Me abrió la puerta, me empujó y, de pronto, me encontré dentro de la gran sala y frente a él, que me miró penetrantemente. Él estaba de pie, de espaldas a una mesa barroca cargada de carpetas hasta una altura de medio metro. Él vestía uniforme de general, con fajín rojo y borlas doradas, gran Cruz, insignias de espadines cruzados y lustrosas botas altas. Permanecía descubierto. Era un hombre de baja estatura, rechoncho, de cara llena, nariz aquilina, ojos oscuros de mirada indescifrable, cabello ralo y abdomen redondo que hacía pingar un poco la guerrera por delante. Estirado, con los pies juntos, afirmativo, dominador, napoleónico. La tensión de su rostro se quebraba en sus labios que se entreabrían insinuando una leve sonrisa, apenas un frunce, apenas un rictus, apenas un pliegue, acaso sólo una transparencia de timidez que acentuaba el canoso bigotito circunflejo y subrayaba la breve barbilla huidiza. Su efigie, multiplicada al infinito en monedas, sellos de correos y fotografías oficiales, ofrecía una apariencia de serenidad, lejanía y magnánima indiferencia, que resultaba incongruente con su verdadera expresión en vivo, delatora de un espíritu atento, suspicaz, minucioso, retraído, ególatra, siempre a la defensiva. Con la siniestra empuñaba unos guantes blancos y con la diestra, pequeña y bien formada, me señaló una frágil silla situada junto al muro, en el lateral derecho desde su punto de vista.
—Ponte allí —me ordenó con un gesto.
Reculé lentamente, sin apartar mis ojos de su fría mirada, hasta tropezar con la silla. De nuevo, la pequeña mano me ordenó, con un pausado movimiento, que me sentara y yo obedecí, agarrándome previamente a los bordes del asiento. Después, el Gran Jefe selló sus labios con el índice, significándome así que debería esperar sentado y en silencio. Yo recogí mis pies bajo la silla para ocultar las barbas de esparto de mis alpargatas, estiré el raído pantalón, me cubrí hasta el cuello con las solapas de mi vieja chaqueta, me encogí cuanto pude y esperé. Vi entonces que de los muros colgaban grandes y suntuosos tapices, que del techo pendía una enorme lámpara de vidrios iridiscentes, que cubría el suelo una gruesa alfombra de arabescos dibujos, y vi también cómo el Gran Jefe se concentraba como un atleta que se dispusiera a dar un salto mortal. Fue una pausa intensa en que se detuvo el tiempo, hasta que el Gran Personaje pulsó un timbre disimulado bajo el borde de la mesa. Yo no oí el sonido del timbre, pero se abrió la puerta para dar paso, silenciosamente, a la figura del ayudante que ya conocía por haber sido él quien me obligara a trasponer el umbral de la sala con un empujón, diciéndome: Adelante, hombre, adelante. Ya que has llegado hasta aquí, aprovecha la ocasión. El Gran Jefe no se come a nadie. Pero no abras la boca hasta que él te lo ordene. El ayudante hizo un cómico gesto de extrañeza al verme sentado en presencia de su Amo, y dirigió a éste una muda pregunta con la mirada, que quería decir: ¿A qué aguarda este miserable? ¿Me lo llevo ya?, y dio, en consecuencia, unos pasos en mi dirección, pero se detuvo antes de llegar a mí, contenido por un gesto seco de aquél. El ayudante dio a entender con un aspaviento su absoluta incomprensión de lo que veía. El Gran Jefe susurró ¡Imbécil!, con lo que me animó a burlarme también del cuitado sacándole la lengua. El asombro del ayudante ya no cabía en su cara. Se quedó inmóvil, con la boca de par en par, con los ojos deslumbrados y con las cejas poco menos que a la altura del tupé. El Gran Jefe, impasible, giró su mirada hacia mí y me guiñó un ojo. Luego, señaló la puerta al ayudante y le hizo con la mano la señal convenida, que podría traducirse en las siguientes