11:10-11:45 de la noche
El Peque estaba nervioso. Por su parte, Lunkface estaba furioso porque había perdido el sombrero y porque El Peque le irritaba con aquello de hablar de fantasmas. Dewey se preguntaba si sería cierto… si saldrían… cosas… de las tumbas.
—Bueno —dijo Héctor—, ahora descansaremos aquí unas horas y luego, cuando esta mierda haya terminado…
Pero El Peque gimió entonces con voz aterrada:
—Pero de verdad. No podemos quedarnos aquí. Se abrirán las tumbas y…
Y todos se apretujaron, aunque la proximidad no les traía consuelo. Arnold podría haber ayudado; Arnold era su Padre. Pero ahora el Padre se había ido.
Llevaba casi una hora, u hora y media, según como anduviera el servicio de metro, llegar desde el extremo del Bronx a Coney Island. Pero esa medida no servía ahora, porque ellos permanecían acuclillados bajo la sombra oscura de una tumba, mientras los pequeños querubines mofletudos les sonreían cada vez más maliciosamente, a medida que se aproximaba la medianoche; porque todos los policías de la ciudad podían estar alerta y haber establecido puestos de vigilancia, porque el pacto entre las bandas de la ciudad había terminado ya y podían empezar a atacarse mutuamente de un momento a otro. Coney Island quedaba a unos veinticinco kilómetros de distancia. Pero lo mismo podrían ser veinticinco mil, pues entre aquel punto y su barrio podía sucederles todo. ¿Y si no hubiese ningún plan, si dejasen de ser una familia porque el Padre había desaparecido, y tuviesen que estar allí? Entonces… bueno, entonces la distancia a recorrer resultaría infinita. Y ése era el motivo de que Hinton, que no creía en fantasmas, no viese la necesidad de abandonar aquella noche un sitio tan agradable y tan fresco para recorrer toda aquella distancia de espacio vacío, a la luz de la luna, hasta la estación del metro. Había tiempo de sobra.
—Pues bueno, yo me iré por mi cuenta —dijo Lunkface—. No pienso quedarme aquí esperando.
Sonó otro ruido. Había un vigilante. ¿Estarían acercándose furtivamente los polis? No, los polis se acercaban siempre armando bulla, les daba igual. ¿Era otra banda? ¿A quién pertenecería aquel territorio? Nadie lo sabía.
—Bueno, si lo que os molestan son los espectros, chicos, ¿por qué no salimos de aquí y lo resolvemos de otro modo? —Héctor hablaba con frialdad, con sarcasmo, confiando en que no fuesen estúpidos y aceptasen quedarse. Pero hasta Bimbo dijo que no quería quedarse.
Cuando Héctor vio cómo estaban las cosas, razonó un poco y accedió; se reorganizarían, elegirían, continuarían como una familia (porque de no hacerlo así ya sabían lo que les esperaba)… todos dijeron que sí.
—Pero, bueno, tenemos que darnos prisa —dijo El Peque.
Eligieron. No hubo discusión en cuanto a que Tío Héctor se convirtiese en padre provisionalmente. Lunkface quería ser el Padre y se votó a sí mismo; por eso les miró furioso al no salir elegido. Los otros no eligieron siquiera a Lunkface para Tío, porque no podían fiarse de lo que fuera a hacer. Votaron a Bimbo, que era frío, calculador, seguro; un buen peón para tenerlo al lado en caso de pelea o de lío. Lunkface se convirtió en el tercer mandamás, en el hijo mayor, y esto, en cierto modo, le satisfizo. Darle un puesto más bajo habría traído problemas. Tenía dieciséis años, estaba casi siempre medio achispado, pero medía más de dos metros y era ancho y fuerte. El segundo hermano era Dewey; tenía diecisiete años, llevaba mucho tiempo en la Familia y era de fiar. El tercer hermano era Hinton, a quien consideraban un artista porque tenía talento para la caricatura y dibujaba letras muy guapas. Él era quien llevaba el Lápiz Mágico y dejaba la señal de los Dominadores por donde pasaban. Todos le creían un poco chiflado porque cuando le daba la locura de la pelea, hasta Lunkface le tenía un poco de miedo. Pero ése era el secreto de Hinton: al no tener fuerza o coraje suficientes, sabía que todos temían a un chiflado, por lo que se hacía el loco de vez en cuando y así le respetaban. El hermano más pequeño era El Peque, una especie de mascota, en realidad todavía un mocoso, pero con coraje. Les gustaba enzarzarlo con las mascotas de las otras bandas, para ver luchar a los pequeños. No sólo era el más pequeño del grupo sino que se llamaba realmente Peque. Llevaba siempre un tebeo o dos en el bolsillo. Después de la elección, Héctor mandó a Bimbo que pasase la botella para beber todos una ronda. Lunkface tomó dos tragos, pues estaba furioso por lo de su sombrero y por lo de la elección. Héctor les dijo que fumasen, pero que encendiesen el cigarrillo tapándose con las chaquetas para que no se viese la llama, también les dijo que no fumasen más de un cigarrillo, mientras él intentaba elaborar un plan de acción. Lunkface pensó que lo más lógico era discutir democráticamente los planes, pero Héctor indicó que él era el Padre y que el deber de Lunkface, como hijo mayor, era obedecer. Lunkface estaba furioso, pero no dijo nada más.
