7:00-10:30 de la noche
Cuando Arnold formó su Familia, los Dominadores de Coney Island, tenía pensados dos lemas. Procedían de los carteles del metro. Uno era: «Cuando cesa la vida familiar, empieza la delincuencia». El otro: «Sé un hermano para él». Si ellos eran una familia, razonaba Arnold, entonces no podían ser delincuentes. Así que se convirtió en el Padre de todos ellos. El segundo en el mando era el Tío; los otros pasaron a ser hermanos. Estaban más unidos entre sí que con sus propias familias; esta familia les liberaba. Donde vivían con sus padres era siempre La Cárcel. La mujer de Arnold se convirtió en la Madre. Las otras mujeres del círculo más íntimo, en hermanas-hijas. Los del círculo externo eran primos, sobrinas y sobrinos. Cuando ingresaban en la Familia, todos hacían voto de fidelidad.
Arnold dijo a su Familia que no se dejaran caer por el lugar de reunión, la confitería, aquel día. Sólo los que tenían que ir como plenipotenciarios: él, Héctor el Tío, Bimbo el Porteador, Lunkface el Forzudo, Hinton el Artista, Dewey y el Peque. Pero la Familia insistía en despedirles. Aún no les había atizado para meterles en cintura; no le obedecían como debía obedecerse a un padre.
Cuando llegó el momento, salieron, dejando aliviado al propietario de la confitería. El temor del confitero les divertía. Siempre amenazaban con armar bronca porque percibían sus temores; esto les hacía sentirse grandes. Todos debían temerles; todos les temerían. Los siete elegidos habían tomado licor (dos tragos por barba) para animarse. La consigna llegó por la radio: el disco de los Beatles. Era el momento.
Salieron, un grupo de unos veinte: Papá, Mamá, los tíos y las tías, los hijos, las hijas y los primos, recorriendo su calle. Los hombres llevaban camisas con el cuello y todos los botones abrochados, de tela estampada de vivos colores entre los que predominaba el azul, pantalones negros demasiado ceñidos y sombreros de paja de copa alta y ala estrecha con sus insignias: adornos de tapacubos de coches Mercedes Benz (difíciles de conseguir) con imperdibles soldados en el taller del instituto a las estrellas-halos de tres rayos. Los del grupo de plenipotenciarios llevaban chaquetas, salvo Bimbo, que llevaba un impermeable y, fijadas a él con esparadrapo, dos botellas de Seagram para mantener a los hombres en forma. Los peatones, el Otro, se asustaban ante aquel desfile de la Familia y les dejaban amplio paso. Los hijos de Arnold eran gente dura y defendían su territorio contra todos, tanto contra los polis como contra las bandas. Pocas veces salían así, en batallón, a una hora tan temprana del día. Avanzaban bamboleándose, haciendo eses, gastando bromas, invitando a otros, vamos, hombre. La banda de la Familia, dos primos, con los transistores aullando, iban en los flancos proporcionando música al desfile.
Llegaron al final del territorio y se detuvieron. Nadie lo había trazado, como en los mapas del instituto, y no había guardias fronterizos visibles. La única señal de división permanente era la masa habitual de pringue de aceite de coche, papeles sucios, líneas blancas cruzadas… Pero la frontera estaba allí, tan buena como cualquier cuartelillo de los que aparecen en los noticiarios cinematográficos, con su puerta giratoria. Los ojos del Señor Colonial tenían un brillo duro y hostil, aunque les permitiese pasar libremente aquel día. No podían dejar de experimentar aquel viejo nerviosismo que precede al combate. Sentían picores en la espalda y se les iban los hombros en ese encogimiento que significa viejo-hombre-duro-no-vas-a-achantarme; sus estómagos se agitaban; sudaban, con los prietos pantalones pegados a la entrepierna. De un momento a otro podían empezar a llover ladrillos de los tejados, a brotar cadenas de las puertas a su paso, o bates de béisbol, o cuchillos…
Los delegados se pusieron sus chaquetas; eran las de nuevo diseño, cortas, abotonadas hasta el cuello y ajustadas como chaquetillas. Se las enfundaron, meneando los hombros, estirando los faldones para que ajustasen mejor, sacudiendo motas de polvo, subiéndose los cuellos de la camisa, comprobando que todos los botones estuviesen abotonados y todas las hebillas prietas y relucientes, mientras sus mujeres se movían, ayudando. Bimbo verificó que las botellas estuviesen bien sujetas y que sus incómodas botas hasta el tobillo, de elástico a los lados, resplandeciesen. Llevaban los sombreros chulescamente ladeados, pero bien encasquetados en la cabeza.