palabras: Hazles pasar ya, hombre, y no te quedes ahí parado como un pasmarote, para dar comienzo a las audiencias. Desapareció el aturdido subalterno y nos quedamos otra vez frente a frente el Gran Personaje y yo. Nos miramos y él hizo un movimiento aprobatorio con la cabeza, para quedar instantáneamente petrificado, con la mirada al frente, sin un parpadeo, sin un tic en el rostro, sin ninguna oscilación perceptible en su figura, como una estatua. A poco, se abrió la puerta y apareció en su dintorno la menuda humanidad de un viejecillo con bonete rojo, capa escarlata y reluciente pectoral de piedras preciosas, que inició la marcha seguido de una fila de prelados. Los había entre ellos orondos y escuálidos, de doble papada o cuello de ave, de expresión beatífica o jocunda o dispépsica. El aire se movió al paso de sus finos y flotantes manteos carmesíes, se extendió por la estancia el olor eclesiástico a incienso y a brocados antiguos y comenzó el desfile ante el Gran Jefe. Se destocaban, describían una tímida reverencia y aquél les besaba, entre tanto, las amatistas. Finalmente, se colocaron en semicírculo a su alrededor. Por entre sus cogotes cubiertos con los solideos de púrpura pude observar el gesto complacido del Gran Personaje, cuya sonrisa, tan sutil como un reflejo de luz, revelaba su íntima complacencia ante el acatamiento de su poder por parte de aquellos príncipes sacros de prosapia romana y milenaria. El vejete extrajo un rollo de papel que llevaba oculto en una bocamanga, se montó las gafas, igualmente escondidas en la otra bocamanga, carraspeó, encogió la nariz y empezó a leer campanudamente, no en el latín cacofónico de los escolásticos, sino en vulgar romance paladino. Su voz se rompía en los agudos y, a veces, trastabillaba los vocablos cuando le desobedecía la prótesis dental demasiado holgada para sus encías. Su oratoria sublime mezclaba fastos históricos y nombres egregios de todas las épocas en un singular malabarismo dialéctico. Habló de las Cruzadas, de Pedro el Ermitaño y de Godofredo de Bouillón, comparando, después, al Hombre Providencial, vencedor de la masoría y sus aliados en la última Cruzada, con Santiago Hijo del Trueno y con Don Juan de Austria, adalides victoriosos, respectivamente, en Clavijo y Lepanto. Invocó los favores de Dios sobre el moderno César Constantino, instrumento de la Providencia, restaurador del Imperio de Jesucristo, del poder y de la gloria de la Santa Madre Iglesia y de la grandeza incomparable de la Patria, la nación predilecta del Papa y del Altísimo. Tu espada victoriosa puso en desordenada fuga al ejército del mal y terminó con el reinado del caos y la anarquía. ¡Loor por siempre a ti, Gran Jefe, Gran Justo, Gran Misericordioso! Al final de este treno, el vejete hubo de contener con un dedo la dentadura postiza que se le salía de la boca. No obstante, continuó aún, ofreciendo al César Constantino el apoyo incondicional de la jerarquía y las preces de los sacerdotes y de todo el pueblo fiel. Se calló, guardóse las gafas en la bocamanga y ofreció al Gran Jefe el rollo de papel donde estaban grabadas tan excelsas congratulaciones. El Gran Justo inclinó ligeramente la cabeza y tomó en sus manos el sin igual presente. Acto seguido, en fila y uno a uno, los prelados pasaron ante él dándole a besar sus anillos pastorales y cubriéndose, después, con sus birretes rojos. El último en hacerlo fue el vejete, primus inter pares, sin duda, en el senado apostólico. A medida que el Gran Justo les besaba el anillo, los prelados iniciaban la vuelta silenciosamente, con las manos cogidas a los bordes de sus manteos de seda morada y sobre pasos majestuosos y litúrgicos, en dirección a la puerta.
