5 de julio

12:45-1:30 de la noche

Pensaban que bastaría con hacer aquel viaje largo y aburrido en un vagón vacío. Allí no habría problemas; el metro era territorio relativamente neutral. El único peligro era la policía. Podrían incluso dormir un poco. Pero el vagón estaba atestado. Todos los asientos estaban ocupados. Y los pasillos llenos de gente.

—Puede que sea el consabido turno de noche —murmuró Dewey al Peque.

Pero algo les pasaba a los pasajeros… a todos. Eran extraños, increíbles, como algo distinto. ¿De qué se trataba? Se cerraron las puertas. Las ropas eran de mala calidad, pero no en todos los casos; las caras eran… raras, pero no las de todos; tanto los que iban sentados como los que iban de pie parecían dormidos todos… pero tenían los ojos abiertos… aunque cerrados. Los Dominadores avanzaban juntos. Se posaban entre ellos miradas extrañas y demenciales. Se agruparon defendiendo su espacio, rechazando al Otro para sentirse más seguros. La gente se agarraba a las barras y a las manillas; las mujeres permanecían recostadas, el pelo revuelto, mirando vagamente al vacío, con las piernas fláccidas y abiertas. Se apoyaban unos en otros y había grupos de dos o tres amontonados; unos se concentraban en el espacio vacío; otros atisbaban periódicos; algunos estaban inclinados sobre hojas con hileras de cifras, muy concentrados, haciendo marcas con un lápiz murmurando para sí. Tardaron unos cuantos segundos en ver a la Familia; les miraron ceñudos y cambiaron de posición, apartando la vista como queriendo olvidar que les habían empujado.

El lugar impresionó a la Familia. Miraron al vagón siguiente; también estaba lleno. Intentaron ver qué había delante, pero la masa humana se lo impedía. Héctor le preguntó a un hombre bajo y corpulento, de nariz achatada y entrecejo carnoso, que estaba de pie junto a él, si aquel tren iba a Coney Island. El hombre se volvió lentamente, alzando la vista de una hoja llena de cifras impresas y escritas a lápiz, como si le sacasen a la fuerza de algo muy importante, como si apenas hubiese oído el sonido, no digamos ya las palabras… y miró a Héctor a la cara, centrando la vista lentamente, muy lentamente; sus ojos parecieron dejar de estar muertos, quizás reconociendo incluso otra cara, y el individuo dio síntomas de intentar pensar con gran esfuerzo en la pregunta, pero sin entenderla y sin inquietarse por ello. Héctor repitió la pregunta. El tipo pareció entender al fin lo que se quería de él, movió la cabeza, no tanto respondiendo a la pregunta como por qué le costaba demasiado trabajo contestar, lo supiese o no, y luego apartó la vista.

Junto a ellos se sentaba una mujer. Apoyaba la cabeza en una mano y su mirada demencial les examinaba, pero ella era Otra Cosa; no les veía. Se preguntaron de nuevo qué era aquello, consultaron entre sí, intentando descubrirlo. Había dos cabezas inclinadas, muy juntas, el pelo casi tocándose, sobre una hoja llena de cuadros; calculaban cuidadosamente, comprobando los números, mientras movían los labios como en una oración, aunque los sonidos se perdían en el estruendo del tren.

Luego, de pronto, Hinton cayó en la cuenta: venían todos del hipódromo. Norbert, el novio de su madre, siempre andaba metiendo algo de lo suyo, o algo del cheque del auxilio social de su madre, o cualquier cosa a la que pudiese echar el guante (robos incluso) en los caballos. Alonso, el hermanastro de Hinton, que era yonqui, tenía un aspecto bastante parecido después de haber montado su Caballo.

—Esta gente está enganchada amigo —dijo a los otros—. Pero casi han liquidado ya su dosis. Son de los que apuestan a los caballos —añadió, y entonces lo entendieron. Les chocaba sólo porque nunca habían visto tantos mamones juntos, sin el corredor de apuestas al lado.

—Vuelven de la carrera. De Yonkers. Trotones. Y amigo, si son del estilo del viejo Norbert, están calculando las pérdidas del día y planeando cómo conseguir hacerse ricos mañana.

—Demonios, ¿tan chiflados les tiene ese asunto? —preguntó Dewey.

