11:40-12:45 de la noche
Al fondo de la colina, junto a la valla, las tumbas estaban más juntas.
—Vaya, aquí parece que los tienen codo con codo —comentó Dewey.
Héctor se colocó detrás del Peque para tomarle el pelo: se aproximó a él y le dijo:
—No digas esas cosas, hombre.
Iban bajando. El Peque soltaba un respingo cada vez que tenía que pisar una tumba para no caer. Se le hundían un poco los pies en la tierra fresca. Agachándose, podían avanzar sin tener que correr mucho de sombra en sombra, protegidos ahora por las tumbas.
—Mirad eso —dijo Bimbo.
A la desvaída luz de la luna, pudieron ver que alguien había escrito Spahies a lo largo de una larga hilera de tumbas, justo sobre los RIP.
El cementerio terminaba sobre una calle. Había un desnivel de unos cuatro metros. Héctor mandó a Hinton que recorriese la valla para ver si había un sitio por el que la Familia pudiese bajar sin problemas. Estaba poniéndole a prueba porque había dicho que era mejor no llevar las insignias. ¿Es que no se daban cuenta de que era un disparate?, pensaba Hinton. Iba siguiendo la última hilera de tumbas, mirando por encima de ellas hacia la valla y la calle de abajo. La luz de la luna iluminaba unas vías férreas, un río estrecho, el aparcamiento y la larga extensión verde de yerba que subía hacia las casas de apartamentos. Las vías elevadas quedaban justo al otro lado. Hinton había vivido por aquella zona; su familia estaba siempre cambiándose, nunca permanecían en un barrio más de dos años. Hacia la izquierda, a unos ochocientos metros, había un puente que cruzaba el río.
Hinton no encontró ninguna abertura en la valla. Tendrían que escalarla. No pasaba nadie por la calle. Sólo algún coche de vez en cuando. Si saltaban desde la parte más alta, la gente de los coches no les vería apostados en el terraplén. Encontró un sitio mejor para escalar la valla. La altura era como tres veces la de un hombre, pero parecía superior. Volvió e informó a Héctor.
Luego guió a Héctor y a los otros al lugar.
—¿Por qué desde tan alto, hombre? Nos podemos lesionar al saltar.
—Si saltamos desde más abajo, pueden vernos, Héctor.
—Pero podríamos hacernos daño. No podemos llevar a cuestas a uno con el tobillo roto. Busca un sitio mejor, hombre.
—Tal como yo lo veo…
—… no será como lo hagamos —le cortó Héctor.
—De acuerdo, Papá —replicó Hinton, furioso.
—Papá sabe más —canturreó Héctor—. ¿No es así?
Hinton no contestaba.
—¿No es así?
Hinton asintió y sonrió.
—Mírame cuando te hablo.
Hinton miró a Héctor.
—Sonríe mejor.
Hinton sonrió mejor.
—No me enseñes los dientes cuando sonríes, hijo.
Hinton modificó su sonrisa.
Esperaron unos quince minutos; cuando pasó el coche patrulla, Hinton fue el primero en bajar. Héctor aún estaba probándole y sabía que no podía mostrar ningún signo de temor o resentimiento. ¿Y si le dejaban allí? Lo hizo todo con frialdad, procurando mostrarse lo más indiferente posible. La valla fue fácil. ¿Cuántas vallas había escalado, algunas de ellas de hasta siete metros? Se sostuvo allí, en equilibrio sobre una losa de hormigón de unos ocho centímetros. Casi podía sentir la valla caer sobre él. Parecía demasiada altura, aunque sólo fuesen cuatro metros. Así que no miró, sabiendo que cuando estás asustado es mejor pensar después en lo que vas a hacer. Sosteniéndose en la losa, miró a la calle, a uno y otro lado, hasta que no pasaron coches. Se volvió hacia el cementerio; los muchachos estaban ocultos. Por un segundo se sintió aterrado y pensó que se habían escapado, pero recapacitó. Se descolgó y se dejó caer. Quedó sin resuello y estuvo a punto de caer de rodillas. La parte de atrás del zapato derecho se le abrió, pero el zapato quedó sujeto por el cordón de cuero. Se volvió y cruzó corriendo la calle, a saltos, para no perder el zapato. Le dolían las piernas de la larga carrera. Se hundió corriendo entre las sombras de los árboles de la acera. Detrás de los árboles, al pie de una pequeña colina, había un gran tanque de agua que arrojaba grandes sombras negras. Más allá, al fondo del declive, junto al pequeño río, vio las vías.
