10:45-11:10 de la noche
Por un momento, todos quedaron quietos. Las luces de los coches de la policía seguían girando y lanzando manchas de rojo en la masa de luz. El cuerpo de Ismael se derrumbó lentamente, perdiéndose de vista, desapareciendo como si hubiera sido arrastrado a las profundidades del mar. Algunos muchachos lloraban; el rumor burbujeaba, destacando claramente a través de la gran extensión de silenciosa claridad. Luego, alguien que había visto demasiadas películas intentó asustar a los polis con unos cuantos tiros, poniendo en práctica aquel viejo truco de apagar las luces a balazos. Los machacacráneos contestaron con un aviso por el altavoz. Pero el incontrolado, un psicópata a quien nadie había invitado, sintiéndose seguro entre la masa, tuvo que demostrar su coraje y disparó otra vez; la bala alcanzó uno de los focos y lo destrozó, pero eso no pareció causar el menor efecto en la claridad cegadora, que siguió como antes. Los polis lanzaron una andanada de aviso esta vez, procurando que las balas pasasen esparcidas no muy lejos de sus cabezas. El altavoz, seguía aullando advertencias, pero un poli asustado, intentando asustarles de verdad, disparó directamente contra la masa de muchachos y uno, herido, lanzó un grito.
El grito les disparó. La masa aulló y todos empezaron a correr. Corrían de un lado a otro y volvían al mismo sitio, tropezando entre sí. Las bandas empezaron a dispersarse. Un guerrero sujetaba el extremo de una cadena de bicicleta de afilados eslabones y, sonriendo vesánicamente, giraba y giraba, seguro en el centro de un plateado radio de tres metros. La mayoría se dispersaron en las direcciones por las que creían haber llegado. Algunos corrieron hacia el sur y tropezaron con destacamentos de policía que se abrían camino a través del campo para cortarles la retirada por aquel flanco. Un pequeño grupo, intentando abrirse paso hacia el oeste, hacia el metro de Broadway, fue a dar con una formación de polis y coches. Los polis se metieron entre ellos y empezaron a aporrearles a discreción, haciéndoles retroceder hacia el campo. Un altavoz seguía diciendo: «Estad absolutamente quietos y no os pasará nada. Estad absolutamente quietos y no os pasará nada». Otro decía: «Alineaos. Con las manos en alto, Alineaos». Una masa se lanzó hacia el este, irrumpió en la claridad y quedó atrapada por la formación de policías, que se dedicó a zurrarles; pero algunos consiguieron pasar y perderse en la oscuridad. La policía no se molestó en seguirles. Un grupo intentó fingir que se rendían y luego, cuando los polis se aproximaron, cargaron contra ellos. Pero unos cuantos disparos quebraron su disciplina y les paralizaron. Llegaban más coches patrulla y más coches celulares. Los fuegos artificiales continuaban.
Muchos conductores habían parado y salido de sus coches para ver el espectáculo. Los polis intentaban hacerles seguir. Estaba empezando a paralizarse el tráfico. Los mirones se apiñaban detrás de los policías. Un musulmán negro que llevaba una cinta en el pelo y que iba esposado camino del coche celular, empujado por un policía, vio a la multitud de chismosos, perdió el control y se lanzó contra los mamones, chillando al verse tan en ridículo ante sus ojos. Derribó a una anciana y estaba machacando a alguien cuando el poli le tiró al suelo y le pateó en el asfalto, dejándole la cara ensangrentada, mientras alguien decía: «Que ese pequeño salvaje sepa lo que es bueno». El chófer de Ismael intentó abrirse paso lanzando el coche para recoger al Jefe, pues no sabía que había muerto. Derribó y mató a un Serafín, golpeó a un policía y cayó luego en un sector fangoso, donde embarrancó hasta que los polis le sacaron del coche y le machacaron el cráneo un rato. Un Trono de Delancey, con los pantalones color crema hechos jirones y mostrando sus vergüenzas, le decía a un policía que le soltase. Estaba dispuesto a ir donde fuese, pero, quítame esas cochinas manos de encima. Le metieron a bofetadas en el coche celular.
