5 de julio

3:10-3:35 de la madrugada

Hinton corría en dirección norte en la oscuridad; corría tan de prisa como podía, siguiendo las traviesas de la vía, sin ver apenas por dónde iba, huyendo de la estación, de las luces de los andenes, de la policía. Se le desprendió el tacón del zapato derecho al enganchárselo en una traviesa; siguió corriendo. Apenas podía ver delante; el corazón le latía cada vez más fuerte; pronto quedaría sin resuello. Jadeaba y le dolía el costado derecho. Le palpitaban las sienes y se le nublaban los ojos; veía las luces del túnel fragmentadas en agitados intervalos. Pasó ante una luz verde a toda velocidad, luego ante una luz azul, y siguió corriendo durante otros cien metros antes de parar. Se volvió y miró hacia atrás. Estaba solo. Los demás no le habían seguido. Pudo ver las luces de la estación de la Calle 96; estaban muy lejos, no creía haber corrido tanto. ¿Qué les habría pasado a los otros? ¿Dónde estarían?

Esperó, jadeante, procurando recuperar el aliento. Si le seguían, le habrían capturado ya. No había nadie allí. ¿Qué podía hacer? ¿Volver atrás? Eso sería entregarse en los brazos de los machacacabezas, que debían haber ocupado ya la estación. Conocía a aquellos polis: todos aparecían siempre cuando ya era demasiado tarde. ¿Debía esperar allí un rato y volver luego? ¿O debía seguir hasta la siguiente estación? La oscuridad le daba miedo. Podía aparecer un tren y aplastarle. ¿Dónde estaba el tercer raíl? Pero los polis le daban aún más miedo. Podía quedarse allí quieto, dormir, no moverse nunca más. No podía. Empezó a caminar, cojeando por el zapato y por la distancia extraña que había entre traviesa y traviesa.

Cada poco se paraba a escuchar, por si venían trenes. En el calcetín derecho tenía un agujero cada vez mayor y el zapato empezaba a rozarle el dedo. Escuchó. Oyó su jadeante respiración deformada por el eco del túnel. Todo retumbaba con firmeza, pero parecía demasiado desvaído para significar que se aproximaba un tren. ¿Qué era entonces? Algo goteaba. Luego, oyó un roce. ¿Ratas? A eso estaba acostumbrado. Siempre había ratas donde él vivía. Aminoró la marcha. Había nichos en forma de ataúd pintados de blanco a los lados. Si llegaba un tren podía refugiarse allí. Aún sudaba por la carrera, pero al menos allí hacía fresco y no era tan desagradable moverse. Al cabo de un rato, empezó a sentir la frialdad del aire en la piel, empezó a arañarle, y esto le dio la certeza de que algo pasaba, aunque no supiese el qué… Era como si aquel lugar estuviera hechizado. Tonterías. Cosas del Peque. Soltó una carcajada. El eco de aquella carcajada le estremeció; tardó unos segundos en identificar el sonido.

Siguió caminando. Se volvió. Aún podía ver la estación allá al fondo. ¿Cuánto habría hasta la siguiente estación? No podía recordar cuánto había tardado en llegar aquel tren. Decidió que el camino no podía ser muy largo. Pero el túnel parecía cada vez más oscuro. El frío aumentaba; en cambio, el firme estruendo no se intensificó. No era como si algo se acercase a él, sino como si toda la tierra vibrase, haciendo extraños ruidos.

¿Le habrían visto los polis correr por el túnel? ¿Habrían avisado a la otra estación para que le estuvieran esperando? ¿No sería una estupidez seguir? Toda aquella caminata para caer en sus manos al final. Cómo se reirían de él. ¿Qué podía hacer… parar? ¿Esperar? ¿Dormir un poco? De cualquier modo, pensaba Hinton, no podía estar seguro de nada. Se preguntó qué les habría pasado a los otros. Quizás hubiesen seguido sin darse cuenta de la dirección que había tomado él. Quizá creyeran que los polis le habían cazado. La idea hizo que le temblasen las rodillas; se sentía lo bastante cansado para tumbarse. Acarició la insignia y el cigarrillo del sombrero y pensó: No, papá Héctor nunca permitiría esto. Si estaban libres, le aguardarían en algún sitio. ¿Dónde? Desde luego, no en la estación de la Calle 96. En la Calle 42, donde tenían que hacer el trasbordo para coger el tren de Coney Island. Se levantó y siguió.