Luego se volvió y pudo ver a Lunkface en la pared, de espaldas a la valla. Hinton salió de entre las sombras y le hizo una seña. Lunkface no se molestó en descolgarse. Sonrió, saltó y, luego, cruzó tranquilamente la calle. Así fueron saltando uno a uno. El último fue el Peque. Saltó un momento antes de la señal, porque estaba asustado. Todos se reían. Aterrizó de bruces sobre las palmas de sus manos, arañándoselas; además, le cayó el tebeo del bolsillo y se rompió el reloj. Empezó a cruzar la calle corriendo, pero todos le señalaron el tebeo y le gritaron. Se volvió, lo vio, vaciló en medio de la calle… y tuvo que volver y cogerlo. Los demás empezaron a señalar el cementerio y a gritarle que salían los fantasmas, riendo a carcajadas al verle correr aterrado, hasta que Héctor les calmó.
Empezaron a caminar rumbo al norte, hacia el pequeño puente, procurando permanecer ocultos entre las sombras. Quedaba más lejos de lo que habían calculado y caminaron largo rato hasta llegar a la esquina y girar a la izquierda. Caminando, a Hinton no le molestaba tanto el zapato. Estaban en la Calle 233 Este. El Peque dijo que aquello quedaba muy lejos de casa. Hinton había vivido en la Calle 221, pero no podía recordar si había sido en el Bronx, en Manhattan o en Queens. Había vivido en todas partes.
Bimbo planteó la cuestión de si debían ir de uno en uno. Héctor dijo que era mejor seguir juntos. En realidad, si les paraba la policía… bueno, nada iban a hacer, de todos modos, ¿no? Pero Hinton sabía que lo primero que inspeccionaría la policía serían sus carnets de DJ (Delincuente Juvenil), y ¿cómo podían explicar qué estaban haciendo allí, tan lejos de casa? Ahora el calor era mayor, pues allí abajo no corría la brisa como arriba, en el cementerio. Tras cruzar el puente, la zona de parque y la autopista, y subir la colina, llegaron a las casas de dos plantas y a los edificios de apartamentos. Unas cuantas manzanas más y estarían debajo de la vía férrea elevada. La calle apareció vacía, todas las tiendas habían cerrado ya. Había una cabina telefónica junto a un quiosco de periódicos, también cerrado, en la esquina. Héctor dijo que iba a llamar desde allí a Wallie, el funcionario del Comité de la Juventud.
—¿Crees que es oportuno, amigo? —preguntó Bimbo—. Quiero decir, después de lo de esta noche no nos van a tratar igual. Eso fue muy gordo. Demasiado. Y ahora saben que tienen motivos para preocuparse.
Lunkface era también contrario a la idea de llamar:
—¿Para qué le necesitamos?
Pero Hinton pensó que Wallie, el funcionario que les habían asignado hacía poco, era un buen hombre.
—Wallie habla mucho, pero se molesta —dijo Hinton.
Lunkface insistió en que no había ninguno bueno, La Familia no necesitaba a ninguno. Hinton explicó que estando, como sin duda estarían, alertados todos los policías y todos los guerreros, posiblemente con bloqueos de calles, puestos de control, territorios enemigos muy vigilados, etc., podían tener que abrirse paso luchando sólo con los puños, porque no llevaban armas, salvo el Poder de Arnold, que ya tampoco contaba. Tenían que recorrer toda la ciudad antes de llegar a casa. Hinton pensó que los otros no comprendían lo que tenían por delante. Ya verían. Estaban siendo unos estúpidos; se dedicaban a farolear, a exhibirse. No era vergonzoso ser prudente, cauto, como Arnold. Héctor siempre andaba intentando demostrar que era mucho más grande que Lunkface. Pero Lunkface era el más fuerte. No podía achicársele abiertamente, a menos que uno estuviese dispuesto a pelear. Eran muy pocos los que podían enfrentarse físicamente a Lunkface, así que lo mejor era liarle por otros procedimientos, como hacía Arnold.
