1:30-2:30 de la madrugada
En la calle hacía más calor. Los edificios bloqueaban el aire por los lados y las vías de los pasos elevados lo encajonaban por arriba. Se oían por doquier series de petardos y cohetes; el ruido les llegaba desde las oscuras calles laterales. De cuando en cuando, también se oía material más pesado. Los dos soldados que estaban plantados en el quiosco, frente a la confitería, iban muy engalanados con flamantes pantalones y brillantes camisas a rayas; sus zapatos altos, con la parte delantera de tela, tenían botones perlados; llevaban sombreros de paja de ala ancha, tipo propietario de plantación, encasquetados de modo que tenían que echar la cabeza hacia atrás para mirar a la persona con quien hablasen. Se veía claramente, pensó Héctor, que acababan casi de bajar del avión que les había traído de la isla madre. Héctor se dijo que ojalá hablasen lo suficientemente bien el inglés porque él, Bimbo y Lunkface no hablaban muy bien el español. Ellos habían nacido en la ciudad y sabían lo suficiente para no andar con pantalones tan flamantes como aquéllos.
—Una pandilla de miras recién llegados —cuchicheó Héctor a sus hombres. Los miras les dirigían la mirada fría porque los uniformes de los Dominadores estaban destrozados debido a la batalla que habían tenido que librar. Los indígenos les lanzaban miradas… como diciendo quiénes son estos forasteros andrajosos para invadir nuestro territorio sin el correspondiente permiso y sin parlamentar. Se miraban de arriba abajo recíprocamente, pero todos procuraban no sonreír; Bimbo vigilaba a Lunkface para que no armase lío, pero hasta Lunkface sabía lo suficiente para no ponerse a demostrar que tenía más valor que sentido… No era el momento ni el lugar para una cosa así. El Otro, en la cola, no se daba cuenta de nada en absoluto y seguía llenando bovinamente los autobuses que esperaban.
Mientras estaban mirándose, salió de la confitería una chica y se unió a los dos miras. Llevaba una falda blanca plisada que no le llegaba más que a medio camino entre las rodillas y esa famosa tierra prometida, medias oscuras y zapatos de cuero rojos que le cubrían los tobillos, con hebilla de bronce y altos y puntiagudos tacones que hacían destacar los músculos de las pantorrillas. Llevaba también una blusa de flores, sin mangas, que no le llegaba a la cintura y dejaba ver una franja de piel, morena y prieta. Tenía la cara pintada: los ojos grandes perfilados con material negro de puta, los labios embadurnados con carmín blanco brillante, las cejas pintadas hacia arriba en arcos de alegría perpetua, y flotantes y grandes pestañas, probablemente postizas, pensó Héctor, porque tenían maquillaje pegado. Pese a su piel marrón, tenía los ojos grises; la Familia percibió, casi de inmediato, ese estremecimiento, pero procuraron que no se les notara. El pelo de la chica estaba levantado con grandes rizadores y tapado con un pañuelo blanco que decía: RECUERDO DE PUERTO RICO.
Héctor se acercó solo a parlamentar. El más pequeño de los miras se apartó del quiosco como si le costase un gran esfuerzo; de sus labios colgaba un cigarrillo. Con los pulgares metidos en el cinturón, los hombros adelantados y los codos un poco hacia afuera avanzó para recibir a Héctor a mitad de camino entre la Familia y la confitería. Se examinaron mutuamente los uniformes y pensando ambos que el otro no mostraba ninguna hostilidad, pero siguieron manteniéndose serios. Héctor empezó a hablar; no podía permitirse el juego de demorar las cosas, de esperar a que el otro hablara primero y perdiese prestigio. Después de todo, estaban en país enemigo. Héctor explicó que habían tenido que salir del metro por las obras; que querían cruzar por allí hacia Brooklyn y que no buscaban camorra. Los Dominadores volvían a casa de la Gran Asamblea… Todos sabían ya lo de la Asamblea que había organizado Ismael. Pedían permiso para cruzar aquel territorio hasta el siguiente tren, que no sabían dónde quedaba, como un grupo pacífico. Después de todo, había una tregua en toda la ciudad, ¿no? Héctor no dijo que sus hombres iban desarmados.
El otro dio una buena chupada al cigarrillo y lanzó a Héctor una mirada firme, de reojo, mientras lo pensaba con una expresión de astucia y de prudencia tras el humo. Héctor se dio cuenta de que tenía largas patillas. El mira dijo, con mucho acento, que no sabía nada de que hubiese una tregua en toda la ciudad; así como tampoco de la Gran Asamblea de todas las bandas. Si había una asamblea de ese tipo, ¿por qué no habían invitado a sus hombres, los Incendiarios Borinqueños? ¿Acaso los jefes creían que sus hombres no eran lo suficientemente machos? Héctor advirtió que había cometido un error al hablar de la Asamblea. Dijo al borinqueño que todo el mundo había oído hablar de los Incendiarios, pero que, en primer lugar no habían sido ellos quienes habían hecho los arreglos, y en segundo lugar, el asunto había acabado mal. Detrás del pequeño jefe, la chica miraba a los Dominadores de arriba abajo, intentando determinar cuán hombres eran. Aunque su cara, sus piernas y aquel relampagueo de cintura desnuda le excitaban, Héctor, percibió en ella el conocido aire del buscalíos: era una zorra.
