5 de julio

5:20-6:00 de la mañana

Antes de ir a casa, Hinton llevó al Peque y a Dewey calle abajo, hacia la playa. Le seguían; se había convertido en el Padre. Les llegaba del mar la brisa matutina. Aún hacía calor, pero cada paso les acercaba a zonas más frescas. Había más luz sobre las azoteas, pero abajo aún estaba oscuro.

Siguieron caminando hacia el paseo de entablado. Al llegar a la última manzana, Hinton les paró antes de cruzar la calle. Se quedó con la mano alzada, mirando arriba y abajo. Sólo había un camión de basura que desbordaba de desperdicios, más amarillo que la amarillenta luz que bajaba del amanecer encapotado. Las farolas eran de un tono pálido y tenían azules bordes fosforescentes. Hinton indicó con la mano que siguieran, como hacían los jefes de patrulla. Cruzaron la calle, con paso tranquilo, pero pendientes de cualquier sorpresa. Calle arriba patrullaba un machacacabezas, de espaldas a ellos. Estaban ya en su territorio; todo emanaba una familiaridad inmensa y confortante. Conocían aquel territorio en todos sus confines: seis manzanas cortas por cuatro largas. Podrían cubrirlo en muy poco tiempo: conocían perfectamente todos los ladrillos, todas las manchas, todas las señales, todas las huellas de balas que había en las aceras, todos los escondites. Era como conocer un espacio sin límites que liberaba el alma, donde nunca podía haber auténtico peligro. No había tanto espacio en todo el resto de la ciudad. Lo sorbían ávidamente, sorbían cada centímetro de fisurado asfalto y todo el espacio desde allí hasta la destacada masa de la montaña rusa que se alzaba sobre los edificios. Estaban allí. Allí. Confortándose después de su noche. Recorrieron la última manzana que precedía al paseo de entablado.

Hinton olió la fresca brisa marina, empezó a sentir una alegre emoción y de nuevo aceleró el paso. Los chicos también se apresuraron. Hinton inició un trote. Los otros trotaron tras él. Empezó a gritar, sin decir nada determinado, dejando que lo que tenía atragantado en el gaznate hallase una salida sin palabras. Empezó a correr. Corrieron tras él, riendo tontamente, sin poder controlarse. ¿Era en esto sólo en lo que consistía ser un hombre?, se preguntaba Hinton mientras corría. ¿Era así como te convertías en Jefe, en Padre? Corrió rampa arriba hasta el paseo de tablas. Los otros corrieron tras él. Sus pies repiquetearon en la madera, acompasadamente. Unas cuantas personas recorrían la extensión vacía del paseo de tablas, que desaparecía por ambos lados y se desvanecía en la roja neblina del amanecer. Algunos pescadores llegaban para aprovechar la primera marea. A lo lejos, una familia cargada de mantas y equipo de playa cruzaba el entablado con dirección a la orilla. El sol matutino asomaba entre la niebla, a la derecha, rojo y redondo. La arena manchada y el agua enrojecida, calma bajo el viento, se extendían ante ellos.

Hinton señaló y gritó:

—¡El océano!

—¡El océano, el océano! —gritaron los otros dos, y todos rieron histéricamente.

Hinton bajó corriendo las escaleras hasta la arena y luego siguió playa adelante hacia el agua, virando bruscamente a la izquierda para deslizarse, tocar la suave hinchazón de la ola y percibir que la humedad penetraba por las aberturas de sus zapatos. Sintió un ardor intenso y frío en las rozaduras, y luego una sensación fresca y agradable. Sumergió su mano rozada en el agua y sacudió las gotas en el aire.

Corrieron. No podían dejar de reír ya, intentando impedir por todos los medios que la alegría degenerase en risillas infantiles. Cacareaban, aullaban y gritaban. Algunas gaviotas alzaron el vuelo al aproximarse ellos; el viento levantó trozos de papel en el aire. Sus veloces pies se hundían en la playa provocando nubes de arena. El viento del mar era fresco ahora, casi frío, y el asfixiante aire de la noche parecía despejarse y disiparse; era como si por fin se viesen libres de una pesadez y un espesor palpables. Cada paso que daban era más leve, más ligero, y sentían que la alegría les iba embargando hasta hacerles olvidar casi su cansancio. A Hinton ya no le preocupaba el destrozo de sus elegantes zapatos italianos, que se había iniciado en el parque; ¡qué lejos parecía lo del parque, como si no hubiese sucedido ni mucho menos aquel día ni aquella semana, ni nunca en realidad! ¿De dónde iba a sacar él otros quince pavos para unos zapatos como aquéllos? Daba igual. No importaba lo más mínimo.

