5 de julio

3:00-3:10 de la madrugada

El tren llegó a la Calle 96. Se abrieron las puertas. El tren esperó. Todo salía mal.

La estación de la Calle 96 es punto de trasbordo. Se juntan allí dos líneas: la local de la Calle 242 de Broadway y la del expreso de la Séptima Avenida. Hay dos andenes que flanquean cada línea. Si llega primero el tren local, espera al expreso; y viceversa. Como había llegado primero el expreso esperaba al local. Pocas veces llegaban a un tiempo ambos trenes. Un enlace inferior une los extremos norte de los andenes, mientras que por el lado sur no hay más que subir las escaleras para salir a la calle. En cambio, por el otro extremo hay que bajar las escaleras primero, recorrer luego el paso inferior y subir las escaleras hasta el otro lado. Como hay un enlace de cuatro líneas, la estación siempre está llena de gente, aglomeración que suele producir peleas y, en consecuencia, exigir la presencia de policías en el lugar.

El calor se hacía más y más insoportable; las máquinas parecían desprender más calor de sus motores. La Familia estaba agotada; se sentían demasiado cansados y demasiado incómodos para dormir sobre los pegajosos asientos de vinilo y gomaespuma. Se sentaron, esperando inquietos que el tren arrancara, demasiado agotados para quejarse. Un luminoso a cuatro colores y tridimensional, colgado sobre el andén, les anunció por deferencia del Chase-Manhattan Bank, en prueba de confianza y amistad, que ya eran las tres de la madrugada. ¡Qué agradable sería haber llegado ya al enlace de Times Square con la línea de Coney Island, haber hecho ya aquel largo trayecto y estar de nuevo en casa (aunque fuese La Cárcel), durmiendo! A Dewey le molestaban las picaduras de los mosquitos. El Peque se rascaba el sudor seco. Ahora ya todo era cuestión de soportar el viaje.

Héctor contempló medio dormido a su Familia. Todos tenían los ojos casi cerrados, salvo el Peque, que leía su tebeo. Por la puerta abierta pasó un policía que observó a los seis, allí tumbados. Apenas sí le vieron, pero el Peque percibió la fugaz presencia del enemigo y cometió un error, haciéndole a Hinton la señal de alarma. Hinton la transmitió maquinalmente a los demás. El poli vio la agitación que recorría al grupo; hubo una leve vacilación en su paso. Siguió, luego se detuvo y les miró por una de las ventanillas. Bimbo transmitió a Héctor la señal; Héctor se volvió e intentó observar al poli por la sucia ventanilla. Lunkface se encogió de hombros. Dewey cruzó las manos en el regazo como un buen escolar. Bimbo se apartó los pantalones de la sudada entrepierna.

El poli se perdió de vista, pero su cara apareció bordeando la puerta, al fondo del vagón, y les echó un rápido vistazo. ¿Cuántos habría? ¿Estarían buscando a todos los que habían participado en la Asamblea? ¿Sabrían lo de… habrían encontrado el cadáver? ¿Habría hablado la chica? Bueno, si lo había hecho, iba a lamentarlo tanto como ellos, porque todos habían participado. Aun así, ¿cómo iban a saber los polis quién había sido? ¡Las insignias! ¿Estarían buscando a la Familia? Quién podía saberlo… Lo que tenían que hacer era aguantar hasta que la cosa estallase o se calmase de nuevo. Que fuesen los polis quienes se acercasen a ellos e interrogarles.

«¿Quiénes sois vosotros?», pensaba la Familia, montándose la historia…

«Nadie, nadie. Sólo seis chavales que hemos salido a dar una vuelta en una noche de calor, señor».

«Bueno, ¿dónde habéis estado?».

«Por ahí, dando vueltas. Eso no es malo, oficial, ¿verdad?».

«Claro que no, hijito», diría el policía, mirando a la Familia con cara del poli de la esquina de las películas, amistoso y cordial, que da palmaditas en la cabeza a los chicos.

«Decidme… podéis confiar en mí…, ¿de dónde venís?».

«De dar unas vueltas por ahí».

«¿De dónde sois? ¿Sois una banda?».

«Nada de banda. Somos un club social, señor».

«¿A qué escuela vais? ¿Cuál es vuestro territorio?».

«¿Territorio? ¿Territorio? ¿Qué es eso, oficial?».

«¿Dónde vivís? Enseñadme vuestras tarjetas de delincuentes juveniles… quiero decir, vuestros carnets de identidad. Y tú (a Lunkface), tú pareces tener edad para estar en el ejército. ¿Dónde está tu tarjeta de reclutamiento?».

«Pero si soy todavía un niño».

«¿Por qué estáis tan lejos de casa?».

«Pero oficial, salimos sólo a ver mundo, a dar una vuelta. Wallie, nuestro funcionario del Comité de la Juventud, no hace más que decirnos que tenemos que salir del barrio, de ese ambiente. Salir, ampliar horizontes, dice él, dar vueltas por ahí».

«¿Cómo? ¿Tenéis un funcionario del Comité de la Juventud? ¿Y no sois una banda? Veamos, veamos, ¿por casualidad estáis relacionados con esa asamblea y ese lío que hubo hace unas horas?».

Si habían pasado ya unas cuantas horas y los polis seguían buscando, la cosa era grave. Pero no podían saber todavía lo de la muerte de aquel cabrón… por supuesto… era demasiado pronto para que lo supieran. Y se encontraban demasiado lejos de allí.

