5 de julio

3:10-3:35 de la madrugada

Héctor y Lunkface saltaron las barras giratorias, Bimbo pasó después, agachándose y metiéndose por bajo de ellas. Subieron las escaleras, dos y tres a la vez, y salieron a la Calle 93 esquina Broadway. Como era el camino más fácil de seguir, giraron a la derecha y corrieron cuesta abajo, hacia el río Hudson, aunque no sabían dónde estaban ni adónde iban. Pasaron ante signos escritos con tiza que indicaban de quién era aquel territorio, pero no se detuvieron a leer. Bimbo giró hacia atrás para ver si les seguía aquel poli. Nadie les seguía. Dejaron de correr, para no llamar la atención de los polis. Después de cruzar la calle, Lunkface se quitó el pañuelo de la cabeza, tiró el cigarrillo guerra, dobló el pañuelo alrededor de la insignia y lo guardó en el bolsillo. Héctor quiso saber qué era lo que Lunkface se proponía.

—Pues ya ves, hombre, me lo quito; eso es lo que hago, quitármelo. No quiero que me localicen —dijo Lunkface a Héctor.

—Pero no puedes hacerlo.

—¿Crees que voy a andar por ahí exhibiéndome para que me cacen? ¿Crees que voy a andar por ahí diciendo eh, tú, poli, aquí está Lunkface? Hale, ya puedes venir y echarme el guante. ¿Crees que voy a llevar la insignia para que los ejércitos de este territorio se nos echen encima? No, hombre, no.

Tenía la cara crispada por la cólera. Lunkface estaba almacenando furia, una furia que podía desatarse en cualquier momento.

—Calma, hombre; calma, hijo —le dijo Héctor.

—Soy un hombre de temple. ¿Qué quieres decir con eso de calma? Soy como el hielo.

—Creí que habías jurado… Somos una familia, un grupo de guerra. Vamos como un ejército.

—Pero hombre, no hay por qué exhibirse. Nos puede costar muy caro, hombre.

—¿Quién da las órdenes aquí? ¿No es el Padre quien más sabe?

Esta alusión no afectó lo más mínimo a Lunkface.

—Héctor…

—Llámame padre, ¿oyes?

—No pretendo desafiarte, hombre, pero mira… No podremos andar ni diez minutos sin que los polis nos localicen y nos sigan. Lo saben, ¿entiendes? Saben todo lo de esta noche. Y están vigilando por todas partes. No es la primera vez que me enganchan. ¿Crees que tengo ganas de verme en sus manos? ¿Padre dices? Estoy cansado de que me lleven de un lado para otro, y lo que quiero es volver a nuestro territorio, volver a casa.

Héctor se dio cuenta de que cuanto más hablase, más se enfurecería Lunkface. Era inútil razonar y explicar que el que les persiguiesen no tenía nada que ver con las insignias, ni con la asamblea y el subsiguiente alboroto, ni con el tipo al que habían liquidado…, en realidad, nadie podía estar seguro: quizás hubiese realmente una orden de busca y captura. Quizás anduviesen tras ellos. Bimbo miró a uno y luego al otro para ver quién había ganado, con lo cual Héctor se dio cuenta de que tenía que procurar que pareciese como si él hubiese dado la orden, porque si no perdería su posición de autoridad. Cruzaron la calle y llegaron a un parque. Estaban en una pequeña elevación. Delante, más allá del parque, subían y bajaban coches por la autopista del Westside.

—Quizá tengas razón, pero ésa no es la forma de hacer las cosas —le dijo a Lunkface—. Hay otras formas de decidirlo…

—No tenemos tiempo para conferenciar…

—Ya hablaremos más tarde de esto, ¿entendido, hijo? —y Héctor dijo hijo con un retintín especial.

—Te comprendo, Padre —contestó Lunkface, aplicando parecido retintín a la palabra Padre—. Te entiendo perfectamente. Quiero decir, tú eres un hombre, yo soy un hombre. Yo te conozco y tú me conoces. Vale. Lo arreglaremos más tarde.