Papá dio la orden: sacaron todos los alfileres de los sombreros y los metieron en los bolsillos interiores; no tenía objeto mostrarse hostil. El corpulento Bimbo, porteador, armero y tesorero, echó un vistazo alrededor, no vio ningún poli de azul y, medio rodeado por la Familia, le entregó a Papá A. el paquete envuelto en papel de regalo. Era su regalo para Ismael. Arnold se metió el paquetito de brillantes rayas, irregular, en el bolsillo, donde sobresalía. Todos los demás (Madre, primos, hermanas, acompañantes) se esparcieron a corta distancia, calle arriba y abajo, para no parecer un destacamento y también para no asustar a ninguno de los Señores Coloniales. El más próximo insistió en tocar a Arnold y darle una palmada en la espalda al Tío Héctor, el caudillo de guerra.
—Vamos, Padre.
—Calma, Tío, hombre.
—No les aguantes nada, hermano. No confíes; no te dejes liar. No dejes que te insulten, ¿entendido? Demuéstrales quiénes somos, pero bien.
Cruzaron la calle. El terreno daba una sensación distinta. Era otro país. El país del Otro. El sol brillaba igual, hacía tanto calor allí como en su territorio. Pero la contaminación olía diferente, el aire era más asfixiante. La gente era igual que los de su propio territorio, pero de algún modo no era lo mismo. Las sombras que arrojaban los duros rayos del sol de atardecer les producían la sensación de haberse sumergido en la misteriosa oscuridad de un bosque. Desde todos los lugares extraños caían sobre ellos miradas inquisitivas. Ellos respondían a aquellas miradas con la suya, desde el otro lado de la calle, donde sus hombres se habían abierto en abanico, dispuestos a la acción. Algunos seguían el ritmo de la música rock emitida por la radio de bolsillo; estaban pendientes de la aparición de los Señores Enemigos, o de que los coches patrulla bajasen aullando por la calle hacia ellos para desbaratar el asunto. Pero, sobre todo, los Dominadores se vigilaban a sí mismos, atentos al primer indicio de miedo.
Un emisario de los Señores Coloniales salió de una tienda, caminando muy despacio, sin ocultarse, para mostrarles que todo era digno, amistoso, como entre iguales. Un crío soltó una hilera de petardos y los dos jefes saltaron. Arnold sonrió. El Primero de los Señores respondió con otra sonrisa. Intercambiaron cigarrillos y se los encendieron uno al otro. Arnold sacó la invitación impresa de Ismael, con el horario, así como el salvoconducto, y se los enseñó al Primero, quien cortésmente dijo que, hombre, a él le bastaba con la palabra de Arnold. No siempre era así. Aparecieron unos cuantos Señores más con sus mujeres, y allí se quedaron, viendo cómo Arnold buscaba en el bolsillo el brillante paquete y se lo daba a Tío Héctor, invistiéndole así con la jefatura, pues la situación era tregua, pero guerra. Héctor, flaco, nervudo y con cara de hielo, cogió el paquete e hizo una seña a Arnold. Decidió llevar el paquete abiertamente.
Willie, uno de los Señores Coloniales, un pequeño psicópata, siempre presionando para que hubiese un poco de diversión, empezó a decir: «Maricas»… una consigna para luchar. «Ma… ma… ma…», y sonrió con una mueca, al ver que los puños de Lunkface se cerraban maquinalmente.
—Vaya, hombre, así que me han traído un regalito —dijo, burlón.
Las chicas chillaron y señalaron. A Lunkface empezaba a ponérsele carne de gallina y no dejaba de apretar y aflojar, apretar y aflojar los puños. Un lugarteniente dio a Willie un codazo fuerte.
—No lo hace con mala intención. Es sólo charla —justificó, procurando dar a entender que la amistad no significaba debilidad.
Pero Willie, aún insatisfecho, dijo:
—No, no pretendo nada con esto. Es sólo charla, ya sabéis lo que dice el consejero de orientación. Dice que Willie está trastornado y tenéis que comprenderlo.
De nuevo le empujaron. Lunkface, que era un tipo de poco aguante y bastante estúpido, seguía rígido y con los puños tensos. Héctor le dio un toquecito con el hierro tan vistosamente envuelto y Lunkface se tranquilizó un poco. Algunas de las mujeres de los Señores, amigas siempre de camorra, no paraban de señalarles e insultarles, riendo como brujas y con las caras transfiguradas por un odio de arpías.
—Pero amigo, ¿vas a dejarles pasar así, tan tranquilos?
—¿Vas a dejarles reírse de ti así?
—Fíjate; está llamándote marica con la mirada.
Evidentemente, a ellas no les habían dicho nada. Uno de los Señores le pegó un revés a una en la cara.