En consecuencia, Hinton se limitó a decir que tenían que telefonear para hacer un viaje cómodo.
—Necesitamos a Wallie porque este hermano pequeño no tiene ganas de un viaje de dos horas en un vagón de metro apestoso, amigo. Soy partidario del estilo y la comodidad. Además, ¿cómo va a rehabilitarnos si no le damos la oportunidad de ayudarnos y entendernos? —puntualizó Dewey.
A Lunkface le gustó esto. Y Hinton añadió que Wallie era su hombre, casi como un miembro de la pandilla ya, ¿no? Héctor estaba seguro de que debía telefonear. Colocó a los hombres en sitios resguardados.
Wallie no parecía soñoliento cuando contestó, lo cual significaba que estaba despierto… como si esperase la llamada. Eso a Héctor le preocupó un poco Wallie quiso saber dónde estaban.
—Estamos en el Bronx, hombre —dijo Héctor.
—Héctor, ¿qué estáis haciendo en el Bronx?
Se oían muchos ruidos por el teléfono. Héctor se sentía sudoroso y desnudo como un pavo, allí, bajo las luces de la cabina; afuera estaba oscuro y podían verle muy claramente.
Abrió la puerta y se sintió un poco más reconfortado al apagarse la luz de la cabina. Se preguntó si los ruidos significaban que el teléfono estaba controlado. Había leído sobre ello en los periódicos. Cierto tipo de ruidos significaban que estaban escuchando, pero no pudo recordar qué tipo de ruido era exactamente.
—Hemos salido a tomar un poco el aire, hombre; nos entraron ganas de dar una vuelta por el país esta noche, debido al calor. En el norte siempre hace más fresco, así que fuimos hacia el norte.
No podía estar controlado; ¿cómo iban a saber que él iba a llamar precisamente desde aquella cabina?
—¿Estuvisteis en ese lío de todas las bandas? ¿Estuvisteis mezclados en eso, Héctor? ¿Dónde está Arnold?
Así que ya sabían del lío. Eso no era bueno. Se preguntó si debería explicar a Wallie lo de Arnold. El Padre, pensó Héctor, probablemente estuviese sentado en una comisaría, sometido al viejo juego de las veinte preguntas que empiezan «por qué hiciste…» y luego, zas, con el dorso de la mano, y «no creas que estás tratando con esos blandengues del Comité de la Juventud, cabroncete». Plaf, plaf, plaf, bofetada tras bofetada. O estaría metido en una miserable celda llena de gente donde habría tenido que luchar para conseguir un pequeño espacio en el que poder echarse a dormir. Héctor decidió no contárselo a Wallie.
—Estamos en una calle que se llama Dos, tres, tres, hombre, al final. Bueno, nos gustaría echar un vistazo a la ciudad en el viaje de vuelta. ¿Podrías llevarnos? —Era imposible que supiesen que iba a llamar desde aquella cabina.
—¿Estáis bien? ¿Quién está contigo? ¿Están contigo los muchachos? —preguntó Wallie.
—Qué inquisitivo eres, Wallie. Me parece que no nos aceptas, hombre.
—No me vengas con cuentos, Héctor —dijo Wallie con voz dura.
Héctor hizo una mueca; estaban apretándole las tuercas, no había duda.
—Estamos aquí unos pocos, uno o dos, y es la calle doscientos treinta y tres, ¿vas a venir? —sentía un escozor en la garganta; tenía que salir de aquella cabina telefónica.
—¿Doscientos treinta y tres y qué más?
Fuera, los hombres se habían esfumado, estaban ocultos en las sombras; no podía ver a ninguno. Pasó un coche patrulla de ronda y Héctor les dio la espalda, pero sin prisa y sin nervios. Justo lo suficiente para que no vieran la insignia que le brillaba en el sombrero. Pudo apreciar que le lanzaban la mirada dura al pasar, pero era un hombre llamando por teléfono; ¿qué había de malo en ello? El coche pasó sin más novedad.
—Es junto a un tren elevado —dijo Héctor a Wallie.
—Pero, ¿qué calle es?
—Qué preguntón eres, hombre.
—¿Quieres que vaya o no?
—Te he llamado, ¿no?
—¿Cómo voy a sacaros de ahí si no sé dónde estáis?