Héctor se volvió y saltó una valla baja de hierro que corría a lo largo de la yerba. Caminó unos pasos y se volvió.

—De acuerdo, hijo, nos quitaremos las insignias —sentenció.

Bimbo siguió a Héctor, pero Lunkface no. Se limitó a esperar. Bimbo volvió la vista hacia Lunkface, que se encogió de hombros y se giró. Bimbo se arrodilló delante de Héctor; se sentía ridículo porque era el único. Héctor sacó el cigarrillo de la cinta del sombrero de Bimbo y lo guardó en la pitillera roja. Luego, sacó su propio cigarrillo y también lo guardó.

—Fuera la insignia —le dijo a Bimbo.

Bimbo parecía un poco incómodo, pero se encogió de hombros. Héctor le quitó la insignia y se quitó luego su propio sombrero y desprendió de él la estrella de tres puntas de Mercedes-Benz. Las guardó en el bolsillo. Volvieron adonde estaba Lunkface, que intentaba mostrarse distanciado y despectivo, esperando. Lunkface lamentaba un poco lo que había provocado. No había pensado que le afectase tanto. Por supuesto, aquello no habría pasado si él fuese el Padre. Pero, por otra parte, él no tenía la clase de ingenio que hacía falta para eso, aquel poder especial. No era capaz de ser tan listo como Héctor o Arnold. Ni era aquél el momento ni el lugar de hacerse con la paternidad. Si se hubiese hecho él con el control, habría significado una lucha, y una lucha habría atraído a los polis.

Entraron todos en el parque y siguieron en dirección sur, sólo porque ésa era la dirección que había tomado Héctor. Habían perdido la identidad, la sensación de unidad, y eran casi como tres carcas, tres esclavos, tres hombres que ya no poseían ningún poder especial. Se sentían todos incómodos, distanciados, algo así como… desnudos; como tres individuos que casualmente se conociesen y fuesen vestidos igual. No hablaban. Al otro lado de la autopista podían ver el Río Hudson, un ancho y tembloroso sendero de luces flotantes; y los palenques, más oscuros, alzándose al otro lado del agua; y el terraplén salpicado de luces. A la izquierda se alineaban sobre ellos los edificios de apartamentos. Sonaron cansinas tracas; se fragmentaron en el cielo cohetes defectuosos.

Héctor dijo que seguirían caminando en dirección sur, se desviarían siguiendo la dirección en la que habían venido, cogerían el tren más allá, seguirían y se reunirían con los otros, si no les había cogido la poli, en Times Square. Cada poco había un banco bajo una farola, pero no había nadie sentado en ellos. Había nombres grabados en todos los bancos: nombres de bandas, nombres de miembros de bandas, instrucciones y avisos. El parque parecía desierto.

Ella estaba sentada como media manzana delante de ellos. Su banco estaba protegido del río por matorrales, pero desde allí podía verse el cielo. Estaba un poco borracha y medio dormida. Cabeceaba en el banco, dormitando y despertando. Había visto explotar en el cielo grandes haces de fuego, florecientes frutos de fuego, tallos de llamas esparcidas, hojas ardientes que brotaban del cielo. No sabía muy bien si había realmente algo allí o si, debido a que llevaba sus gafas para leer con montura de plata, las floridas luces brotaban de su imaginación, disparatadas y deformes a través de aquellos cristales. En conjunto había sido un magnífico Cuatro de Julio. De vez en cuando, recordaba que era muy tarde, tardísimo, y que debía irse ya a casa, porque si no, se preocuparían por ella.