—Tranquila, mujer —y eso fue suficiente para satisfacerles.
—Las mujeres ya se sabe —dijo el Primero con aire aburrido—. Siempre andan con líos.
El Peque cabeceó, asintiendo; no podían ser muy hombres cuando no eran capaces de controlar a las mujeres, pero no lo dijo.
Los Dominadores menospreciaban a los Señores porque luchaban mal; tenían entre ellos a psicópatas y yonquis, y sus mujeres eran poco más que acompañantes.
Todos se quedaron quietos unos segundos. La familia de Arnold observaba desde el otro lado de la calle. El Primero les hizo una seña, pero, ¿qué significaba? ¿Seguir? ¿Esperar? ¿Atizar? Arnold decidió que tenía que ser Seguir y que pasarían en paz por primera vez en dos años, desde que Arnold había formado su familia y marcado su territorio.
Tío Héctor inició la marcha. Sus hermanos y el Padre le seguían. Caminaban con frialdad, mostrando que no tenían sentimientos hostiles y que siempre estaban, como debe exigirse a los hombres, fríos y preparados para la lucha. Quedaban seis manzanas difíciles hasta la estación, bajo la luz del sol. Vieron a muchos hombres que podían ser Señores Coloniales, pero ninguno les cortó el paso. Su disciplina les mantenía fríos y enteros. Unas manzanas a su izquierda estaba el paseo entarimado y tras él, la playa. Aún bajaba gente a la orilla del mar, pero la mayoría la abandonaban pronto, cargados con equipo playero. Las parejas se dirigían a los centros de atracciones, miraban, reían. Un viejo con un cesto de mimbre y una caña de pescar pasó junto a ellos, y Héctor pensó qué gran arma resultaría. Oyeron el desmayado órgano de vapor, el estruendo de las montañas rusas, el plácido oleaje y el rumor de la multitud que veían de la playa. A Hinton le parecía raro que en un día de tanto calor y de tanto peligro como aquél, la gente se dedicase a tomar el sol, beber bebidas frescas enlatadas, comer perros calientes, maíz con mantequilla, patatas fritas y knishes, sin preocuparse de otra cosa que no fuese cómo componérselas para llegar a casa en un autobús atestado de bañistas; en realidad, no sabían cómo era el mundo. Él estaba ya cansado. Llevaba dos días sin aparecer por casa. Deseaba que fuese después, y estar en las frías sombras de debajo del paseo entarimado, o quizá durmiendo con una chica entre los brazos, hasta que estallaran en el cielo los gigantescos fuegos artificiales. Nada más. Permanecer tranquilo en la apacible y fresca oscuridad. Sólo eso.
Llegaron a la estación. Arnold y Héctor hablaron de la posibilidad de dividir el grupo, para un mejor camuflaje, yendo hacia la parte alta de la ciudad en dos trenes distintos, pero no se atrevieron. La Familia no conocía aquel terreno. ¿Quién podía controlar a Lunkface? Hacían falta dos para manejarle, y los dos tenían que ser Jefes. Pero era importante que hubiese un jefe con cada grupo, y Lunkface era demasiado fuerte para prescindir de él. Subieron las escaleras del metro en perfecto orden. Nadie gastó bromas. Nadie saltó para tocar el techo de la escalera, nadie arrancó trozos de carteles de anuncios, nadie los emborronó ni escribió en ellos su nombre. De cualquier modo, aquél era trabajo de Hinton. Él era el artista de la Familia. Bimbo, el Porteador, compró catorce porros, siete para la ida y siete para la vuelta. En la estación, Bimbo les compró goma de mascar para mantenerles serenos mientras esperaban el tren. Distribuyó también «migas de pan» del depósito de «pan»: siete dólares por cabeza, por si se separaban.
En el Bronx, ocho muchachos vestidos con jerseys a pesar del calor y con expresiones burlonas en sus asesinos rostros irlandeses, subieron al autobús que cruzaba la ciudad. Depositaron el importe del billete en la máquina, se dirigieron hacia la parte trasera, que estaba vacía, y allí se sentaron tranquilamente. El conductor del autobús sintió que se le congelaba la nuca. Identificó en seguida aquellas largas patillas y aquel pelo a cepillo. Golfos, sucios golfos. Problemas. Estarían allí sentados un rato, tranquilamente, hasta que alguno viese algo divertido (¡sólo Dios sabía lo que podía divertir a aquellos animales!) y entonces haría una seña a los demás, que comenzarían a mirar, señalar, murmurar, reírse y, por último, gritar. Luego, empezaría el lío. Podrían, por ejemplo, apretar la señal de parada y no soltarla. Cuando el autobús parase, se pondrían a saltar en la plataforma de la puerta trasera. Se insultarían unos a otros, bajarían y subirían de golpe los cristales de las ventanillas. Alguien se quejaría, alguna vieja de cara arrugada como una pasa, y entonces él tendría que hacer algo, tendría que parar el autobús, ir allí atrás para decirles que se callaran y, si no le escuchaban, ojalá que por lo menos no le zurraran.