—Esto me parece que se llama Calle de las Llanuras Blancas.
—¿Cómo es que habéis acabado en el final del Bronx? Habéis estado metidos en ese lío, ¿verdad? ¿Tenéis algún problema? ¿Hicisteis alguna cosa? Algunos chicos han muerto.
—No. Nada serio. Nosotros no hicimos nada.
—¿Alguien en la cárcel? ¿O podrían controlar cualquier cabina a voluntad?
—Por amor de Dios, deja de hacer tanta pregunta. Tenemos problemas —gritó Héctor, e inmediatamente se avergonzó de haber dado rienda suelta a su nerviosismo. Ya le arreglaría las cuentas a aquel Wallie por hacerle mostrar debilidad.
—Voy para allá. No os mováis. ¿Hay alguien herido? No os mováis. Quedaos donde estáis y ya llegaré. Una hora. No os mováis. ¿Entendido? Si tardo un poco más, no os preocupéis. Iré.
No estoy preocupado. Espero. Vamos, querido.
—No os mováis… —decía Wallie mientras Héctor colgaba el teléfono.
Cuando salió de la cabina telefónica estaba sudando. Entre un edificio y las vías del ferrocarril elevado, pudo ver que el frente de nubes había cubierto la lima y que los bordes de puntas blancas de las nubes estaban tragándose la luz. ¿Qué había querido decir Wallie con lo de si tardaba un poco más? ¿Cuánto más? ¿Por qué tendría que haber una espera extra?
—El hombre llegará pronto con el autobús de las excursiones —dijo Héctor a los muchachos.
Estaban colocados donde pudieran verse unos a otros. Pasó por arriba un tren, hacia la parte alta de la ciudad. Otro pasó hacia el sur. Se agitaron entre las sombras. Héctor se había agazapado donde pudiese ver todos los demás escondites. Al cabo de un rato, salió del suyo y se acercó al Peque para preguntarle la hora. El reloj del Peque tenía las once cuarenta y uno, pero eso parecía un disparate. Escucharon y descubrieron que el reloj no andaba. Eso lo jodía todo, pensó Héctor. ¿Cuánto tiempo había pasado? Volvió a su escondite. Se preguntó si tendrían que esperar mucho e intentó descubrir un medio de saber cuánto tiempo había pasado. Intentó contar, pero era demasiado pesado. Dos de los hombres, Dewey y El Peque, empezaron a hacer el payaso por la acera. Héctor cruzó la calle y les ordenó que se estuviesen quietos. Dewey preguntó cuánto llevaban esperando; estaba seguro de que llevaban horas. Le aburría dar tantas vueltas. ¿Cuánto más iba a durar aquello? El Peque dijo que no podía pretenderse obligar a otro a estar absolutamente quieto. Además, no había polis. Héctor dijo que había que mantener la disciplina. ¿Por culpa de quién habían tenido que salir del cementerio? Esto calmó al Peque, pues estaba algo avergonzado.
Héctor inspeccionó el escondrijo de Hinton. Estaba sentado en un pequeño pasadizo oscuro entre dos tiendas, con la barbilla apoyada en las rodillas, mirando la pared de enfrente. Sobre su cabeza, un letrero de pintura dorada luminiscente proclamaba que el territorio pertenecía a los Jenízaros Dorados.
—No deben ser gran cosa —comentó Hinton—. Tienen una pintura muy mala.
Héctor no había oído hablar de ellos nunca. Preguntó cómo estaban las cosas. Hinton dijo que el asunto estaba en marcha. Lunkface se movía inquieto en la puerta de una tienda, deseando largarse de allí, saltando entre las sombras. No hacía más que pasear y acercarse a los demás para hablar. Héctor le ordenó que volviese a su sitio. Bimbo se acercó y preguntó a Héctor cuánto creía él que se tardaría en llegar hasta allí desde donde estaba Wallie. Héctor dijo que no estaba seguro, pero que no podía quedar muy lejos.
—Tardamos más de una hora en llegar aquí.
—Pero en metro.
—Bueno, él tiene coche. Eso significa que tendría que tardar la mitad, ¿no?
—No exactamente.
—Quiero decir que un coche tardaría la mitad.