Y recordó, de nuevo, que era el Cuatro de Julio, el glorioso Cuatro de Julio, el seguro y sano Cuatro de Julio, el beodo Cuatro de Julio. No es que estuviese borracha, porque sólo había bebido unos tragos en el hospital, donde trabajaba como enfermera. Había bebido muy poco, apenas nada. Y luego, antes de darse cuenta, se había visto allí sentada, en aquel banco del parque, junto al río, para despejarse un poco. La brisa que subía del río quedaba bloqueada por arbustos y matorrales, con lo que el lugar resultaba caluroso, tranquilo, y olía a pescado, al aceite de las barcazas y a la basura del océano. Pensó, soñolienta, en trasladarse a otro banco al que llegase la brisa fresca del río, donde no hubiese matorrales ni arbustos que bloqueasen la vista, donde una mujer pudiese tomar el fresco y dejar que la brisa juguetease a su alrededor. Pero, cada vez que se disponía a levantarse, le costaba un trabajo excesivo hacerlo. Sus piernas no funcionaban bien; el gran libro de bolsillo era demasiado pesado. Quizá fuese su paga de la semana; quizá fuese la pequeña botella de whisky medicinal. Rió entre dientes, se movió; el banco rechinó. Era una mujer grande.

El primero en verla fue Bimbo, que dio un codazo a Héctor, señalándola. Bajo la luz de la farola del parque pudieron ver que cabeceaba y que tenía los ojos cerrados. Le habían resbalado las gafas por la chata nariz, y una estúpida sonrisa deformaba sus mejillas, grandes y lisas. Tenía las piernas estiradas y las abría y cerraba como en una constante ondulación. Moviendo levemente la cabeza, sonreía sin cesar, como si se estuviese contando a sí misma un chiste muy gracioso. Vieron que tenía gruesas pantorrillas, pero que los tobillos eran estrechos, flacos casi; la falda apenas le cubría la mitad de los muslos, enfundados en unas medias blancas. Llevaba el gorro de enfermera sujeto con un imperdible al pelo rubio o blanco (no podían diferenciarlo) y caído sobre la frente.

Lunkface se puso tenso; se sentía incómodo en sus ceñidos pantalones. Miró alrededor… no se veía a nadie por parte alguna. Bimbo, conociendo a Lunkface, no hacía más que observarle y sonreír. A Lunkface bastaba enseñarle un poco para que perdiera el control, pensaba Bimbo. Eso era porque no tenía una mujer fija. Sólo Héctor estaba serio. No le gustaba nada aquel asunto.

Lunkface se adelantó. Los otros le siguieron. Se plantaron delante de ella. No pareció advertirlo. Lunkface se agachó y miró por debajo de la falda. Se levantó y sacudió la mano arriba y abajo, dejando suelta la muñeca. Héctor movió la cabeza. Bimbo miró a uno y a otro. Cuchichearon. Héctor dijo que sería una estupidez. Además, ¿para qué meterse con aquella vieja, que tenía años suficientes para ser su madre?

—Yo no puedo aguantarme, amigo, tengo que hacerlo ahora, ya —dijo Lunkface.

—¿Pero es que nunca tendrás bastante? Calma. ¿Te parece que hemos tenido pocos problemas? Calma, hombre.

—Calma, calma —remedó Lunkface—. Es muy fácil decirlo para ti. Tú tienes una mujer y puedes hacerlo cuando quieres.

—Esta tía vieja debería estar en casa, hombre —dijo Bimbo—. Si está aquí es que está pidiéndolo. ¿Es que no sabe que los parques no son seguros después de oscurecer?

—Está pidiéndolo y lo va a conseguir, desde luego —dijo Lunkface.

—Vamos, calma —replicó Héctor.

—Vamos, hombre, vamos. ¿Crees que vas a convencerme con tu palabrería? —dijo Lunkface—. Si quieres largarte, lárgate. Pero yo voy a hacerlo y se acabó.

La mujer abrió los ojos y vio confusamente a los tres de pie ante ella. Hombres. Muchachos. Jóvenes. Sólo que el del medio parecía tener la cara iluminada. Era porque se mantenía más erguido que los otros. Le gustó su apostura. Vio, por encima de las gafas, que era muy guapo, con el pelo rubio y los rizos asomándole bajo el sombrero.

—Eres muy guapo —le dijo a Héctor—. Un chico muy guapo —y sacudió la cabeza, cerrando los ojos.

—¿Está usted bien, señora? —preguntó Héctor.

