2:30-3:00 de la madrugada
Estaban apoyados en una barandilla, bajo las luces de la estación, esperando que llegara el tren. Les vencía el cansancio y miraban fijamente, con aire ausente; Lunkface tenía la boca abierta y los ojos semicerrados. Bostezó.
—Ahora ya saben la clase de hombres que somos —dijo Héctor—. Nadie pisa a los Dominadores.
—Yo aún creo que deberíamos habernos traído a la zorra —insistió Lunkface.
—Pero hombre, si era una guarra. En fin, una chica que hace eso… las mujeres… sólo les satisface la sangre —dijo Bimbo sonriendo.
El Peque rió entre dientes.
Dewey empezó a bostezar, pero su bostezo se convirtió en una risa tenue e histérica. No podía dejar de reírse, lo cual contagió al Peque y también a Lunkface. Hinton se sentía débil y tuvo que sentarse en el suelo. Las risas se apagaron. Alguien empezó otra vez. Tras un largo rato, la cosa fue desvaneciéndose lentamente, pues estaban demasiado cansados para reír.
—Va a saber lo que es bueno cuando vuelva. Le van a sacar la piel a tiras —comentó Dewey.
—Yo ya no me preocuparía más de ésa, hombre —dijo Héctor—. Ni una pizca. Ella se lo ha buscado.
—Sí. Con el coraje que derrocha, apuesto a que los tiene metidos en un puño en seguida. No hay que preocuparse por ella, ya sabe arreglárselas. Pero era divertida… —se lamentó Lunkface.
—Bueno, hombre —Dewey se echó a reír otra vez—. ¿Cómo ibas a saberlo, hombre? Ella ni siquiera sabía que tú estabas dentro.
—Cuando entré yo, ella soltó un grito. Se dio cuenta de quien entraba —puntualizó Lunkface.
—No hombre, no. El que la hizo gritar fue El Peque, no tú. ¿No es verdad, Peque, no es cierto?
El Peque soltó una risilla.
—¿Quieres decir que no soy un hombre, hermanito? —preguntó Lunkface.
—¿He dicho eso acaso?
—No dijo eso, Lunkface.
—Oí lo que dijo. Y si se cree que no soy un hombre, bueno, pues hay medios de demostrarlo. ¿Entendido? —Lunkface estaba ceñudo.
—No hay por qué enfadarse; este hermano pequeño sólo hablaba por hablar.
—¿Enfadarse? ¿Quién se enfada? Es sólo que no me gusta que me tomen el pelo.
—¿Tomarte el pelo? ¿Quién te toma el pelo? Es sólo que yo la oí… —pero no acabó, al ver que Héctor le hacía una seña de que lo dejara.
Pero Lunkface ya estaba furioso.
—Te demostraré quién es aquí un hombre —dijo, y se bajó la cremallera de la bragueta—. ¿La tienes más grande, eh? ¿La tienes más grande que ésta?
Dewey dejó que cruzara su rostro una expresión de disgusto ante la absoluta estupidez de Lunkface.
—Pero, por Dios, ésa no es forma de demostrar quién es el más hombre. El tamaño no significa nada. Eso lo sabe todo el mundo.
—¿Qué quieres decir con eso de que el tamaño no significa nada? ¿Qué es entonces lo importante?
—Lo importante es la forma de hacerlo, no el tamaño del chisme. ¿Verdad que tengo razón, Peque? ¿Verdad, Hinton? Hay otros modos de saberlo. Lo sabe todo el mundo. Tío Bimbo, te lo pregunto a ti, ¿es el tamaño lo más importante?
Bimbo, que no quería verse envuelto en el asunto, se encogió de hombros y dijo:
—No sé. Lo único que sé es que a mí me gusta. Eso es lo que cuenta, hombre. Me gusta. Mi mujer, me gusta. Nos gusta, hacerlo. El tamaño, pues eso es cosa de otros, no mía, hombre. A ella le gusta y me lo demuestra. Eso me hace Hombre.
