4 de julio

10:30-10:50 de la noche

El glorioso Cuatro de Julio alcanzaba un nuevo crescendo. Aunque estaban prohibidos los explosivos, alrededor del parque ardían cirios, llameaban haces de luces multicolores y resonaban estruendos pirotécnicos en lo que parecía casi una barrera de fuego estrepitosa y continuada. Se oían ametrallar rosarios de petardos atenuados que parpadeaban y desaparecían. Las candelinas ardían unos segundos como estrellas. Explotaban con mil formas patrióticas: héroes de la historia norteamericana, presidentes (Washington iluminando al oeste, Lincoln alboreando en nebulosas nubes hacia el sur, Kennedy bailando en el nordeste). Flameaban banderas históricas. La estatua de la libertad rielaba en una corriente de aire.

Ismael estaba sobre una pequeña elevación (como el montículo de un lanzador de béisbol), frente a unos matorrales que le ocultaban de cuantos pudiesen pasar por las carreteras. Había clavado a su alrededor un círculo de linternas enfocadas hacia arriba, de modo que él pudiese estar iluminado. Sus ojos miraban fijamente a través de las gafas azules y tenía la sensación de que todos le miraban. Recordó un anuncio… algo sobre cómo se había salvado la vida de alguien con baterías de linterna: ¿La vida de quién salvarían aquella noche? Oyó un murmullo que llegaba de la oscuridad, pero en realidad podría tratarse de un cambio en la dirección del viento. Allí estaba él, apuesto y frío, con aquellas ropas limpias y sencillas de universitario rico, pues no le gustaban ni las prendas demasiado apretadas ni el exceso de hebillas con que se adornaban casi todos. Llevaba el sombrero limpia y correctamente asentado en la cabeza, y, salvo por un pendiente que le brillaba en la oreja, podría haber pasado por un ejecutivo. ¿Comprendían ellos lo que había hecho él?

Esperaban en el lago de oscuridad. Frenándoles, se desataron dos hileras de luces de autopista, y los coches pasaron rápidos, apenas audibles, perceptibles más que nada por el parpadeo y el giro de las luces de los faros que se lanzaban hacia la noche sobre sus cabezas. Más atrás estaban las luces de los edificios de apartamentos. Allí estaba El Hombre con la Idea, de quien se rumoreaba que tenía veintiún trajes caros en su armario e igual número de pares de zapatos. El Hombre que tenía un arsenal como para armar a un batallón. ¿Quién no conocía a Ismael?

Ismael sabía que tenía unos diez minutos para transmitirles El Mensaje. No podría retener su atención más tiempo. Oía las palmadas contra los mosquitos. Tenía que exponerlo con sencillez y con espectacularidad, y tenía que decirles justo lo suficiente para que salieran de allí bufando. En cuanto lograse ponerles en marcha, sus mandos les mantendrían así mucho tiempo. Había imaginado aquel instante en multitud de ocasiones, había pensado una y otra vez todo lo que tenía que decirles, había ensayado cómo verter su sabiduría en aquel momento al que les había llevado la Idea. Aunque su rostro se mantenía, como siempre, impasible, sentía el tremendo impulso del poder, aquella palpitación que debía liberar en un grito. Las gafas de sol le protegían. Sabía que no podía soltarles un discurso. Les habían soltado demasiados y hacía mucho que habían aprendido a no escuchar. Por otra parte, no tenía una voz potente. Gritando, no habría alcanzado siquiera hasta el extremo de aquel campo oscuro. Delante del espejo, sí, había discurseado y gesticulado a su antojo, pero sabía muy bien que no podría farolear delante de ellos como un Castro. Lo que les dijese tenía que ser simple, pues la mayoría de ellos no eran rápidos de entendimiento. Y debía decírselo de prisa, pues casi ninguno tenía paciencia. Debía hablar, además, con firmeza; debía representar más que decir, pues tenía que conseguir engancharles bien para que se estuviesen quietos y le escucharan. Sabía que se agitaban allí, en la oscuridad, asustados, en aquel medio desconocido, con ganas de echar a correr y largarse, pues siempre estaban nerviosos cuando se encontraban lejos de su propio terreno.

A doscientos metros de distancia, Lunkface se agitaba inquieto en la oscuridad, deseoso de saber cuándo iba a empezar el Hombre; ¿es que iba a tenerlos allí toda la noche, contemplándole a la luz de las linternas? El estólido Bimbo susurró que esperara. El nervioso Hinton cambió de postura, incapaz de mantenerse acuclillado, sintiéndose raro y extraño allí en la oscuridad. ¿Cuánto más podría aguantar? Estaba al borde del pánico y sólo la sensación de sentirse rodeado de su Familia le hacía conservar el control. Ismael apuntó con el índice hacia las luces de la ciudad que les rodeaban y dio una vuelta completa, con el brazo rígido señalando acusadoramente.