—Y tienes una voz muy bonita también, una voz muy suave —dijo ella, abriendo los ojos y sonriendo al chico de en medio.

Esta vez se fijó en sus dos amigos. Tenían la piel más oscura. El bajo y fornido era de un marrón claro barroso, con un bigotillo rizado y cara de indio. El otro era grande y fuerte, de piel muy oscura, feo, con cara de negro.

Bimbo hizo de nuevo señas a Héctor, quien movió la cabeza e hizo ademán de seguir su camino; pero Lunkface no se movió. Héctor se daba cuenta del rumbo que tomarían las cosas. Sabía que cuando Lunkface se ponía así, era incontrolable. Aunque le pegaran un tiro, ni se enteraba. Para no arriesgarse otra vez a quedar mal, Héctor decidió anticiparse a Lunkface y lo que aquél quería hacer.

—Bueno —dijo—: la Familia que jode unida, permanece unida.

Bimbo rió entre dientes.

—Pero aquí no —cuchicheó Héctor a los otros dos.

Lunkface se colocó el pene hacia arriba, contra el vientre, y se ajustó de nuevo los pantalones.

—¿Necesita usted ayuda, señora? —dijo cortésmente Héctor.

Ella abrió los ojos y miró al muchacho guapo del centro. Palmeó el banco a su lado y le indicó que se sentase junto a ella. Héctor le brindó su sonrisa breve y rápida; siempre era muy suave; nunca las asustaba; nunca ponía aquella estúpida expresión lujuriosa de Lunkface. Empezaba a sentirse también un poco excitado. Se sentó a su lado. Lunkface se sentó al otro lado de ella. Bimbo dio la vuelta y se colocó tras el banco. Ella rodeó a Héctor con un trazo y apretándolo contra su cuerpo le dijo:

—Tengo dos sobrinos, sabes. Uno más guapo que el otro. Y tú me lo recuerdas.

Y lo acercó más hacia sí, bajándole un poco la cabeza. El brazo carnoso se hinchaba en el borde de la prieta manga corta, aplastándose contra la mejilla de Héctor; el cuerpo de la mujer era cálido; a Héctor le sorprendió lo fuerte que era.

Lunkface le puso una mano en el muslo, justo encima de la rodilla, y empezó a amasar allí. Ella se dio cuenta, miró hacia abajo, vio la mano oscura sobre su media blanca, y dijo:

—Quita esa mano; ¿qué clase de mujer crees que soy?

Bimbo sonreía detrás de ella. Lunkface no retiró la mano, sino que pasó a deslizaría por la parte interior del muslo. Ella se volvió a Héctor, pero dijo a Lunkface, sin mirarle:

—Quita esa mano.

—¿Se siente bien, señora? ¿Necesita usted ayuda? —preguntó Lunkface, procurando adoptar el mismo tono suave de Héctor.

—Apuesto a que no hay chica que se te resista, siendo un joven tan guapo —le dijo a Héctor, abrazándole por el cuello; pero tan fuerte que Héctor empezó a sentirse incómodo—. Debes volverlas locas, ¿eh? Un chico tan guapo como tú.

A Héctor no le gustaba que le sujetasen. El olor a alcohol del aliento de la mujer le molestaba; de cerca, se veía que era aún más vieja de lo que habían supuesto. Intentó separarse de ella. Lunkface deslizó el otro brazo, rodeándola por la cintura con el propósito de tocarle por debajo un pecho. Bimbo estaba inclinado sobre ella, intentando ver por el escote del uniforme.

La mujer se incorporó bruscamente e hizo unos gestos con la mano, como si estuviese espantando insectos. Se puso de pie, sin soltar a Héctor, que se vio alzado con ella.

—Lárgate, negro —le dijo a Lunkface, que se quedó allí sentado, anonadado, durante un segundo. Al levantarse, vieron que era una mujer enorme, como cinco centímetros más alta que Lunkface y mucho más corpulenta. Bimbo soltó una carcajada. Lunkface se levantó lentamente, dispuesto a empezar a atizarle en la cara por la injusticia del insulto. Él era norteamericano, portorriqueño de origen hispano. Pero ella se había vuelto y le estaba diciendo a Héctor, aún sin soltarle:

—Vamos, niñito, ven conmigo a un sitio donde podamos estar solos y puedas explicarme tus aventuras con las chicas.