—No, pero yo hablo de la discusión. El tamaño no significa nada, nada en absoluto.
—Sí, sí, tú eres muy listo y hablas muy bien. Pero dime, ¿la tienes tú tan grande? ¿La tienes? —gritó Lunkface.
—Ya te lo dije.
—Bueno, ¿de qué se trata?
—Hay formas de saberlo.
—¿Cómo? Demuéstrame cómo.
—Bueno, no tenemos una mujer. Ésa es una manera. Otra es ver quién mea más lejos. Eso es siempre una señal segura.
—Cuando quieras, hombre. Cuando quieras. Ahora mismo.
Lunkface se acercó al borde del andén y se puso a mear. El chorro de orina se curvó hacia arriba y llegó hasta el raíl exterior.
—Bueno, listo, a ver si superas eso.
—Bueno, la verdad, no veo por qué tengo que hacerlo, eso es escándalo público, ¿lo sabías? Si aparecen los polis te pueden enchironar por eso. Sí, señor. Y entonces tendrás tiempo de mear todo lo que quieras. Especialmente cuando te machaquen tu porra con la suya.
—Amigo, has estado aburriéndome con tu palabrería y ahora vas a tener que respaldar tus palabras con hechos; de lo contrario, te las verás conmigo, ¿sabes?
Así que hicieron la prueba. Todos, salvo Lunkface, se alinearon al borde del andén y mearon sobre las vías. Ganó Hinton, que llegó justo un poco más allá, alcanzando el tercer raíl. Lunkface lo discutió porque, según dijo, Hinton tenía las puntas de los pies pisando el borde.
Llegaba más gente al andén. Se apartaban de la Familia, concentrándose en el otro extremo. Tenían miedo a aquellos Hermanos, lo cual hizo sentirse a éstos un tanto orgullosos. Héctor se cansó de la discusión y mandó a Bimbo a comprar chocolatinas; empezaba a sentir hambre. Bimbo volvió con seis chocolatinas. Héctor se las metió en el bolsillo de la chaqueta.
—Ahí se te derretirán, hombre —dijo Dewey, pero Héctor no le hizo caso.
Terminada la discusión, se apoyaron un rato en la baranda. Estaban ya demasiado cansados para preocuparse de si aparecían los polis o de si aquella zorra volvería con su banda. Dewey tuvo que sentarse en el suelo. Tenía la chaqueta rasgada por atrás. Observaban cómo se iba llenando el andén, sin poder dejar de bostezar. Dewey casi se dormía. Intentaron animarse un poco a base de fastidiarse mutuamente, pero nadie tenía energías bastantes. Al cabo de unos quince minutos, un tren entró lentamente en la estación. Una muchedumbre de pasajeros pasó por el mismo proceso que se había desarrollado en la otra estación, pero de modo más ordenado. La Familia se lanzó al interior del tren y encontró asientos. Cinco se sentaron a un lado del pasillo; el sexto, Héctor, se sentó al otro lado, frente a ellos.
Se acomodaron, bostezaron y esperaron; el tren no se movía. Se quejaban unos a otros por ello. El Peque sacó su tebeo y empezó a leer. El Peque no seguía las palabras demasiado bien, a menos que estuviesen impresas en letras grandes u oscuras, pero seguía toda la acción por los dibujos. Era sobre antiguos soldados, griegos, héroes que tenían que abrirse camino luchando a través de numerosos obstáculos para volver a su tierra, pero que al fin lo lograban. Había disfrutado tanto leyéndolo que era la tercera vez que lo hacía.
En el tren hacía calor y olía a aislante quemado. Algunos de los ventiladores estaban rotos. No entraba ni una brizna de aire por las ventanillas. Fuera, por encima de las azoteas, los fogonazos de la fiesta eran cada vez menos frecuentes.
