3:35-4:30 de la madrugada
Vaya, qué insignia tan chula llevas —dijo una dulce voz al oído de Hinton cuando pasó. Era como arrojar polvo en la insignia de un guerrero: miel sucia. Vio de reojo al marica, le cortó y siguió su camino. Siempre andaban fastidiándole. Nunca le dejaban en paz. Pronto llegaría otro tren de la línea BMT. Si la Familia no venía en él, se iría solo a casa. Probablemente la Familia hubiera caído en manos de la policía y quedase sólo él. O quizá se hubiesen ido directamente a casa sin esperar. No podía seguir allí con aquella gente fastidiándole. Continuó.
Vagó por las galerías subterráneas, entrando y saliendo en los laberintos subterráneos de Times Square, mirando a su alrededor, observando las señales de direcciones. Era tan fácil perderse allí. Cuatro líneas de trenes, largos pasillos azulados, espacios ocultos. Se preguntó si el marica que le susurrara en el oído, y que parecía formar parte de la multitud que pasaba, sería el mismo marica que se le había insinuado dos veces aquella noche. Se preguntó si no debería quitarse la insignia; pero era su señal, su distintivo. Mostraba que él no era como el Otro. Ahora la llevaba con orgullo. Aun así, debía tener cuidado porque la pasma andaba por todas partes: había patrulleros que iban en pareja balanceando las porras, sabuesos de paisano dispuestos a echársete encima… Aquel marica bien podría ser un cebo de la ley para engrosar su historial de arrestos. Eran capaces de cazar a cualquier extraño sospechoso.
Había bajado la Calle 110 sin problemas, hasta llegar a la parada de la derecha, donde preguntó por el tren hacia Coney Island de la BMT. Le dijeron dónde tenía que hacer el trasbordo y se dirigió al andén de la derecha, pero aún no había llegado ningún miembro de la Familia. Estuvo un rato en aquel andén casi vacío, procurando pasar inadvertido. Después de que pasaron unos cuantos trenes, tuvo la seguridad de que un machacacabezas le estaba mirando con recelo. Y la Familia no llegaba. Le entró hambre y se llenó los bolsillos con artículos de las máquinas automáticas. Llevaba comidas unas quince chocolatinas de a centavo y dos barras de caramelo de fruta y nuez, pero no era bastante. Tomó dos cocacolas en vasos de papel de una máquina automática para tragar el caramelo, y luego se quedó sin monedas. El quiosco del andén estaba cerrado. No podía conseguir cambio en ningún sitio. Se sentó, se levantó y paseó, cojeando a causa del pie derecho, de un extremo del andén al otro, atento, siempre alerta. ¿Y si la Familia estaba allí, buscándole, y él no les veía? ¿Y si estaban por allí detrás de unas columnas o de un quiosco, por cualquier sitio? Una banda de chavales andrajosos, más bien chusma, pasó, lanzándole una mirada ofensiva. Qué poco estilo tenían y qué indisciplinados eran, pensó. Eran como los esclavos, el Otro… Pero desvió la vista porque podían ser peligrosos. Eran otra cosa, como brasas que en cualquier momento podían romper a andar y caer sobre él si sospechaban desprecio.
Hacía cada vez más calor, y le resultaba desagradable moverse, porque tenía la ropa pegada por una película de sudor que le cubría todo el cuerpo. Percibía su propio olor rancio; el único aire que se movía era el que alzaban los trenes al pasar. Al cabo de un rato, el calor casi le hacía bailar de picores.
