa hambre que tenía y me puse a comer con tan incontenible apetito que ni el rumor que me corría por la cabeza son las judías coloradas de Fernando lograba frenarme. La verdad es que llevaba más de cuarenta y ocho horas sin echar al estómago más que agua. Mientras yo trituraba y engullía como una máquina, Alfonsina fue desgranando para mí la crónica familiar. Me habló primero del éxito del tío Federico, hermano de nuestra madre. Al término de la guerra se trasladó a Madrid desde Segovia, donde ejerciera siempre la abogacía con escaso provecho, y ya era gerente de varias empresas importantes. Yo sabía que, años atrás, había tenido un altercado con mi madre, que le echó de casa por haberse permitido expresar algunas opiniones no muy favorables para mí. A consecuencia de este incidente, ya no volvieron a verse los dos hermanos hasta que, avisado en el último momento por Alfonsina, vino él a despedirse de mi madre para siempre.

—Por aquel entonces, por cierto, fue cuando reorganizaron mi oficina y me dejaron fuera. Pensaba recurrir al tío Federico en busca de apoyo, pero no lo hice. Nunca lo hice.

—Mejor que así fuera —dije yo—. Más vale no deber nada a tipos como nuestro tío.

Pero Alfonsina no estaba, en el fondo, de acuerdo conmigo. Pensaba, con ese sexto sentido práctico de las mujeres, que el orgullo es, en esos casos, el peor consejero y que es preferible guardárselo en el bolsillo, pues añadió:

—Pero, más tarde, Fernando fue a pedirle un empleo y se lo consiguió en seguida.

En ese momento bebía yo un largo sorbo de agua y, cuando dejé el vaso vacío sobre la mesa, me limité a encogerme de hombros en señal de indiferencia.

Luego le tocó el turno a nuestro primo Emilio, el primogénito de tío Federico, que también había logrado alcanzar una envidiable posición.

—¿Cómo? ¿Que ese cabezota ha triunfado? Pero, ¿es que pudo terminar la carrera?

—No, no la pudo terminar. Hubo de desistir, pero su padre le ha colocado en una de las empresas que dirige.

—Claro, teniendo el padre que tiene… —y me eché a reír con la boca llena.

Alfonsina prosiguió:

—La única de la familia que viene por casa alguna vez y pregunta por ti es Susana.

Casi no me acordaba de ella. Cuando acabé mis estudios de pedagogía y me gradué de maestro nacional según el plan de la República, fui a Segovia para conocer aquella rama de la familia por parte materna. Tío Federico me pareció un hombre mediocre que se creía frustrado por falta de ambiente para el desarrollo y aplicación de sus facultades superiores, un águila encerrada en una jaula, poco más o menos, y un fanático de ideas góticas y tridentinas, en lo político y en lo religioso, respectivamente. En aquel tiempo pertenecía a la CEDA, a las órdenes de su jefe supremo, Gil Robles, a quien consideraba genial, infalible, muy superior incluso a sus modelos, Mussolini y Hitler. Alguna vez discutimos de política, sin posible avenencia nunca, él desde sus posiciones del fascista gilrroblista rabioso y yo, desde mis preferencias democráticas sindicalistas, pero ya me anunció entonces, verano del año 35, la alianza de todos los elementos patrióticos sanos contra la República, con el fin de imponer en España una férrea dictadura militar como Dios manda. Yo pensaba que mi tío me repetía, no más, los rumores que circulaban por las peñas del casino entre los típicos representantes de la resentida clase media provinciana, inmovilizada en sus irrealizables sueños de dominio y reconquista de privilegios. Un año más tarde hube de reconocer, sin embargo, que tío Federico no fantaseaba tanto al decir y repetir :Acabaremos con esa chusma de ateos, liberales, socialistas, comunistas y anarquistas. No dejaremos ni uno sólo de ellos para muestra. Ése era el recuerdo que guardaba de él. En cuanto a mi primo Emilio, su imagen en mi memoria se reducía a su mirada bovina y a su gran cabeza de cabellos híspidos cortados en forma de cepillo. Su haraganería y torpeza se manifestaban en todos sus actos para desesperación de su padre. Había logrado terminar el bachillerato con abundantes calabazas, a fuerza de palizas y arrestos a cargo de la autoridad paterna, pero aquel año no pudo aprobar ni una sola de las asignaturas del primer curso de Derecho y se pasaba los días enteros encerrado, a solas con sus libros, en un cuarto interior de la casa, a fin de que no se distrajese mirando a la calle. Susana era muy diferente: vivaz, inquieta, de mirada descaradamente inquisitiva. Tendría doce o trece años y ya mediaba el bachillerato.

—¿Quién? ¿Susanita? —pregunté maquinalmente a mi hermana—. ¿Se come aún las uñas?

Yo sólo podía recordarla vagamente como una chiquilla de nariz respingona, moviéndose en la silla o de bruces sobre la mesa, preguntándome algo y mirándome con una mezcla de curiosidad, interés y malicia.

—Si ella te oyera… Está guapísima. Es licenciada en Filosofía y da clases en una academia. Si la vieras, no la reconocerías.

¿Cómo podría recordarla después de tantos años y sin haberla conocido de verdad nunca? Pero me alegraba mucho saber que era guapa y que se hubiera abierto camino por sus propios méritos.

—Creo que es la única persona estimable de esa familia —dije.

—Y no sabes cuánto te admira —añadió mi hermana.

He de confesar que me sentí doblemente halagado, por vanidad y porque era la primera noticia halagüeña que recibía.

—Es natural, porque ella vio en mí al profesor y porque, comparándome con el besugo de su hermano, debí parecerle un portento.

Alfonsina prosiguió su relato en que oí nombres de amigos y allegados perdidos en la gran resaca de la posguerra, absorbidos por la abrumadora lucha para sobrevivir o desterrados por efecto de las sentencias, y también voluntariamente con el fin de pasar inadvertidos y sustraerse a las posibles represalias de algún espontáneo vengador. Algunos de mis compañeros, excarcelados antes que yo, se dejaron ver por mi casa un día para hablar de mí, pero raramente repitieron la visita. En suma, la dispersión y, con ella, la ruptura de aquellas relaciones de afecto y amistad, contraídas en la desgracia común, y que siempre nos parecieron inquebrantables. Pero entre aquellos nombres faltaba uno, el de más profundas resonancias sentimentales en mí. Esta omisión, ¿era casual o deliberada? Entre tanto, yo había terminado de comer y mi hermana puso fin al anecdotario, diciéndome:

—Y, ahora, a la cama, a descansar, que buena falta te hace. Puedes pasarte toda la tarde durmiendo.

Y se levantó. La seguí y, ya en la puerta de mi dormitorio, no pude contener por más tiempo la pregunta cuya respuesta tanto me interesaba:

—¿Y Matilde? ¿Qué sabes de ella?

Alfonsina pareció asombrarse.

—Bueno, ya te dije en alguna de mis cartas que se había ido e vivir a Tetuán con su marido, porque, según me dio a entender, él estaba destinado al servicio de información en aquella zona.

—Sí, pero, ¿y después?

—Nada, no he vuelto a verla ni a saber nada de ella.

Me eché sobre la cama y me dispuse a ordenar mentalmente aquella confusa relación de datos, nombres y recuerdos. ¡A ver, a ver! De manera que Matilde… Pero se desplomó sobre mí la oscuridad y fui arrebatado por un sueño mineral, sin memoria.