Dewey dio una voltereta y la insignia del sombrero brilló en un círculo. El Peque lo intentó, y se le cayó del sombrero el cigarrillo de guerra. Lo recogió, y a punto estaba ya de volver a colocarlo en la cinta del sombrero, cuando tuvo una idea. Se volvió, corrió hacia Hinton, se arrodilló y se lo dio. Hinton lo cogió, lo sostuvo un segundo en la mano y se lo puso en la boca. El Peque se lo encendió. Hinton aspiró el humo una, dos veces, firme y frío, y luego dejó que el humo fuera saliendo de su boca, de su nariz para que la brisa marina lo capturase y dispersase en la nada. Apagó el cigarrillo y volvió a colocarlo en la cinta del sombrero del Peque. Dewey les contemplaba y asentía. Luego, Dewey y el Peque sacaron los cigarrillos de guerra de las cintas de sus sombreros y se los dieron a Hinton, quien los guardó en un paquete semivacío de cigarrillos que tenía. La expedición de guerra había terminado. Hinton se volvió y empezó a caminar de nuevo hacia el paseo de tablas. Los otros dos le siguieron. No hacía falta decirlo. Ahora el Padre era Hinton.

Siguieron por la playa unas cuantas manzanas. Luego se desviaron hacia el interior y se encaminaron a casa. Eran cerca de las seis y en la playa era ya completamente de día. Las calles aún estaban sumidas en intensas y oscuras sombras. La brisa marina levantaba polvo. Allí el viento olía a sal, a algas podridas, a casas en ruinas, a madera vieja y podrida, a las basuras de los estercoleros del interior.

Siguieron caminando hasta llegar a la confitería donde se reunían siempre. Había allí algunas chicas, unas sentadas y otras apoyadas en el quiosco. Les habían estado esperando toda la noche: la mujer de Héctor, la mujer de Bimbo, la mujer de Dewey y la mujer del Peque. Hablaron y las hijas les dijeron que Arnold había regresado hacía unas horas. Arnold les había explicado que Ismael había desaparecido; nadie sabía qué le había pasado. Ellos dijeron a las mujeres de Héctor y Bimbo lo que sabían de sus hombres. Las chicas cabecearon, procuraron mostrarse frías, encendieron cigarrillos y echaron el humo por las narices. Todos se dieron la mano y se separaron.

La mujer de Bimbo se echó a llorar. La chica de Héctor le echó un brazo por los hombros y se alejaron juntas. Dewey y el Peque se marcharon con sus mujeres, abrazados. Hinton esperó a que todos se fueran y entonces se encaminó hacia La Cárcel.

Aún estaban ambos lados de la calle cubiertos por la sombra matutina. Había muchas casas viejas de madera, sin pintar, desvencijadas, que se tenían en pie sólo porque se apoyaban unas en otras. Al final no sería Padre, pensó Hinton; a menos que quisiese pelear con Arnold. Pensaba que podía ganarle; ¿no había matado ya a su hombre y no había dirigido una expedición? Deseó tener una chica que le esperase, como los otros. Una chica que le viera luchar contra Arnold y derrotarle como había derrotado al sheriff. Una chica que se enamorase de él. Pensó de nuevo en una chica. Se vio conquistándola, yendo con ella, al igual que los demás. Se imaginó haciendo el amor con ella. No se lo imaginó para excitarse, sino como… algo limpio… dignificado. Si conseguía una mujer sabía que, en realidad, no le importaría lo de ser el Padre, porque si uno tenía lo que deseaba, ¿para qué luchar? No merecía la pena. Por lo menos había ganado reputación, y ahora sabían que era un hombre capaz de dirigir, aunque no siempre quisiese luchar… y desde luego no por la jefatura de la Familia. Pero, ¿no había llevado a casa a los otros dos? Arnold no lo había hecho; y tampoco Héctor, ni Bimbo, ni Lunkface habían sido capaces de hacerlo. Bastaría ser un hombre importante en el territorio, y llegar a ser, quizá, Tío. Entonces, podría conseguir una chica fija en vez de tener que ir con el tipo de chicas que eran de todos.