Parlamentaron un rato sobre el asunto. El pequeño jefe dijo que no sabía si podía dejar pasar a la Familia. En realidad, el asunto debería discutirse en asamblea. Hablaron un rato sobre la fama de unos y otros, con qué bandas hermanas estaban en buenas relaciones, qué afiliaciones interterritoriales tenían, a quién conocían. Pero, aunque los Dominadores y los Incendiarios no habían oído hablar nunca unos de otros, tuvieron buen cuidado en admitir la fama del otro. Sacaron recortes de periódicos: los de Héctor eran del Daily News los del pequeño jefe de La Prensa, donde se explicaban las incursiones y las hazañas de su banda. Se ufanaron ambos del número de hombres de que podían disponer. Héctor dijo que tenían un funcionario del Comité de la Juventud. El pequeño borinqueño hubo de admitir que ellos aún no tenían funcionario, pero que estaban moviéndose mucho y que cualquier día les asignarían uno. Héctor se apresuró a decir que el Comité de la Juventud tenía demasiado trabajo y muy poco personal, y que el que no les hubiese asignado ya funcionario se debía a la poca vista del Comité, que no era ninguna ofensa.
La chica mascaba chicle y fumaba un cigarrillo mirando con frialdad a los diplomáticos, observando detenidamente a la Familia, volviéndose a hablar dulcemente con el otro borinqueño y girándose de cuando en cuando de modo que pudiesen ver dónde se hundía en sus muslos el extremo de sus medias enrolladas. Hizo unos pasos de baile. El repiqueteo de los tacones en la acera les puso nerviosos.
Héctor ofreció un cigarrillo al jefecillo. El borinqueño lo cogió. Buena señal… compararon sus reputaciones respectivas y se concedieron mutuamente pleno crédito como buenos guerreros. Los parlamentarios se relajaron un poco, pero la Familia se preguntaba por qué se prolongaba tanto la cosa. ¿Y si estaban entreteniéndoles mientras llegaban los refuerzos? Bimbo tosió dos veces para avisar a Héctor. La chica volvió a entrar en la confitería y salió con una cocacola. Se la metió lentamente en la boca, apretando los labios alrededor del cuello, y alzó la botella un poco hacia un lado para poder seguir desafiándoles con la mirada. Bimbo miró a Lunkface, que no hacía nada; seguía controlándose. El pequeño jefe decidió que no había ningún problema para que la Familia pasase por el territorio de los borinqueños, siempre que lo hiciesen en son de paz. Héctor extendió los dedos, con las palmas hacia arriba. El borinqueño le dijo que no tenían más que seguir las vías elevadas hacia abajo dos, tres paradas, no estaba seguro. Allí iban los autobuses y allí se reanudaba el servicio del metro.
Pero la chica estaba aburrida. Llevaba todo el día por allí sin que hubiese pasado nada interesante. Unos chavales le habían llevado un poco de vino, sí. Y se había divertido un poco con alguno de ellos. Pero, en conjunto, había sido un día muy aburrido; incluso le dolía un poco la cabeza, porque los efectos del vino se disipaban. Bostezó, pensando que era demasiado temprano para ir a casa y que, después de todo, ¿a quién le divertía lo de tirar petardos? Una chiquillada. Los invasores parecían interesantes, casi hombres. Si pudiera procurarse una pequeña emoción… en fin, las cosas podrían animarse un poco. Además, eso le permitiría presumir de sus poderes; luchaban por ella ejércitos enteros.
Se acercó al pequeño jefe, y todos se dieron cuenta de que habría problemas. Ojalá el pequeño jefe tuviese el dominio suficiente sobre sí mismo para no perder la calma, se dijo Héctor. También el pequeño jefe se daba cuenta del asunto, y decidió que no habría lío; en realidad era absurdo planteárselo. Le superaban en número; aún no habían llegado los refuerzos. Quizás Chuchú tuviese problemas para encontrar a los otros a aquellas horas, o quizá todos estuviesen divirtiéndose con los explosivos.
La chica miró a Héctor de arriba abajo, se volvió un poco, alzó la botella de cocacola, rodeó el cuello con los labios, golpeteando los dientes contra el cristal. Su audacia desconcertó un poco a los parlamentarios, pero el pequeño jefe no tuvo el sentido, o la hombría suficiente para pararla. Héctor la habría quitado de en medio de una bofetada. La chica se volvió y examinó las ropas sucias de la Familia de ese modo frío que siempre significa «venga». El borinqueño, que creía controlar la situación, se sintió irritado sin saber por qué. Héctor desvió la cara cautelosamente y miró a la Familia. Ninguno se movía, ni siquiera Lunkface.
El pequeño jefe dijo a la Familia que se apresuraran, que se fueran; les advirtió que tendrían que cruzar un sector de territorio estrecho, una manzana, que se estaba disputando con los Castro Stompers, y que después pasarían a territorio borinqueño, pero que tuviesen cuidado con los Masai de la calle Jackson, dos manzanas antes de volver a coger el metro.
Estaban ya a punto de irse cuando la chica dijo, señalando el sombrero de Héctor:
—¿Dónde conseguiste esa insignia?
Héctor contestó que la había hecho él.
Ella dijo que le gustaría tener una.
Héctor replicó que sólo ellos tenían la insignia.
—¿Qué significa eso?
—Es la insignia de nuestra Familia.
—Nunca vi otra igual. Me gustaría tener una.
—No tenemos ninguna de sobras.
—Dame la tuya.
—No puedo. Es la insignia de nuestros hombres. Yo soy el jefe.
—Entonces dame una de las de tus hombres.
—Deja de fastidiar —le increpó el borinqueño.
—Yo no fastidio a nadie. Pero, dime, hombre, ¿vas a dejarles pasar desfilando por nuestro territorio con su insignia? Eso es un insulto.
—Tú sólo quieres una. Deja de armar líos.
—Yo no armo líos. Pero, ¿qué me dices si corre por ahí que dejaste pasar por nuestro territorio a un ejército…? ¿Qué dirán de ti entonces? ¿Qué pensarán del asunto? Pronto.
—Vaya hombre que estás hecho.
—Muy bien —dijo el pequeño jefe—. Deja de tocarme los cojones.
—Tú no tienes cojones —y volvió a rodear con los labios el cuello de la botella, chupando dos o tres veces. Miró a la Familia entrecerrando las largas y negras pestañas.