Y soltó una risilla, tambaleándose un poco pero en seguida se estabilizó, se apoyó en Héctor y a punto estuvo de derribarle. Le arrastró unos pasos por el camino y luego por la yerba, hasta cruzar entre los arbustos y llegar a otra parte del prado. Lunkface hizo señas a Héctor de que siguiese adelante. Bimbo se lo indicó también. Les siguieron. A la mujer le fallaban un poco las piernas en la yerba, y sus blancos zapatos brillaban en la oscuridad.

Se apoyaba en Héctor, apretándole contra sí cada vez más fuerte. Tenía el cuerpo muy caliente. Con la otra mano le acariciaba el brazo, se lo palpaba a través de la chaqueta, una y otra vez, diciéndole cuán lindo era, mientras se dirigían hacia un bosquecillo semioculto y herboso. Bimbo y Lunkface les seguían, mirando a todas partes para cerciorarse de que no había más gente en el parque. Los dos tenían una sonrisa crispada, pero ni siquiera se daban cuenta de que estaban sonriendo. En cuanto estuviesen un poco apartados, ya le enseñarían a aquella tía… ya le enseñarían lo que era un negro; iba a ver cómo eran los hombres. Aquella vieja zorra. Llegaron a un claro.

Bimbo y Lunkface se separaron y se acercaron a ella por dos ángulos distintos y por detrás. Lunkface estaba decidido a ser el primero. Héctor, que en realidad no la deseaba en absoluto, sabiendo que los otros se acercaban se había vuelto hacia ella y se había quedado quieto, mientras ella le acariciaba el pecho y empezaba a decir cosas como que no estaba bien tener relaciones con aquellas jovencitas. Ella lo sabía, ella era enfermera. Todas eran malas hoy en día y tenían enfermedades, y eran unas viciosas, y hacían cosas horribles. ¿Había hecho él aquellas cosas, aquellas cosas francesas tan sucias, con aquellas zorritas enfermas, y seguía siendo un hombre pese a todo?

Héctor le dijo que era un hombre, mirándola muy serio, muy templado, y añadió que tenía el coraje de un hombre y todo lo demás que debía tener un hombre. Ella dijo que claro, que sí, que él era un hombre, además un hombre muy guapo, pero que a ella su valor no le importaba. Y se echó a reír sin poder parar de reír, cosa que enfureció a Héctor, pues no estaba seguro de si aquella vieja zorra se reía de él. Pero ella le apretó contra sí, le rodeó con los brazos, le aplastó la cara contra sus pechos, que olían a talco, y le restregó contra ella; y él no podía liberarse para hacer algo por su cuenta, aunque quisiese, y empezó a intentar soltarse para hacerlo, porque él era el hombre, y era el hombre quien hacía cosas, no la mujer, no una mujer a la que iban a hacérselo de todos modos. Grandes oleadas de calor brotaban del cuerpo de ella, cuyo rostro brillaba hasta hacerla parecer más joven; Héctor no había sentido nunca tanto calor en un ser humano.

Le cogió una mano entre las suyas y empezó a frotársela contra sus grandes pechos, mientras él intentaba soltarse; pero ella era muy fuerte. Seguía diciéndole qué estupendo era para un joven como él hacer cosas con una mujer madura y sana como ella. Con la otra mano le mantenía pegado a ella y le acariciaba la espalda de arriba abajo, desde la nuca hasta el trasero, apretándole las nalgas hasta hacerle casi daño, porque era una mujer muy fuerte y su mano le cubría todo el culo, como si fuese un niñito; además, tenía enganchado el bolso a aquella muñeca y le daba con él en la espalda al subir y bajar la mano. Luego empezó a lanzar el cuerpo de Héctor contra el de ella, y a moverse cada vez más, rozándole, y él se dio cuenta de que estaba empalmado y se sintió incómodo con aquellos pantalones tan prietos, pero no podía soltarse para bajárselos y demostrarle que era un hombre. Ella estaba tan desquiciada que no le dejaba moverse y le enfurecía cada vez más porque casi le asfixiaba, le hacía sudar y le empapaba con su propio sudor.

