5 de julio

4:30-5:20 de la madrugada

Todo era ya cuestión de llegar a casa. El agotamiento los relajaba. Pero pasaron otras dos cosas en ruta.

El tren, como siempre a esa hora, iba despacio. Dewey, sentado entre Hinton y el Peque, se quedó dormido. Estaban sentados en un rincón, debajo de esos anuncios ¿LO HACE O NO LO HACE?, en que había una hermosa joven inclinada sobre un muchacho, casi besándole en la boca. El anuncio se refería a un tinte para el pelo. A la Familia siempre le había hecho mucha gracia aquel anuncio.

Hinton seguía adormilado. El Peque, sin poder concentrarse demasiado en la lectura, seguía intentándolo; seguía con aquella parte de la gran batalla que se había librado a las puertas de Babilonia, en la que había perecido el jefe del ejército rebelde y los héroes griegos intentaban decidir lo que debían hacer. Subieron al tren dos parejas; pelo rubio, cortado a cepillo ellos, y ellas con ojos de muñecas. Llevaban elegante ropa de noche, como si acabasen de salir de un baile… un baile de fin de curso, quizás. Los muchachos eran grandes, tipo jugador de rugby, y les miraron con dureza, aunque ellos no habían hecho nada. Hinton medio los vio en sueños y despertó frente a aquellas miradas frías y despectivas. ¿Qué derecho tenían aquellos carcas a mirarles así? ¿Qué les había hecho la Familia? Ellos se ocupaban de sus asuntos y no se metían con nadie, ¿no?

Las dos parejas se sentaron enfrente. Las chicas apoyaron la cabeza en los hombros de los chicos y cerraron los ojos. Los chicos seguían mirando a los agotados guerreros con expresión belicosa, dispuestos a lo que fuese. ¿Por qué?, se preguntaba Hinton. Ellos no habían hecho nada. Él sólo podía pensar ya en dormir.

Hinton miró a las chicas con los ojos casi cerrados. Tenían un aire limpio, inocente, el tipo ideal de adolescentes a punto de convertirse en jóvenes hermosas, jóvenes de las que veías continuamente en televisión, y con las que soñabas. De vez en cuando veía incluso alguna de aquel tipo en la escuela, pero no con demasiada frecuencia. Una era rubia, de nariz delicada y un poco respingona, que le levantaba el labio inferior un poco. Tenía las largas piernas muy juntas. Parecía muy limpia. Sería estupendo tener una chica. Sería estupendo dejar la Familia, dejar las peleas, dejar la lucha. Hinton se sentía cansadísimo. Quizá pudiese conseguir una chica. No exactamente como aquella… rubia, aunque no realmente rubia; blanca, pero no blanca…, de piel clara y pelo largo. Sería una chica inocente y dulce, de otra parte de la ciudad, que se vistiese con prendas sencillas y limpias; una chica guapa y esbelta… Sí, sería estupendo casarse, establecerse, tener una familia. Conseguiría un trabajo, una oportunidad. El poder casarse con una chica así le daría ambición. Tendrían una casa y un perro. Ascendería en el mundo y se convertiría en… no estaba seguro qué. Algo que significase estar detrás de una mesa: sería un ejecutivo. Eso significaría dar órdenes a los demás, porque él sería una persona importante, muy importante, y no tendría que pelear para que le obedeciesen. Diría: «Llámale. Acepto eso. Firmaré el contrato», y hablaría por el intercomunicador con la secretaria… Todos se inclinarían ante él y le dejarían controlar, como hacían los gángsteres ahora, de un modo limpio. Nada de violencias. Soñaba con esto.

El ensueño se hizo más imperativo y sus ojos miraban fijo, pero apenas veía a las parejas de enfrente. Dewey había resbalado en el asiento y tenía la cabeza apoyada en el hombro de Hinton. Éste vio el anuncio junto a su cabeza. La cara de la chica era encantadora, dulce y joven, también inalcanzable. Una madre-sueño. Alzó la mano y acarició la imagen, recorriendo la mejilla y el mentón con ternura, palpando con las yemas de los dedos como si fuese carne y no papel. Suspiró, se echó hacia atrás y miró. Vio que los dos rubitos le observaban, medio sonriendo. No les miró directamente porque eso habría sido reconocer lo que sus miradas significaban, y habría tenido que desafiarles, lo cual habría significado un pequeño lío; y ningún miembro de la Familia iba armado. Últimamente ni siquiera con aquellos niños litris podías estar seguro. Todo el mundo llevaba un cuchillo o una navaja. Sí, todo el mundo. No se reían abiertamente de él, así que se tranquilizó y fingió dormir. De pronto, al cabo de cinco o seis paradas, las parejas salieron. Al irse, se volvieron y dirigieron a la Familia la mirada ofensiva, pero Hinton fingió no verles; y entonces supo que jamás lograría realizar aquel sueño; no de aquel modo. Así que lo conseguiría de otro modo, pensó. En fin, que se vayan a tomar por el culo esos cabrones, pensó. Avenida J. Recordaría aquella estación y algún día, cualquier día, podría dirigir a los hombres y hacer una incursión por allí, buscándoles, porque, ¿quiénes eran ellos para ofender a la Familia?

El incidente le enfureció y no podía dormir. El Peque seguía cerrando los ojos y cabeceando sobre el tebeo. Hinton tuvo que ponerse en pie de un salto, porque la rabia no le dejaba descansar. Al levantarse, golpeó con el hombro a Dewey en la cabeza. Le miraron. Paseó por el pasillo vacío. Tenía que desafiar a aquellos esclavos cabrones.