Luego, alguien soltó una traca de petardos al fondo del andén y la gente empezó a correr y a chillar, atrayendo a un montón de polis; tuvo que salir a toda prisa porque los machacacabezas atizaban a todo el que pareciese sospechoso de haberlo hecho. No podía correr bien por culpa del zapato y porque tenía el talón ensangrentado, así que se alejó saltando y diciéndose que ojalá no se le cayese el zapato, pues en calcetines no podría seguir. Subió un tramo de escaleras, giró una vez, corrió por un pasillo azulejado y luego se vio en un callejón sin salida con una puerta al fondo que decía MUJERES. Pero en vez de estar cerrada estaba entreabierta, y se coló allí para esconderse. Aquello estaba atestado. Había gente de todas clases: hombres, mujeres, chavales, maricas, chicas, lesbianas, jóvenes y viejos. La atmósfera era muy densa y había un olor dulzón a humo que en seguida identificó: marihuana. Alonso solía fumarla antes de pasar a cosas mejores. Alguien tenía una radio portátil que emitía aquel material salvaje, disparatado y agudo, con coros en falsete y mucho ritmo y gritos; canciones tribales, directamente de la selva. Pero había allí un extraño frescor, quizá debido a las paredes alicatadas. Parecía como si todos fuesen otra cosa, de otro mundo. Hinton no podía situar aquello; no eran sólo las ropas. Además, no se atrevía a mirar directamente, porque podrían interpretarlo como una ofensa, y entonces…
Había un tipo inmenso, de patillas rubias hasta el extremo interior de las saltonas orejas, apoyado en la pared. Era una especie de bestia de más de dos metros, muy ancho, con una expresión feroz. Parecía un ser del pasado, pues llevaba una arcaica cazadora negra de cuero decorada con barras, estrellas y cremalleras. También llevaba una gorra con visera, de corredor, botazas de ingeniero, unos vaqueros pasados de moda y unos guantes metidos en las charreteras de la cazadora. Nadie vestía así ya, pensó Hinton, burlándose, aunque aquel tipo era demasiado grande para burlarse de él. Junto al gigante había un chaval muy sonriente, con un traje negro; Hinton tardó un segundo en darse cuenta de que en realidad era una chica.
Todos se detuvieron y se volvieron a mirar a Hinton, sin decir nada. Hubo un gruñido, un sorbeteo, un jadeo, todos estos sonidos continuados, como si los profiriese una máquina.
Corrió el agua de las cisternas y sonó un grito hueco de dolor o de placer que repiqueteó en las paredes. Hinton entró como si hubiese llegado allí el primero. Tenía miedo, pero procuró no demostrarlo, porque si lo demostraba le machacarían.
—Aquí hay uno —dijo una voz.
—Bueno —contestó alguien—. La querrá blanca.
El gigante se separó de la pared azulejada, se acercó a él y le cogió por el codo, llevándole hacia el fondo. Al pasar la primera cabina, la puerta estaba abierta. Había una chica negra, desnuda, que permanecía sentada en el inodoro con las piernas cruzadas, un codo en la rodilla y la cara, que movía arriba y abajo mascando chicle, apoyada en la mano. Luego había cinco o seis cabinas cerradas.
A Hinton le llevaron a una cabina en la que había una chica blanca de aire cansino. Era muy flaca; se le notaban todos los huesos del pecho y apenas respiraba. El pelo rubio tenía manchas negras allí donde se había desteñido. Sonrió y se levantó; tenía el vello del pubis pintado de color platino. Llevaba zapatillas bajas de lamé dorado. Sonreía. El gigante abrió la mano y dijo:
—Tres.
Hinton metió la mano en el bolsillo y sacó tres dólares sólo porque habría sido una estupidez enseñar más. Aunque no quería, no tendría más remedio que pasar por aquello, y, de cualquier modo, tenía que demostrarles que era un hombre.
Una mano le empujó al interior. Se cerró la puerta tras él; dentro había una atmósfera de penumbra. Hubo un rápido manipuleo. Se sujetaron. Era asfixiante; había orines derramados por todas partes; Hinton se ahogaba; le resbalaban los pies; apartó la cabeza y vio que las ropas de ella colgaban de un gancho a un lado. La muchacha dijo unas palabras, jadeó y empezó a emitir unos rápidos gemidos. Hinton sintió un mareo y le resbalaron los pies en el fangoso suelo de arenisca. Creyó que iba a vomitar, pero cuando al fin consiguió terminar, ella se apartó, se sentó en la taza del inodoro y cogió papel higiénico, empezando a limpiarse. Él no estaba seguro del todo de lo que había pasado. Se volvió para irse. Ella le tiró del faldón de la chaqueta. Le sonreía. Frunció los labios, ladeó la boca e hizo una mueca mimosa. Luego le subió la cremallera de los pantalones, le dio una palmadita en la bragueta y dijo:
—No puedes irte así, por las buenas.
Sonreía como un ama de casa de televisión que dice adiós a su maridito por la mañana. Hinton quiso decir algo, pero hacía demasiado calor y el hedor era insoportable; además, no sabía qué decir, y estaba seguro de que si intentaba hablar se echaría a llorar sin remedio. Palpó la puerta tras él, giró la manilla y salió. El gigante estaba apoyado en la pared, frente a la puerta de la cabina, mirándole fijamente.