—Si son como Norbert, sí —les dijo Hinton—. Dos pistas, carreras normales de día y trotones de noche, un corredor de apuestas, y quizás dos, tres números de la lotería ilegal al día, según lo que digan los sueños. Y una partida de dados o de cartas por la mañana temprano. Eso es lo que le gusta a Norbert, sí.

—Bueno, no hay duda de que parecen Algo Diferentes —cuchicheó El Peque. La Familia miraba a su alrededor despectiva; ellos estaban libres de hábitos de esclavos.

El tren llegó a una estación. Calle 225. ¿Dónde quedaba aquello? Héctor indicó al Peque, el lector, que se acercara al plano y determinase dónde estaban, adonde iban y cómo conseguirían volver a Coney Island. El Peque se abrió paso a codazos entre dos hombres que tenía la ropa manchada de grasa y olían a ajo. Hacía calor allí y los traqueteantes ventiladores no eran capaces de despejar el calor ni los olores. El Peque se estiró sobre la cabeza de una mujer-mono de cara arrugada; llevaba un sombrero de paja de vieja con flores artificiales alrededor de la copa, un vestido con sucio estampado de flores y, sobre la nariz, unos quevedos; el Peque pensó que olía a pis seco. La mujer miraba fijamente a un punto del techo y balanceaba la cabeza sobre el delgado cuello al compás de los movimientos del tren; pero su mano sujetaba firme la hoja de las apuestas, en la que marcaba interminables e intrincados signos, llenando por completo los márgenes mientras hablaba sola, con una pícara sonrisilla. Los hombres identificaron la sonrisa del yonqui cuando se promete a sí mismo una dosis. Dewey se abrió paso hasta donde estaba el Peque y la miró atentamente. Los ojos de la mujer, ampliados por las gafas, miraron directamente a Dewey, que sostuvo la mirada un segundo con sus gafas de gruesa montura, y todos se echaron a reír por los ocho ojos que se miraban. Pero la mujer ni siquiera veía a Dewey. Éste hizo una reverencia. Ella no veía. Movió la mano delante de la cara de la mujer. Los hombres se reían y Bimbo enterró la cara en el hombro de Lunkface porque era de mala educación reírse así de una vieja. Luego, Dewey hizo un par de muecas, pero ella sólo veía un futuro secreto.

—Fijaos en la duquesa —observó Hinton—. Está diciendo: «Bueno, pondré dos a Paso, y Paso entrará el primero y yo ganaré cuarenta y cinco. Y luego lo pondré todo a Llega, y Llega, pasará». La vieja está realmente volando alto con ese caballo. Sólo que las cosas salen de otro modo al final.

Dewey se cansó del juego y le volvió la espalda.

El Peque tenía problemas con el plano. No era el primer plano de la ciudad con que se enfrentaba, pero no se parecía a ninguno de los que había visto. Era abstracto, como si los contornos de la ciudad estuviesen gastados. Las rayas e indicaciones eran confusas, y el Peque no tenía ninguna seguridad de que las relaciones que establecía fuesen correctas; aquello parecía un diagrama erróneo, no un plano. ¿Dónde estaba Coney Island? Pero pronto descubrió dónde habían montado y descubrió a dónde querían ir. Podía, si tenía tiempo suficiente, partir de los extremos, siguiendo cuidadosamente con los dedos las líneas del metro, diferenciando cada una de ellas, BMT, IND y IRT, porque estaban impresas en colores distintos. Acabó deduciendo que estaban en una de las líneas IRT. Llegaron a otra estación. No subió ni bajó nadie.

Lunkface vio al Hombrecillo al que Todos Empujan, tenía los ojos desorbitados y parecía subnormal, con aquellos labios gruesos y pálidos que se cerraban sobre su móvil boca, como si estuviese mascando el aire que respiraba. Su sombrero negro era demasiado grande y lo llevaba encasquetado hasta las cejas. Lunkface hizo una seña a los demás y todos rieron del aspecto del Memo.

El Peque tenía dificultades con la parte central del plano. Había deducido que se habían equivocado de línea; tenían que cambiar en algún sitio, pues de lo contrario llegarían a donde no querían ir. Todas las líneas se encontraban en el centro de la ciudad, entremezclándose allí y saliendo luego otra vez, para finalizar todo donde debía terminar. Sin embargo, El Peque tenía problemas para desentrañarlo; movía los índices lentamente a lo largo de las líneas, intentando ver dónde se unían, pero las sacudidas del tren le desplazaban los dedos. Procuró darse prisa para no quedar como un imbécil a ojos de la Familia.