Pero si les habían capturado a todos, la cosa era seria. Entonces, estaba realmente solo. Llevarían a la Familia a la comisaría, les zurrarían un rato y luego les tomarían nombres y direcciones, se enterarían de todo el asunto, de que él se había escapado, quizás incluso de lo del hombre al que habían matado. Cuando llegara a casa le estarían esperando, lo mismo que habían esperado más de una vez a su hermanastro Alonso. Quizá fuese más fácil volver y entregarse sin más.

Eso contaría en su favor… pero hacerlo no era propio de un hombre. Se burlarían de él, le llamarían traidor y le expulsarían de la banda; se quedaría solo. Y si se quedaba solo, estarían fastidiándole y asediándole siempre. Ya le había costado bastante poder entrar en la banda y convertirse en hermano e hijo. No renunciaría a aquello. Siguió caminando.

Algo le tocó en el sombrero. ¡Murciélagos! Siempre había murciélagos en las cuevas y en los túneles. Eso lo sabía todo el mundo. ¡Pero podían ser vampiros!, ¡chupadores de sangre! Alzó la vista. Lanzó un grito… ¡Había racimos de ellos! El grito retumbó con el eco, apagándose lentamente, como los chillidos de millones de murciélagos. Se encogió, se arrodilló sobre una traviesa, incapaz de moverse. Pero no cayeron sobre él. Esperó. De pronto, se lanzó a la carrera. No caían sobre su espalda. Se detuvo, de nuevo, sin aliento y alzó la vista, poniendo las manos delante de la cara. Vio grandes costras de pintura colgando, yeso desmigajado, estalactitas. Se quitó el sombrero. Había en él una gran mancha húmeda, le había caído un goterón de agua cenagosa. Quizás el túnel se derrumbase. Sacudió la cabeza para apartar los temores y siguió caminando de prisa, tambaleándose y tropezando. Todo era cuestión de seguir, de conservar la calma. Pronto llegaría a aquella estación, cogería el tren y seguiría hasta el punto de trasbordo donde se reuniría con la Familia. Limpió el sombrero. La insignia estaba un poco ladeada e intentó ajustarla. Siguió caminando, haciendo grandes inspiraciones para mantener el control. Le dolían el tobillo y el dedo gordo del pie, a causa del zapato roto.

Al cabo de un rato vio que las vías se perdían relampagueando en una curva. El túnel se sumergía en una oscuridad aún peor. Peor porque ya no vería las luces de la estación. ¿Y si se acercaba en aquel momento un tren y no podía oírlo por impedírselo la pared del túnel? ¿Se atrevería a seguir? Dio media vuelta. Las luces de la estación de la Calle 96 quedaban muy lejos, ya apenas eran visibles. Era una masa alegre, festiva, que vibraba como un racimo de chispas. Había llegado ya tan lejos que hasta las luces laterales que iluminaban el túnel se fundían en una al fondo. Entonces, no había duda, pensó Hinton, de que la estación tenía que estar cerca, quizá nada más doblar la curva. Pero se quedó allí un rato, temeroso, indeciso, sin ganas de seguir, con miedo a abandonar definitivamente las luces de la estación. Era una estupidez. Se estaba comportando como un crío. Todo era cuestión de seguir hasta llegar a la estación. No podía estar llegando un tren; lo habría oído. Siguió avanzando.