Héctor sacó del bolsillo una de las chocolatinas. Los otros le miraron expectantes, todos salvo el Peque, que estaba concentrado en su tebeo. Dewey hizo un poco el payaso, se puso a dar palmadas y a soltar gruñidos de foca. Lunkface estaba inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho; empezaba a cargarse. Dos o tres pasajeros sentados al otro extremo del vagón les miraban recelosos, sin saber con certeza si estaban bromeando o eran peligrosos. La Familia se aseguró de que las miradas no eran ofensivas ni malignas en ningún sentido. Después de todo, eran hombres con una reputación y habían hecho grandes cosas, sobre todo aquella noche, y el saber que les miraban con respeto proporcionaba a la Familia una sensación de orgullo.
Héctor comió la primera chocolatina. Los otros le miraban suplicantes. Dewey sacó la lengua y todo. Héctor masticó muy despacio para demostrarles quién era el Padre. Luego, volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó la segunda chocolatina. Estaba blanducha. La alzó en el aire. Todos la miraron. Héctor chupó ávidamente. Lunkface contemplaba la escena con ojos ausentes y soñadores, escarbándose la nariz a conciencia con su grueso índice, sin ver la chocolatina porque recordaba a la chica. Bimbo le dio un codazo para que estuviese más atento. Héctor metió el dedo por el extremo del envoltorio blanco interior de la chocolatina y empujó lentamente hacia arriba, a través del envoltorio exterior. Los demás palmoteaban y reían mientras Héctor sonreía bobaliconamente, imitando a un marica. Dewey se levantó y empezó a hacer el payaso con las manos en las caderas, fingiendo que era marica y que la chocolatina era el gran vámonos. Dewey intentó coger la chocolatina y Héctor la puso fuera de su alcance, pegándole un manotazo en la muñeca. Dewey se hizo más el marica y siguió suplicando por la chocolatina, jadeando como un perro mientras los demás se daban codazos y empujones, riendo. Hasta el Peque tuvo que abandonar la página en la que aparecían los rostros sonrientes de los héroes griegos cuando veían El Mar. El Mar.
Dewey miró por encima de la cabeza de Héctor, fingiendo ver fuegos artificiales y gritó:
—Mira ese cohete, hombre.
Héctor se volvió. Dewey sacó entonces delicadamente la chocolatina de la envoltura exterior, regresó de un salto a su asiento y ocultó su presa a la espalda.
Cuando Héctor se volvió y vio lo que había pasado, todos le señalaron riendo. Dewey pateó el suelo y se dio palmadas en los muslos. Héctor tuvo que reír también, pero todos se dieron cuenta de que el asunto le molestaba, así que Dewey le devolvió la chocolatina.
Héctor quitó la envoltura blanca de la chocolatina; todos se inclinaron hacia el pasillo. Héctor bromeó, gritando:
—Esto es lo que se llama la circuncisión —dijo, y todos rompieron a reír de nuevo.
Héctor partió un trozo de chocolatina e hizo como si se lo comiera. Todos se pusieron a gruñir y a protestar. Entonces, Héctor miró a Lunkface, pero le tiró el trozo de chocolatina a Bimbo. Bimbo lo cogió sin moverse, abriendo tranquilamente la mano y dejando que cayera en ella. Todos manifestaron en un murmullo su aprobación. Héctor partió otro trozo y lo tiró mirando en la dirección de Hinton, pero lanzándoselo a Lunkface. Éste intentó cogerlo con elegancia, falló, se incorporó para sujetarlo y alguien se rió de su torpeza. Lunkface se volvió rápidamente y todos le miraron muy serios. Sólo Héctor, que sabía quién se había reído, sonrió.