—Oigamos al hombre —susurró Héctor.

Ismael empezó. Aún no podían oír nada de lo que decía, sólo veían moverse sus brazos.

Ismael hablaba. Hablaba con firmeza y suavidad, como hacía siempre. Hablaba a los tres centinelas que estaban acuclillados frente a él; hablaba a la hormigueante oscuridad, a los lejanos y cambiantes faros de los coches, a las luces de la ciudad, a los tontos e infantiles fuegos artificiales que florecían en el cielo y a las guiñantes luces de un avión que cruzaba en lo alto, desafiándolo todo. Los tres centinelas oían sus palabras, se volvían y se las transmitían a los otros comunicadores que repetían el Mensaje, transmitiéndolo, en tono coloquial, cada vez más en lo profundo de la noche. No se oía ya otra cosa.

Ismael les dijo quién era él. Ellos le conocían. Había organizado y reconstruido una banda independiente que llevaba diez años agonizando por cambios de personal. Tenía fama de ser feroz luchador y hábil estratega. ¿Quién dirigía mejor sus fuerzas? Él había desafiado, conquistado y asimilado a muchas otras bandas, ganando prestigio para él y reputación para sus luchadores. Luego había convertido a sus hombres en mercenarios, alquilando su ejército para ayudar a otras bandas en sus pleitos. ¿Qué ejército tenía más experiencia? ¿Qué ejército era más disciplinado? Había dado a sus hombres símbolos nuevos y mágicos, dotados de fuerza. Podía contar ya con trescientos guerreros, incluyendo ayudantes. ¿Qué ejército tenía más equipo y más dinero?

Ellos le conocían. Allí estaba su cara para que todos la vieran. Sus grandes gafas azules se burlaban de todos ellos con audaz ecuanimidad.

Todos asintieron en la oscuridad.

¿Por qué estaban allí? Hizo un gesto de nuevo, señalando con el dedo y el brazo rígidos, girando sobre el montículo. Les dijo que estaban allí a causa del Enemigo.

Les recordó al Enemigo, los adultos, el mundo del Otro, los que les humillaban. Los tribunales, las cárceles y los reformatorios; esas cosas que les humillaban, les reprimían y les rebajaban. Y también los periódicos. Hasta los hombres de las grandes bandas organizadas les reprimían, porque no querían admitirles en el sindicato, en sus negocios. Los que cobraban demasiado por todo les rebajaban. Los traficantes que procuraban que la gente quedase enganchada, les rebajaban. Los que acaparaban todas las cosas buenas de la vida y la hacían miserable (vida mezquina, con televisiones para soñar, coches excesivamente caros y fáciles de reponer, ropas de mala calidad y otras muchas cosas que debían ganarse a costa de doblar el espinazo durante el resto de sus vidas), todos ellos les rebajaban. Y los peores eran los que teóricamente parecían sus amigos: los funcionarios del auxilio social, los hombres del Comité de la Juventud, los maestros y profesores. Todos los orientadores que pronunciaban palabras como centros comunitarios, bailes organizados, deportes, excursiones, lecturas, la Movilización de la Juventud, la Carrera, la mierda aquella del Haryou, los maricas del Cuerpo de la Paz… Promesas como la iglesia… Todos recordaban qué gran tipo era su hermano mayor. Y ahora unos pájaros de la Iglesia de Pentecostés habían enganchado a su hermano; su mujer soltaba un niño al año y él aplaudía y saltaba con aquella mierda de salve Jesús; no fumaba, se lamentaba de que le machacasen, trabajaba como un perro y sonreía como un imbécil continuamente. Aquello era peor que la yerba; era un ensueño peor que el de la heroína. ¿Guerra a la pobreza? Él sabía cuál era la verdadera guerra y señaló de nuevo, lanzando el puño, con el codo rígido, apuntando con un dedo y girando lentamente en el montículo.

Todos sabían. Todos asentían.

Les dijo que todos estaban perdidos, perdidos todos desde el principio y perdidos ahora. Perdidos hasta la muerte. Si tenían suerte, podrían conseguir un fin rápido, pero si no, tendrían que arrastrarse, rodeados de hijos como sus padres, siendo ni más ni menos que míseras piezas de una máquina. Algunos acabarían yonquis, otros chiflados; sabían lo que eso significaba Podían, claro está, hacerse traficantes, o confidentes, pero eso no dejaba de ser algo que alimentaba también a la máquina.