El Amo dejó el rollo de papel encima de las carpetas, se estiró la guerrera y se quedó nuevamente inmóvil. Yo, al no hacerme ninguna indicación, ni siquiera mirarme, comprendí que su deseo era que permaneciese donde y como me hallaba. La pausa que siguió fue rota por una procesión de hombres tocados con birretes negros y cubiertos por brillantes togas negras con bocamangas de encaje blanco, sobre cuyos pechos brillaba la gruesa cadena de la que pendía la medalla de la justicia. El jefe de fila llevaba, además, un portafolio de piel bermeja. Ante el Gran Jefe, cada uno de ellos se quitaba el birrete y estrechaba la yerta mano que aquél les ofrecía mecánicamente. Entonces me di cuenta de que el Gran Personaje no miraba al que le estrechaba la mano, sino al siguiente, señal inequívoca para mí de su natural timidez. Colocados, a su vez, en semicírculo, el Jefe de filas abrió el portafolios y dio comienzo a la lectura de una larga sarta de elogios superlativos. Identificó al Gran Imperator con Justiniano, Papiniano y el padre Vitoria, y expuso conceptos de alquitarada sabiduría sobre el Estado de Derecho, los indeclinables poderes del Jefe Supremo, el esplendor de la Justicia soberana, el imperio de la Ley, lex dura, sed lex, la sumisión incondicional de los súbditos, la democracia orgánica, la supremacía de lo espiritual sobre lo material en alianza íntima con lo social, la unidad de los hombres y las tierras patrias, para concluir con un canto el Capitán de Occidente, al Defensor de la Civilización, etc., etc. Aquellos hombres seniles, caducos, présbitas o miopes, víctimas de reumas e hipocondrías, me olían a papel de barba y a balduque. Formaban algo así como una congregación de jubilados, sin más deseos ni esperanza que la de seguir durmiendo la siesta. El que leía, leía por rutina, cubriendo su mala gana con un énfasis de cartón piedra. Daban la sensación de que estaban aburridos y cansados por repetir siempre las mismas palabras y representar periódicamente la misma pamema protocolaria. El Capitán de Occidente dio las gracias con una sobria inclinación de cabeza y recogió el portafolios de manos del orador. La audiencia había concluido y los togados se retiraron siguiendo el mismo ceremonial que los obispos. Cuando desaparecieron, el Defensor de la Civilización puso el portafolios coralino encima de los cartapacios que cubrían la mesa, se balanceó sobre sus pies, pero sin levantarlos ni cambiar de postura, y volvió a sumirse en actitud hierática. Como esta vez tampoco me mirara, me quedé quieto y sentado, como si yo fuera también una estatua. Los que asomaron después, envueltos en una ola de picante olor a naftalina, aparentaban ser unos tipos jóvenes y briosos. Vestían chaqué y pantalón a rayas, desmesurados algunos, raquíticos otros, ajustados los menos. El Mayordomo Mayor de la cofradía portaba un estuche taraceado a la toledana y otros dos cofrades, una arqueta visigótica, con clavos y herrajes de plata vieja, que dejaron posada en medio del salón. El Mayordomo Mayor se sacó del bolsillo interior del chaqué un manojo de cuartillas cuyo texto, de estudio obligatorio en escuelas y universidades, leyó con voz intrépida, altisonante y magistral. Desde los suburbios metropolitanos y las clases humildes; desde los productores descalificados de última fila; desde los beneficiados por la caridad y la beneficencia; desde los inválidos, los enfermos y los presidiarios; desde la mina, el mar y el campo, hasta los patrióticos burgueses de los barrios residenciales; hasta los ingenieros, los industriales, los comerciantes y los cabeza de familias numerosas; hasta los atletas, los artistas y los intelectuales; y desde el tajo, el templo, la universidad, la fábrica, la oficina, el taller y el laboratorio; desde todos los habitantes del país y desde sus más apartados rincones, en