Se cerraron las puertas del tren. El siguiente trozo era para Dewey. Surcó el aire. El tren dio una sacudida y empezó a avanzar muy despacio. El trozo de chocolatina cayó en el tebeo del Peque y de allí se deslizó al suelo. Todos rieron. Hinton cogió el trozo de chocolatina rápidamente, manejándolo como si estuviese contaminado, y lo tiró tranquilamente al aire, hacia Dewey. Éste soltó un grito, se encogió y lo lanzó ligeramente hacia la izquierda. El trozo de chocolatina voló entonces en la dirección de Bimbo, quien saltó de su asiento como si un repugnante insecto se dirigiera hacia él. El trozo de chocolatina pasó ante Dewey hacia Lunkface, que hizo torpes y frenéticos movimientos para intentar librarse de él, como si estuviese vivo, y el trozo de chocolatina volvió a caer al suelo. Lunkface buscó en el bolsillo el pañuelo para limpiarse, olvidando que lo llevaba a la cabeza con la insignia de la Familia.
Se limpió con la mano, pero luego estiró el brazo y arrancó un trozo del tebeo del Peque, limpiándose con él la mancha invisible de los dedos. No hizo el menor caso del furioso grito del Peque.
Pero Hinton lanzó de nuevo el trozo de chocolatina en la dirección de Lunkface, de una patada. Lunkface dio un salto y se apartó. Hinton recogió el trozo arrugado de tebeo que Lunkface había arrancado y lo alisó; mostraba la llegada de los héroes al mar. Luego se inclinó, cogió el trozo de chocolatina con el papel y se acercó a Lunkface, sujetándolo cuidadosamente con ambas manos, se inclinó y se lo ofreció, casi casi tocándole con él.
Lunkface se apartó y le dijo:
—Quita eso de ahí.
—Por qué, oh hermano mayor —dijo Hinton—. Hay que mantener limpia la ciudad. Cógelo, hombre.
Y acercó el trozo de chocolatina un poco más a Lunkface, obligándole a retroceder más. El Peque sonreía, pero mantenía la cabeza recta, contemplando la escena con el rabillo del ojo. Había que tener cuidado de cómo sonreía uno a Lunkface.
—Quita eso de ahí, hombre. Quítalo de una vez —dijo Lunkface.
—Pero si es de Dewey. De Dewey, de tu hermano pequeño, él te lo ofrece. Es de Dewey.
—Quítame eso de delante. Quítamelo, hombre. Te atizaré. Ten cuidado.
Hinton se volvió a Héctor, quien dejó de sonreír y se puso serio. Algunos de los pasajeros sonreían en su dirección; Héctor decidió que no había nada ofensivo en las sonrisas.
—No lo quiere, papá. Oblígale a cogerlo, papá —gritó Hinton.
—No lo cogerá —contestó Héctor, y se encogió de hombros.
Dewey se colocó junto a Hinton, se inclinó y miró el trozo de chocolatina.
—Polvo —dijo—. Y algunos pelos. Un poco de hollín. Algo de moco. Sólo una pizca de escupitajo. Mirad, mirad —dijo, y se lo pasó al Peque, depositándolo sobre el tebeo.
El Peque puso gran cuidado en no tocar el trozo de chocolatina. Se lo acercó a la cara, lo examinó y dijo a Dewey:
—No está tan sucio. No está tan sucio, Lunkface —gritó luego.
—No os riáis de mí. No me fastidies.
Lunkface cerró los puños. Miró a Héctor. Éste procuró mostrarse serio, hacer ver que juzgaba todo el asunto imparcialmente. El tren entró en el túnel; el calor les envolvió. La brisa que penetraba por las ventanillas era más caliente, húmeda, y traía extraños olores y sonidos. El hedor del aislante quemado lo impregnaba todo, irritándoles narices y ojos.
Los ventiladores agitaban el polvo del suelo de los pasillos. El tren se detuvo. Subió más gente, que dirigía a la Familia aquella mirada, como si advirtiesen con quién tenían que tratar, y procuraban acomodarse al otro extremo del vagón. Como sabían que les observaban, los muchachos se comportaban un tanto disparatadamente, fingiendo que no había nadie más en el mundo. Se cerraron las puertas. El tren intentó arrancar, dio unas cuantas sacudidas y se quedó quieto, el motor vibrando bajo sus pies. Empezó a preocuparles un poco la posibilidad de tener que pasar otra vez por la operación autobús. Al fin, el tren arrancó y todos volvieron a centrar la atención en la comedia de la chocolatina.