La cara que había bajo la barbilla del Peque hablaba hacia arriba, hacia él. Por los sonidos que emitía, la mujer parecía Otra Cosa, porque no decía palabras, sino que emitía un agudo canturreo. El Peque murmuró, «¿qué pasa, señora?», a la Duquesa que apestaba a pis, pero ella siguió con su canturreo, y esto asustó al Peque. Volvió la vista hacia la Familia, que seguía agrupada, esperándole, y tuvo la certeza de que se estaban riendo de él, que en teoría era el gran lector; así que dejó el plano antes de haber logrado orientarse, y se abrió paso de nuevo hacia la Familia.

Héctor preguntó al Peque si había determinado el trayecto. El Peque dijo que por supuesto, que sabía lo que tenían que hacer; si hubiera dicho lo contrario habría quedado mal.

El tren empezó a aminorar la marcha y se detuvo en un sitio en el que no había estación. Luego se movió un poco. Empezó a avanzar centímetro a centímetro, ganando impulso, sacudiéndoles, y por fin se detuvo otra vez bruscamente. Sólo la Familia pareció advertirlo. Los demás viajeros seguían en su limbo porque, según pudo comprobar Hilton, aún continuaban calculando, intentando triunfar con la imaginación a base de cifras, conseguir así lo que la vida no les proporcionaba, porque las cifras no mentían nunca… Nuevos números establecerían lo que debían hacer la próxima vez, les dirían en qué se habían equivocado. Pero ni la lógica ni los cálculos servían de nada. Hinton lo sabía perfectamente. Nadie volvería a casa millonario. Norbert, el novio de su madre, aparecía siempre sin blanca después de haberse gastado todo el dinero, y le explicaba a Minnie que en realidad debería haber ganado si no hubiese sido porque… Y luego le atizaba una paliza por sus reproches, porque, en realidad, debería haber ganado, pero… Hinton se sabía de memoria la historia. Aún se oían algunos petardos fuera. Los jugadores no se volvían a mirar ni se interesaban lo más mínimo. Su fiesta había sido en el hipódromo, y las únicas chispas que a ellos les interesaban eran las que pudiesen salir de los cascos de los caballos. Sus explosiones estaban siempre en el futuro (ay, si pudiesen preverlo), cuando no existiera ningún «si no fuese por…», cuando no existiera más «algún día». Hinton conocía muy bien todo aquello.

Dewey hizo un gesto y señaló: «El Profesor», dijo. Todos miraron. Se trataba de un viejo que llevaba un sombrero sucio, cuello de pajarita, corbata a rayas, chaqueta de astrosas solapas y un abrigo abierto con cuello de terciopelo, pese al calor. Descansaba la cabeza en sus nudosas manos, que se apoyaban en un paraguas enrollado.

—¿Cómo puede uno vestirse así? —preguntó Dewey—. ¿Habéis visto a ese capullo?

El tren se había parado de nuevo. Bajo sus pies, el motor seguía ronroneando erráticamente. Los ventiladores giraban, pero cada vez hacía más calor, porque no entraba la brisa como cuando el tren se movía. Los guerreros sudaban en sus ropas sucias. Miraban hacia la oscuridad.

—¿Por qué está parado este tren aquí? —quiso saber Lunkface.

—Sí, ¿para qué pagamos tantos impuestos? —comentó Dewey.

—¿Quieres reírte de mí?

—No, hermano mayor —dijo Dewey en tono burlón—. Pero tú recibes casi todas las cosas de tu familia… me refiero a los carceleros, ¿no?

—Bueno, también consigo cosas de otras formas.

—Pero la mayoría viene de tus viejos de la cárcel. ¿No?

—¿Y qué? —preguntó Lunkface en tono amenazador.

—Bueno, que ellos son los que pagan los impuestos. El dinero que tú recibes es dinero al que ya han descontado los impuestos, así que tienes derecho a un servicio de primera. ¿No es cierto eso? Pregúntale a tu Padre. ¿Tengo razón, Papá Héctor?

Héctor pareció pensárselo.

—Tienes razón —dijo al fin.

—Nunca me lo había planteado de ese modo.