—Así debería ser, pero el camino no es recto. Cálmate. Vendrá —y recordó lo que había dicho Wallie de que quizá tardase un rato y que no se preocuparan. Hizo que Bimbo sacara la botella. Héctor bebió un trago; también bebió Bimbo. Luego fue ofreciendo a todos. Esto dejó liquidada la botella, pero Bimbo volvió a colocarla dentro del impermeable. A lo mejor podía necesitarla.
Esperaron. Pasó otro tren. Pasó una media hora. Pasaron dos parejas. Los chicos apoyados en las chicas, toqueteándoles las fachadas. Una pareja caminaba con los labios pegados y los ojos cerrados. A todos les pareció muy divertido. Los amantes ni siquiera se daban cuenta de que les observaban. Una de las chicas llevaba una radio portátil que emitía canciones de amor bailables. Lunkface tuvo que hacerse el gracioso y salió de entre las sombras pavoneándose y bailando muy cerca de ellos, mirando a las chicas meticulosa e insolentemente. Los chicos dejaron a las chicas para mirarle. Lunkface seguía bailoteando. Los muchachos querían dar a Lunkface lo que andaba buscando, pero las chicas les calmaron. Un día tendría su merecido, pensó Héctor, y la Familia le dejaría para que supiese lo que era bueno. El día menos pensado sucedería. Lunkface dobló la esquina y desapareció, y los muchachos se tranquilizaron y siguieron caminando con las chicas. La mano de una de ellas estaba posada en el trasero de su chico y lo apretaba, cosa que excitaba a la Familia. El otro muchacho no hacía más que volver la cabeza, mirando en la dirección que había tomado Lunkface. Aquel payaso, pensó otra vez Héctor; tendría que castigar a Lunkface cuando volviesen al territorio. ¿Y si aparecía Wallie sin que Lunkface hubiese vuelto? ¿Y si aparecían los polis?
El tiempo seguía arrastrándose. No pasaron más trenes en un buen rato. ¿Dejarían de pasar a partir de cierta hora? Empezó a preguntarse si no habría sido un error llamar a Wallie. Ya casi podrían estar de vuelta. Y ¿hasta qué punto podían confiar en él, en cualquier Otro, en realidad? Si Wallie sabía dónde estaban después de lo sucedido aquella noche, ¿podrían los Otros desentenderse de ellos? ¿Hasta qué punto podían fiarse de Wallie? ¿Podían estar seguros de que aquello no era una trampa? ¿Y si estaban avisados los polis? ¿Y si estuviesen allí mismo, a la vuelta de la esquina? ¿Y si Lunkface hubiese caído en sus brazos bailando? Después de todo, el metro iba hacia el centro de la ciudad. Allí era donde estaba su territorio. En aquel tren siempre podrían ver en qué dirección debían ir, qué transbordos debían hacer. En realidad, era fácil. Y para colmo Lunkface se ponía a llamar la atención. ¿Y si aquellos muchachos formaban parte de algún ejército, de aquellos Spahies o aquellos Jenízaros, y volvían con refuerzos? Se oyó a lo lejos la sirena de un coche patrulla y Hinton se puso nervioso hasta que se desvaneció. ¿Por qué había insistido Wallie en que no se movieran de allí? ¿Sería una trampa? No. Los del Comité de la Juventud no actuaban así. Pero, ¿y si habían decidido acabar con ellos de una vez por todas? ¿Y si todo aquello no había sido más que una especie de trampa para atrapar a todos los jefes de banda, a todos los peces gordos, en una red…? Entonces, ¿qué? Bueno, si ése era el caso, Ismael había recibido su merecido. Sería cuestión de acabar con todos los que habían conseguido escaparse.
Lunkface volvió riéndose. Se acercó al escondite de Héctor y dijo que había dado la vuelta a la manzana y que había vuelto a pasar a las parejas. Ni siquiera me vieron. Pasé muy cerca y ni siquiera me vieron. Están todos sentados en un portal, sabes, cayéndoles la baba y con los ojos cerrados, y uno de ellos tiene la mano metida en las bragas de su chica y está palpando el viejo yasabesqué, hombre. Podríamos llevarnos a esas chicas.
—Vuelve a tu agujero y espera —le ordenó Héctor.