El pequeño jefe hizo ademán de atizarle; ella acercó la cara, con la botella bajada, ofreciéndole la mejilla para que le pegase, pero él no lo hizo. Cualquier Dominador le habría atizado.
—De acuerdo —dijo el pequeño jefe—. No voy a caer en tu juego y no vas a conseguir la insignia. Pero te demostraré que Jesús Méndez tiene huevos. Tú —le dijo a Héctor—, si os quitáis los alfileres podréis pasar por este territorio sin ningún problema. Incluso os daremos escolta. Pero no podéis pasar como un ejército.
—Las insignias son nuestro distintivo. No significa que estamos en guerra. Sólo indica quiénes somos.
—Si pasáis como civiles no hay problema. Pero si pasáis como soldados… no puede ser. Tendremos que atacaros. Quitaos las insignias. No las queremos, pero ella tiene razón. No podéis pasar por nuestro territorio sin mostrar respeto.
—¿Vas a dejar que sea ella quien diga lo que hay que hacer, hombre?
Y entonces el jefecillo se enfadó; hacía calor, no quería pasarse toda la noche hablando, estaba nervioso porque no llegaban los refuerzos.
—Escucha, éste ejército no lo dirige ninguna mujer. Los Borinqueños somos todos hombres y todos fuertes, y hemos tenido muchas ocasiones de demostrarlo… puedes preguntar a quien quieras por aquí. Pero, ¿qué pensará el enemigo si os dejamos pasar por aquí tranquilamente? Se reirán de nosotros y nos atacarán.
Hinton pensaba que quizá no fuese mala idea lo de quitarse las insignias. Y lo mismo Dewey. Pero no dijeron nada.
Además, la actitud del pequeño jefe era irritante; se veía claro, por sus posturas y por cómo meneaba el culo, que quien mandaba allí era la zorra. Pero Héctor no se atrevió a hacer nada respecto a ella. Si la Familia la cogiese por su cuenta un rato, la enseñarían lo que era bueno. Allí seguían plantados bajo el calor. Arriba, el tren empezaba a salir de la estación atronando, de nuevo hacia la parte alta de la ciudad. No dijeron nada más hasta que el ruido se desvaneció. Aún se oían petardos y cohetes. Bueno, era simple, pensó Héctor: zurrar un poco al jefecillo y largarse, llevándose consigo a la tía…, eso no estaría mal. Pero quién sabía lo que podía tener ella. Quizás (y parecía justamente la chica capaz de eso) llevase la herramienta de un chico… un cuchillo entre las tetas, una pistola escondida entre las piernas.
—Bueno, amigo, vete al carajo —dijo Héctor—. Nosotros no somos esclavos, somos guerreros. Vamos a pasar. Vamos a pasar en paz, recuérdalo, amigo. Pero los Dominadores de Coney Island somos una Familia que va con sus insignias. Quiero decir que no vamos a marcharnos por una calientapollas…
El jefecillo dio la espalda a Héctor y volvió junto a la confitería. Héctor se dio cuenta de que era el momento de largarse.
—Recuérdalo: vamos en son de paz —dijo.
—Oye, guapo —le dijo la zorra a Héctor—, ¿por qué no me das esa insignia y yo lo arreglo todo?
—Cállate, zorra —le dijo él.
—No me hables como si fuera una puta. Ya te enseñaré yo a ti cómo tienes que hablarme, cabrón.
Héctor se volvió e indicó a la Familia que le siguiera a paso ligero, en la dirección de las vías elevadas. Recorrieron una manzana, cruzaron la calle, e iban a meterse ya por la siguiente cuando vieron que el otro borinqueño y la chica les seguían. Héctor les mandó acelerar el paso. Estaban empezando a asustarse. Recorrieron media manzana y Héctor alzó la mano y todos se detuvieron. El rastreador y la zorra también se detuvieron, se ocultaron en un escaparate y esperaron. La Familia estaba nerviosa. Se despegaban la ropa del cuerpo, de la sudada entrepierna. Estaban cogiendo miedo, sí, estaban inquietos e impacientes, con ganas de echar a correr hacia el centro de la ciudad.
—Bien, hijos —les dijo Héctor—. Si las cosas van a tener que ser así, seguiremos como un grupo de guerra, y si vienen a por nosotros, les machacaremos.
—Ojalá tuviese artillería —se lamentó el Peque.
—No sueñes —replicó Héctor—. Nosotros queríamos paz. Todos sabéis que queríamos paz.
—Sí —corearon todos.
—Pero ellos no la quisieron.
—No.
—No nos dejan en paz. Nos siguen. Es agobiante, no te dejan respirar.
—No —respondieron todos. Estaban empezando a enfadarse.
—Lo intentamos, lo intentamos. No nos dejan en paz.
—No nos dejan en paz.
—¡Bimbo!
Bimbo, el Porteador, se acercó. Sabía qué significaba la llamada. Sacó del bolsillo una pitillera roja. La suave piel con refuerzo de cartón, estaba tachonada de clavitos con cabeza de cristal que brillaban como diamantes. La abrió. Dentro había cigarrillos de papel negro con la punta blanca. Todos se agruparon. Bimbo sacó seis cigarrillos y se los dio a Héctor. Héctor se puso uno en la boca. Bimbo lo encendió. Héctor inhaló profundamente, retuvo el humo, lo expulsó, y todos exclamaron «aaaah». Héctor terminó la punta. Los otros le observaban atentamente; no se tambaleó ni retrocedió. Los demás asintieron con un cabeceo. Héctor se colocó luego la colilla, con la punta blanca hacia arriba, en la cinta del sombrero. Bimbo le dio la segunda botella de whisky y Héctor bebió. Luego se metió los otros cinco cigarrillos en la boca y Bimbo los encendió todos. Héctor devolvió cuatro a Bimbo. Chupó del quinto cigarrillo. Bimbo se arrodilló ante Héctor, recibió de él el cigarrillo y dijo: «Este hermano servirá a su Familia hasta la muerte». Apagó el cigarrillo, metió la colilla a un lado de la cinta del sombrero, y bebió también un trago.