«Sólo estábamos echando un vistazo por ahí, oficial, no hacíamos nada».

«¿Y qué podéis ver a las tres de la mañana? ¿El paisaje en metro? No, muchachos, no puedo creeros».

«Bueno, es que nos equivocamos de tren…».

Empezarían a ponerse nerviosos.

«¿No sería mejor —diría el poli—, no sería mejor hacerlo a mi modo…? Quiero decir, no deseo herir vuestros sentimientos, jovencitos, pero, de todas formas, y supongo que entenderéis mis recelos, con las cosas terribles que se oyen en estos tiempos sobre la delincuencia juvenil».

«Oh sí, lo comprendemos; es perfectamente normal, oficial…».

Ahora ya estarían alerta.

«Sí, caballeros —diría el poli—. ¿No sería mejor que os pusierais en la posición del golfo, apoyados contra ese banco ahí fuera, en el andén, con las manos a la espalda, los pies bien atrás y las piernas abiertas, para que no me podáis atacar, y que yo pueda cachearos y…?».

¡El cuchillo! ¿Quién tiene el cuchillo? ¿Quién tiene ese maldito cuchillo? Este pensamiento cayó sobre ellos como un mazazo y una mirada frenética revoloteó de uno a otro.

Héctor dio la señal. Bimbo se levantó, se acercó a la puerta y miró hacia el andén. Había unas cuantas personas por allí; una mujer que llevaba bolsas de compra las había posado y se separaba el vestido de los pechos con una mano, mientras se abanicaba con un astroso ejemplar atrasado del Daily News. Bimbo se apoyó en la puerta, medio dentro medio fuera, con aire despreocupado, para poder controlar el interior y el exterior. Miró andén abajo, al poli, que estaba de espaldas unos dos vagones más allá, mirando al interior, intentando mostrarse despreocupado y sin hacer ni un gesto que pudiese alertar a alguien. Pero algo le hizo volverse. Bimbo se lanzó al interior, pero no pudo evitar que le viese. Volvió al centro del vagón e intentó ver por las ventanillas del fondo si el poli aún seguía mirándole. No vio nada. Volvió a la puerta y se asomó. Allí estaba el poli, con los brazos en jarras, agitando la porra que le colgaba de la muñeca, mirando directamente a los ojos de Bimbo. Y Bimbo intentó convertir su mirada atenta en ojeada despreocupada, volviendo la cabeza con aire ausente, como si no hubiera nada interesante en el andén. Los ojos de Bimbo no veían nada en absoluto, ni la gente, ni siquiera el otro lado del andén. Toda su atención se centraba en el poli, que le observaba, y a quien su comedia no engañaba en absoluto. Algo ocurría. Hinton se levantó, fue hasta la parte delantera del vagón y se situó allí, en un punto desde donde podía ver los vagones de delante y el andén. Dewey se colocó al fondo del vagón, vigilando por el otro lado, y Lunkface hizo lo propio en el centro, vigilando el otro lado de las vías y el andén que iba en dirección contraria por si los polis aparecían por allí. En aquel momento llegó el tren de la línea local. Héctor y el Peque seguían sentados.

Héctor sacó una moneda, se levantó y salió; tomó un chicle de la máquina y volvió a entrar en el vagón. Sabía que le observaban y empezó a preguntarse si, en realidad no habría sido mejor quitarse la insignia. Resultaba demasiado fácil localizarles. Pero tal idea le fastidió y la rechazó. Aun así, seguía molestándole el pensar que estaba haciendo una estupidez. El tren se detuvo y la gente empezó a pasar de un tren a otro. Héctor se quitó el sombrero y se asomó. El poli, cuatro vagones más allá, aún les observaba, ya claramente receloso, moviendo impaciente la cabeza para ver entre la gente que pasaba delante. Héctor volvió a entrar. Empezaron a cerrarse las puertas. Héctor hizo una señal. Lunkface se acercó y sujetó la puerta para que no se cerrase. Hinton, que estaba delante, vio que el poli entraba en el tren y dio la señal. Todos salieron corriendo, por debajo de los brazos de Lunkface. Se cerró la puerta. Todos se echaron a reír porque habían conseguido burlar a aquel estúpido poli.

Pero de algún modo el poli debía haber dado la alarma, porque, mientras el burlado se alejaba en el tren, apareció otro policía que corría en su dirección y que tenía el aspecto de un payasete gordo al que cualquiera de ellos podría liquidar; pero era peligroso, porque era la Ley. Decidieron escapar: se volvieron y corrieron hacia la otra parte del andén. El poli, al ver la maniobra, les siguió a toda prisa.

Hinton, que era el más rápido, iba el primero. Corría demasiado rápido para coger la salida del paso inferior, así que siguió hasta el final de la plataforma, saltó a las vías y siguió por el túnel, corriendo hacia el norte por la vía de dirección sur.

Dewey y el Peque salieron disparados hacia el extremo norte, bajaron corriendo las escaleras del paso inferior, tres, cuatro, cinco cada vez, doblaron la esquina por la derecha, casi tropezando con la pared del pasillo, y desaparecieron.

Héctor, Lunkface y Bimbo corrieron en la misma dirección, pero, al final, siguiendo a Héctor, saltaron a las vías, cruzaron a la derecha por detrás de las columnas de hierro, procurando no tropezar con los raíles, saltaron al andén del tren que iba en dirección norte, enfilaron en dirección sur hasta el final del andén, y luego subieron las escaleras y salieron a la calle.