—No nos llevaría apenas tiempo, hombre —dijo Lunkface—. Están a la vuelta de la esquina. Lo único que tenemos que hacer es acercarnos despacio, atizarles y coger a las tías. Podríamos volver al parque a hacerlo y estar de vuelta antes de que llegase Wallie. Se lo debemos a esas chicas, tenemos que enseñarles cómo actúan los hombres, ¿no?
—Vuelve a tu sitio y espera. Ya tenemos bastantes problemas.
—¡Vamos, hombre, llevémoslas con nosotros! Podemos hacerlo. Si a ese Wallie no le gusta, bueno, y qué, en último caso podemos coger el coche nosotros.
Héctor dijo a Lunkface que se consolase con la mano y que se tranquilizase en su escondite, esperando en la oscuridad. Lunkface hizo lo que le dijo Héctor, pero estaba excitado y no le gustó mucho.
Esperaron. Héctor empezó a desconfiar cada vez más de la palabra de Wallie, quizás porque no debe confiarse en la palabra de nadie. Y cuanto más esperaban, más peligrosos parecían sus escondites. Héctor vio pasar un coche de la patrulla de ronda, a unas dos manzanas; en dirección contraria, a una manzana o así, hacia abajo, pasó otro coche patrulla. Parecían bastante despreocupados, pero, por otra parte, quizás estuviesen cercándoles. Arnold habría esperado, pensó Héctor. Y ahora que él era el Padre, obraría con prudencia y con calma. Las nubes empezaban a flotar sobre la luna, y por un rato pudieron verla. Pero su luz era tenue, y cada vez más débil, hasta que al cabo de un rato la luna quedó completamente cubierta. Lentamente, todo pareció más asfixiante, más agobiante, y Héctor pudo olfatear algo vagamente relacionado con el humo… contaminación, quizás.
Héctor tenía calor y sudaba; el sudor le hacía sentirse incómodo, pero no se quitaba la chaqueta porque tenía que moverse rápidamente. Esperaba. Un súbito arroyuelo de sudor le bajó por el costado haciéndole dar un respingo. Advirtió que llevaba mucho rato sin oír los fuegos artificiales. ¿Significaba aquello que habían dejado de lanzarlos porque el barrio se estaba llenando de policías? Héctor procuró convencerse de que todo iba bien; el tráfico estaba reteniendo a Wallie. Pero, por otra parte, ¿dónde estaba el tráfico a aquella hora de la noche? Si Wallie les denunciaba, en seguida estaría tendida la red, rodeándoles, atrapándoles, sin posible salida. Oyó de pronto el sonido de un tren que pasaba lejos, en la parte alta de la ciudad. Héctor pensó que esperaría hasta que pasara el próximo tren… eso sería tiempo suficiente para Wallie. Si Wallie no estaba allí por entonces, sabrían claramente que algo iba mal y se largarían.
Pasó el coche patrulla, pero pareció como si estuviesen una manzana más cerca. ¿O era un coche distinto, que iba más de prisa de lo que él creía que debiera ir? Pasaron unos cuantos viejos, sin advertir dónde estaba oculta la Familia… o quizás fingiendo no darse cuenta. Serían polis disfrazados.
Cuando el tren llegó, Héctor ya no pudo soportarlo más; salió de su escondite e hizo la señal.
Todos surgieron de las sombras, corrieron, subieron traqueteando las escaleras y saltaron las puertas de molinete mientras el furioso taquillero les gritaba, agitando el puño detrás de las rejas de la cabina.
Se volvieron y le hicieron un corte de manga. El taquillero se dispuso a salir de la cabina. Bimbo blandió la botella. El esclavo se agachó en su jaula.
Subieron corriendo el segundo tramo de escaleras hasta el ferrocarril y llegaron cuando éste se disponía a cerrar las puertas. Lunkface se plantó entre ellas y las tuvo abiertas mientras los otros, riendo, se colaban por debajo de sus brazos, uno tras otro, en el vagón.
Pero Hinton se volvió, sacó el Lápiz Mágico, y regresó adonde estaban los anuncios para escribir el nombre de la Familia, grande, por encima de las marcas de todos los demás… humillando así a los Jenízaros Dorados y a los Spahies. Acto seguido corrió hacia el vagón y se coló por debajo del brazo de Lunkface, mientras el conductor, unos vagones más allá gritaba que dejasen en paz las puertas.