Lunkface, cuyo sentido de la tradición estaba reñido con su paciencia, dijo: «De prisa, hombre, van a echársenos encima». Pero todos dirigieron a Lunkface una mirada fría, porque aquél era el momento importante. Bimbo cogió el tercer cigarrillo, le dio una chupada e hizo una seña a Lunkface. Éste se arrodilló delante de Bimbo y recibió de él el cigarrillo. A continuación dijo las palabras, se metió el cigarrillo apagado detrás de la oreja y bebió su trago. Empezaban a sentirse ya un poco mejor, más tranquilos y seguros; el miedo se había transformado en rabia, y se movían y daban saltitos para entrar en calor.
Los otros pasaron también por el ceremonial, colocando luego los cigarrillos, apagados, en la parte de atrás de los sombreros. Cuando cada uno decía que serviría a su Familia hasta la muerte, sentían que el espíritu de lucha les fundía en uno, hasta el punto de poder enfrentarse a cualquiera. Esta sensación les unía cada vez más, padre, tío, hijos y hermanos, agrupados todos, porque todos habían chupado de los labios del otro, porque eran uno, banda-persona-familia, unidos por la sangre, dispuestos y capaces de enfrentarse a cualquier jodido Otro de todo el maldito mundo. Héctor, con voz sonora, canturreó furioso:
—Que quede claro que vinimos aquí en son de paz, que no somos ningunos comunistas que se dedican a insultar a los demás y que ellos fueron los que quisieron la guerra por culpa de esa tía.
—Sí —dijeron todos.
—Bueno, ahora seguiremos como un grupo de guerra, aunque queríamos paz. Nadie podría decir que no queríamos la paz. Pero, en fin, ya es demasiado tarde para eso.
—¡Sí! Queríamos la paz —gritaron.
La botella estaba vacía. Bimbo la lanzó por el aire hacia el sitio donde estaban escondidos el rastreador y la zorra. Hizo un arco y brilló en lo alto, estallando cerca del objetivo. La zorra y el borinqueño tuvieron que saltar para que no les alcanzasen los fragmentos, que se extendieron por la acera.
Entonces todos avanzaron rápidamente, jefe y hermanos, sabiendo exactamente qué hacer, fundidos en uno; tensos los músculos, arqueando un poco el cuerpo para que los bíceps se hincharan y los tríceps se tensaran, cerrados los puños, adelantados los hombros, flexionadas las piernas, el tronco suelto, todos los sentidos alerta.
La Familia consideró el meterse por una de las calles laterales y seguir en dirección paralela a la calle principal hasta que llegaran a la estación. Pero las calles laterales eran más pequeñas. Si los borinqueños disponían de un tanque, podrían lanzarse sobre la Familia, atraparles, y quién sabía si habría portales donde cubrirse… si les hostigaban desde las azoteas con cócteles molotov. Todo era cuestión de concentrarse en el centro de la calle, bajo las vías elevadas, donde estarían protegidos. Un explorador, el Peque, se adelantó de un trote hasta situarse a una manzana por delante. Nadie se lo dijo; él sabía. Hinton se retrasó como una manzana, para proteger la retaguardia.
Vanguardia y retaguardia iban por lados opuestos de la calle para poder controlar más espacio como los ojos del grupo de guerra. La zorra y el rastreador les seguían. Podían ver su falda blanca en la penumbra, entrando y saliendo de los charcos de luz de las farolas. A su izquierda resonó una serie de petardos; les sobresaltaron; agacharon la cabeza y se volvieron, con el corazón latiendo más de prisa y el sudor brotando en súbitos chorros.
Ante ellos se alzó un viento suave y cálido, lanzándoles con una corriente de aire húmedo. Siguieron corriendo, más agachados. Los ojos de la Familia seguían atisbando ávidamente cualquier cosa que pudiera convertirse en un arma en caso de ataque. Si los asaltantes llegaban en un tanque, o les superaban en número, la Familia podría recurrir a una alarma de incendios y tirar de la palanca; llegarían policías y bomberos y podrían salvarse; pero eso sólo podía hacerse en último extremo. Estaban atentos a las luces anaranjadas que indicaban el emplazamiento de los aparatos de alarma.
La Familia veía coches; en último caso, las antenas de los coches podían servir como látigos. Por todas partes había cubos de basura… las tapas valían como escudos. Era inútil correr. Quién sabía lo que tendrían que correr y no podían perder la cara bajo el fuego enemigo. La vanguardia no veía nada sospechoso delante; la retaguardia indicaba que aún les seguían. La Familia sudaba profusamente; el aire que les azotaba era cada vez más pegajoso y olía a enemigo próximo. El viento les lanzaba a la cara un aroma de polvo y papeles. La tensión empezaba a crisparles; cada vez que pasaba un coche alguien saltaba y miraban cautelosamente para ver si el conductor era viejo o joven. Observaban a todos los que pasaban, pero, aunque hubiesen preferido las calles llenas, circulaban pocos.