A veces, sorprendentemente, hacían caso. Otras le insultaban, diciéndole cosas increíbles. No es que a él le hubiesen pegado alguna vez, pero conocía conductores a los que sí habían apaleado. Él procuraba mantener la mirada fija en la ruta y en los golfos al mismo tiempo. Conducía angustiado, moviendo el cuerpo, eludiendo coches y peatones, preocupado obsesivamente por el inminente problema que iba a plantearse.
Cuando él era joven, los chavales no se comportaban así. Eran duros, sí, pero decentes. Entonces nadie mataba. El mundo estaba desmoronándose. Si por lo menos los polis utilizasen la tralla. Los golfos seguían allí sentados tranquilamente. Había uno que no hacía más que cruzar y descruzar las manos, embutiéndoselas en los sobacos, como si tuviera frío. Otro jugueteaba con los botones de su jersey mientras su pierna se agitaba arriba y abajo incontrolablemente. Hubo uno que incluso se mostró educado y dejó sitio a un hombre para que pasara. Y por una vez, no se espatarraron insolentemente en sus asientos. El conductor esperó durante media hora la inevitable explosión golfa, pero nada ocurrió. Por último, cuando el autobús ya estaba llegando al final de trayecto, uno de los muchachos tocó la campanilla de parada. Ahora, pensó el conductor. Pero los muchachos se limitaron a bajar. Se quedaron allí tranquilamente, hablando, mientras él se alejaba. Quizá se había equivocado. Quizá no eran más que un grupo de estudiantes.
El mocoso que era hijo del propietario del Cadillac grande iba sentado, blando y estúpido, entre los dos duros sargentos, en el asiento trasero. Al confiscar el tanque se habían llevado también al hijo del propietario, un esclavo que no pertenecía a nadie, porque no querían tener problemas… aquella noche. Le habían medio forzado y medio convencido, prometiéndole que figuraría en posición destacada en sus consejos si se unía voluntariamente. El chico parecía preocupado, e intentaba poner cara de duro para mostrarse tan valiente como los demás. Se percibía muy claro que hacía todo lo posible por parecer como ellos, los dos que le flanqueaban, los dos que estaban sentados en el suelo y los tres del asiento delantero. Pero, en realidad, sabía muy bien que sólo le dejaban ir allí porque les había proporcionado el gran Cadillac de su padre y porque les dejaba conducirlo. Pero estaba preocupado; era aficionado a pisar el acelerador, pero no tanto ni de modo tan salvaje y aterrador como el chaval que conducía. El general, mirando hacia el sol que colgaba al borde de la orilla de Jersey, se preguntaba si no deberían deshacerse de aquel esclavo estúpido antes de llegar al lugar de cita con Ismael. El general pensaba en lo bien que debían verse allí, en el tanque; sacó la invitación de Ismael, miró el reloj y consultó la hora. Llegaban con tiempo.
Luego, el general le dijo al conductor por quinta vez que se controlara, que condujese suave y normal porque, si les enganchaban, amigo, les meterían en el saco, por lo que tú sabes, hombre. El conductor dijo que bueno, que ya lo sabía, pero sus manos golpearon la suave piel negra del volante y su pie disminuyó la presión sobre el acelerador; añadió como para justificarse, que no podía evitarlo porque, hombre, basta con que des un toquecito, hombre, para que se dispare el pedal, y en seguida te das cuenta porque todo parece quedarse quieto al pasar: ¿Comprendía esto el general?
El general inspeccionó al conductor para ver si iba gaseado, fumado o bebido. Uno de los hombres de atrás, ansioso, preguntó si podía conducir él. El general quiso saber si el conductor quería que uno de los machacacráneos de azul le arrease unos cuantos en el pico. ¿Quería eso? Porque en cuanto los parase un poli, sería la porra acariciándoles el culo y los riñones y las pantorrillas, y ellos con las piernas abiertas y apoyados contra una pared o contra el coche. ¿Entonces qué? No había ninguna chica por allí que pudiera largarse con el lindo regalo de Ismael entre las piernas. Lo sabía, lo sabía, suspiró el conductor, y bajó un poco más la marcha. Por qué no iba a poder él divertirse un poco y conducir también, suplicó Ansioso desde atrás. El general no contestó.