Se volvió para irse; el chico-chica del traje negro le preguntó si quería un trago, un porro, un pico, cualquier cosa para volar un poco. Pero le habían tentado antes con drogas y sabía a lo que llevaban. Significaba quedar fuera, porque en la Familia no toleraban adictos. ¿Cómo confiar en alguien que tuviese un hábito? Siempre podía traicionarte, lo sabía de sobra: no en vano había visto lo que le ocurrió a su hermanastro Alonso. Se abrió paso y la voz se hizo malévola, un par de octavas más baja que la suya, para preguntarle si quería jaleo. Él no dijo nada y siguió su camino.
Y entonces fue cuando el marica, que tenía aspecto casi normal, le preguntó por primera vez: «¿Cómo te llamas?». Continuó andando, pero el tipo se puso a su lado. Salieron juntos. Estaba libre por fin de nuevo. El marica le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Hinton —replicó él.
—Un nombre precioso —dijo el otro—. Piel como chocolate y ojos grises. Chocolate con leche Hinton.
Pero Hinton siguió su camino, metiéndose por una y otra galería, y se deshizo del marica pasando por una de las barras giratorias grandes y subiendo unas escaleras. Había allí un montón de individuos deformes, con sus extrañas caras fijas, sentados en las escaleras como si estuviesen en las gradas de un estadio. Miraban al frente, como si contemplasen una especie de espectáculo. Hinton estuvo a punto de volverse para ver qué estaban mirando. No podía retroceder, así que se obligó a pasar entre ellos, caminando con mucho cuidado y siempre temiendo pisar a uno, no tropezar con otro, o perder el zapato y tener que agacharse a cogerlo, con lo cual le tirarían al suelo y le obligarían a unirse a ellos.
Luego, por fin, llegó arriba y salió a la calle. Libre. Pero no sabía bien dónde estaba. Pudo darse cuenta de que a una manzana brillaban todas las disparatadas luces de Broadway. Caminó en aquella dirección porque tenía que haber otra entrada al metro por allí. El aire era casi caliente fuera, sólo que olía a humos de gasolina en vez de a orina. Le temblaban un poco las piernas. Sudaba sin parar. Tenía hambre y sed. Llegó a la esquina de la Calle 42 con Broadway y dobló a la izquierda, hacia las luces. Las arracimadas luces de los cines y de las salas de juego, así como la gente que pasaba, aumentaban la sensación de calor.
Llegó a un puesto de comidas y el olor de los fritos le hizo sentir más hambre. Los dulces no le habían satisfecho en absoluto. Paró y pidió un perro caliente y una naranjada. Al primer bocado, la boca se le inundó de saliva y el estómago se le contrajo y agitó. Sólo había comido caramelos y dulces desde la mañana, y entonces sólo había tomado un plato de judías cocidas frías en casa de uno de los primos de la Familia. Consumió el perro caliente y la naranjada apoyado de espaldas en el mostrador. Contempló la calle a través de una cortina de luces calientes. La gente pasaba en ambas direcciones. No importaba que fuese tarde, que fuesen ya casi las cuatro, más quizá. Siguió allí, mirando. En una época había vivido cerca, por la Novena o la Décima Avenida, pero hacía demasiado tiempo para recordarlo. Su hermanastro Alonso no estaría lejos ahora. Alonso llamaba a la calle «no-territorio». Los tipos fríos, los buenos chicos, los más listos, todos iban allí, según Alonso. Hinton no los veía. Desde luego no había guerreros. Todos tenían un aire raro. Otra Cosa. Pequeños fragmentos desprendidos de la multitud, arrastrados por ella. Matones solitarios apoyados en las paredes junto a los escaparates de las tiendas. Chiquitas con pañuelo y falda corta, seguidas de vagabundos hambrientos, subían y bajaban en grupos, chillando, abriéndose paso entre el calor y entre su propio agobio. Aún se oían por allí pequeñas explosiones; en aquella zona la gente seguía celebrando el Cuatro de Julio. Terminó la naranjada y el perro caliente, pero no quedó satisfecho. Sentía aún más hambre. Pidió una hamburguesa y un zumo de uvas. El chico del mostrador le dijo:
—Pídeme todo lo que quieres de una vez, ¿entendido? No puedo andar yendo y viniendo por tu culpa toda la noche.