Pasaron ante un edificio de apartamentos. A su alrededor, en la calle, había un montón de muebles rotos. Esto inquietó a la Familia. Podía significar lugar de reunión y aprovisionamiento: mesas con patas apenas fijas que podían arrancarse fácilmente, muelles de sofás para hacer látigos de alambre, pistolas escondidas en los mullidos brazos de sillones destripados, tapas de cubos de basura para servir de escudo y latas de ceniza llenas de botellas rotas de cocacola para tirar, piedras, bombillas fundidas, trozos de cañería, barrotes de una valla, pies de lámparas de hierro colado que eran flechas, ladrillos y paquetes de virutas empapados de gasolina para prenderles fuego y tirarlos desde las azoteas. Lo único que tenía que hacer el enemigo era salir de los portales, brotar de los entrantes de los escaparates, y todo el arsenal (nada que los polis pudiesen llamar armas) estaba allí listo para ellos. La Familia no tendría ninguna posibilidad. Pero las casas eran muy viejas, y había motivos para tirar muebles. Una calle tan ancha nunca era buen sitio para tender una emboscada. No podía bloquearse por los dos extremos; y en realidad tampoco podía ser controlada desde las azoteas. Por otra parte, los polis podrían caer fácilmente sobre todos, con su fuerza móvil superior, acordonar todo el campo de batalla y meterlos a todos en el talego.
Lunkface rompió la formación, corrió hacia la pila y empezó a arrancar la pata de una mesa.
Héctor le dijo que lo dejara y le recordó que aún seguían pacíficamente.
—No hay que dar a los Borinqueños ningún motivo.
—Pero bueno, hombre, ¿crees que van a pensar ellos eso? —preguntó Lunkface.
—La Familia aún no ha roto las hostilidades.
La Familia se sentía ya más segura en aquel territorio. No estaban nerviosos; era sólo la tensión del combate, diferenciaban los sonidos en inocentes y peligrosos. Les fastidiaba el viento. Llegaron a la estación de la calle Freeman, pero estaba cerrada, y siguieron.
Hinton había vivido por allí, pero ya no le resultaba familiar. Esperaban que allí terminase el territorio de los Borinqueños, pero las marcas de las paredes, hechas con tiza, les recordaron que aún estaban en pleno territorio enemigo. Les pasó un autobús lleno de locos del hipódromo camino del tren. Lunkface señaló y vieron al Profesor allí, de pie; parecía como si aún estuviese discurseando sin ningún oyente.
Héctor tuvo una idea. Si pudieran capturar al Borinqueño y retenerlo como rehén. O mejor, le dejarían marchar y eso demostraría a los Borinqueños que sus intenciones eran honradas. No tocarían siquiera a la tía. Le hiciesen lo que le hiciesen, por muy inocente que fuese, aquella zorra iba a decir que la habían sobado, insultado, y que habían ofendido el honor de los Borinqueños. Pero no podían pararse a aclarar las cosas, porque tenían que seguir avanzando a ritmo de incursión, siempre alerta, vigilando que no cayese sobre ellos un grupo. ¿Cómo podrían atrapar al rastreador?, se preguntaba Héctor. Si llegaran al territorio contiguo, podrían alterar su estrategia y tenderle una emboscada. Pero, ¿dónde estaba la frontera?
Pasaron ante unos hombres en camiseta sentados a la entrada de una casa de apartamentos. Aún había mocosos jugando en la calle. Los hombres habían sacado sillas y cajas y tenían montada una mesa de bridge. También habían instalado dos lámparas conectadas a sendos cables que salían de un apartamento de la planta baja y que iluminaban una animadísima partida de cartas. Un bebé dormía en un carricoche; uno de los jugadores le acunaba con una mano y sostenía las cartas con la otra. Los hombres dejaron de jugar para mirar a la Familia, cautelosamente, sin atisbo de ofensa. La radio emitía música de pachanga para animar la partida: tambores, bongos y cencerros resonaban en el silencio profundo de la calle. Cuando pasaron, oyeron que los jugadores empezaban a hablar.
Esperaban el ataque mientras seguían su camino. La tensión se hizo de nuevo más intensa. Les dolían los músculos, tenían los sentidos embotados por la tensión de estar tan atentos tanto tiempo, y atisbaban ansiosos la peligrosa noche. Amainó el viento. Se asentó el polvo. Creció el silencio. Había ya menos explosiones. El aire se hizo casi palpable; el sudor empapaba sus camisas y empezaba a empapar también las chaquetas. De pronto, cuando pasaban otra estación cerrada los sonidos que se habían acostumbrado a interpretar como no hostiles, empezaron de nuevo a parecerles peligrosos. Una explosión como el silbido y el zambombazo de un cóctel molotov que se inflama, les sobresaltó. Alguien iba a empezar a rociarles con una pistola de grasa, y Dewey estaba ya para tirarse al suelo cuando se dio cuenta de que se trataba de una traca. Al no ir armados para lo que pudiese pasar (no tenían siquiera un cuchillo entre todos), les preocupaba la posibilidad de no lograr hacerse con un arma defensiva a tiempo para repeler cualquier agresión. Además, si aparecían en coche… todo estaría perdido. El modo que tenía el Peque de volver la cabeza, en súbitos tirones, significaba que todo le asustaba. Si perdía el control y echaba a correr, todos se desmandarían. Héctor debía impedirlo a toda costa. No sabía cuánto territorio les quedaba aún por recorrer. Misteriosas ventanas abiertas se alzaban negras, sobre ellos, en los edificios de apartamentos. Alguien podría estar acechando en cualquiera de aquellas ventanas, dispuesto a cazarles. No era como una incursión en territorio de sus enemigos tradicionales, que conocían tan bien como el suyo propio; sabían cómo regresar a casa sin problemas y en qué escondrijos estar seguro si había una caza. Pero, allí, ¿dónde podrían refugiarse?
Entonces, a Héctor se le ocurrió la idea. Transmitió la orden a Bimbo, Lunkface y Dewey. Bimbo se retrasó para comunicársela a Hinton. Al mismo tiempo, Dewey se adelantó e hizo lo propio con El Peque. La falda blanca de la chica aún se agitaba tras ellos; y aunque el rastreador tuviese tentaciones de renunciar y dejar el asunto, aquella tía le obligaría a seguir para que defendiera su honor. Ella quería conseguir una insignia aquella noche, pensó Héctor. Bimbo y Dewey volvieron.