Todos asentían. Lo sabían.

¿O creían que iban a poder hacer la gran escapada robando, escalando puestos en el sindicato? Ellos no tenían acceso al sindicato del crimen; el trabajo duro no se pagaba; lo único que podrían hacer serían pequeños robos hasta que les cazaran, les machacaran y pasaran un tercio de su vida en el Talego. Y si la policía no les enganchaba, les engancharían los muchachos del sindicato. ¿Creían de veras que iban a poder salir del agujero? Ismael se les adelantó. Les recordó que si ellos eran tipos duros, ¿dónde estaban ahora los tipos duros mayores que habían conocido? ¿Dónde estaban todos sus hermanos destrozados y sus héroes pisoteados? ¿Acaso no era mucho más hombre un hombre en un grupo que un hombre solo? Lo sabían muy bien, sin duda.

Casi todos estaban de acuerdo. Algunos tercos y unos cuantos chiflados seguían moviendo la cabeza porque ellos sabían que estaban hechos de una pasta especial y que podrían salir del agujero hacia un nuevo destino. Lo conseguirían por la dureza de sus puños, por la demencia de sus impulsos o quizá porque eran muy hombres: ¿no estaba Norteamérica llena de historias así? Incluso los llameantes cielos pintaban héroes que habían logrado abrirse camino pese a las dificultades y que les hablaban del poder de la violencia. Un poco de suerte… eso era lo único que hacía falta.

Pero Ismael les recordó que no había esperanza… a menos que le escuchasen. Arnold asintió sabiamente y pensó que ojalá se le hubiese ocurrido a él todo aquello. Pensaba que podría convencer a sus hijos. El Peque seguía encogiéndose y ladeando la cabeza ante las palabras que le transmitía el centinela. No las entendía y sacudía la cabeza con violencia, diciendo a aquel hombre que él no entendía nada de toda aquella cháchara, y, más aún, que no quería oír más cháchara. Arnold dio un codazo al Peque. Arnold y Héctor estaban de acuerdo. Hinton luchaba con su descontrolado terror, pero conseguía parecer tan frío como se mostraba Ismael allí, congelado en aquel estanque de luz en la oscuridad del parque. Lunkface escuchaba las palabras y empezaba a ver de qué iba la cosa y a entender que aquél era el Hombre, el caudillo que todos habían estado esperando. Su rostro empezó a crisparse de emoción y no hacía más que cabecear asintiendo al compás de los móviles labios cuyo mensaje captaba con dificultad. Héctor, siempre alerta a las amenazas exteriores y a la disciplina interna, medio escuchaba las palabras, oyéndolas a duras penas, y vigilaba tanto a sus hombres como a los grupos de alrededor, apenas visibles en la oscuridad.

Dewey escuchaba.

¿Qué se podía hacer?, preguntaba Ismael. Afirmó que había en aquel momento y en cualquiera, veinte mil miembros veteranos, cuarenta mil contando los afiliados regulares, sesenta mil contando los no organizados, pero dispuestos a luchar. Eso significaba cuatro divisiones de un ejército. ¿Se daban cuenta de lo que significaba aquello? Se lo explicó. Con las mujeres serían unos cien mil. ¡Cien mil! Tenían sus arsenales. Les explicó el gran sueño de su vida. Con el tiempo, una banda podría controlar la ciudad. ¿Sabían ellos lo que significaban cien mil personas? Los polis sólo eran unos veinte mil. ¿Por qué la fuerza más importante, cien mil individuos, tenía que dejarse humillar y reprimir por el Enemigo, por el Otro? Ellos podrían controlar la ciudad y poner impuestos a la ciudad y a los sindicatos del crimen. ¿Qué había que hacer?, preguntó Ismael, y agitó la mano con la palma hacia abajo sobre la gran área de oscuridad.

Solidaridad y fraternidad, dijo. Eran cien mil entre hermanos y hermanas. Y antes de oír los murmullos de protesta, les dijo:

—Y todos somos hermanos, a pesar de lo que digáis. Ellos nos hacen pensar que somos distintos para que así nos dividamos en bandas de gente de color, bandas de blancos, bandas de portorriqueños, bandas de polacos, bandas de irlandeses, bandas de italianos, bandas mau mau y bandas nazis. Pero los puños que nos machacan la cabeza en la comisaría son los mismos; y cuando ese juez baja los ojos hacia nosotros y dice reformatorio, cárcel, nos trata a todos igual; nos tratan como si nosotros, todos y cada uno de nosotros, tuviésemos la misma madre, y ellos jodiesen a nuestra madre y eso nos hiciese hermanos a todos.