Hinton deseó tener valor suficiente para contestarle como se merecía. ¿No había matado él a su hombre? ¿No se había hecho ya con una reputación? Pero recordó también el túnel y se sintió avergonzado. Aun así, ¿quién lo sabía?, se preguntó. Él lo sabía, se respondió. Comió la hamburguesa, bebió el zumo de uvas y pensó que, si la Familia hubiese estado allí con él, aquel esclavo no se habría atrevido a hablarle así, porque le hubiesen destrozado el negocio y ahogado en su propia naranjada, por cabrón. Sí, lo habrían hecho. Pero Hinton sabía que solo no podía darle su merecido. Aún no.
Pasaban también maricas escandalosos de caras empolvadas, que parecían flotar en vez de caminar; meneaban el culo, llevaban el pelo teñido y se pintaban los ojos. Les seguían sonrientes marineros y, por su expresión, veías claramente que buscaban camorra. Iban a darles su merecido a aquellos maricas en cuanto se insinuaran… En fin, a Hinton tampoco le gustaban los maricas, y recordó la voz que le había cuchicheado, tentadoramente. En aquello te convertían si conseguían cazarte.
Terminó de comer y se alejó de allí. Pasó ante un quiosco de periódicos. Un titular decía algo sobre la reanudación de las pruebas con la bomba atómica. Pasó los locales de Pokerino, donde había gente jugando toda la noche. Chavales aburridos esperaban algo que les pusiese en acción. Hinton sabía muy bien lo que era aquel tipo de espera. En los escaparates, eléctricos muñecos de hula-hula con grandes cabezas meneaban sus traseros; miles de relojes suizos tictaqueaban distintas horas; pájaros siempre sedientos bajaban sus largos picos delicadamente y bebían sin cesar de la pila con agua imaginaria (Hinton pensó en comprar uno); grandes muñecas de ojos inocentes y con vestidos de gasa miraban impertérritas lo que se ponía frente a sus ojos azules… un cartel colgado de un rollo de alambre que iba de un extremo a otro decía: MOVIMIENTO PERPETUO. ¿CÓMO SE LOGRA? Y detrás del cartel, una hilera de naipes mostraba fotos de chicas desnudas de grandes tetas. Vio más tipos andrajosos, muchos mendigando, y éstos eran los más aterradores, porque tenían extrañas y deformes caras, y sus cuerpos parecían mal ensamblados. Aunque Hinton había oído que todos eran farsantes, que todo era fingido, por ello no dejaba de horrorizarse.
Se le acercó un chaval, no mucho más joven que él, y le pidió:
—Señor, déme veinte centavos para poder pagar un sitio donde dormir.
Hinton no le contestó y el chaval gritó:
—Vete a tomar por el culo.
Pero no demasiado furioso, más bien como si fuese lo que tuviese que decir, y continuó.
Pasaban turistas, que en realidad no veían lo que les rodeaba. Te dabas cuenta por su mirada de asombro y sus cabezas en constante movimiento, y porque, como tenían que verlo todo, no veían nada y eso hacía que pareciesen también locos y disparatados. Pasó una chica gorda, de pelo naranja, ofreciéndose por dinero y con aire de estar muy satisfecha de sí misma; sin duda por ser gorda, pensó Hinton, no como la chica del urinario. Los polis patrullaban, balanceando las porras, siempre alerta, pero dispuestos sólo a ver lo que no se pagaba. Claro que eso no era nuevo, pensó Hinton; eso pasaba siempre, fueses adonde fueses. Y pudo ver también a los traficantes distribuyendo toda clase de sueños. Sabía que allí podía comprarse cualquier tipo de viaje, incluso algunos de los que él nunca había oído hablar siquiera. Pero no estaba dispuesto a que le pasase a él lo que le había pasado a Alonso.
Llegó al final de la manzana, dobló a la derecha en la Novena Avenida, cruzó la Calle 92 y dio la vuelta de nuevo hacia Broadway. Tuvo que parar y tomar unos trozos de pizza y un zumo de piña porque volvía a morderle el hambre. Terminó y siguió su camino. Pasó por delante de varios cines y miró los títulos y las fotografías que había detrás de los cristales. En uno de los cines proyectaban películas nudistas toda la noche. Pensó en la posibilidad de entrar. Pero podría perder el contacto con la Familia. Pasó por delante de una lechería y entró a tomarse un vaso de leche. Esto no le calmó del todo el hambre, así que pidió además un malteado de chocolate. De seguir así se quedaría sin dinero en seguida, pero qué podía hacer, era inevitable, tenía que comer. Sacó el dinero y empezó a contarlo. Un viejo vagabundo, hambriento y desdentado, le miró con los ojos achicados, y Hinton volvió a guardar la pasta. Estaba seguro de que aún le quedaba bastante. Tenía cada vez más hambre. Caminó un poco más, entró en un estanco y compró un puro barato y unos caramelos. Encendió el puro, se puso a fumarlo, chupó el caramelo y salió a pasear un poco más.