—Cómo iba a burlarme yo de mi hermano —dijo Dewey.

Hinton asintió muy serio. Héctor se volvió e hizo una mueca burlona mirando al Profesor.

Pero el tren llevaba parado unos cinco minutos y empezaron a ponerse nerviosos. Quizás hubiese corrido ya la noticia; quizás hubiese una redada general; quizás estuviesen comprobando todos los trenes que pasasen, esperando cazar a todos los guerreros que habían conseguido huir.

Hacía ya más de dos horas del asunto, pero podrían seguir al acecho, esperando cazarles. Hinton volvió a pensar que si se quitaran las insignias y se dispersaran por el tren, no les identificarían, pero no lo dijo. No quería quedar mal. Los yonquis del caballo de carreras no se daban cuenta de nada. Estaban en plena bajada, ahogados en la amargura de la pérdida, y tenían esos temblores de la abstinencia y el bolsillo vacío. Y ellos, los Hombres Duros, pensaban en lo que podría estar aguardándoles en la próxima estación, consideraban qué deberían hacer si…

—¿Cuál es la próxima estación, Peque? ¿Dónde estamos, hombre?

—No estoy seguro.

Héctor lanzó al Peque aquella mirada de desprecio que había intentado evitar desde el principio. Pero el tren se puso de nuevo en marcha, avanzando centímetro a centímetro, parando y arrancando, sacudiéndoles, haciéndoles chocar con los demás. Los Otros se dejaban sacudir sin la menor resistencia, entregándose al movimiento del tren porque les daba igual lo que pudiese pasarles. Pero la Familia se agrupó unida, todos con los pies separados, luchando contra las sacudidas porque ellos tenían orgullo. Dewey no podía apartar la vista de la Duquesa que seguía allí, debajo del plano, asombrado por el aspecto de su cara alzada y por cómo hablaba con un Dios-Que-No-Había-Cumplido-Su-Promesa. Una mujer grande, que llevaba una cazadora a cuadros, de leñador, y tenía la cara gruesa deforme, con ojos y nariz como botones, se metió una chocolatina en la boca dejando caer fragmentos de chocolate sobre las hojas de apuestas. Lunkface no podía evitar mirar al Memo del gran sombrero negro y le dio un codazo al Peque para que mirase también. Pero Lunkface desconocía su propia fuerza y le hizo daño al Peque con el codazo, aunque éste miró, de todos modos.

Arrancó el tren. Avanzaba muy despacio. Empezaron a pasar hileras de luces de emergencia, precipitadamente instaladas. Había obreros en la vía. Dejaron de trabajar para ver pasar el convoy, que siguió lentamente a lo largo de dos hileras de raíl. El resto de los raíles habían sido quitados y fuera no se veía nada más que el desnivel que daba a la calle. A los lados se alzaban inmensas grúas balanceantes, llameaban pistolas de soldar y ascendían columnas de humo. Las caras de los obreros tenían un aire extraño bajo aquellas luces cambiantes. Ningún rostro permanecía completo mucho tiempo; los rasgos cambiaban de tamaño, bailaban. Los obreros miraban hacia el tren malévolamente, y hacían señas y parecían burlarse. La Familia se puso nerviosa. El tren paró con un chirrido en una estación; un altavoz gritaba confusamente algo que aún no tenía sentido, diciéndoles qué tenían que hacer. El tono era enérgico e imperativo. ¿Qué era lo que decía? Héctor se preguntó si no sería una especie de control para que los polis pudiesen cogerles. Quizá los obreros que habían visto no fuesen sino policías disfrazados. Se abrieron las puertas.

Ahora las palabras llegaron más claramente. Había pasado algo en las vías y las estaban reparando. Tenían que hacer trasbordo hasta unas cuantas estaciones más allá, adonde les llevarían unos autobuses dispuestos al efecto fuera, o bien seguir por otra línea. El nombre de la estación no tenía ningún sentido para ellos, porque no sabían en qué zona se encontraban ni dónde estaba aquella parada. ¿Significaba algo, aquello?