Pero unos cuantos pipiolos, unos lindos mocosos de la escuela con el pelo a cepillo, aparecieron detrás de ellos a toda velocidad y les pasaron, mirando desde su trasto trucado con el estruendo oculto bajo la raída capota roja, contemplando las sobrias líneas del Cadillac. Se dieron cuenta de que allí tenían unos rivales y empezaron a reírse y a burlarse de la suave masa negra de resplandeciente hierro de Detroit, señalándoles, insultándoles y rebajándoles. No era cuestión de cazarles y de machacarles. Aquellos tipos sabían lo que era un coche y el suyo tosió y gruñó, cobrando vida su motor trucado y lanzándose autopista del West Side arriba delante de ellos, amenazando con desvanecerse a lo lejos, pasado el puente George Washington.
El conductor no podía eludir el desafío. Era cuestión de no quedar mal. El conductor apretó el pedal procurando parecer frío, tranquilo, aburrido. Se dijo sí mismo: «¿Ah, sí? Vamos, amigo». Y rió entre dientes. El coche canturreó un poco y se lanzó hacia adelante. El conductor sintió aquella sutil y emocionante caricia de energía transmitirse a sus dedos, cosquilleando en ellos. Todos querían que su tanque derrotara al trasto trucado, y ninguno pudo evitar los gritos, ni siquiera el general. Sería delicioso alcanzarles y machacarles sin más, que vieran con quién estaban tratando. Qué sorpresa se llevarían. Ansioso iba atrás, inclinado hacia adelante, sujetando un volante imaginario, que giraba violentamente en curvas imaginarias, mascullando ruidos y estruendos de motor.
Al principio, el trasto trucado pareció no alejarse ya más. Y luego fueron aproximándose a él mientras los lados de la autopista, la orilla y el río empezaron a pasar corriendo más de prisa. Los que estaban sentados en el suelo tuvieron que alzar la cabeza para ver qué pasaba. A pesar de que iban ocho, el coche avanzaba sin esfuerzo, con tremenda energía, de modo que el conductor sentía como si tuviese allí toda la fuerza del mundo, y la sentía dentro de sí, y casi tenía más poder y más energía de aquel género, más incluso que el propio general. Los ruidos del que imitaba el estruendo de un motor atrás se hicieron ensordecedores, mientras sus ojos seguían pendientes de su propia carretera particular. Pero el general recordó la situación y le dijo al conductor: tranquilo, tranquilo, ¡tranquilo! El conductor seguía discutiendo… pero hombre… diciendo está bien, está bien, ya disminuyo la velocidad, pero no puedo hacerlo de golpe porque imagínate lo que podría pasarle al coche, o a uno que viniese detrás. Y durante un prolongado segundo más, su pie siguió hundido en el acelerador, dándole un último toque antes de alzarse, incapaz de liberarse de la palpitante sensación que le producía.
El general ladeó el cuerpo, buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó el paquete de Ismael, envuelto en papel de regalo a cuadros. Lo hundió con fuerza contra la cadera del conductor diciéndole, hombre, la próxima vez va a caer donde tú sabes. ¿Acaso quería el conductor discutir su autoridad? Porque él, el general, estaba dispuesto (en aquel mismo momento) a bajarse y a demostrarle en un sitio seguro quién mandaba allí. Y el conductor aminoró la marcha, prometiéndose una pequeña juerga más tarde. Y lo hizo justo a tiempo, porque al doblar la curva allí estaba aparcado el cacharro trucado. Los del pelo de cepillo estaban fuera, mientras les ponía una multa un poli de uniforme azul, casco, botas y extraños bombachos. Las cabezas de los hombres que iban en el suelo se hundieron rápidamente por debajo del borde de la ventanilla, y el conductor de coche imaginario frenó sus labios. Se preguntaban qué pasaría si les paraban. Eran muchas las cosas que dependían de que no les cogieran.
El poli, al doblar la esquina, casi se dio de narices con ellos. Eran unos diez. Parecieron brotar de las sombras, y tenían un aspecto incongruente y brutal bajo los copudos y frondosos árboles. Caminaban bordeando los cuidados pradillos, avanzando hacia él como la noche misma. ¿Qué hacían aquellos negros en aquel barrio? ¿Serían un grupo de integración? Les machacaría el cráneo con la porra. Todos tenían la misma cara hostil y él sólo podía diferenciarlos por el tamaño. ¿Serían un grupo de musulmanes negros? Empezó a apretar la porra con la mano izquierda. ¿Serían una banda? Había leído que nunca abandonaban su barrio, pero nunca lo había creído. Aquel grupo era una banda en lucha. Intentó que pareciese que estaba balanceando inocentemente la porra.