suma, se elevaba la misma voz de acción de gracias al Padre de la Patria Redimida, guerrero invicto, estadista impar, providente, generoso, humilde entre los humildes y altivo entre los poderosos, justiciero, sabio, infalible, martillo de herejes y marxistas, conductor indiscutible del pueblo trabajador, por haber elevado la Nación, envidia de todas las demás naciones, a la cúspide de la gloria y de la prosperidad. (Todos debemos estar unidos a Vos y obedientes a vuestros mandatos, hoy más que nunca, porque la conspiración masónica internacional arrecia en sus maquinaciones infames contra nuestra unidad, nuestra revolución y el sagrado legado de nuestros muertos. Por eso mismo, nuestra Provincia y todos y cada uno de los pueblos de nuestra Provincia, imitando el ejemplo de las demás Provincias con sus pueblos respectivos, nos llegamos a Vos para ofrecer a Vuestra Excelsitud, en prueba de admiración, obediencia y lealtad, las primeras medallas de oro correspondientes. He dicho). Y el Mayordomo Mayor se limpió la salivilla blanca que se asomaba a las comisuras de sus labios con un pulquérrimo pañuelo blanco de batista helvética. Después, abrió el estuche y mostró al Padre de la Patria Redimida la gran medalla provincial de oro mientras que los otros dos cofrades alzaban del suelo la arqueta visigótica, la destapaban ante él y le descubrían su contenido. El Estadista Impar sonrió con media sonrisa, metió su desenguantada mano dentro del cofre y sacó de él un puñado de medallas amarillas que dejó caer luego en su interior en forma de deslumbrante cascada. Entonces aleteó por la estancia un tintineo áureo que alegró los corazones, hasta el pobre y angustiado corazón mío, porque la música del oro posee una magia irresistible que para sí quisieran las músicas celestiales, el canto gregoriano, las sinfonías de Mozart y de Beethoven y los delirios melódicos y sinfónicos de todos los maestros habidos y por haber. La arqueta visigótica, al igual que el estuche, fueron colocados por sus portadores sobre la burocrática alfombra de legajos y carpetas que cubría la mesa. Finalmente, los cofrades gritaron a coro los vivas de rigor y emprendieron la retirada por el mismo orden en que aparecieron. Caso curioso. Ni los obispos, primero, ni los togados, después, ni, por último, los cofrades provinciales, habían reparado en mí. ¿No me verían realmente? Pero era imposible que no me vieran. Entonces es que no querían darse por enterados de mi presencia. Pero, ¿por qué? ¿Me tomaban acaso por la voz acusadora de su conciencia? ¿O es que estaban hartos de encontrarse con rojillos por todas partes? ¿O tal vez sentían vergüenza de que existiesen tipos como yo? No lo sabría nunca. Bueno, a mí me daba igual y olvidé pronto, por eso, el incidente que nunca ocurrió, porque verdaderamente no sucedió nada, y eso era lo único que había sucedido. Bien. Por un momento, la estancia se quedó muda, vacía, como deshabitada. Lo primero que se oyó después fue el suspiro de alivio del Gran Jefe. Le vi moverse, estirar los brazos y bostezar como un hombre cualquiera y, por último, mirarme a mí.
—Ven y tráete la silla —me dijo con voz evanescente.
Mientras el Gran Jefe daba la vuelta a la mesa y se dejaba caer en un sillón, llegué yo con mi silla que, por cierto, pesaba muy poco.
—Siéntate —me ordenó en tono melifluo.
Tenía una voz de falsete que no acompañaba con gestos expresivos del rostro o de las manos, como si brotase de un muñeco mecánico.
—Estoy muy cansado para continuar de pie —añadió, mirando a lo lejos y por encima de mí.
Me senté frente a él, con la mesa por medio. El montón de carpetas que se interponía entre ambos no me permitía ver más que su cabeza. A él debía ocurrirle lo mismo con respecto a mí, de forma que éramos uno y otro, desde el respectivo punto de vista, dos cabezas parlantes.