Entró otra vez en el metro. Pasó por un salón de juegos que tenía en medio un gran mostrador de comidas. Se detuvo en él y pidió patatas fritas, una empanadilla y un zumo de tomate para poder pasarlo todo. Dejó el puro en el borde del mostrador, junto al codo, mientras comía. Una máquina automática tocaba los últimos éxitos una y otra vez, pero Hinton no podía entender bien la letra con el rumor de los que hablaban, el retumbar de los trenes, el tiro al blanco, el ruido de los juegos y los pitidos. Se balanceaba y masticaba al ritmo de la música. Cuando terminó, se volvió a recoger el puro pero no estaba. Alguien lo había robado.
Se acercó al quiosco de periódicos de la galería de juegos y miró a las chicas de grandes pechos de las portadas de las revistas; pero el quiosquero le observaba con suspicacia, así que compró un montón de dulces, llenándose el bolsillo de chocolatinas, barras de anacardo, pasas cubiertas de chocolate, frutos escarchados. Uno de los periódicos decía que alguien había demandado a una actriz famosa por divorcio, alegando adulterio, y aparecía una imagen a toda plana de una hermosa rubia de inocente sonrisa.
Dio una vuelta por la sala de juegos, observándolos. Vio pasar a alguien por el rabillo del ojo y se volvió, comprobando que le seguía un extraño y pequeño esclavo andrajoso.
Miró con más detenimiento y vio que era él mismo. Se reconoció por la insignia. Se contempló detenidamente, pensando que podría ser uno de esos espejos deformantes, pero no lo era. Su aspecto se debía a las cosas que habían pasado durante la noche, a la huida, a la lucha; ésa era la causa de que su ropa estuviese sucia y andrajosa. No era extraño que los demás le mirasen como si fuera un esclavo, como todos los demás esclavos con los que se había cruzado allí. Miró de nuevo y se irguió hasta ver en el espejo un guerrero, un Dominador, un miembro de la Familia. Luego continuó su camino.
Probó una ametralladora contra luces parpadeantes que teóricamente eran pilotos japoneses y alemanes. Disparó a una luz que parpadeaba cruzando un marcador y que pretendía ser un avión en el cielo. A su lado había un altavoz y podía oír el rumor de las ametralladoras y el estruendo de los cazas que perseguían a los aviones enemigos; pero sonaba como muy lejano y no quedaba bien, aunque logró acertar muchas veces y consiguió una buena puntuación; el arma ni siquiera le hacía temblar la mano. Dejó aquello y siguió dando vueltas por la galería, comiendo dulces, preguntándose por qué seguiría teniendo hambre. No podía dejar de comer. Había por allí gente deambulando que le lanzaba la mirada dura, calibrándole y situándole, intentando ver si podía ser presa fácil. No se atrevía a demorarse en ningún sitio demasiado tiempo. Procuraba mantener un aire frío, lo más frío y duro posible, a pesar de su ropa, para demostrar que era un cazador y no una presa. Le miraban y miraban su insignia. Sabía que la insignia era una provocación, un motivo de lucha. Todo el mundo veía que pertenecías, que tenías algo, que eras alguien. Eso les volvía locos y querían arrebatárselo y hacerte como ellos. No podía quitarse la insignia porque el hacerlo le reduciría a la misma condición que los otros.
Pasó ante una cabina. Había alguien de pie al fondo de un estrecho pasillo, mirándole, y se volvió. El vaquero medía más de dos metros, era ancho de hombros y tenía las armas perpetuamente colocadas en la posición de «saque rápido». Era joven, viril, limpio. Los ojos azules e inocentes, el sombrero sobre los ojos. Llevaba una camisa vaquera a cuadros azules chillones con cordoncillo blanco, pañuelo de seda escarlata, un gran sombrero blanco y las cartucheras bajas, con sendas cuarenta y cincos grandes y amenazadores. Lucía una insignia. Era el sheriff.
