3:10-3:35 de la madrugada
Dewey y el Peque escaparon del policía bajando a saltos las escaleras. Se desviaron a la izquierda por un corto paso inferior que apestaba a orines. Saltaron Unas cuantas escaleras y se desviaron de nuevo a la derecha, pasando de las escaleras al andén. Oían a Héctor, Bimbo y Lunkface correr tras ellos. Por el otro lado de las vías, en la línea que iba hacia el sur, había salido el tren. Pudieron ver al policía correr tras ellos jadeante, a un ritmo lento y torpe. Era milagroso que no les hubiesen visto.
Había un tren esperando en las vías locales dirección norte. Entraron y se sentaron lejos de las puertas, de espaldas a la ventanilla, medio encogidos para evitar que les viesen y sin volverse a mirar. El Peque sacó el tebeo y se puso a leerlo, intentando aparentar que llevaba horas haciéndolo. En realidad, no veía nada, no podía pasar del dibujo que mostraba a un guerrero griego tricolor con la lanza enarbolada, dispuesto a clavarla en el cuello de un enemigo vestido con pieles, seguía esperando ver, por el rabillo del ojo, los grandes pies planos y negros de los machacacabezas acercándose a él. Dewey apretaba los labios como si fuese a silbar, pero sin emitir ningún sonido. Permanecía quieto allí, sentado, soplando. Procuraba mantener los brazos cruzados como en la escuela, pero no podía dejar de moverlos; todo le picaba, encontraba manchas de polvo que limpiar en la ropa o arrugas que estirar. ¿Dónde estarían los demás? Probablemente en uno de los otros vagones.
Las puertas se cerraron. Arrancó el tren. No sabían adónde iban, no se atrevían siquiera a mirar el cartel de destino. El asunto era no hacer nada durante un rato. Aparecería Héctor, sin duda. El tren llegó a la siguiente estación, la Calle 103. El Peque se preguntó si aquella ruta les llevaría al sur de la ciudad. Llegaron a la Calle 101. El Peque estaba desorientado. La siguiente parada fue la 116, y el Peque tuvo ya la certeza de que iban en una dirección equivocada. Pero la tercera parada era la Calle 125. Sabían que habían pasado aquella estación a la ida, pero aquélla era una estación descubierta, sobre un puente. Se sentían confusos y desorientados. Salieron y fueron de vagón en vagón, buscando a los otros, pero descubrieron que estaban solos. ¿Habrían cogido los polis a los demás?; Se sentaron e intentaron determinar qué podían hacer.
Dewey pensó que lo mejor sería seguir viaje un rato y luego dar la vuelta. Después de todo, le explicó al Peque, sabían que lo que tenían que hacer era trasbordar en Times Square a la línea de Coney Island, que era la BMT. Seguirían un rato en dirección sur y encontrarían a los otros en el sitio donde se toma el tren de Coney Island. Esperarían allí un rato. Si los otros no llegaban sólo podría significar que los machacacabezas habían conseguido cogerles y, en tal caso, seguirían hasta casa. Continuaron allí, sentados, un rato. Se sentían seguros y el Peque se pudo concentrar de nuevo. Había olvidado lo leído hasta entonces y volvió atrás, al punto en que los guerreros griegos, musculosos y de potente pecho, hundían las puntas de sus lanzas en las tripas del enemigo. El Peque se imaginaba tirando su lanza contra los polis enemigos, contra un poli de uniforme azul y casco de acero, que corría andén abajo parapetado tras un escudo con el sello de la ciudad de Nueva York, a por ellos. Los héroes griegos escalaban montañas desde cuyas cumbres les atacaban sus enemigos. Éstos tenían montones de piedras metidas en redes y troncos listos para echar a rodar lomas abajo después de haberles prendido fuego. El jefe de los griegos, frío y templado, con su relampagueante yelmo dorado y su penacho ondeando al viento, intentaba parlamentar con el jefe de los salvajes, de los trideños montañeses; pero éstos no aceptaban negociar. Y entonces el héroe decía: está bien, hemos venido en son de paz y queremos pasar en paz; seguiremos nuestra ruta, y si tenemos que zurraros, os zurraremos. Si nos atacáis, veréis lo que es bueno, y la culpa será vuestra, porque nosotros deseábamos paz. Recordadlo.
El Peque alzó la vista y vio que la estación era la de la Calle 137. Dio un codazo a Dewey y le preguntó si sería el momento de dejar aquel tren. Sin embargo, Dewey no era de gran ayuda; era el hermano mayor, y debería haberle aconsejado, pero en vez de eso le dijo que siguiera leyendo su literatura mientras él intentaba decidir. El Peque trató de interesar a Dewey en el libro, pero Dewey soltó un bufido y le miró burlón tras sus gruesas gafas de montura de concha.
—Pero hombre, ¿qué me dices? ¿Lanzas? ¿Quién usa lanzas? Lo mío es el Hombre Atómico, que le arranca los brazos a un tipo con rayos cósmicos… cosas así. O el Hombre Cohete, que te abre en el cuerpo un agujero como un melón. ¿Lanzas? ¡Pero hombre! —y se volvió, apartando la vista de él.
El Peque preguntó si no sería prudente sacar del sombrero los cigarrillos de guerra y las insignias. Dewey pareció vacilar y al fin no dijo nada. No podían decidirlo ellos, pero sabían que su situación podía ser desesperada. ¿Y si les hubiesen localizado? Dewey dijo al fin que si lo hacían y no pasaba nada… recuerda lo que le pasó a Hinton cuando lo propuso. Aquellas insignias eran el distintivo de la Familia, y tenían que aguantar o caer con sus insignias; ésa era la prueba de que formaban parte de… de que todos eran uno. Quitárselas era ser como cualquier estúpido esclavo sin coraje, incapaz de correr riesgos, carente de afiliaciones importantes. Así pues, debían seguir con sus insignias. Eso les hacía hombres. El Peque cabeceó, asintiendo. Era como aquellos griegos y sus absurdos yelmos con penacho de crin de caballo. ¡Qué maravilla si la Familia llevase yelmos como aquéllos! En fin, el Peque dijo que sí, que de acuerdo, y que él sólo lo había dicho por decirlo, que él era un patriota.
El Peque tenía catorce años, razonó Dewey, y eso significaba que si le cogían no podía pasarle gran cosa. Él lo sabía. Dewey en realidad tenía dieciséis, pero además, ¿qué podían probar en realidad? ¿Qué? Ninguno de ellos llevaba encima el cuchillo.
—¿Qué es lo que saben? —preguntó Dewey—. En fin, hombre, realmente, ¿qué saben ellos?
—Nada —dijo el Peque—. Yo sólo hablaba por hablar.
Se sentían algo mejor después de haber decidido no quitarse las insignias. Aquello demostraba que eran hombres, y además, hombres en peligro; que defendían su honra y su reputación y que esa reputación consistía, entre otras cosas, en haber matado a aquel hombre.
—Mira esto —dijo el Peque, mostrándole el tebeo a Dewey.
—Pero hombre, eso es cosa de críos —dijo Dewey, aunque como no tenía nada mejor que hacer, se puso a leer el tebeo con el Peque. Siguieron la historia. Los héroes cruzaban desiertos, pasaban montañas, continuaban su marcha bajo las lluvias y las nieves. Se abrían paso luchando metro a metro. El dibujante era bueno, porque el tono plateado de las espadas casi relumbraba, y el rojo de la sangre destacaba con toda claridad.