Entró en La Cárcel. Era una casa de apartamentos de ladrillo, de cuatro plantas. Vivían en la última. Les había encontrado el apartamento, como siempre, la oficina de auxilio social, y era el vigésimo lugar en que vivía desde su nacimiento, o cinco lugares más que años tenía. Casi todas las luces del vestíbulo aparecían apagadas. Las escaleras estaban medio desprendidas de las paredes. Alonso las llamaba de flotación libre. Se detuvo junto a la puerta de entrada y escuchó. Debían haber cogido a Héctor, a Bimbo y a Lunkface, y quizás hubieran hablado. Los policías podían estar esperándole. Sólo oyó a la judía loca dando vueltas por su casa de la planta baja. Parecía que aquella mujer nunca dormía, siempre hablando sola… era una bruja. No podías mirarla porque tenía un ojo de cristal, una mano como una garra y decía extrañas palabras. Había quien aseguraba, por ejemplo su madre, que podía hechizarte; pero él no creía en esas cosas.

Esperó. No oyó nada. Corrió el riesgo y empezó a subir corriendo las escaleras. Estaba molido. Lo único que se oía era el crujir de aquellas escaleras de La Cárcel… tan duras de subir.

La última planta tenía cuatro apartamentos, dos a la derecha y dos a la izquierda. Había dos retretes en el centro, uno por cada dos apartamentos. Antes de entrar en casa, fue al retrete. Siempre evacuaba medio de pie, porque no quería sentarse allí, pero aquel día no pudo. Estaba demasiado cansado. Las paredes, apenas visibles a causa de la excesiva oscuridad, estaban llenas de inscripciones; en el poco tiempo que llevaban viviendo en la casa también él, sus hermanos, sus hermanas, todos, habían añadido sus propias consignas. Había cucarachas inmóviles en las paredes. El rumor de la orina cayendo era sonoro, pero familiar y confortante. Sintió una sensación de relajamiento que impregnaba su cuerpo; un relajamiento que partía de sus entrañas al vaciarse. Apoyó la cabeza en la pared y casi se quedó dormido. Cuando terminó, entró en la celda.

No había bombilla al final del pasillo. Encendió una cerilla. En la pared, junto a su puerta, escribió un nuevo «Norbert a la mierda» al final de una larga lista de Norberts a la mierda. Abrió la puerta. Daba directamente a la cocina. Estaba muy oscuro. Dormían allí tres de sus hermanos pequeños y una hermana, también más pequeña. Nadie se movió en la oscuridad. En la cocina había una pila de ropa en el suelo, unas cazuelas con comida fría ya, sobre el fogón, unas cuantas latas de cerveza vacías, alguna lata de comida amediada que su madre había olvidado guardar y platos sucios en la mesa y en el fregadero. Cruzó la cocina. Al cruzar aquella atmósfera cálida e inmóvil algunas moscas empezaron a revolotear. El niño dormía en una cuna con ruedas y lloraba. Hinton le acunó una, dos veces, luego le dejó y siguió.

La siguiente habitación era un dormitorio-comedor. Por la puerta abierta de la habitación delantera penetraba un poco de claridad. Su madre, Minnie, gorda, sudando en el asfixiante agobio de aquel aire empapado de olor a orines de bebé, estaba jodiendo con su hombre, Norbert, que vivía esporádicamente con ellos desde hacía ya unos dos años. Al pasar Hinton, aunque sus caras miraban en su dirección y aunque tenían los ojos completamente abiertos, parecieron no verle en absoluto; sólo miraban vagamente perdidos en su dirección. La cara fofa y redonda de Minnie rebosaba placer, pese a que cualquiera hubiese jurado que la estaban torturando de tanto como gemía. También Norbert tenía la cara redonda, pero Hinton no la veía claramente; sabía que Norbert tenía los labios crispados y sonreía, pero en realidad no era una sonrisa. Norbert emitía jadeos como si estuviese exhortando a un caballo a llegar a la meta. La cama rechinaba, con un rumor-placer monótono y discordante.

—Lárgate de aquí o te atizo —dijo Norbert, que siempre decía lo mismo.

—¿Dónde has estado? Me matas a disgustos —le interpeló Minnie, al tiempo que gritaba, fruncía el ceño y cerraba los ojos, rompiendo a llorar.