Los de los caballos subían lentamente, como sonámbulos, camino de las puertas, y se colocaban en fila; parecía que ya tuviesen previsto aquello o que no les importase. Si se trataba de una emboscada, no tenían más que parapetarse detrás de los sonámbulos hasta que subiese la Familia, pensaba Héctor. Quizá fuese mejor quedarse sencillamente donde estaban, aunque los polis podían engancharles también allí. O quizá fuese mejor volver al sitio de donde habían venido. A Dewey se le escapó la mano hacia arriba y acarició la insignia que llevaba en el sombrero; debían haber tenido la misma idea casi todos, porque Bimbo también dirigió a Héctor una mirada inquisitiva. Héctor frunció el ceño y la mano de Dewey se limitó a hacer movimientos de ajuste mientras movía y colocaba bien su insignia.

Salieron del tren. Todos se dirigían al mismo sitio. La multitud se arracimaba en las salidas, hormigueante, comprimida en una tupida masa. Las puertas del tren se cerraron tras ellos y, les gustase o no, estaban atrapados. Avanzaron lentamente. El altavoz seguía dando órdenes una y otra vez, en frases incomprensibles. Siguieron avanzando lentamente. La gente se apretujaba detrás de la Familia y la empujaba. Los durmientes empezaban a ponerse un poco nerviosos y parecían volver a la vida. Avanzaban ya un poco más de prisa.

Delante, junto a la salida (aunque sólo Lunkface era lo bastante alto para ver qué pasaba allí), todo el mundo se mostraba un poco desquiciado. Había muchos empujones, voces, y todos intentaban pasar a la vez por dos estrechas puertas por las que sólo podían pasar de uno en uno. Sin embargo, alrededor de la Familia, no había ningún lío. Lunkface gritó «salgamos de aquí», y la Familia intentó pasar agrupada, como una falange, como una lanza. Los durmientes continuaban moviéndose, algunos calculando aún en sus hojas de sueños, con las cifras ante los ojos bajo las tenues y temblorosas luces del andén.

Al principio los Dominadores se abrieron paso un poco más de prisa, conservando su formación. Pero la oleada de nerviosismo que se originaba en la salida de la estación empezó a extenderse a lo largo de la tupida fila de gente. Todos los que rodeaban a la Familia, parecieron agitarse y excitarse, empezando a empujar con más energía.

No corría ni una brizna de viento; hacía mucho calor. Todos querían salir de una vez. La gente empezaba a gritar, irritada: «¿Por qué hay este atasco?» y «Vamos, vamos», una y otra y otra vez.

Este canturreo ponía aún más nerviosa a la Familia. Ellos no sabían nada. No lograban abrirse paso con suficiente rapidez; cuanto más tiempo se demoraran allí, más pronto podrían caer sobre ellos los polis.

Luego, desde una barandilla superior situada al nivel de la estación, unos golfillos asomaron la cabeza en hilera y empezaron a insultarles en español y en inglés. Los chicos hacían ruidos de tambores y cornetas con la boca, y luego decidieron lanzarles petardos como si fuesen granadas. Todos prorrumpieron en insultos dirigidos a los gamberros, pero ellos, seguros como estaban tras aquella barrera elevada, no hicieron el menor caso. Y entonces, la masa que había tras la Familia, empujada por los petardos, empezó a presionar y a echarse sobre ellos.

La Familia se vio obligada a desviarse. Se abrieron paso a codazos y a empujones, con Lunkface haciendo de cabeza de cuña. Consiguieron así avanzar más rápido, manteniéndose agrupados y sintiendo una cálida seguridad al verse fundidos en una sólida unidad entre las dispersas partículas de los Otros que chocaban contra ellos. Se llevaron por delante al Memo, al Profesor y a la Duquesa, arrastrándoles unos cuantos metros. Todos empezaban ya a protestar. El Memo tenía los ojos todavía más desencajados, lo que acrecentaba más si cabía su aire de subnormal; le bailaba el sombrero en la cabeza, sin llegar a caer, y se volvió del todo, con una mueca cada vez más acentuada con los empujones. El Memo tropezó con el Profesor y, con el empujón, el bocadillo que éste aún seguía mordisqueando se aplastó contra su cara. El Profesor inició un largo discurso con un extraño acento, mientras las migas le caían de la boca. El Memo chocó contra Lunkface, intentó responder, pero no pudo liberar las manos. El impulso de los Dominadores sólo se prolongó durante unos metros, pues en seguida fueron a chocar con un sólido arrecife de individuos atascados que chillaban sin ninguna razón determinada. Empujado, el Otro gritaba y reía furiosamente. La angustia seguía corriendo a lo largo de la multitud como un oleaje que pasase, les cubriese y continuase tras ellos para recorrer toda la cola, haciendo que la masa se lanzase hacia delante y se aplastase contra sus espaldas. El Peque, que había quedado rezagado, intentó volverse con Bimbo para hacer frente a la presión, pero, cogido de lado, poco faltó para que le derribasen. Hinton, desvalido, se vio empujado y arrastrado durante un momento, y quedó con las piernas en el aire sin poder hacer nada. Hasta Lunkface se asustó. A medida que se acercaban a las puertas de la estación, aumentaba el caos.