—¿Qué te ha parecido? —me preguntó, fijando en mí su mirada redonda y estática.
—¿El qué? —le retruqué yo, haciéndome el tonto.
—¿Qué va a ser, hombre de Dios? Las audiencias.
—Las audiencias… Sí, claro. Bueno, un poco pesadas, un poco aburridas, ¿no? Yo diría que siniestras. ¿Le parece mal?
El Gran Jefe adelantó el busto y apoyó la barbilla sobre una carpeta.
—No, no. Puede que tengas razón. Pero, ¿qué quieres? Son inevitables. Esos hombres son los instrumentos de mi poder, los eslabones y engranajes que lo transmiten. Sin ellos, yo no podría gobernar. Claro que tampoco me dejan ellos gobernar a gusto. Me adulan, me sirven, pero nada más que hasta el punto que les interesa. Muchas veces tengo que dejarles hacer lo que yo no quisiera que hiciesen para hacer yo, a cambio, aquello que a mí me interesa hacer.
¡El poder! ¡El fuego de los dioses!, pensé mientras el Gran Jefe hablaba. Aquel hombre era su depositario. Aquel hombre, por lo tanto, podía hacer y deshacer. Podía fulminar a un hombre, a una familia y a un pueblo entero. Asimismo, podía elevar, engrandecer, colmar de riquezas y honores a cualquiera. De su mano, de su firma, pendían la vida y la muerte. Un rapto de ira, una noche de insomnio, un dolor físico, una sospecha, una falsa información o cualquier otro factor interno o externo que influyese sobre su estado de ánimo podrían provocar en él decisiones de alcance imprevisible y de terribles consecuencias para un sinnúmero de personas desconocidas.
—Es una de las servidumbres del poder —seguía diciendo.
Yo, que también había apoyado la barbilla sobre una carpeta, empecé a sentir entonces una extraña vibración sonora, igual al zumbido que se escucha cuando acercamos el oído a un poste de conducción eléctrica y pensé, por asociación de ideas, que en aquel montón de papeles olvidados se encerraba el clamor oceánico de la nación entera.
—Ayer recibí a los hortícolas, a los labrantines de secano, a los terratenientes y al Colegio de médicos. Mañana les toca el turno a los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, y pasado mañana tendré que recibir a una comisión de exportadores de calzado, a otra de importadores de maquinaria pesada y al Consejo de Administración de Crudos y Derivados. Como verás, es una faena agotadora.
Yo seguía bajo la impresión de la idea del poder, del poder omnímodo, personal y directo, que me abrumaba, y apenas puse atención en las últimas palabras del Gran jefe. Éste guardó silencio y, tras una pausa, me preguntó:
—Bueno, ¿y a qué has venido tú, qué quieres?
Volví en mí rápidamente. Era la ocasión tantos años esperada, que yo había solicitado a través de innumerables oficios traspapelados a lo largo de la escala burocrática o que yacían, amontonados con otros, en alguna otra mesa o quizás en algún armario de objetos perdidos. Era mi ocasión y no podía dejarla pasar en vano. Así es que me expresé claramente, yendo derecho al grano.
—He venido por mi libertad —dije, firmemente.
—¿Qué libertad? ¿De qué libertad me hablas?
—De la mía.
—No entiendo. ¿No son libres todos los hombres en este país?
—No.
—¿No?
—No.
—Pues dicen que sí mis ministros, mis gobernadores, mis jueces y mis policías.
—Pues mienten.
—¿Que mienten?
—Sí, que mienten.
—¿Cómo te atreves?
—Digo la verdad.
No me quitaba ojo y advertí que realizaba un gran esfuerzo mental para concentrarse y entrar en situación.
—¿Eres masón? Y no tengas miedo, porque no te va a oír nadie más que yo.
—No.
—¿Y comunista?