La curva era más larga de lo que parecía; se desplegó lentamente mientras él avanzaba. Siguió volviendo la cabeza para mirar la estación de la Calle 96. Tropezó, cayó sobre las palmas de las manos, se levantó y siguió. Al cabo de un rato, todas las luces habían desaparecido. Se sentía solo en una oscuridad como jamás había visto. La oscuridad se cerraba más y más a su alrededor mientras él seguía corriendo. Distinguió una lucecita a lo lejos. Poco a poco, fue aproximándose a ella, procurando mantenerse cerca de las columnas del centro. Llegó y pasó ante un cuarto de ventanas de cristal que había a la derecha, del lado de las vías que iban en dirección norte. Había hombres vestidos con monos y sentados alrededor de una mesa, jugando a las cartas. Dos se reían. Sobre la mesa había unas cuantas latas de cerveza. El lugar parecía fresco y agradable. Tropezó, haciendo un ruido, y se inmovilizó tras una columna. Al parecer no oyeron nada, pues no se volvieron a mirar. Casi deseó que le hubieran oído, que le cogiesen, que le diesen un vaso de cerveza. Pero rechazó la idea. No, eran todos hombres blancos, el Otro. Aunque el lugar parecía agradable, ¿cómo podía estar seguro de ellos? Se obligó a seguir caminando y dejó atrás la luz.

Canturrearon los raíles. El goteo se hizo más sonoro, más frecuente, hasta convertirse en rumor de agua corriente. Hacía más frío, y sentía el aire más áspero en la cara. ¿Venía hacia él un tren? La sensación de soledad aumentó. Jamás se había sentido tan solo, tan aislado. Fueron acumulándose pequeños sonidos que se transformaron en un murmullo constante, que le seguía acompasadamente. Tuvo que decirse a sí mismo que su miedo era estúpido, que era impropio de un hombre porque no era miedo a algo concreto, sino el miedo de un niño, un terror por algo inexistente. Un miedo propio del Peque. Tenía que ser un hombre duro, como los demás, como Arnold, Héctor, Bimbo, Lunkface, Dewey, Ismael. Ellos nunca tenían miedo. Después de todo, recordó orgulloso, a él no le habían asustado todos aquellos cuentos de cadáveres y espectros en el cementerio, como al Peque… ¡No, no se había asustado por aquello!

Pero lo cierto era que debería haber llegado ya a la estación. ¿Cuánto faltaría para llegar? Aceleró la marcha. El eco de las paredes multiplicaba el rumor de las pisadas. Tras él parecía caminar mucha gente o algo con muchos pies. Se detuvo una fracción de segundo. Silencio, salvo el constante canturreo. Sintió como si una gran multitud se hubiese detenido también con él. Escuchó para ver si oía respirar a alguien; sólo oyó su propia respiración. Continuó: continuaron con él. Se recordó de nuevo que era cuestión de conservar la calma y pensar en lo que debía hacer después: contactar con los demás, por ejemplo. Y de cualquier modo, bromeó consigo mismo, probablemente estuviese en la parte más fría de la ciudad. Esto le hizo gracia y se echó a reír, pero se contuvo inmediatamente. Alguien podía oírle. Sonrió. Procuró animarse imaginando cómo se asombrarían todos los hermanos cuando les contase: «Dejadme que os cuente dónde estuve y lo que hice».

Un estruendo inundó el túnel. Miró a su alrededor intentando localizar la causa. Pasaba un tren por la vía de dirección norte. Llegó a su altura, y el estruendo, el traqueteo y el eco le envolvieron torturantes, mientras saltaba rápidamente a uno de los nichos. Era infantil, se dijo, reprendiéndose a sí mismo. El tren iba por el otro lado, y si hubiese aparecido por el suyo le habría matado antes de darle tiempo a asustarse. Salió de nuevo y se situó entre los raíles para ver las luces que pasaban al otro lado de las columnas. Vio gente allí sentada bajo las luces; vio sus nucas, y empezó a correr tras el tren, gritándole. Pero nadie se volvió a escucharle. Luego, el tren desapareció.