Lanzó el brazo al frente, con el puño cerrado. Puso la otra mano sobre el brazo en el gesto y se volvió, más lentamente que antes, girando en una vuelta completa para señalar al mundo entero que les rodeaba.

Y por un instante, todos fueron uno. El Peque, a doscientos metros de distancia, lo sintió; formaba parte de una masa inmensa y confortante, y, por un momento, el miedo a estar en un lugar extraño no fue tan aterrador. Lunkface se imaginó a los revientacabezas machacados en sus propias celdas. Héctor pudo pensar ya en manejar grandes pelotones, compañías, batallones de hombres, que pudiesen lanzarse a incursiones rápidas y devastadoras. Hinton podría recorrer grandes distancias sin tener que luchar. Bimbo soñaba con convertirse en Representante. Dewey pensaba que quizá terminase el vagar por ahí, esperando durante todo el día a que llegase la noche, aburrido, aburrido siempre. Papá Arnold se preguntaba cómo podría aproximarse a Ismael. La gente se puso a gritar e Ismael les dejó, por un segundo. Formaban una confortante burbuja de poder, y una cordial comunidad. Gritaban todos juntos, y se levantaron e hicieron el Gesto en todas direcciones. Pero aquello sólo podía durar un segundo; eran demasiadas las cosas que agujereaban aquella piel que les unía a todos. Lo que Ismael decía se alteraba sensiblemente en la transmisión, porque comunicadores y oyentes del Mensaje apenas podían comprender su fuerza o su significado; pero el formularlo correctamente o el oírlo con detenimiento no resultaba tan importante. Los elementos disidentes no podían soportarlo. Algunas bandas tenían demasiada reputación. Unas demasiada y otras demasiada poca.

A los nazis les reventaba que aquel maldito negro estuviese cabrioleando y farfullando allí arriba. Las bandas de musulmanes le consideraban un traidor, un portorriqueño y, en consecuencia, un auténtico blanco. ¿Y quién podía confiar en un hombre blanco? Sus crudos odios sólo podían apaciguarse un segundo y luego tenían que estallar, pues lo único que ellos sabían era ofrecer violencia antes de que se la ofrecieran a ellos. Los psicópatas eran incapaces de mantener la disciplina, incapaces de estar agrupados con otros demasiado tiempo; eran excesivamente inquietos. La mayoría restante nunca podría atreverse a ir más allá de sus soñados anhelos de emociones, poder, mujeres, ropas, coches y honores; algunos habían sido ya casi recuperados para el mundo, empezaban a creer en las cosas y eran incapaces de atreverse a sacrificar el gozo de la pertenencia. Los asustados rechazaban el mensaje porque casi podían ver, palpable allí fuera, tras los límites del parque, la forma aterradora de la oposición, aquellas luces de los amontonados bloques de apartamentos, los inocentes fuegos artificiales que retumbaban y llameaban en el aire. Aquello no era más que un pequeño indicio de cómo podría caer el mundo sobre ellos.

Alguien aplastó un mosquito de una bofetada. Un guerrero nervioso interpretó mal el signo y contestó. Estalló una lucha. Los grupos empezaron a aporrearse en la oscuridad. Muchos de ellos, que no se fiaban del todo del asunto, habían llevado sus propias linternas y empezaron a usarlas. Se desató una espiral de violencia que se fue expandiendo. Las bandas se reagruparon, destrozando aquel sagrado instante de unidad universal. Unos cuantos, siempre preparados, sacaron los cinturones guarnecidos y se dispusieron a utilizarlos, con las hebillas sueltas. Alguien insultó a la madre de otro. Los que iban armados empezaron a desenvolver el papel de regalo en que llevaban envueltas las pistolas simbólicas para sentirse protegidos.

Apuntaban con ellas, aún con miedo a utilizarlas, atisbando la envolvente oscuridad.

Las peleas eran aún de grupos dispersos y los contactos intentaban disolverlas. Algunas se paralizaron momentáneamente, pero los centinelas tenían que seguir discutiendo y razonando para que el Honor no quedase ultrajado. Cualquier movimiento se interpretaba como un acto hostil, que provocaba golpes puramente defensivos. Las peleas siguieron apaciguándose y resucitando de nuevo por todo el campo.

Padre Arnold ordenó a sus hijos que se agruparan a su alrededor. Formaron los siete un círculo, mirando hacia fuera. Lunkface, como siempre, quería violar la disciplina y lanzarse a la oscuridad, a aporrear y machacar, pero Arnold y Harold le sujetaron y se lo impidieron. Se limitaban a esperar que el ruido y el conflicto se calmasen, confiando en no tener que luchar.