El sheriff estaba colocado a poco más de tres metros del mostrador y un letrero decía: PRUEBE SU SUERTE CON EL HOMBRE MÁS RÁPIDO DEL OESTE. SOLO DIEZ CENTAVOS. Había un pueblo pintado alrededor, entres paneles, detrás del sheriff. Su imponente figura bloqueaba la calle principal. Las luces de arriba caían como la luz del sol en la parte más próxima de aquel pueblo pintado de amarillo, dando al conjunto una sensación de calor y de oeste. Detrás del sheriff el ambiente era más fresco, verde, invitador. Había una barandilla delante de la cabina, y en ella un control para echar las monedas y una canana curvada en la que podías colocarte como si fueses llevándola. De la canana colgaban dos revólveres con una conexión eléctrica.
Hinton se lo pensó un rato mientras comía una barra de caramelo. Podía olerse el café caliente y sentirse el calor de las rocas calcinadas por el sol, o de los tablones de madera reseca. Más allá del sheriff todo parecía fresco y verde: había un bar donde tomar un trago y descansar un buen rato. El sheriff le miraba; sus ojos azules sin vida miraban a todas partes. Si aquel sheriff estuviese vivo, qué duro sería, pensaba Hinton; mucho más duro que ningún machacacabezas, pese a aquella cara tan suave.
Hinton lo sabía todo; había visto. El Duelo, lo había visto desde niño. En las películas, en las calles, en los noticiarios. Hablaban de él en la escuela, lo había representado mil veces. Y revivir ahora al sheriff sólo costaba diez centavos. Por supuesto, las balas no eran reales. El riesgo era falso, se dijo Hinton. Pero, aun así… Hinton sacó los diez centavos del bolsillo y se colocó donde estaba la canana. Como era baja, podía sacar sin problemas. Echó las monedas en la ranura.
Los ojos se iluminaron. La cara le miró amenazadora. El sheriff cobró vida. Las luces se intensificaron, haciendo así más real e insoportable la vieja escena, y más atractiva aún la tierra que el sheriff bloqueaba. Las cálidas luces empezaron a nublar la imagen del sheriff, resultando difícil verla nítidamente bajo tanta claridad. El sheriff habló:
—Yo soy la ley de este pueblo y estoy aquí para protegerlo. Si piensas que cualquier canalla como tú va a venir aquí a armar jaleo, estás muy confundido, porque no pienso dejarte entrar.
Las palabras enfurecieron a Hinton (había un tono tan burlón y despectivo en ellas), pues se le insultaba sin que aún hubiese hecho nada.
—Bueno, contaré hasta tres y antes de que termine de hacerlo quiero que hayas salido de este lugar. Si no lo has hecho, será mejor que empieces a disparar. Saca las pistolas, amartíllalas y, cuando yo diga Fuego, dispara. Ya veremos quién gana en este desafío. A tres tiros.
—¿Estás listo? —preguntó el sheriff; y luego, más alto, más enfurecido—: En las calles de El Dorado no hay sitio para la gente de tu calaña. En este pueblo se respeta la ley y queremos que siga respetándose. Así que lárgate ya, indeseable, pues de lo contrario vas a saber lo que es bueno. ¿No quieres irte? Entonces, muy bien. Una. Dos. Tres.
Y los brazos del sheriff sacaron las pistolas de las fundas, las alzaron y apuntaron a Hinton. Los ojos del sheriff ardían. Miró los dos revólveres. Fue suficiente para hacerle temblar.
Ya se disponía casi a apartarse; por un segundo, se olvidó de sacar él.
—Fuego —dijo el sheriff.
Hinton sacó, amartilló, pero las pistolas del sheriff dispararon antes de que las suyas estuviesen a medio camino. Hinton se agachó y disparó. Hubo un retumbar de balas cerca.
Y la voz del sheriff dijo:
—Te alcancé, canalla. Estás liquidado… ¿necesitas otra lección? Pues prepárate para sacar otra vez.
Los brazos devolvían los revólveres a sus fundas. Hinton volvió a enfundar los suyos y se dispuso a disparar de nuevo. La gente miraba detrás y a los lados. Hinton no hizo caso, concentrándose en sacar, mirando con dureza al sheriff, controlando su juego.
Los ojos duros y coléricos del sheriff intentaban hacer que Hinton bajara los suyos: pero no lo lograron. La voz atronaba, intentando acobardarle: Hinton apretó con fuerza los labios. Tenía que aguantar firme.
—Ya —dijo el sheriff.
Hinton sacó, amartilló, disparó y deseó que el proyectil atravesase el corazón del sheriff.
El sheriff se desplomaría hacia atrás, con el pecho abierto, y correría la sangre del hombre que había humillado a Hinton. Oyó el informe de los revólveres. La voz del sheriff se burló de Hinton diciéndole que tampoco lo había conseguido. Quedaba un tiro.