—Tampoco.
—¿Has matado?
—No.
—¿Has robado?
—No.
—Entonces…
No acababa de comprender. No entraba en situación.
—Llevo más de siete años en la cárcel —dije.
—¿Por qué?
—Por haber perdido la guerra.
—Ah. De modo que tú estás preso por rebelión militar, ¿no?
—Eso dijeron mis jueces, aunque no se lo creían ni ellos ni yo, porque yo no me rebelé contra nadie. Al contrario.
—¿Y a qué te condenaron?
—A muerte.
—Pues yo no lo sabía, ya ves. Pero estás vivo.
—Sí, porque llegó a tiempo el indulto y la conmutación de la pena de muerte por la de treinta años de presidio.
—Menos mal, hombre. Entonces, te indulté yo, ¿no es eso?
—Así fue.
—Bueno, ya ves que soy de verdad el Gran Justo y el Gran Misericordioso. Debes estarme agradecido.
—Todavía no lo sé.
—Pues, ¿a qué aguardas?
—Ya lo he dicho: a ser libre.
—Libre, libre, libre… Siempre lo mismo. ¡Qué manía!
La cabeza parlante del Gran Misericordioso se movió lentamente de derecha a izquierda y al contrario, y cerró los ojos.
—¿Manía? ¿Manía querer ser libre?
El Gran Justo abrió los ojos asombrados.
—Claro. ¿Para qué quieres la libertad?
—Para lo que la quiere todo hombre. Para vivir su propia vida.
El Padre de la Patria Redimida chascó suavemente la lengua.
—No, no… Tú quieres ser libre para incordiar, para unirte a esa absurda conspiración de monárquicos, comunistas y anarquistas que andan por el extranjero mendigando apoyos para derribarme, sin saber, los muy idiotas, que yo madrugo más que ellos y que lo que buscan ya lo tengo yo asegurado a mi favor. Quieran o no, me tienen aquí por veinte, y tal vez por treinta, años más. ¿Comprendes? Si salieras ahora, volverías de nuevo a la cárcel reo de otra condena y eso no te conviene. Te lo digo yo.
Dijo todas esas palabras sin alterar lo más mínimo el tono de voz y sin rubricarlas con ningún gesto especial, inexpresivamente.
—Lo que yo haría si recobrase la libertad ni yo mismo lo sé. Nadie puede saberlo. Sólo una cosa puedo prometer, y es no repetir esta instancia si volviese a perderla por meterme a conspirador —le repliqué.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
Siguió una pausa e hizo un gesto de comprensión que yo interpreté como muy favorable para mí, pero me dijo:
—Hace unos días, alguien se me quejó de las inmoralidades de un gobernador y me pidió que lo destituyese, porque era el escándalo de su provincia. Por supuesto, yo conocía las andanzas del susodicho gobernador y de sobra sabía que era un verdadero sinvergüenza. Sí, pero es un tipo que tiene muy buenas, ¡muy buenas!, agarraderas, y no pude, por eso, acceder a lo que me pedía mi honrado consejero, ya ves tú. Y es que mucha gente piensa que soy un dictador, y no es cierto. Tengo que templar muchas gaitas y eso me impide en muchas ocasiones hacer mi voluntad, como ahora, en tu caso. Lo siento mucho, pero no puedo complacerte.
Fue una ducha helada que me metió el frío hasta los huesos.
—Pero… —balbucí.
—No le des vueltas —me interrumpió—. Hay cosas que no puedo saltarme a la torera. No, yo no soy un dictador. Ah, si lo fuera… Tengo que responder ante Dios y ante la Historía de mis actos y mi poder está limitado por la voluntad y los intereses de los instrumentos humanos que he de utilizar y que pueden romperse si los fuerzo excesivamente. Además, todos me piden y yo he de dar preferentemente a los míos. Y tú no eres de los míos. Por lo tanto, tendrás que esperar a que tu carpeta llegue hasta mí. Será el momento y entonces sí, te aseguro que entonces firmaré tu libertad, como firmé tu indulto un día.