Hinton alzó el papel con el trozo de chocolatina. Lunkface lo echó a un lado.
—¡Qué estás ensuciando la ciudad, contaminando, hombre! —dijo Dewey—. Eso es ilegal, entiendes, es una falta; pueden ponerte una multa por ello. Supongo que no querrás que te pongan una multa, ¿eh?
Lunkface le miraba con aquella mirada estúpida y bovina, a punto de empezar a bufar en cualquier momento. El asunto era ver hasta dónde podían llegar en lo de tomarle el pelo sin que se lanzara sobre ellos. Hinton y Dewey se volvieron, como si hubiesen perdido interés en el juego; Lunkface se sentó. El tren pasó ante hombres que trabajaban en el túnel. Lunkface se volvió a mirar. Hinton puso entonces el trozo de papel con el trozo de chocolatina sobre el regazo de Lunkface con tanta suavidad que éste no se dio cuenta.
Cuando Lunkface se volvió, ni siquiera se dio cuenta de lo que habían hecho. El Peque se tapó la cara con el tebeo para que no se viese que se estaba riendo.
Cuando el tren llegó a la siguiente parada, el trozo de chocolatina resbaló, cayó, y Lunkface se dio cuenta entonces de lo que le habían hecho.
Todos se echaron a reír, menos Héctor, que calmó la cosa colocándose la máscara de jefe imparcial. Lunkface comprendió que había hecho el ridículo. Se levantó, les miró furioso a todos, intentando decidir quién había sido el que lo había hecho. Todos procuraron mirar a Lunkface con la conocida expresión «soy-inocente-oficial», pero Bimbo no pudo aguantarse y se le escapó la risa. Lunkface se plantó delante de Bimbo, se llevó la mano a la oreja, sacó su cigarrillo de guerra y lo sostuvo horizontal con ambas manos a unos ocho centímetros de los ojos de Bimbo. Lo rompió, tiró los trozos a los pies de Bimbo y los pisoteó. Se volvió luego y se alejó hacia el otro extremo del vagón, frente a la ventanilla, dando la espalda a la Familia, como si dijese a su superior inmediato, su Tío, y en consecuencia a todos los demás, que se fueran al carajo. Bimbo no sabía qué hacer; se encogió de hombros. En circunstancias normales, aquello exigía un castigo por parte del grupo, y toda la Familia caería sobre el infractor. Bimbo siguió allí sentado, confuso, mirando a Héctor, esperando la decisión de su Papá.
Héctor comprendió que la cosa se había puesto seria y que tenía que hacer algo. Se levantó. Los otros le vieron acercarse a Lunkface y echarle un brazo por los hombros. Vieron cómo intentaba hablar con Lunkface, pero éste no hacía caso. Héctor le dio unas palmadas en los hombros. Luego le ofreció chocolatina. Lunkface dio media vuelta y cruzó los brazos sobre el pecho, Héctor volvió a ponerse delante de él; le cogió del brazo y le habló al oído, mientras miraba a la Familia. Todos vieron que sonreía detrás de Lunkface, y que cada vez que Lunkface se volvía a mirarle, atisbando receloso con sus ojillos perrunos, Héctor se ponía muy serio y grave.
Luego, de pronto, Lunkface cabeceó, se volvió y empezó a regresar hacia ellos por el pasillo. Héctor le acompañaba, medio sujetándole, calmándole, dándole palmadas en la espalda como si se tratase de un animal, aplacando a aquel salvaje. Todos estaban un poco nerviosos porque sabían cómo podía ponerse Lunkface. Los demás pasajeros del vagón sonreían, tras presenciar todo aquel juego. Lunkface se paró delante de uno, se puso en jarras, como diciendo: ¿De qué te ríes?, y el tipo dejó de sonreír. Después de todo, ¿iban a dejar que la Familia sirviese de espectáculo al Otro? El tren llegó a una estación y Lunkface se paró mientras la gente entraba y salía. El vagón se estaba llenando. Cuando el tren arrancó, Lunkface volvió a reunirse con la Familia. Héctor le siguió.