Alguien, perdió el control e hizo un disparo. Un trozo de hoja se desprendió de los arbustos que había detrás de Ismael. Secretario intentó conseguir que se agachase. Ismael, guerrero y caudillo, no quiso cubrirse. No había en su rostro la menor crispación; su fría sonrisa se burlaba de ellos y desafiaba su estupidez. Los cristales azules de las gafas miraban hacia la oscuridad móvil, iluminada por las linternas; escuchaba los gritos apagados, el estruendo de los golpes, despectivamente. Su calma, pensaba, poseía efectos apaciguadores. Recuperarían el sentido.

Pero las cosas habían ido demasiado lejos para que un solo hombre pudiese pararlas. Ya se había generalizado la lucha. La paz y la organización universal eran irrecuperables en aquella violenta oscuridad. Los hijos de Arnold se mantenían agrupados, bajo el control de Héctor. Algunos grupos se negaban a romper la paz y a luchar, pero se mantenían firmes y los demás chocaban con ellos en la oscuridad. Los luchadores empezaron a atacar a los hombres de Ismael y a identificarles por los pantalones color crema. Algunos de los más salvajes, los que no respetaban pactos y nunca habían confiado en el asunto, además de envidiar a Ismael, comenzaron a utilizar las cadenas que llevaban ocultas en la cintura. Había más armas de las previstas. Todos los paquetes envueltos en papeles de regalo fueron deshechos, y éstos flotaron entre los parpadeos de luz, dando a la noche un tono caramelo claro. Algunos bromistas prendieron petardos y los tiraron al aire.

Y alguien llamó a los polis. Quizás un automovilista lo hubiera visto todo al pasar; o los preocupados funcionarios del Comité de la Juventud habían percibido lo que ocurriría, o un guerrero asustado, o una de sus mujeres, sintiendo ese viejo miedo de la pelea, lo había dicho. Y allí llegaban con sus coches. Oyeron una sirena a lo lejos; pero, al contrario que en la ciudad, allí no había ningún lugar hacia el que correr y donde ocultarse, ningún portal por el que desaparecer; sólo aquel campo desconocido, sumido en la oscuridad, o la autopista iluminada. El sonido de la sirena se intensificó y multiplicó; era un sonido familiar (lo habían oído muchas veces), pero paralizante. No podían escapar…, ¿por qué camino, hacia dónde? Sólo los hombres de Ismael conocían el medio de salir de allí. Las luces rojas de los coches patrulla parpadeaban. Por las dos carreteras que les flanqueaban fueron llegando un coche patrulla tras otro. ¿Y quién podía haberles traicionado si no Ismael? ¿Quién podía haberles llevado hasta allí a todos, para que fuesen fácil presa, si no Ismael?

En consecuencia, utilizaron las pruebas de fidelidad y pertenencia de un modo distinto al previsto. Desde todas las partes del campo apuntaron con sus armas al círculo de luz. Dispararon. Desde tan lejos, y con aquella confusa iluminación, sólo dos proyectiles alcanzaron el blanco. Ismael cayó a través del halo de luz y quedó prendido entre los arbustos. Tenía un agujero en la tela oscura de su camisa. El otro proyectil había destrozado uno de los cristales azules de sus gafas, de modo que su cara pareció hacerles un guiño despectivo antes de derrumbarse. Las linternas que iluminaban a Ismael palidecieron bruscamente al caer sobre ellos, desde todas direcciones, un gran resplandor de faros y focos.

Debatiéndose en viscosa angustia, culebreando, alterados por la lluvia de luz, todos se lanzaron, por unos instantes, a una lucha furiosa. Se machacaban mutuamente, no sólo los enemigos, sino también los amigos, como si lo único que pudiese aliviar su miedo fuese aquella acción aterradora. La luz les bañaba. Hasta las bandas más disciplinadas vacilaban. Algunos perdieron totalmente el control. Echaron a correr, y en su carrera tropezaban con otros, se detenían a golpearles. Otros corrían en círculo. La luz les inundaba. Llegaban más coches de la policía por las carreteras paralelas, girando hacia el campo en medio del chirriar de las ruedas, parando y apuntándoles con focos y faros hasta que resultó insoportable. Todos estaban envueltos en la luz. Lentamente, empezaron a inmovilizarse. Hicieron una pausa. Esperaron. Y las luces inmovilizaron un campo lleno de jadeantes muchachos que sólo tenían conciencia de la luz cegadora que caía sobre ellos, ahogándoles y de la completa y aterradora costa de seguridad que se extendía más allá de aquellas luces.