Los Dominadores de Arnold esperaron, agrupados, junto a Héctor. Estaban sobrecogidos por la gran pelea, inmovilizados por una doble hilera de luces policiales. Permanecieron quietos cuando se oyeron los disparos. Se mantuvieron quietos también cuando la multitud perdió el control. Esperaban la orden de moverse. Héctor, que tenía un aire tranquilo y peligroso bajo las luces, lleno de valor, seguía con la mano alzada, pese a que Lunkface estaba deseando empezar a luchar y El Peque ansioso por echar a correr sin más. Pasó un minuto. El alboroto era general. Cuando Héctor tuvo la convicción de que la policía estaba ocupada, hizo con la mano la señal de salir de allí. Héctor se colocó en vanguardia y Arnold en retaguardia. Enfilaron hacia el norte, hacia los matorrales donde había estado Ismael. En su avance, caminaban medio acuclillados pero de prisa, según les habían enseñado Papá Arnold y Tío Héctor. Otro altavoz empezó a dar órdenes a los muchachos, avisando a los grupos que intentaban huir, diciéndoles que era inútil; estaban rodeados.
—¿Por qué corremos, entonces? Nos tienen cazados, hombre —dijo Hinton.
—Hijo, no sabes nada. Eso es pura palabrería. Agáchate y sigue avanzando —argumentó Arnold desde la retaguardia—. Sigue a tu tío.
Lunkface avanzaba con los puños cerrados, al acecho, deseoso de que alguien, cualquiera, se interpusiera en su camino, o de que se le acercara algún poli aislado para poder atizarle unas cuantas veces antes de que les cazaran. Hinton se preguntaba si no sería mejor parar y esperar con los otros a que les cogieran. Los polis tendrían que dejarles libres: ¿cómo iban a meter tanta gente en la cárcel? Un cuarto altavoz empezó a dar órdenes. Los polis gritaban instrucciones y se avisaban unos a otros para vigilar a este o aquel grupo que intentaba huir. Las voces chocaban, se fundían en un estruendo general, y las frases perdían sentido; eran simple ruido.
La Familia de Arnold seguía avanzando hacia el norte, protegida en casi todo el trayecto por los que esperaban a que los polis fuesen a por ellos. Consiguieron llegar a los matorrales. Pasaron a un grupo de hombres de Ismael que rodeaban el cuerpo de su jefe. Aunque desearon detenerse y mirar, Héctor les gritó que siguieran avanzando. Arnold, que iba en retaguardia, no debería haber sido tan imprudente, pero él tenía que detenerse y mirar a Ismael a la cara. Uno de los hombres de Ismael le preguntó qué demonios miraba, y antes de que Arnold pudiese abrir la boca, le rodearon y empezaron a atizarle. Bimbo, que era el que iba delante de Arnold, no se dio cuenta de nada, por el ruido. Se adentraron todos en las masas oscuras de arbustos y matorrales, saliendo por fin de aquella terrible claridad cegadora. Allí hacía más frío. Era un alivio verse libre de la luz y aceleraron el paso. Las ramas les golpeaban en las rodillas, pero corrían alejándose cada vez más de aquella zona de luz. Y luego, desaparecieron los matorrales y los arbustos y siguieron tras Héctor, a quien perfilaban vagamente los faros de los coches bloqueados delante, en el cruce de la autopista.
Llegaron al terraplén donde se unían las autopistas. Héctor, perfilado por la luz de los coches que temblequeaban en las lámparas de mercurio, les indicó que bajasen. No tenía ningún sentido esperar por allí. Héctor dio la orden; cruzarían entre los coches parados y seguirían hacia la izquierda, hacia el oeste, en la oscuridad. Héctor les dijo que no se asustasen, que permanecieran agrupados, y que cuando llegaran al otro lado de la autopista se cogerían de la mano y se adentrarían en la oscuridad. Héctor sabía, vagamente, que habían llegado allí por aquella dirección. De cualquier modo, el parque tenía que terminar en algún sitio y pronto saldrían de él.