Estaban todos apelotonados en la estación. El griterío era ensordecedor. Multitud de manos se agitaban en el aire. Tenían que ponerse en fila todos entre la taquilla y una barandilla para tomar el trasbordo, a menos que quisiesen largarse y dejarlo. Pero en realidad, nadie podía largarse sin pasar por allí. Y allí había un viejo taquillero con una visera de celuloide, la cabeza hacia atrás, mirando con los ojos entornados como si considerase cuál de las manos suplicantes que se extendían hacia él a través del espacio que había bajo el enrejado, era más digna de su atención, y luego soltaba los volantes desdeñoso, como si fuesen limosnas, seguro allí en su jaula, indiferente a los rostros crispados que se apretujaban contra la rejilla.

La cara del Memo estaba ya totalmente crispada; un hilillo de baba le chorreaba por la barbilla. Por alguna razón, había abrazado a la Duquesa y ésta estaba chillando. La cara del Profesor, que necesitaba con urgencia un afeitado y estaba también crispada, decía algo que parecía, más o menos: «Comportémonos como seres humanos, tengamos un poco de dignidad, utilicemos la razón». Mientras, el estruendo del interior de la estación se hacía insoportable, y aquel viejo, tranquilo detrás de la rejilla parecía querer demostrar que tenía bajo control, no sólo la situación, sino también a sí mismo, negándose a oír las maldiciones e insultos que le lanzaban y lanzando al vacío sonrisas triunfantes.

Héctor se daba cuenta de que era prácticamente inútil intentar el trasbordo. Estaban todos locos. Era demasiado aterrador. Gritó a sus hijos que se desviaran y no se molestaran en seguir hasta la taquilla. Pero apenas sí podían liberarse. El asustado Lunkface logró abrir paso para todos a puñetazos hasta las puertas y bajaron las escaleras cada vez más de prisa, empujando a la gente, huyendo del alarido atronador que se alzaba tras ellos. Una voz indignada dijo: «¡Malditos delincuentes juveniles!».

En la calle había una gran cola que se iba filtrando lentamente en los autobuses dispuestos para llevar a los pasajeros a donde el metro reanudaba el servicio. Apoyados en un quiosco, riéndose de los esclavos, había unos cuantos soldados. Vieron a los hombres salir y por cómo se les congelaron inmediatamente las risas, la Familia se dio cuenta de que estaban alerta; el enemigo había entrado en su territorio. Sólo había tres soldados, así que no planteaban problemas; pero uno de ellos se separó del grupo como quien no quiere la cosa, dio unos cuantos pasos y luego se perdió rápidamente en la oscuridad, desapareciendo. Héctor sabía muy bien lo que significaba aquello: refuerzos. Los otros dos quedaron allí plantados, tensos pero fríos, mostrando su valor.

No sabían donde estaban, no sabían a quién pertenecía aquel territorio, pero sabían que se habían metido en un lío. Se habían acabado ya los pactos en toda la ciudad y su identificación era sencilla, porque iban de uniforme y llevaban sus insignias.

Héctor llamó al Peque y le preguntó:

—¿Hacia dónde vamos?

—No sé.

—Tú eras el encargado de mirar las estaciones.

—No sabía que pararíamos aquí.

—¿Hacía qué lado vamos?

—No sé.

—Ya ajustaremos cuentas más tarde.

Héctor decidió que saldrían de allí y bajarían siguiendo las vías. No podían esperar el autobús porque tendrían que quedarse en la cola que daba la vuelta a la manzana, con aquellos desquiciados Otros. Quién sabía lo que podría pasar antes de que salieran de allí. Quizás estuviesen ya de camino más soldados. Héctor decidió que lo que debían hacer era parlamentar para que les dejasen pasar sin problemas.