Apaciblemente, paternalmente, como si yo fuera un niño a quien se niega un capricho. Hasta se le humedecieron los ojos. Parpadeó y se desprendieron de ellos dos lágrimas que rodaron por sus mejillas enternecedoramente. Casi me convenció.
La cabeza parlante del Gran Misericordioso era una estampa conmovedora. Si no hubiera estado en juego mi libertad, tal vez le habría pedido perdón por el sufrimiento que le causaba mi osadía.
—Entonces, tengo que volver a la cárcel, ¿no? —insistí, sin embargo, con la tozudez propia de mi carácter.
—No queda otro remedio.
—¿Hasta cuándo?
—No lo sé. De todas maneras, no debes desesperar. Deja que corra el tiempo. Al final, aún te quedará tiempo más que de sobra para ser libre y para aburrirte de ser libre. Alguna vez añorarás tus días de prisión y querrás volver a ellos, y te acordarás de este momento como uno de los mejores de tu vida. Naturalmente, puedes contar a quien quieras lo que has visto y oído hoy aquí. No me importa, porque no te creería nadie.
La cabeza parlante del Gran Jefe dejó de hablar y sus ojos, de verme, porque miraba por encima y más allá de mí. Sus lágrimas habían quedado convertidas en dos gotas transparentes sobre la carpeta.
Yo estaba desolado. Cerré los ojos y me vi otra vez en la cárcel, envuelto en la oscuridad de la noche de la cárcel, solo, abandonado, sonándome dentro las palabras tendrás que esperar a que tu carpeta llegue hasta mí, no sé cuándo…
Al abrir los ojos me hallé, efectivamente, inmerso en una densa oscuridad. ¿Dónde estaba? ¿Vivía? ¿Era un sueño? ¿Se repetía la pesadilla en que veía cómo iban marchándose los demás presos, en pequeños grupos o uno a uno, mientras yo era rechazado porque mi nombre no figuraba nunca en las listas? ¿O era verdad que se había extraviado mi expediente? ¿Su expediente? No, no se ha perdido. Sigue en marcha. Es que tiene que pasar por muchas mesas, por muchas oficinas, por muchas manos, y ser leído por muchos ojos, ser consultado por muchos funcionarios, revisado, comprobado, diligenciado, registrado, y vuelto a revisar, comprobar, diligenciar y registrar muchas veces hasta ser finalmente firmado y sellado. Y esto lleva horas, días, años, quién sabe cuánto tiempo. Así pues, ¿estaba otra vez dentro del sueño del sueño?
Sudaba de angustia y no me atrevía a moverme por miedo a tropezarme, a darme de bruces, con lo que tanto temía. Ahora, eso sí, empecé a darme cuenta de que era aquélla una oscuridad cálida que no olía a cárcel… ¿Qué?
Mi cerebro luchó desbocadamente por encontrar un rayo de luz en aquella maraña de sombras impenetrables. Mi cerebro, al cabo, dio una orden y mi mano palpó por encima de blandas ropas la carnosa redondez partida en dos de un cuerpo humano. ¡Dios! Apreté los dedos y entonces el cuerpo humano cambió bruscamente de postura. Comprendí de repente y busqué bajo las ropas y rocé con mis dedos la tibia carne desnuda de un cuerpo de mujer que dormía plácidamente junto a mí. Y era Celia, sí, ¡Celia! Yo no estaba en la cárcel, sino en la habitación de Celia. ¡Todo había sido un mal sueño! Me incorporé con sumo cuidado para no despertarla y quedé sentado sobre la cama, y, después, busqué a tientas el paquete de cigarrillos y la caja de cerillas que dejé, al acostarme, debajo de la almohada. Mientras, mi mente recobraba toda su lucidez. Ya no sudaba ni sentía angustia. La realidad era otra. La realidad…