Cruzaron corriendo la autopista, bajaron el terraplén del otro lado y se hundieron en la oscuridad. Tras ellos, al verles correr, los automovilistas empezaron a tocar insistentemente las bocinas con el propósito de avisar a la policía. Ellos, aterrados, corrieron más de prisa. El terreno estaba húmedo e iba haciéndose más suave, y tuvieron la sensación de estar metiéndose en un pantano. Todos habían visto héroes de películas hundiéndose en arenas movedizas. ¿Habría allí arenas movedizas? Claro que, como todos sabían, si alguien empezaba a hundirse sólo tenía que coger una rama grande y hacer con ella un puente sobre las arenas. Pero, ¿quién tendría el valor de parar? Su calzado no era el adecuado para correr y, además, estaba empapado. Lunkface quiso parar y encender un cigarrillo, pero Héctor se lo arrancó de los labios de un manotazo; ¿estaba loco? Ésa era la palabra que enfurecía a Lunkface, y parecía casi dispuesto a pelear, pero Héctor dio orden de que todos se cogiesen de la mano y le siguieran. A Lunkface le mantenía cerca de él.
Avanzaban rápido, casi corriendo a través de la oscuridad, alejándose más y más de la gran burbuja de luz, sin saber adónde iban, siguiendo hacia el norte, luego al este, y viéndose, por último, perdidos, subiendo y bajando colmas, por un terreno pantanoso, jadeando. Los sonoros zumbidos de grandes insectos les asustaron. Empezaron a dar manotazos a aquellos bichos molestos. ¿Habría allí animales salvajes? ¿Gatos monteses? ¿Lobos quizá? Desde luego, tenía que haber serpientes. ¿De qué tipo? No estaban seguros. ¿Pitones? ¿Cascabeles? Croaban las ranas, cantaban los grillos, más fuerte que los petardos y los cohetes. Dewey metió el pie en un charquito de agua y lanzó un grito. Le chistaron para que se callase y corrieron hacia él, sacándole a rastras de allí; Dewey tenía miedo de los cocodrilos. También las ramas les golpeaban y les azotaban en la cara. Lunkface se vio de pronto con un montón de hojas húmedas en la boca. Héctor casi lanzó un grito al tropezar con una tela de araña; hizo frenéticos gestos de sacudírsela en el aire oscuro. Había oído hablar de las viudas negras, e incluso de unas arañas inmensas devoradoras de hombres, pero mantuvo la boca cerrada y aguantó el tipo, agarrando otra vez la mano de Lunkface. Bimbo sintió que el impermeable se le enganchaba en algún sitio, quiso parar a desengancharlo, pero le empujaron y el impermeable se rasgó. Tanteó las botellas. Estaban seguras.
Tenían la sensación de llevar mucho tiempo corriendo; deseaban descansar. Pero Héctor no quería dejarles. Jadeaban, les dolían los costados. Se lanzaron por una loma rocosa, resbalando, cayendo, incorporándose y subiendo de nuevo. El Peque se rasgó los pantalones por la rodilla. Llegaron arriba, cruzaron corriendo un campo de deportes de suelo firme y el parque terminó de pronto en una acera y una calle. Era una calle larga y tranquila, con árboles de gruesos troncos, no demasiado concurrida. Pasaban algunas personas a pie. Al otro lado de la calle, tras una valla de rejas, había un cementerio. Avanzaba hacia ellos un autobús, y más allá Bimbo vio el ojo rojizo y giratorio de un coche patrulla, comunicándoselo a los demás. Héctor tuvo una idea y les hizo una seña. Se lanzaron a cruzar la calle y saltaron la valla del cementerio. Avanzando cautelosamente, culebrearon entre las tumbas hasta que la calle quedó cubierta por ellas y por las lápidas. Héctor hizo la señal de descanso, dejándose caer de rodillas. Todos se derrumbaron, jadeando, y descansaron a la sombra de la gran tumba que había en la cima de la herbosa y empinada colina.