No era tanto el miedo lo que le alteraba como la bárbara anarquía implícita en el hecho. Nunca había visto tales grupos en aquel barrio casi residencial. ¿Habrían fallado la ley y el orden? Nunca habían llegado allí. Podía detenerles por reunión ilegal. ¿Por qué estaban allí? ¿Habría otros ocultos detrás de los árboles y al otro lado de la calle? ¿Qué irían a hacer? ¿A pegar a los chavales de aquel barrio? ¿Echarían abajo las puertas de las casas y violarían a las mujeres? ¿Lanzarían explosivos para deslucir la fiesta del Cuatro de Julio?
Todos llevaban muchas hebillas de bronce en los impermeables y zapatos de punta afilada. El pelo estirado y liso, pero muy largo, sujeto con cintas anchas, negras y brillantes. ¿Qué se ocultaría debajo de aquellos impermeables negros y cortos: cadenas de bicis, escopetas de cañones recortados, cuchillos, sacos de ladrillos, bates de béisbol? Apretó con más fuerza la porra.
La estrechez de las aceras les obligó a desfilar ante él de dos en dos, como una aterradora parodia de formación militar. El poli casi se dejó arrastrar por el pánico y a punto estuvo de pasarse la porra a la mano derecha. Pero ninguno de ellos se pavoneó, ninguno se burló. Siguieron su camino. Pasaron ante él y se alejaron, tranquilamente, sin mirarle siquiera. Procuró mirarles a los ojos, para ver si estaban cargados. Era lo único que podía hacer sin ponerse en evidencia con algún movimiento en falso, pues entonces sabía que se enfurecerían y que sin duda esgrimirían sus armas traicioneras. Se lanzarían sobre él, le pegarían, le patearían. Se abstuvo de mirar atrás. Estaba seguro de que no le perdían de vista ni un instante. Oía sus pisadas, alejándose, resonando firmemente. Mientras les oyese, estaba seguro. Pero, ¿habría saltado alguno a la yerba? Aquellos zapatos relumbrantes resultaban indecentes en los cuidados pradillos. Agarró la porra con la mano derecha. La tirilla de cuero se le enganchó en la muñeca. Era el momento. Tiró con fuerza, seguro de que algún proyectil volaba ya hacia su trasero o su cabeza. Por fin se soltó la tirilla y logró agarrar con más firmeza la porra. No podía soportarlo más y volvió la cabeza.
Todo el grupo seguía su ruta. Continuaban en bastante buen orden, y siguieron haciéndolo hasta que le costaba ya trabajo distinguirlos en la penumbra mientras entraban y salían en las charcas de sombra de los árboles. Miró fijamente en la dirección en que se habían ido. Lo último que vio fue el destello de las hebillas de sus zapatos. Cuando desaparecieron, caminó lentamente tras ellos, golpeando con la porra su mano izquierda. Se preguntaba si debería informar de su presencia al cuerpo de guardia cuando telefonease.
El coche en el que estaba sentado Ismael Rivera no era ni viejo ni nuevo, ni grande ni pequeño. No era, desde luego, demasiado ostentoso. Había sido conducido cuidadosa y hábilmente desde Manhattan. La distancia hasta el lugar de cita no era excesiva, pero se habían dirigido hacia el sur, cruzando el puente de Brooklyn y atravesando luego Brooklyn, para seguir por la cadena municipal de autopistas hacia Queens. Habían bajado por calles laterales, pasando túneles, pasos elevados y cementerios frente a los que pudieron ver los altos edificios que parecían brotar de las tumbas como mayores y más distantes mausoleos. Pararon varias veces, pero sólo unos segundos, un minuto a lo más. Intercambiaban rápidamente información y seguían su ruta. A veces se limitaban a intercambiar signos con el centinela, sin parar. La gente estaba celebrando el Cuatro de Julio y el rumor de las explosiones aumentaba lentamente. El sol colgaba ardiente y firme, equilibrado sobre las cimas de los edificios. Consejero de Guerra miró a Ismael, cabeceó y dijo: «Pronto sabrán lo que es bueno».
Estaban haciendo tiempo, recorriendo tranquilas calles flanqueadas por casas grandes y apacibles, con pradillos; sólo se veían pájaros. «Por aquí vive la gente más rica del mundo», dijo Secretario. Escuchaban la radio del coche que emitía música de pachanga. Si hubiese algún problema, el locutor transmitiría una petición. Pronto habría la suficiente oscuridad como para poder dirigirse hacia el Bronx, donde cruzarían la ciudad hasta el lugar de cita, el parque Van Cortlandt.