Lunkface se había colocado detrás de ella, a su derecha, y la miraba con unos ojillos malévolos, casi borracho de excitación, con la cara crispada en una mueca de lujuria. Bimbo estaba al otro lado, con una expresión casi vesánica. Lunkface indicó a Héctor que le dejase el camino libre. Pero Héctor, cada vez más furioso, pensó que quién era Lunkface para indicarle a él que le dejase vía libre… ¿es que no había un orden natural en aquellos casos, una jerarquía que iba del Padre al último hijo? Furioso, fingió que le gustaba la mujer, puso sus labios sobre los de ella y empezó a moverse al compás suyo, arriba y abajo, balanceándose con ella. Lunkface se dio la vuelta, puso las manos en un hombro de Héctor e intentó apartarle. Bimbo reía entre dientes. Giraban todos en la oscuridad, tropezando en el terreno irregular. La oscuridad no era completa allí, porque había demasiadas luces brillando alrededor, en los edificios del cerro, en la otra orilla del río, en las farolas de la calle y en el parque. Ella seguía murmurando palabras cariñosas a Héctor, e intentaban hacer algo, pero no lograban conectar bien. A él le repugnaba un poco la mujer, porque sudaba a mares, emanaba un calor insoportable y los polvos de talco apestaban a hospital, aparte del olor a alcohol de su aliento. Bimbo estaba seguro de que debía tener una botella en el bolso, e intentó cogerlo. Ella sintió el tirón y se separó bruscamente de Héctor, lanzando un viaje a Bimbo. Bimbo se agachó con una risilla, esquivando.

Pero el movimiento de la mujer había desplazado un poco a Héctor, por lo que al agarrarle de nuevo le dijo:

—¿Por qué no echas a estos negros, cariño?

Lunkface, decidido ya, se lanzó a por ella. Nada podía detenerle, ninguna jerarquía, ninguna lealtad, ninguna noción de bien y mal; sólo el poder taladrarla era capaz de calmarle. Se bajó la cremallera de los pantalones y se lanzó a por ella. La mujer intentó abrirse paso, pero la sujetaron entre todos y empezaron a tirarle de la ropa, soltándole de un tirón los botones del uniforme, los tres al unísono… Bimbo intentaba echarla al suelo, Héctor sujetarle los brazos, y Lunkface joderla… La sujetaban, la acariciaban, intentaban maniobrar. Y ella estaba medio furiosa y medio complacida, pues la necesidad de sexo se había mezclado con la borrachera; en realidad también se sentía embriagada por la lujuria. Y así, dejó que los muchachos la empujasen, se dejó caer suavemente sobre la mullida yerba y, de espaldas, empezó a alzar las piernas al tiempo que las abría y decía, con una leve risilla:

—No me rompáis la ropa, queridos; no, la ropa no.

Estiró un brazo y agarró a Lunkface como jamás le había agarrado ninguna mujer: una mano en la solapa de la chaqueta, desgarrándosela un poco, y la otra, poderosa, sobre los pantalones; se los bajó de un sorprendente tirón, rasgando la parte en que estaba el corchete que los sujetaba.

Héctor estaba sentado junto a ellos con las piernas cruzadas, y el pene en la mano, dispuesto a echarse encima en cuanto acabase Lunkface. Bimbo estaba tumbado, con la cara a unos centímetros de la de Lunkface y la enfermera, mirándoles. También tenía el pene fuera. Arqueaba el culo y rozaba con el pene la yerba húmeda por el rocío. Ya estaban a punto de conectar. La mujer, con sus grandes y poderosas piernas abiertas, intentaba librarse de la ropa interior para que el chico pudiera hacerlo; pero él no parecía acertar y se movía demasiado, y ella se reía, sintiendo que, borracha o no, quizás aquello estuviera mal, aunque su excitación era tan fuerte que tenía unas ganas tremendas de hacerlo, y sabía que iba a hacerlo con los tres, y que volvería a hacerlo luego otra vez con los tres, y que luego… bueno, con eso ya sería suficiente.