Dejó de correr. Siguió caminando de nuevo. Sí, no había duda, allí había algo. Pensó en cantar, pero sólo se le ocurrieron ritmos quejumbrosos de un himno rockanrollero y le pareció infantil. Además, si los polis estaban esperándole al final del trayecto, ¿por qué delatarse? Y en realidad, ¿quién creía en aquella mierda religiosa? Su madre decía cosas evangélicas continuamente, pero eso era cuando quería algo de alguien.

Se le ocurrió otra idea: ¿Y si no había seguido la misma dirección que habían seguido ellos en el tren? ¿Y si había cogido algún túnel que no acababa nunca o que se bifurcaba en varios? Se perdería irremisiblemente, quedaría solo en aquella oscuridad, salvo, claro está, por las ratas: ellas sí estaban allí, oía perfectamente sus rumores. Salvo por aquello… aquello fuese lo que fuera, que se movía, se movía continuamente al moverse él, se detenía cuando él se paraba.

Pasó una luz azul. Todo parecía azul. ¿Qué significaban las luces azules? Él sabía lo que significaban las rojas y las verdes y las amarillas. Bajo aquella luz, la piel de sus manos adquirió un aspecto extraño, de vieja piel cubierta de sudor azul. Se preguntó cómo serían las cosas si la gente tuviese la piel azul. Sería como estar muerto, pensó, como no ser personas. Así que quizás él estuviese muerto y se hubiese vuelto azul. El túnel seguía girando… ¿Habría dado ya la vuelta y estaría andando en círculo? ¿Era eso posible? Corrió un trecho, pero en seguida se quedó sin resuello. ¿Habría allí algún tipo de gas, algún tipo de gas venenoso secreto e imperceptible? Olía raro. Los ruidos eran más estridentes. O quizá las ratas tuviesen un ejército allí dentro. Aquél era su territorio. ¿Lucharían también en bandas? Quizás estuviesen concentrándose para caer sobre él y devorarle. No había sitio donde esconderse.

Oyó un rumor de gemidos. Los gemidos se multiplicaban por todas partes, hasta que el mundo entero se llenó de un coro gemebundo. ¿Quién lloraba allí? Se detuvo. Y gritó luego, chilló, y esperó a que AQUELLO cayera sobre él. Pero si gritaba se delataría, AQUELLO sabría exactamente dónde estaba y caería rápidamente sobre él. Echó a correr, resbaló, cayó, se levantó y siguió corriendo como antes, en la misma dirección. Pero el rumor de gemidos y llantos le siguió, paso a paso, burlón, inundando el túnel con una risa gemebunda al mismo tiempo. Y aquel rumor le delataba ante el mundo como un cobarde, como un ser débil. ¿Qué habría hecho papá Arnold? ¿Qué habría hecho Héctor? Él era un hombre, se dijo. ¡Un hombre! ¿No había peleado y aguantado? ¿No se había emborrachado? ¿No había conservado el temple? ¿No había robado sin que le cogiesen? ¿No se había tirado a aquella zorra… también? ¿No había liquidado a aquel tipo? ¿Y por qué un hombre como él se convertía tan fácilmente en un niño? ¿No había aprendido hacía ya mucho que si uno lloraba los demás se reían de él, incluso tu propia madre, o aquel hijoputa de Norbert, el novio de su madre? Lo mejor en este mundo era secar las lágrimas antes de que brotaran de los ojos, y ahogar los gemidos desde el principio, porque, de lo contrario sólo se conseguía hacer el ridículo.

Pero AQUELLO no renunciaba tan fácilmente. No había modo de superarlo. No había nadie allí… Nada en absoluto. Sólo la oscuridad… y formaba parte de ella. Jamás, en toda su vida, había estado tan solo. Aquello le convertía en un niño pequeño, un quejica, cosa que jamás se había permitido ser. Se prometía que, en cuanto recuperara el aliento, empezaría a reírse a carcajadas de sí mismo por la clase de Dominador que no había sido. ¿Y si los otros también hubiesen escapado y estuviesen detrás suyo, riéndose, espiándole, probándole como le habían probado al entrar en la banda? Esto le hizo detenerse. Se volvió y miró atrás. Gritó:

—Bueno, ya está bien. Ya sé que estáis ahí. Salid. Estaba bromeando.