Hinton entró en la habitación de atrás. Allí había más claridad. La luz y el polvo de las ventanas apagaban la mañana convirtiéndola en una sábana lisa y gris. Alonso y su hermana más pequeña estaban juntos en la cama. Alonso llevaba dos semanas sin aparecer por casa. Permanecían allí tumbados, desnudos, tapados sólo con una sábana. Ella dormía de espaldas, con la boca abierta y los párpados inferiores también abiertos aunque no veía. Alonso tenía apoyada la flaca mejilla en la mano y miraba en la oscuridad hacia donde su madre y Norbert estaban jodiendo. La otra mano colgaba a un lado de la cama y con los dedos jugueteaba en el bongo, porque Alonso andaba siempre con el bongo a cuestas para que le diese ritmo. Los dedos seguían el compás del crujir de la cama. Hinton miraba a Alonso y oía el crujir de la cama, el gemir del niño, el jadear de Norbert y el suave tamborileo del bongo una y otra vez. Alonso no miró siquiera a Hinton, pero su flaco rostro tenía aquella sonrisa que te hacía odiarle; una sonrisa que te decía que él sabía todas las respuestas, que lo había visto todo y que todo lo que hicieses era estúpido, demasiado infantil para malgastar palabras en ello. En fin, ¿qué podía esperarse de un yonqui?, pensó malévolamente Hinton.

Pero, incapaz de contener la emoción de poder mostrarle a Alonso lo que había hecho aquella noche, dijo:

—¿Sabes lo que pasó esta noche, hombre? ¿Sabes dónde estuve? ¿Sabes lo que hice?

Hinton se acuclilló junto al bongo, junto a Alonso, para contárselo.

—¿Ves a Minnie y a Norbert? Tic-tac. Tic-tac. Predecible —dijo Alonso.

Hinton empezó a explicarle su noche.

—¿Así que has estado jugando a los soldados, eh Jim? ¿Cuándo aprenderás, cuándo dejarás esas cosas de golfillo?

Hinton, tal como había hecho muchas veces, intentó hablarle a Alonso de la Familia y de lo que significaba, de todo lo que les había pasado aquella noche.

Pero Alonso seguía con aquella sonrisa, y nada tenía sentido con aquella sonrisa mirándote a la cara.

—Jim, no me cuentes eso, hermanomierda. Sabes, yo también he pasado por todo eso. Sigue mi consejo, hombre. Sólo hay una cosa: gozar. El Ahora. Lo demás no cuenta. Aprovecha. Aprovecha, porque, sabes, a nadie le importa y, al final, siempre te machacarán. Jim. La única palabra que cuenta, sabes, es Ahora. Porque si no sube todo en, digamos, veinte minutos, si no sube, oyes, desaparece todo lo bueno y entonces ellos te hunden y no te dejan levantarte. Lo importante es Ahora.

Era una vieja discusión. Hinton no podía discutirle. No podía decirle a Alonso que él era un yonqui y nada más, que era una cosa terrible ser yonqui y que por eso no podía comprender lo que significaba tener una Familia. Pero Alonso ponía aquella sonrisa de qué-sabes-tú-de-eso, y contra aquella sonrisa no había nada que hacer. Sin embargo, Hinton se lo contó de todos modos. Los dedos de Alonso seguían el ritmo. Hinton vio una burbuja de saliva en la comisura de los labios de su hermana y perlas de sudor entre sus pechos. Cuando terminó su relato, la sonrisa de Alonso no había variado lo más mínimo, lo que le convenció de que la burla de su hermano no tenía límites.

Se incorporó. El bebé aún lloraba, pero Norbert y Minnie habían terminado. Hinton pasó de nuevo por su habitación hasta la cocina. Meció un rato al bebé, que no dejaba de llorar ni un segundo. Luego miró a su alrededor y se acercó a ver qué había en la cacerola que estaba en el fogón; quedaban unas cuantas patatas fritas. Cogió una, se acercó con ella hasta la cuna y la puso en la boca del niño. El niño dejó de llorar y empezó a chupar. Hinton cruzó de nuevo la habitación de Minnie. Allí estaban tumbados, pegados los mofletes, sonriendo, y la luz les daba ahora un aire dulce y angélico, mientras descansaban para el baile siguiente. Volvió a pasar ante la sonrisa de Alonso y rodeó la cama, abrió la ventana y salió a la escalera de incendios. Se sentó allí, con la espalda apoyada en la pared.

Podía ver hasta el fondo de la calleja por detrás de las fachadas posteriores de las casas. La luz era cálida, espesa, uniforme, y se derramaba como algo que estuviese hirviendo en los espacios que había entre las casas. Los árboles de los patios traseros colgaban cojos y agostados, con las hojas polvorientas. Hinton encogió las rodillas juntas, hasta que todo su cuerpo quedó hecho un ovillo, y sus ojos miraron fijamente por encima de los árboles y de los tendederos de ropa, hacia donde estaría el mar si no lo bloquease un gran hotel.

Y al cabo de un rato se echó de costado, con la cabeza sobre el aplastado sombrero y el pulgar en la boca. Así se quedó dormido.