Pero Bimbo no podía dejar así las cosas. Pensó que quizás ella llevase dinero o alcohol en el bolsillo. Tenía la cabeza apoyada en una mano y alargó la otra para quitárselo, haciendo deslizar la correa a lo largo del brazo de ella. Cuando hubo conseguido su propósito, lo abrió. La mujer oyó el clic, se enfureció, sacudió la mano rápidamente y se volvió hacia Bimbo, de costado, tirando casi a Lunkface.

—¡Deja en paz el bolso, ladroncete! —gritó.

Lunkface, muy frustrado, se incorporó, apoyándose en un brazo, y atizó en la cara a la mujer con la otra mano, para que se estuviera quieta. Ella se volvió, alzó la rodilla, golpeó a Lunkface en un costado y le derribó. Tras lo cual se incorporó, lanzó el brazo y alcanzó a Lunkface con el dorso de la mano, haciéndole caer otra vez sobre la yerba. Cuando intentaba ponerse de pie, Bimbo se le echó encima. Ella se levantó de todos modos. Con Bimbo sujeto en los hombros, se volvió, hizo un movimiento brusco y se lo sacudió. Héctor estaba riéndose, pero ella se volvió en su dirección y le atizó con el libro de bolsillo, derribándole, al tiempo que prorrumpía en un largo y gemebundo lamento diciendo que una mujer no estaba segura en ningún sitio y que aquellos hispanos, aquellos negros, aquellos extranjeros, no respetaban la edad ni la maternidad ni el cabello gris ni el decoro, lo que inmovilizó a los tres muchachos un segundo, en el que se quedaron allí como niños pequeños mientras ella les reñía, y a punto estuvieron de ceder y marcharse.

Pero la voz empezó a hacerse más aguda, y no podían permitir que les dejasen en ridículo de aquel modo, además una mujer. Lunkface intentó atizarle en la boca, para que la cerrara de una vez, pero en la oscuridad medio erró el golpe y ella cayó de rodillas por el impacto. Entonces empezó a gritar «¡QUE ME VIOLAN!», con una voz más retumbante que los explosivos de la fiesta y que sin duda llegaba al otro lado del Hudson. Si había algún poli en unas cuantas manzanas a la redonda, por fuerza la oiría; tendría que oír los gritos de aquella vieja zorra.

Héctor se incorporó. Bimbo estaba levantándose y Lunkface intentaba recuperarse del impacto para atizarle de nuevo. Ella enarboló el bolso, golpeó a Bimbo en la cara y éste empezó a sangrar por las narices. La sangre pronto empapó el bigote de Bimbo, cosa que le sacó de quicio y le hizo llevarse la mano al bolsillo para sacar el cuchillo. ¿Quién era aquella tía para hacerle aquello a él, a un hombre, a un hombre como él?

La mujer estaba allí, de pie, con el uniforme abierto, la enagua rota y enrollada en la cintura, y un gran pecho fuera del sostén, balanceándose rítmicamente mientras gritaba sin parar «¡QUE ME VIOLAN!». Y Héctor intentaba sacar de allí a Lunkface, que aún no se había subido los pantalones e intentaba lanzarse sobre ella. La mujer tenía las gruesas piernas muy separadas, y cuando Bimbo se acercó por detrás para meterle el cuchillo, o al menos parte de la hoja, el bolso le alcanzó de nuevo detrás de la oreja, volvió a derribarle y le hizo perder el cuchillo entre la yerba, de modo que al agacharse para buscarlo, aquellas grandes piernas empezaron a pisotearle.

—¡QUE ME VIOLAN! —aullaba ella, con el gorrito de enfermera saltando en su pelo canoso, aún sujeto por el imperdible—. ¡QUE ME VIOLAN!