Contuvo el aliento y escuchó. Sólo oyó rumores y susurros. Sólo vio unas cuantas pulgas de agua muy grandes que entraban y salían de los círculos de luz.

—Que se vayan a la mierda, a la mierda, a la mierda —murmuró.

Se sentía cada vez más furioso. De pronto empezó a gritar, fuera de sí, por lo que aquella Familia le estaba haciendo; se arrancó el sombrero y lo tiró, lo pisoteó, junto con la insignia; corrió a la pared y escribió con el dedo en la costra de polvo: «Hinton D. se caga en los Dominadores desde el padre y la madre hasta el último hijo y todos los hermanos».

Y pensó, vale, se metería en un nicho y esperaría. No sabía qué, pero esperaría. Se acurrucarría allí, metería la cabeza entre las rodillas y esperaría a que llegasen los polis o su Familia o AQUELLO y le cogiesen.

Haría eso y sólo eso porque ya llevaba días y días sin estar en un sitio tranquilo.

Pero lo que acababa de hacer le aterró de pronto, porque le aislaba terriblemente. Y aunque los demás no pudiesen verlo, era como si de algún modo la Familia supiese lo que había hecho y eso significaba que quedaba fuera, para siempre. Cogió el sombrero, lo arregló, limpió la insignia, volvió a colocarla en el sombrero, recompuso el estrujado cigarrillo de guerra, borró con la manga lo que había escrito y sacó el Lápiz Mágico para escribir, esta vez, el nombre de su Familia; con esto quería demostrar que no había sitio en aquella ciudad, ni siquiera aquel túnel, donde no estuviese, o hubiese estado, su Familia. Este acto le tranquilizó, le confortó, y ya pudo seguir.

Al cabo de un rato, dobló otra curva y allí estaba la estación. Aminoró la marcha y avanzó con más cautela, mirando para ver si había polis en el andén o si alguien podía localizarle. Observó atentamente, y cuando las pocas personas que había no miraban hacia allí, subió la escalerilla del extremo del andén y al fin, se vio en la estación de la Calle 110.

Ahora todo era ya cuestión de llegar a la estación de Times Square y trasbordar al tren que iba a Coney Island. Allí encontraría a la Familia. Si habían escapado, aquél era el lugar para encontrarse. Estaba seguro.

Se sentía nervioso y un poco avergonzado de sí mismo. Le había pasado algo que no comprendía. Se alegraba de que nadie le hubiese visto, pero tenía la sensación de que aquello estaba allí, escrito en su cara, en su ropa, para que todo el mundo supiese lo que él era. Se preguntó cuántos de los otros habrían sido capaces de hacer lo que él había hecho, caminar por aquella oscuridad solo… La respuesta no le tranquilizó.

Al cabo de un rato llegó el tren que iba en dirección sur y lo cogió. Bajo la clara luz del tren, en el cristal de una ventanilla, vio que sus ropas estaban manchadas de agua sucia, de yeso, llenas de salpicaduras como de tiza. No se sentó. El talón del calcetín derecho había desaparecido con el roce y tenía en carne viva el tobillo. El zapato aún se sostenía por la estrecha tira de cuero y tenía que mantener los dedos encogidos al andar para que no se le saliera. Tenía la palma de una mano rozada y ensangrentada. Se quitó el sombrero. Estaba manchado de agua sucia. La insignia no brillaba, y el cigarrillo estaba parcialmente roto, habiéndose desprendido tabaco por la cinta. Recordó lo que Lunkface le había hecho. Se preguntó si Lunkface sería lo bastante hombre para recorrer aquel túnel oscuro como él. Por supuesto: Lunkface lo habría recorrido sin ningún problema, sin vacilaciones. Ser como Lunkface era lo mejor del mundo.

Hinton se sentó. Se retrepó en el asiento, pesaroso, incómodo, sin atreverse a dormir por miedo a pasarse de estación.