El Peque empezó a avanzar a paso ligero. Héctor, Bimbo, Lunkface y Dewey aceleraron también. Pero Hinton demoró el paso un poco. Empezaron a perder de vista a sus seguidores. Y aún más cuando las vías doblaron una esquina y la ruta del tren dejó el Bulevar Southern y siguió bajando por la Avenida Westchester. En cuanto doblaron la esquina, se abrieron en abanico y se escondieron en las entradas de las tiendas. Luego pasó Hinton y alcanzó al Peque, que había aminorando el paso. Unos minutos después, aparecieron la zorra y el Borinqueño. En cuanto dejaron atrás el sitio donde estaban emboscados los otros, el Peque y Hinton se volvieron y se lanzaron hacia los perseguidores, que se volvieron y echaron a correr en dirección contraria, justo cuando los cuatro Dominadores salían de sus escondrijos. Les rodearon, les capturaron y les sujetaron. El rastreador sabía lo bastante como para estarse quieto, pero la chica no dejaba de moverse, insultarles y gritarles que le quitaran las manos de encima, mientras Dewey decía, riendo y enseñando unos grandísimos dientes a lo japonés Segunda Guerra Mundial:
—¡Aaah, sssí, capitán Valiente! ¿Está sssorprendido?
La chica empezó a gritar hasta que Lunkface, que era quien la tenía cogida, le tapó la boca con su manaza.
—Si sigues levantando la voz —le dijo Héctor—, te haremos algo que te hará gritar de verdad. Estate callada delante de esta Familia, ¿entendido?
Ella dejó de forcejear.
Luego, Héctor les dijo que no quería guerra, ¿lo entendían? La zorra dijo que ellos no necesitaban ninguna guerra. ¿Por qué no le daban una de las insignias y ya estaba? El rastreador le dijo que se callase y ella le llamó estúpido por haberse dejado atrapar de un modo tan tonto.
Héctor intentó explicarlo otra vez y les preguntó si estaban dispuestos a volver para decirles a los otros que pasaban en son de paz, o si les iban a obligar a llevárselos como rehenes, como medida de seguridad. Lunkface quería quitarle el sombrero al Borinqueño, pero Héctor no le dejó. El rastreador dijo que, por su parte, no le importaba que siguiesen en son de paz, y que así se lo diría a los otros. La chica dijo que qué clase de hombre era para rendirse a aquellos palurdos que no se sabía de dónde eran. El rastreador tenía que mantenerse firme y no ceder. Le ordenó que cerrase la boca porque ya se estaba cansando. Pero ella, aunque ahora sin alzar la voz, siguió insultando a todos, diciéndoles que no valían nada, que eran medio hombres, y que si querían llegar a casa enteros no tenían más que complacerla dándole una de sus insignias.
La Familia soltó la carcajada y todos pensaron que ojalá tuviesen tiempo para enseñarle lo que hacían ellos con las tías bocazas y descaradas… algo que ella estaba pidiendo a gritos. Aun así, y ellos habían conocido a muchas buenas, debían admitir que no les tenía ningún miedo, ni una pizca, y que su coraje superaba con creces el del rastreador, que permanecía quieto y no abría la boca. Le registraron, descubrieron que llevaba un cuchillo, y se lo quitaron. Botín de guerra. Quisieron registrarla a ella también, pero vieron la cara que ponía el rastreador. No tenía objeto crear problemas innecesarios. Querían interrogar al rastreador, preguntarle cuántos soldados les seguían; si tenían tanques; por qué lado aparecerían. Pero el rastreador invocó el honor de su banda y se negó a hablar. Miró a la Familia de arriba abajo, a su modo frío e hispano, irritándoles. Desearon darle una lección para que aprendiera, con unos cuantos cortes de su propio cuchillo, pero no tenía objeto hacerlo.
Mientras tanto, la zorra seguía insultándoles a todos, pero sobre todo al rastreador. ¿Qué podía hacer él?, se preguntaba Bimbo. Ella le llamó mediapolla, mediohuevo, imbécil, y no sudaba de calor la tía, no, sino de odio; él le daría una buena paliza cuando la cogiese otra vez, por hacerle quedar como un imbécil a los ojos de aquellos extraños sonrientes. Por su parte, La Familia despreciaba a aquellos Borinqueños; ninguno de ellos controlaba a sus mujeres.
Y entonces, a Bimbo se le ocurrió la idea: ¿y si estuviesen montando una comedia para retenerles allí? Era hora de continuar la marcha y dejar aquel territorio asfixiante y peligroso. Bimbo transmitió los avisos de marcha rápida. Héctor transmitió la señal a los que sujetaban a los prisioneros, y éstos soltaron al rastreador.
—Andando, amigo —dijo Héctor— y no digas más que esto: cruzamos en son de paz.
El Peque se desplazó para ocupar su posición de vanguardia. La zorra les insultó y el rastreador empezó a arrastrarla para llevársela, pero ella se soltó, le abofeteó y se lanzó a por la insignia de Lunkface. Sin embargo, Lunkface se agachó un poco y ella erró.
La Familia empezó a ponerse en marcha, con Hinton a la retaguardia, cuando Lunkface dijo:
—Si tanto quieres una de estas insignias, chica, no tienes más que venir con nosotros. Nosotros somos los hombres, sabes. Nosotros, sabes, somos los que mejor lo hacemos, y somos los más grandes de toda esta gran ciudad. Todo el mundo conoce a los Dominadores. Serías como una hermana para nosotros, ¿entiendes?
Fue lo peor que podía decir, porque el rastreador les lanzó una mirada que, en otras circunstancias, podría haberle costado uno o dos cortes, una quemadura de bala o un cadenazo en los morros. Hasta el cauto Bimbo deseó borrar aquel irritante orgullo hispano de su cara, pero Héctor le contuvo.