Lo que había que hacer era bajar la colina, saltar la valla, cruzar la calle, atravesar aquella autopista y el río, seguir luego hacia arriba, hasta el prado grande, cruzar la barrera de casas de apartamentos, bajar al metro y encaminarse a casa. Éste era un modo de hacerlo. El otro era telefonear al funcionario del Comité de la Juventud que tenían asignado, Wallie, decirle que estaban en un lío, hacerle subir hasta allí y que les recogiera en su coche. Entonces, les dijo Héctor, como aquel carca de Wallie intentaba conseguir un éxito con los Dominadores, pensaría, ah, al fin ha llegado el momento de hacer un favor a la Familia. Ellos lo enfocaban de otro modo, por supuesto, porque Wallie era uno de los Otros, así que, ¿por qué no utilizarle? En esto estaban todos de acuerdo. Bajarían, se acercarían al metro, llamarían a aquel tipo y le harían venir. Si no venía, cogerían el tren y se irían a casa. No estaban seguros de dónde se encontraban. No estaban seguros de hacia dónde iba el tren, si hacia abajo o hacia arriba; con eso era suficiente. El Peque comenzaba a ponerse nervioso por tener que seguir allí e intentó apurarles para que acabasen los cigarrillos.
Lunkface preguntó quién tenía Poder, quién iba armado. Nadie. Padre Arnold tenía la pistola del 22 que había que darle a Ismael como prueba, pero Arnold probablemente estuviese ya en el coche celular. Nadie había ido armado porque habían obedecido las instrucciones del pacto al pie de la letra. Eso hacía que la distancia pareciese aún mayor. ¿Cómo podrían cruzar todo aquel territorio sin ir equipados para cualquier acción? ¿Y si aquel majadero del Comité de la Juventud no aparecía? ¿Entonces qué? Hinton preguntó por qué no podían quedarse allí un poco más. No le hicieron caso…
—¿No viste a Ismael, amigo? Ahora ya no es tan grande. Zas. Justo por el ojo derecho —dijo Lunkface.
—Ismael era un gran hombre y tuvo una gran idea —replicó Héctor, bajando la cabeza en señal de tributo.
Lunkface no pensaba lo mismo; la idea no le parecía gran cosa; era incluso una perogrullada.
—No deberíamos largarnos de aquí. Podría venir Arnold —insistió Hinton.
—Pero hombre, aunque consiguiese escapar, ¿cómo va a saber que estamos aquí? —preguntó Héctor—. Usa la cabeza.
Y luego les dijo que sacaran sus insignias. Llevarían las insignias. Eran la Familia.
Hinton planteó si sería prudente andar por la ciudad identificándose y dejando que todo el mundo supiese quiénes eran y qué eran.
Héctor se enfadó y dijo que viajaban como una familia y que eso significaba llevar las insignias; a Héctor le pareció que era justamente algo muy propio de Hinton decir aquello. Hinton aún era nuevo. Llevaba poco tiempo en el barrio. En la banda sólo unos ocho meses. Miró a Hinton entre las sombras: la expresión de Hinton era suficientemente fría; apoyaba la cabeza en la piedra, parecía casi aburrido por todo el asunto, tenía los ojos cerrados, tamborileaba con los dedos en el mármol. Bueno, probablemente fuese sólo que Hinton no tenía suficiente sentido de la tradición y de la Familia, pensó Héctor. Lo adquiriría con el tiempo. Lunkface dijo que si Hinton tenía miedo, podía quedarse allí a pasar la noche y dejar que otras bandas o los polis le cazaran, o que las ratas le confundiesen con uno de los cadáveres y acabaran con él. Héctor replicó a Lunkface que no debía tomarse el consejo por cobardía, y que no debía ofender así a su hermano menor, salvo que quisiese vérselas con él. Lunkface afirmó que lo sentía, como hijo, pero había un tono de burla en su voz. Héctor lo aceptó como una disculpa para evitar problemas en aquel momento.
Hinton dijo que no era cuestión de miedo, sino de que ellos, los Otros, les reconocerían.
—No eres tan famoso, hijo. No eres Ismael, hombre.
—Pero llevamos las insignias de una banda.
—¿Y cómo van a saber de qué banda somos?
—Eso da igual, hombre. Andan detrás de todas las bandas de este territorio. Después de lo que vieron, cogerán a todos los que tengan entre catorce y veinte años y parezcan malos. ¿Y quién va a parecer bueno esta noche?
Héctor dijo que llevarían las insignias, y que quien no lo hiciese así podía recorrer el camino de vuelta solo. Hinton comprendió que la discusión había terminado.
Sacaron las insignias y se las dieron a Héctor. Luego se arrodillaron ante él para que se las colocase en los sombreros. Lunkface estaba furioso porque había perdido el sombrero y no quería estropear su chaqueta con marcas de alfileres, pero Dewey dijo que Lunkface podía llevar un pañuelo atado a la cabeza y prender en él la insignia. Héctor llevaba la insignia en la parte delantera del sombrero, los demás a un lado.
Héctor les dijo que, si el funcionario del Comité de la Juventud no acudía en su ayuda, podrían ir como una expedición de guerra, porque significaría que se habían acabado todas las treguas, que el lío era gordo y que la policía estaba por todas partes. Y acabaría cayendo sobre ellos. Uno no podía confiar ya ni en su padre. Todos se echaron a reír. Era un viejo chiste de La Familia.
Héctor ordenó a Hinton que dejase la marca de la banda. Hinton sacó el Lápiz Mágico, trazó sobre la tumba el signo de la Familia, Dominadores, y le dijo al Peque:
—Esto lo dejo para los fantasmas.
El banco de nubes se había aproximado un poco más. Héctor palmeó el hombro a Hinton y éste, sabiendo que Dewey estaba vigilando la zona por si había enemigos, salió de la tranquilizadora oscuridad, agachado. Corrió colina abajo en breves carreras hasta desaparecer en una sombra. Luego, Héctor dio una palmada en el hombro de Lunkface, quien también se lanzó colina abajo.