Ismael iba sentado atrás, relajado, fumando un cigarrillo, impávido tras sus gafas. Los lados de los ojos le quedaban sombreados por las pobladas y largas patillas. Pero lo había observado y visto todo: las calles, los cementerios, los árboles, las magníficas casas, las aguas del canal de Long Island y el limpio arco del puente que llevaba hacia el Bronx. Consejero de Guerra repasaba afanoso los preparativos. Había muchas cosas a tener en cuenta: algunas bandas se habían asustado; acudirían representantes inesperados; ¿podía emplazárseles en el mismo lugar que a los soldados suprimidos? Siguió examinando planos y cuadernos de consulta. Hubiese preferido haberlo pensado todo personalmente, pero él era el Consejero e Ismael el Presidente. Así había sido desde el día en que le conoció, hacía cinco años.
Secretario, que iba sentado junto al conductor, había estado contemplando por la ventanilla vistas insólitas y maravillosas, mirando asombrado el esplendor de la ciudad, soñando sueños, acariciando la esperanza de cosas que algún día podría tener, con un poco de suerte. Desde luego, pensaba, si las cosas iban bien y el gran plan de Ismael salía según lo previsto (¿cuándo había fracasado Ismael?), podría, sencillamente podría, conseguirlo, triunfar.
—Amigo —dijo—. Eso es vivir. Yo quiero una igual —y señaló una casa de muros de entramado de madera ante la que pasaban.
Consejero de Guerra miró a Ismael, cabeceó y dijo:
—Tendrías que estar deseando tirar piedras contra esa casa.
Secretario comprendió lo que pensaba Ismael y sintió aquel resentimiento que siempre acechaba bajo la superficie. Se vio a sí mismo destrozando la casa con sus manos. Aun así, en secreto, lamentó que a Ismael no le hubiese parecido bien y no pudo evitar sentir otra vez aquel deseo, anhelante, e imaginarse vagamente con las prendas más elegantes y más caras, paseándose por una indefinida pero impresionante casa con un rico interior televisivo. Fuera habría un coche largo, largo, y resplandeciente, sólido, con un montón de cromo. Tendría una esposa esbelta de inmensos pechos, una rubia, incrustada de piedras preciosas y enfundada en vestidos deslumbrantes; tendría varios niños, niños todos, pues él era un hombre, un macho, y a pesar de eso ella siempre seguiría siendo atractiva y deseable. Habría, además, mucho dinero, montones de billetes y de piedras preciosas. Todo sería limpio y satisfactorio.
—Pero tienes que admitir, amigo, que saben vivir —replicó Secretario dirigiéndose a Ismael.
—Admito eso, pero nada más —dijo Consejero de Guerra a Ismael, sabiendo la manera como debía alimentar su odio.
Giraron por la amplia rampa de acceso que subía en arco y conducía hasta el puente.
Oscureció. Poco a poco, todos acudían a la cita, confluyendo en el Parque Van Cortlandt. Llegaban en metro, en coche, en autobús e incluso, algunos, andando. Seguían el plan de Ismael y a los guías que éste les había asignado, los cuales, vestidos con pantalones color crema, estaban apostados en los puntos estratégicos. Evitaban las entradas habituales del parque. Si los policías veían un montón de pantalones crema… bueno, hacía calor, ¿no?, y era la moda del año. Los polis tenían bastante trabajo con cuidarse de que la fiesta no se les fuese de las manos. Había ya un chaval en el hospital por unos petardos que le habían estallado en la cara, y aún era temprano.
Llegaban guerreros de todos los barrios de la ciudad, de Nueva Jersey y de Westchester. Los guías de Ismael les esperaban en puntos determinados y les encaminaban por rutas elegidas que discurrían, siempre que ello era posible, por senderos ocultos que cruzaban el bosque entre colinas y matorrales, siempre lejos de los paseos. Cuando se sabía que dos bandas estaban en guerra, se les asignaban rutas distintas, lo más alejadas posibles. Uno tras otro, los guías les acompañaban a través de aquellas líneas de comunicación establecidas de antemano, orientándoles cuidadosamente bajo la cobertura de oscuridad en que sólo eran visibles los pantalones crema de los hombres de Ismael.
Mientras avanzaban inquietos por rutas invisibles, cruzando negros campos, les consolaba el saber que simultáneamente a ellos iban confluyendo en el lugar de reunión representantes de la mayoría de las bandas de la ciudad.