Lunkface se detuvo delante de Hinton. Eso significaba que Héctor había elegido a Hinton para el castigo. Hinton se dio cuenta de que era por lo que había dicho sobre la insignia. En cuanto se plantaron allí, delante de él, Hinton se puso muy serio porque ya no era cosa de broma y había llegado la hora del lío. Pero si Lunkface le ponía la mano encima, estaba preparado para convertirse en Otra Cosa. Todo el mundo respetaba al hombre salvaje porque le daba igual todo y era capaz de hacer lo que fuera. Hinton había aprendido esto hacía mucho tiempo. Lunkface hurgó en la cinta del sombrero de Hinton y sacó el cigarrillo de guerra de éste. Una vez hecho esto, Hinton, como respuesta, buscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó la caja de cerillas, encendió una y la colocó como para encender el cigarrillo. Lunkface se puso en la boca el cigarrillo de guerra de Hinton y éste se lo encendió de inmediato. Lunkface chupó una vez, dos, echando el humo despectivamente hacia arriba, donde los ventiladores lo dispersaron. Luego, tiró la brasa al suelo y lo pisó cuidadosamente, girando el zapato una vez, dos veces.
El agradable rostro de Hinton estaba húmedo, tenía los labios perlados de sudor, pero no daría a Lunkface la satisfacción de otra expresión, aunque la ofensa que le había hecho su hermano mayor era muy grave. Como hermano mayor, Lunkface tenía derecho a hacerlo, porque era el tercero, después de Bimbo y de Héctor. Hinton procuraba mostrar la expresión adecuada. Nadie sonreía ni le miraba con burla, aunque tenían derecho a hacerlo. Lunkface volvió a colocar el cigarrillo de guerra en la cinta del sombrero de Hinton, pero con la punta hacia abajo, ensuciando deliberadamente el sombrero.
Héctor dio a Lunkface otro cigarrillo de guerra y éste se lo llevó a Bimbo, quien no se molestó en castigar a Lunkface, sino que se lo colocó otra vez en la oreja. Lunkface se volvió a Hinton, y todos se dieron cuenta de que no había quedado satisfecho.
Pero Héctor tenía previsto algo para Lunkface. Propuso un juego para ver quién era el más Hombre del grupo. Jugarían a un juego de valientes, que consistiría en sacar la cabeza por la ventanilla y el que se acercase más a la pared del túnel sería el ganador y el Hombre de más coraje. Esto emocionó a todos, en especial a Lunkface, porque veía en ello un nuevo medio de demostrar a todos que era el más grande; no sólo el que tenía más corazón, sino también el que tenía más cojones.
En cuanto se volvieron a la ventanilla, se olvidó de Hinton. Todos participaron, salvo Héctor, que era el juez, y el Peque, que había vuelto ya a su tebeo.
Ganó Hinton. Tenía que ganar a la fuerza, y su pelo en caracolillo quedó raspado en las puntas y le quedó una mancha gris donde el pelo había rozado la pared del túnel. Todos tuvieron que admitir que era una gran prueba de valor, porque el pelo rizado de Hinton era el que más cerca quedaba del cuero cabelludo.
El Peque seguía las aventuras de los héroes del tebeo. Se habían abierto camino luchando y estaban ya muy cerca de su patria. Los héroes, según pudo apreciar el Peque, eran los hombres más duros de un mundo duro, gente admirable; sin embargo, pensaba el Peque, a él no le hubiese gustado estar en su lugar, aunque envidiaba sus aventuras. Con un suspiro, volvió a empezar, mientras el tren cruzaba el túnel retumbando y la estruendosa oscuridad era cada vez más agobiante.