—Tú —le dijo a la zorra—. Lárgate.
La zorra ni se inmutó. Le hizo una mueca sonriente a Héctor y le dijo:
—Qué pasa, chico, ¿es que te parece que no eres suficiente hombre para mí?
Pero Héctor era templado y estaba acostumbrado a que le provocaran, así que ni siquiera se molestó en contestarle. Hizo una seña y los hombres iniciaron la marcha.
—¿Me darás tu insignia? —preguntó la zorra a Lunkface.
Él contestó que sí, que se la daría. Ella les dijo que iría con ellos. El rastreador advirtió a la zorra que recibiría su merecido. Que le estaría bien lo que iba a pasarle. Ella replicó que no pensaba volver a aquel territorio de castrados y capones, y siguió a la Familia. Recorrieron una manzana, ya más tranquilos, más de prisa; pero al cabo de un rato descubrieron que el rastreador aún les seguía y esto les puso un poco nerviosos otra vez. La zorra dijo que no tenían que preocuparse porque los Borinqueños apenas tenían tropa aquella noche. Casi todos los guerreros estaban con las tracas y los cohetes, esparcidos por un sitio y por otro, y dudaba que pudiesen localizar a más de cinco o seis hombres. Además, de cualquier modo, ya casi estaban en el límite del territorio.
Al pasar vieron que, en las paredes, los enfrentados Castro Stompers y Borinqueños se insultaban con tizas multicolores, mientras que los Lesbos de la Avenida Intervale decían que ellos tenían más hombría que nadie.
Después de otras dos manzanas de zona borinqueña, entraron en un nuevo territorio. La zorra dijo que había un pacto entre los Borinqueños y los Masai de la calle Jackson.
Pronto llegarían a la estación, en la que podrían coger el tren.
—No dejes que esos memos de los Masai os asusten, porque los Borinqueños les tienen sometidos —aconsejó la zorra.
Dewey la miró furioso.
Lunkface dijo de nuevo a la chica que podía ser una hermana para ellos, y ella le lanzó una mirada. Pero él le explicó lo que era ser una hermana, y ella le explicó que lo sería, hermano, siempre y cuando él le diese la insignia para demostrarle que la quería de veras como a una hermana. Todos se echaron a reír con esto. Héctor pensaba que ojalá no fuese con ellos sólo para fastidiar a los otros.
Ya casi estaban llegando, pero no acababan de relajarse. Se mantenían tensos, con los puños cerrados. Corrían sofocados por el calor, deseosos de aporrear y machacar cualquier cosa, para soltar vapor, para desahogar la tensión acumulada para la lucha. Bimbo se dio cuenta de que la chica le miraba y pegó un puñetazo a un letrero. La sonrisilla de la chica le gratificó. Pero Lunkface, celoso, se propuso aporrear algo más espectacular, para desahogar el asfixiante espasmo, para exhibirse ante ella, para emular el propio valor de ella. El Peque seguía volviéndose a mirarlos. Hinton mantenía la retaguardia demasiado cerca. Dewey estaba ceñudo y distanciado, irritado aún. Héctor vigilaba: una mujer en una incursión era siempre un problema. Ojalá fuese Lunkface el que iniciase la cosa. ¿Le habría guiñado un ojo ya ella? Lunkface miró ceñudo a Héctor y la arrimó más a sí. Había que librarse de aquella chica lo antes posible. Héctor hizo furiosas señales al Peque y a Hinton para que vigilasen atentos. No sabía cómo podría quitársela de encima, porque sin duda Lunkface lucharía por conservar la presa. Quizá lo mejor fuese dejarlos a los dos.
Vieron la siguiente estación unas manzanas a lo lejos, la estación en la que podrían coger el tren y llegar a casa. Un hombre se les quedó mirando un momento al pasar. Lunkface, que rodeaba con un brazo el cuello de la chica, la dejó y se acercó al hombre, cogiéndole del brazo para obligarle a volverse.
—¿Qué mirabas tú? —le preguntó.
—Quítame las manos de encima, golfo piojoso —dijo el hombre.
Parecía fuerte, ancho de cuello, como si usase las manos para ganarse la vida y supiera lo que era una pelea.
—¿Por qué miras así a mi hermana? —quiso saber Lunkface. Se había colocado frente al hombre. Los otros, excitados por la charla, les rodeaban.
—¿Vais a dejar que este esclavo ofenda mi honor? —gritó la chica.
También Hinton se acercaba, y el Peque abandonó su posición de vanguardia.
—Vosotros, golfos, os creéis que la calle es vuestra. Dejad paso.
—¿Con quién te crees que estás hablando? —le recriminó Héctor.