Héctor se lanzó hacia ella, de cabeza, pero recibió un golpe en la cara con la mano abierta y rodó por el suelo.

—¡QUE ME VIOLAN! —gritaba, y los tres comprendieron que era hora de largarse.

Héctor se alejó arrastrándose, luego se incorporó e intentó alejarse de allí cuanto antes. Gritó a los otros que le siguieran. Bimbo corría alrededor de la mujer agitando un puño, pero pronto se unió a Héctor. En cambio, Lunkface no se daba por vencido. Ella se lanzó a por él. Le abofeteó, una, dos veces, aullando «QUE ME VIOLAN» sin parar, y le derribó, cosa fácil, porque aún tenía los pantalones en los tobillos. Intentó escapar arrastrándose.

—¡QUE ME VIOLAN! —gritó ella, y le dio una patada con sus zapatos blancos—. ¡QUE ME VIOLAN, QUE ME VIOLAN, QUE ME VIOLAN!

—Te mataré. Te mataré —gritaba Lunkface mientras ella seguía atizándole, bailando alrededor de él, dándole patadas en el culo desnudo, agitando los brazos, haciendo girar el bolso, con una teta brincándole. Los otros volvieron uno por cada lado y le atizaron, cosa que le quitó algo de fuelle. De todos modos, continuó aullando un «que me violan» sordo. Cogieron a Lunkface, le pusieron en pie y echaron a correr. Pero ella recuperó el aliento y empezó a gritar de nuevo. Se le habían caído las gafas y seguía tras aquellas formas que sólo confusamente distinguía. Bimbo y Héctor iban ahora delante de Lunkface. No podían quedarse allí y esperar que llegasen los machacacabezas. Lunkface saltaba, intentando correr, tratando de subirse los pantalones, queriendo escapar de ella. Pero no podían.

Además, los polis lo habían oído y llegaban coches patrulla por todas partes. Bimbo y Héctor se vieron ante un poli que le atizó a Bimbo con la porra en el plexo solar, haciéndole caer al suelo y vomitar a cuatro patas. El otro poli le quitó de un manotazo a Héctor el sombrero, le agarró por el pelo y le alzó; quedó en el aire, rozando el suelo con las puntas de los pies, con los ojos cerrados y sujeto por el puño de la ley.

Otro poli metió el coche patrulla en la yerba tras ellos, salió corriendo, agarró a Lunkface, le atizó en el trasero con el cañón de la pistola y le hizo levantarse y quedarse allí quieto, con las manos en la cabeza y los pantalones aún en los tobillos.

—Súbete los pantalones —ordenó un poli.

Lunkface se agachó. Otro poli le atizó una patada. Cayó de bruces. Un tercer poli le alzó por un brazo y le lanzó hacia los otros, llegaron más coches y les iluminaron con los faros. Todo estaba lleno de policías. Preguntaron a la mujer qué pasaba. Ella estaba deshecha en lágrimas. Su mano temblorosa sujetaba las solapas del uniforme mientras contaba el cuento de que había salido a tomar el aire y que la habían asaltado aquellos golfos obsesos. ¿Es que una mujer, una mujer sencilla, una madre incluso, una abuela, no podía ya andar segura por la ciudad? ¿Es que nadie iba a poner coto a aquellas bestias? El poli olió el alcohol de su aliento, pero al ver a Lunkface allí de pie de aquella manera se enfureció y cabeceó cordialmente, dando una palmada en el hombro a la mujer y diciéndole que bueno, que no se preocupara, que ahora ya estaba segura. Aquellos golfos tendrían su merecido.

Ni Bimbo ni Lunkface decían nada. Sabían que era inútil. Pero Héctor intentó largar una explicación a un poli, el cual lo golpeó haciéndole sangrar por la boca y rompiéndole la nariz y un diente. Otro poli dijo que le dejara, pero los demás estaban furiosos… Aquellos chavales asaltando a una mujer así. Y les atizaron un poco más al meterles en los coches. Los chicos no dijeron nada. Les llevaban a la comisaría, donde todo sería mucho peor.