Hinton volvió a enfundar. Tenía ya todo el cuerpo tenso. Había olvidado el calor. Había olvidado el cansancio. Había olvidado el talón rozado. Se encasquetó bien el sombrero. Tocó la insignia, colocó el cigarrillo de guerra. Encogió los hombros rápidamente una vez, dos, y despegó los sudorosos pantalones de la entrepierna. Alrededor podía ver las caras deformadas, los ojos vidriosos, el anhelo de ver a un hombre bueno humillado. Un marica gordo hacía comentarios sobre él. Tipos raros y disparatados le miraban. Les veía de reojo. Se echó hacia delante. Siguiendo la orden, amartilló y disparó. ¿Quién podía sacar más rápido que Hinton?
Las balas silbaron de nuevo y rebotaron. La burlona voz del sheriff le decía que se largara del pueblo y siguiera su camino. Había perdido la lucha.
Hinton se irguió. Tenía los músculos agarrotados por lo tenso de la postura. Por supuesto, siempre trucaban las máquinas contra uno. Te humillaban siempre y tú tenías que darles una lección, una buena lección, demostrarles lo que era bueno. Pero no podías hacerlo si lo intentabas a su modo. Volvió a meter los revólveres en las fundas pesaroso. Le resultaban sólidos y consoladores, y lamentaba tener que dejarlos. Deseó que fuesen reales… Entonces les demostraría. Metió la mano en el bolsillo, sacó un paquetito de pasas cubiertas de chocolate, alzó la cabeza y vertió todo el contenido en la boca. Se alejó despacio, cojeando, masticando las pasas y tragándolas. Pensó que debía volver al andén de la estación para ver si había llegado ya la Familia. Dio una vuelta por la galería y estuvo mirando los otros puestos de tiro y las máquinas. Había matones y chulos por allí. El Otro pasaba apresurado sin ver nunca nada. Hinton pasó ante el quiosco en el que había comprado los dulces. Los titulares decían algo sobre una muerte que, por la forma, parecía obra de una banda. El titular de otro periódico decía que había habido mucho jaleo al norte de la ciudad, un lío en el que habían participado miles. Volvió la página para leer lo que decía del asunto, pero le exigía demasiado tiempo el enterarse de lo que decía. El quiosquero dijo que dejase el periódico en paz y que siguiese su camino si no pensaba comprarlo. Hinton bostezó y se preguntó si no debería comprar más dulces.
Se le acercó un chaval de unos siete años y le pidió veinte centavos, pero le ignoró. Pasó ante un escaparate donde había fotos de chicas desnudas tamaño natural y se detuvo a mirarlas. Debajo había una pila de polvorientas revistas de astrología, a cinco centavos el ejemplar. Su madre siempre andaba mirando el horóscopo para saber lo que era un buen augurio y lo que era un mal augurio, así podía saber lo que tenía que hacer y lo que no. Hinton no creía lo más mínimo en estas cosas. Norbert andaba siempre diciendo que si él supiese lo que le reservaba el futuro, hombre, qué no podría hacer él, cuántas carreras podría ganar. Un sueño estúpido. Hinton dio la espalda a las chicas desnudas, mirando sus grandes pechos resplandecientes de papel satinado. El chaval volvió a la carga y le pidió otra vez veinte centavos para poder irse a casa porque estaba perdido. Hinton le miró, vio su expresión astuta y burlona, y decidió que aquel chaval no necesitaba dinero para irse a casa: estaba en casa. Su casa era allí. El chaval, al ver la expresión escéptica de Hinton, le dijo que en realidad necesitaba dinero para un trago. Hinton movió la cabeza. El chaval fingió temblores y dijo que necesitaba un pico. Hinton movió la cabeza. Luego, el chico le miró, vio la insignia del sombrero de Hinton, y quiso saber si Hinton quería algo de él, porque por un dólar, él estaría dispuesto a hacer lo que Hinton quisiese. Hinton estuvo a punto de atizarle, pero vio que uno de aquellos tipos de aire feroz le miraba, esperando ver lo que hacía, y en vez de atizarle, le dio la espalda y se alejó.
Siguió caminando hasta llegar de nuevo adonde estaba el sheriff, plantado allí, bajo las cálidas luces, bloqueando la calle polvorienta, a la espera de Hinton.