Cuando llegaron a su parada, salieron. Tenían que recorrer unas cuantas manzanas, cruzando el territorio de los Señores Coloniales. Estaba casi amaneciendo; a aquella hora, no habría nadie despierto. Hinton se preguntó si los plenipotenciarios de los Señores Coloniales habrían vuelto de la gran asamblea. Los otros le seguían soñolientos, pero a Hinton el odio le hacía saltar. Quería hacer algo. Y entonces se le ocurrió la gran idea.

Sacudió al Peque, hizo una seña a Dewey y les dijo indicando el cigarrillo que llevaban en las cintas de los sombreros:

—Somos un grupo de guerra y tenemos que acabar como un grupo de guerra, ¿entendéis? Tenemos que hacer una última incursión.

—Hombre, hazla tú. Yo estoy cansado. Demasiado cansado —gimoteó Dewey.

El Peque se limitó a mirar a Hinton, estupefacto.

—Pero hombre —les dijo Hinton—. Tenemos que hacerlo, porque si no perderemos el respeto por nosotros mismos.

—¿Ahora? Llevamos toda la noche por ahí. ¿Has perdido el juicio? Te has convertido en otra cosa, como ese Willie, hombre.

Pero Hinton empezó a hablar, recordándoles que habían perdido la parte básica de su ejército. El enemigo lo sabría y caerían sobre ellos, a menos que la Familia atacase primero y le enseñase lo que era bueno. Ahora. ¡Ahora! Como acción defensiva. La Familia era más fuerte de lo que ellos creían. Más que antes. ¿Quién se creían aquellos cabrones que eran? La Familia caería sobre ellos y les machacaría de una vez por todas. ¿Estarían esperándoles? Dewey intentó discutir, pero Hinton estaba cada vez más emocionado con la idea y la rabia le arrastraba; su furia empezó a despertar a Dewey y al Peque. Hinton enumeró antiguas ofensas, los insultos y ataques inminentes, les recordó las tradicionales luchas por el territorio, les predijo lo que pasaría y les explicó que una incursión les proporcionaría una gran reputación de valientes. Toda aquella parte del mundo sabría, y todas las demás bandas les respetarían, acudirían a ellos, querrían aliarse con los Dominadores. Tenían que hacerlo, de una vez por todas. Pero, además, lo mejor sería que sorprendería a todos, porque nadie lo esperaba.

—Pero hombre, ¿y la tregua? —preguntó Dewey.

—Esa tregua no significa nada, hombre, y tú lo sabes muy bien. Se rompió allá en la Asamblea, ya no significaba nada, y cada banda debe actuar por su cuenta. Pues bien, eso vamos a hacer nosotros ahora. ¡Ahora! Os aseguro que mañana sería demasiado tarde.

Y les puso en marcha a paso ligero. De pasada, arrancaron dos antenas de coche para hacer las veces de látigos, y encontraron una silla tirada y la despiezaron para utilizar una de las patas como garrote. E irrumpieron en el corazón mismo del territorio de los Señores Coloniales.

Casi todos los Señores Coloniales vivían en una urbanización. La Familia irrumpió allí con las primeras luces del alba, buscando a uno o dos Señores, o a una de sus mujeres, pero no había nadie. Mientras los otros se divertían un poco en el terreno de juegos (el Peque en un laberinto y Dewey en un tobogán), Hinton se desplazó hasta el centro de la urbanización. Se plantó allí en el césped, en el centro de un amplio círculo formado por ocho edificios de apartamentos de catorce plantas que se alzaban a su alrededor. El jefe de los Señores Coloniales vivía en uno de ellos. Hinton le desafió a voces a que bajase y se atreviese a luchar de hombre a hombre, e insultó a todo lo que se relacionase con él, aliados y familia personal. Las voces de Hinton se alzaban estridentes, llegando más allá de las zonas difusamente iluminadas, rebotando contra los inmensos edificios y volviendo, por obra del eco, más tenues, agudas y tintineantes. Nadie salía. Cuanto más quieto parecía todo, más gritaba Hinton. Pero nada se movía. Nada en absoluto. Siguió así un rato, y pudo darse cuenta de que el Peque y Dewey le tenían un enorme respeto. Aquello le granjeaba una gran reputación. Se alejó muy ufano y los otros le siguieron hasta las pistas de frontón.

Hinton sacó su Lápiz Mágico. Los Señores Coloniales habían escrito sus símbolos y marcas por toda la pared del frontón.

Hinton escribió que los Dominadores habían estado allí, que se cagaban en los Señores Coloniales, cuyas madres eran, todas y cada una, putas, y que no había un solo hombre entre todos los Señores que no fuese un cabrón. Y luego, mientras Dewey y el Peque le sujetaban sobre los hombros, hizo un dibujo, muy arriba. Le salió muy bien. Utilizó sólo unas líneas, pero esas líneas lo reflejaban todo, porque ¿acaso no era él el artista de la familia? Dibujó una mujer en cópula oral con un hombre. Debajo del hombre escribió: Padre de los Dominadores; y debajo de la mujer: Madre de los Señores. Y luego, a un lado, dibujó una mujer a la que violaba un gigante con un órgano inmenso al que llamó el hombre de Los Dominadores; debajo de la mujer escribió: las chicas de los Señores. Procuró hacer muy fea la cara de la chica, escribiendo debajo todos los nombres de chicas de los Señores que pudo recordar. Dibujó luego alrededor un montón de hombrecillos que observaban con la lengua fuera. Y a aquellos hombrecillos les llamó Los Señores.

Luego, decidió emprender una carga. Se lanzaron a correr por las calles de la urbanización, agitando las antenas como látigos y los garrotes, trompeteando, insultando de nuevo a los Señores, desafiándoles a salir y luchar, pisoteando todo su territorio sagrado.

Nadie salía. A Hinton le dolía la garganta. Dio orden de retirada. Y, lanzando burlas e insultos, salieron de aquel territorio.