Y entonces el hombre actuó rápido, intentando pasar. Le lanzó un viaje a Lunkface, quien, alcanzado en el pecho, retrocedió tambaleándose. Alguien gritó. Luego, todos cayeron sobre el hombre para pegarle. Él intentó retroceder hacia la pared, pero le tenían rodeado. Bimbo sacó la primera botella de whisky vacía y le lanzó un golpe a la cabeza; erró, pegó en la cabeza del hombre con la muñeca y se le fue de la mano la botella, que se rompió en el suelo. Alguien pegó una patada a Bimbo en la canilla. Por fin consiguieron derribar al hombre a golpes y empezaron a patearle. La zorra bailaba dando vueltas a su alrededor, «Bien. Bien. Bien, bien. Bienbienbien», decía, casi en un grito, que les inundaba a todos y les excitaba. Ahora estaban de pie ante el hombre tendido, pateándole, pisándole brazos y piernas. El hombre intentaba escurrirse. Esto les enfureció y le pegaron más fuerte en los costados, en el estómago, en las piernas; el hombre se quedó quieto, lo que les desquició y se agacharon para aporrearle el vientre, la cara, la ingle. El hombre se volvió… Los cristales le habían cortado y tenía la camisa ensangrentada. Le patearon la cabeza, le atizaron en los hombros, en la espalda, donde podían, y él se dio otra vez la vuelta, quedando boca arriba. La voz de la chica se elevó más y más hasta convertirse en un grito palpitante mientras saltaba y saltaba. Luego, el cuchillo del Borinqueño apareció en la mano de Bimbo. Lunkface y Dewey, pisaron las manos del hombre, sujetándoselas al suelo. Bimbo se agachó. El hombre lanzó un grito. Dio una violenta sacudida. Los pies sobre las manos mantenían sujeto el cuerpo; su grito les desquició aún más. Bimbo alzó el cuchillo y el hombre empezó a sacudir la cabeza. Tenía la cara ensangrentada, la nariz rota; sangraba por la boca. Bimbo gritó «Cógelo» y lanzó el cuchillo al aire, con la punta hacia abajo. La mano de Lunkface se lanzó a cogerlo por el mango y prolongó la caída; el hombre se movió un poco y el cuchillo le entró por el costado, a la derecha del corazón; la zorra lanzó otro chillido. Tenía los ojos semicerrados, la boca muy abierta y jadeaba entre gritos, revolviéndose. «Yo. Yo. Dádmelo a mí. Yo también, yo». Lunkface, incorporándose, lanzó el cuchillo de nuevo al aire, y Héctor lo cogió y lo bajó, calmosamente, haciendo un corte en la cara al hombre; la piel se abrió en la rasgada mejilla. La zorra chilló y Héctor alzó el cuchillo y lo arrojó al aire, más alto aún, y esta vez lo cogió El Peque, que ensartó al hombre cuando intentaba librarse de los pies que le sujetaban las manos. El Peque le alcanzó en la cadera. Luego alzó el cuchillo y lo lanzó al aire. La zorra vio brillar en el aire las desvaídas luces de las farolas, sobre el acero y la sangre, e intentó saltar entre los hombres para cogerlo, pero estaban demasiados amontonados. Esta vez fue Dewey quien lo cogió, alcanzando al hombre en el corazón; el hombre gimió, un gemido que fue largo y prolongado que les excitó aún más. La chica decía: «Dadme el cuchillo, dadme el cuchillo». Pero Dewey lo tiró al aire y gritó: «Te toca, Hinton». Éste lo cogió y lo hundió por enésima vez en el cuerpo del hombre.
La zorra estaba apoyada en la pared, con las piernas abiertas para mantener el equilibrio, y movía el vientre; tenía los ojos vidriosos, la boca abierta crispada en una mueca, y jadeaba.
—Amigos, mirad a esta hermana —dijo Lunkface, al tiempo que la cogía e intentaba echarla al suelo.
—No —dijo ella, débilmente—. Ya está bien, ya he sentido, hombre.
Lunkface, sujetándola por los hombros, le barrió las piernas y la hizo caer; luego le levantó la falda, le bajó las bragas, y estaba ya metiéndosela cuando ella dijo suavemente:
—No, hombre. He dicho que ya es bastante. Ya basta.
Los hombres les rodearon y se agarraron por los hombros formando corro, mirando hacia abajo, empezando a patear rítmicamente.
Ella no dejaba de moverse y de decir que ya había tenido bastante, pero su ansia de placer aumentaba a medida que ellos iban acelerando poco a poco el ritmo del taconeo.
Lunkface terminó en seguida, se levantó, y luego, uno tras otro, la fueron tomando, mientras los demás seguían dando vueltas y taconeando a ritmo.
Hinton fue el último que lo hizo, aunque para entonces ella ya tenía la cara completamente rígida, sus ojos no veían nada en absoluto y estaba casi inconsciente de tanto gozo, una emoción tan grande. Hinton la miró a la cara y casi se asustó, porque vio que había algo más en aquel rostro: locura. Hinton aceleró el ritmo, pero casi no sentía nada. Aun así, siguió dándole al compás del zapateo. Pero como no pasaba nada, fingió que alcanzaba el climax y se levantó.
Bimbo, el porteador, se arrodilló sobre ella, metió la mano por debajo del extremo de las medias y limpió la hoja del cuchillo entre el pulgar y el índice.
Se largaron, corriendo, y dejaron a la chica atrás. Recorrieron rápidos la manzana que les separaba de la estación y subieron corriendo las escaleras. Bimbo puso las fichas en el torniquete para todos y preguntó la dirección que tenían que tomar. El taquillero les dijo dónde tenían que hacer trasbordo para el tren de Coney Island, en Calle 42. Se dieron cuenta de que el taquillero miraba con recelo a la Familia, como si esperase que le atracaran. Siguieron hacia el andén. No había ningún tren esperando. Caminaron hasta el fondo del andén y miraron abajo. Bajo las tenues luces de las farolas pudieron ver el cuerpo allí tendido. Pudieron ver la falda blanca y las caderas desnudas, el vientre y los muslos. Aún seguía allí, con la cabeza apoyada en el cadáver.
Se quedaron mirando, apoyados en la barandilla. La chica estuvo unos cinco minutos sin moverse. Luego se volvió. Lentamente, se puso de pie y se tambaleó un poco. Permaneció quieta un segundo; luego, se sacudió la falda y empezó a decir algo. Al principio no podían entenderse sus palabras, que poco a poco se hicieron audibles: estaba maldiciéndoles. Sacudió el puño hacia el centro de la ciudad. Bajó la mano. Se quedó inmóvil. Dejó de gritar. Finalmente, se volvió con lentitud, se tambaleó, consiguió equilibrarse y se alejó despacio, muy estirada, siguiendo el camino por el que había venido.
—Deberíamos haberla traído con nosotros, hombre —dijo Lunkface—. Era divertida.