Echó otra moneda en la ranura y se enfrentó de nuevo al sheriff; pero volvió a perder. En fin, pensó, expulsado otra vez: era lo esperado, lo previsto. Todo el mundo lo entendía. Le dolía la palma de la mano rozada de tanto apretar la culata de la pistola. Comió más caramelos, luego otro perro caliente con patatas fritas, y se apoyó en el mostrador del puesto para tomar a sorbos un té helado con siete cucharadas de azúcar; masticó unos cuantos dulces. Parecía que miraba a la gente que pasaba, pero en realidad miraba por encima de ella a aquel maldito sheriff. Nadie más se animaba a jugar. Eso significaba que todos sabían que la cosa estaba trucada. Entonces tuvo una idea. Cuando terminó de comer, volvió a intentarlo.
El herido Hinton, el magullado Hinton, el cansado y desorientado Hinton, Hinton el marginado, se enfrentó de nuevo al pueblo y a su sheriff. Luchaba por su Familia; luchaba por su insignia; luchaba por sí mismo. Mientras el sheriff le ofendía y presumía, ufanándose su reputación (¿no había liquidado él acaso a un millar de miserables forajidos?), Hinton sacó los revólveres y los amartilló, y cuando llegó la orden de fuego disparó, justo una fracción de segundo antes que el sheriff. Esta vez sonó un grito de dolor y la voz dijo que de acuerdo, que esta vez había ganado. Pero había dos oportunidades más, tenía que ganar otras dos veces.
El sheriff se alzaba ante él. ¿Se inclinaba quizás un poco hacia un lado? ¿Manaba la sangre del agujero del hombro tiñendo el pecho de la charra camisa del oeste? ¿Turbaba acaso una expresión de dolor aquel rostro impasible haciéndolo un poco más pálido aún? ¿Temblaba el sheriff? Hinton tenía los revólveres amartillados y esperaba que llegase la orden de saca-amartilla-dispara. Ganó por un segundo, porque el revólver saltó en su mano y escupió fuego primero: el plomo caliente cruzó el espacio que les separaba y alcanzó al hombre que le había derrotado antes, que le había echado y que no le dejaba vivir. ¿Había otro agujero abierto en aquella carne? El grito de dolor llenó de gozo a Hinton, que sonrió. El chaval le tiraba de nuevo de la chaqueta, pidiéndole otra vez veinte centavos, y Hinton enfundó de nuevo el humeante revólver, le dio al chico los veinte centavos y se preparó para la tercera vez. Volvió a ganar: le metió una bala a aquel mamón en un ojo.
Hinton, muy cansado, se estiró lentamente, hizo una profunda inspiración y se sintió como nuevo… Se sintió un hombre. Se había enfrentado al sheriff y le había derrotado. Podía ganar otra vez, pero tuvo el buen sentido de dejar ya los revólveres, aunque tenía derecho a una pelea gratis. Se volvió y se alejó, cruzando la galería de juegos y saliendo de ella. Era hora de ir a ver si había llegado la Familia.
El marica se le insinuó una vez más y él se preguntó si no debería ir con él y divertirse un poco antes de atizarle y quitarle la pasta. Pero el marica no era ningún chaval flacucho, sino un tipo bastante grande, que parecía muy capaz de saber defenderse; detrás de aquel aspecto dulce y suplicante se emboscaba algo duro. Siguió su camino, pagó otro billete y bajó al andén. Había una pareja en un rincón; no pudo apreciar si eran hombres o mujeres, pero estaban protegidos por un impermeable y haciendo algo. La gente que pasaba no les cohibía lo más mínimo. Cerca había un poli, pero no veía nada.
Cuando llegó, Dewey y el Peque estaban allí, mirando por todas partes, nerviosos, dispuestos ya a marcharse. Querían saber dónde estaban los otros. Hinton no lo sabía. Todos se habían separado. Les dijo que volverían a casa en el primer tren que pasase hacia Coney Island. Esto les hizo sentirse un poco incómodos, con la sensación de que estaban desertando, pero, en realidad, se alegraban mucho de poder largarse a casa. Hinton les dio la orden, sintiéndose ya bien, sintiéndose fuerte, y ellos la aceptaron porque eso les quitaba responsabilidades. Percibieron en Hinton una fuerza nueva. Y percibieron que ahora estaban sometidos a él, a sus órdenes, aun cuando Dewey fuese el hermano mayor de Hinton.
Cuando llegó su tren, subieron y se sentaron. Hinton cayó dormido casi de inmediato. El Peque abrió el tebeo, pero se le cerraban los ojos mientras intentaba empezarlo otra vez, pese a las veces que ya lo había leído.