Benny el explorador, uno de los hombres de Ismael, permanecía al borde de la autopista que cortaba el parque pendiente de la señal del guía del otro lado, que montaba guardia a la espera de los coches. Cuando había una disminución del tráfico, transmitía la señal a Benny haciendo parpadear su linterna, y entonces éste conducía a los hombres que esperaban al otro lado. Estaba acuclillado detrás de unos matorrales, mirando fijamente hacia la sólida oscuridad, en espera de la señal. Tras él se acurrucaban seis delegados de los Serafines de Morningside, potentes y mortíferos, con un excelente historial de guerra. Sus rostros brillaban levemente bajo la luz de la linterna que llegaba del otro lado. Llevaban gorras grandes y voluminosas, ladeadas. Uno de ellos, mientras contemplaba los arcos de fuego del Cuatro de Julio que se alzaban en la oscuridad y escuchaba las explosiones, comentó:
—¿No creéis que sería ésta una buena ocasión para ellos de tirar a matar y arrojar esa famosa bomba A? Quiero decir, bum, pero de verdad. Nadie se daría cuenta.
—Eres demasiado imbécil, amigo. Eso es algo que ni se ve ni se oye siquiera, ¿entiendes? Nada. Te mueres antes de que el bum termine. Así: Buuu-muerto-um. Puede que más rápido.
—Bueno, ¿a mí qué más me da? Les estaría bien empleado. Todos los cabrones quedarían liquidados. Quiero decir, todos, incluso nosotros, estaríamos en el mismo barco. Menudo espectáculo. ¿No te gustaría ver esa vieja bomba? ¿Eh, amigo?
—Tú no la verías.
—Bueno, puede que la viese un segundo o así. Menudo estruendo. ¡Buuuum!
—Déjalo ya, amigo. No seas imbécil.
Al otro lado de la calle parpadeó la linterna. Benny comunicó el mensaje y los Serafines se lanzaron, agachados, corriendo ferozmente mientras sostenían rifles imaginarios como soldados de cine. En dos segundos estuvieron al otro lado y desaparecieron en la oscuridad. Benny esperó a que llegara el siguiente grupo. Más allá de los matorrales, los coches pasaban silbando, con las luces de sus faros taladrando hojas y ramas.
Arnold y la Familia fueron conducidos a través de la tierra oscura. Arnold iba en la retaguardia, previniendo cualquier ataque por sorpresa. Chapotearon a través de una zona fangosa: había llovido unos días atrás y Hinton pisaba con toda cautela. ¿Dónde conseguiría dinero para otro par de zapatos? Lunkface protegía su sombrero de las ramas bajas, Héctor no hacía más que limpiarse la ropa. Aquél era un ambiente raro, que daba miedo. Los efectos de la bebida se desvanecían y todos se sentían nerviosos e irritables.
El centinela les condujo hasta Benny y volvió a por el grupo siguiente. Benny se volvió y vio a Héctor, con quien había tenido problemas cuando ambos vivían en el territorio de Ismael. Pero hacía ya mucho tiempo de aquello, pues entonces los dos eran críos. Al ver a Héctor se sorprendió; se la tenía jurada. Héctor, por su parte, creía también que debía a justar le las cuentas a Benny de hombre a hombre. Benny era un tipo duro. Nunca cedía ante nadie, salvo sus oficiales; aunque eso pertenecía al capítulo de la disciplina y no trabajaba su virilidad. Sin embargo, pensó, ahora no era el momento. Ni el lugar.
Se miraron. Benny tuvo que apartar la vista por la señal. Lunkface, que estaba más cerca, se dio cuenta de lo que pasaba y se echó a reír, burlándose de que Benny desviase los ojos. Hubo una pausa en el tráfico, Benny les hizo señas de que siguieran. Héctor no se movió. Sabía que Lunkface lo había visto. Papá Arnold avanzó unos pasos hacia la autopista, pero retrocedió. Lunkface les observaba detenidamente.
—Venga, hombre, tú. Muévete —dijo Benny a Héctor—. ¿Quieres estropearlo todo? ¿Quieres que se nos echen encima los polis?
Héctor empezó a moverse, pero Lunkface le puso a mano en el hombro para retenerle. Y entonces Héctor dijo:
—A mí nadie me manda moverme. Cuando me dé la gana, me moveré.
—Estás paralizando toda la operación —le recriminó Benny.
Había decidido aguantar, aunque Héctor se burlase de él y rebajase su virilidad delante de los demás. Ya habría tiempo de ajustar cuentas más tarde. Él era un hombre, y en aquel momento lo más importante de su virilidad consistía en ser miembro del ejército de Ismael. Eso significa disciplina, y aguantar cuando tengas que aguantar, ¿o acaso no conocían todos a Ismael? Benny se dio cuenta entonces de que era ya demasiado tarde para cruzar; habían aparecido más coches. Lunkface dio la vuelta, se colocó al lado de Benny y se acomodó allí. Arnold cogió a Lunkface por un brazo.
—Deja que tu tío se las arregle solo.
Las luces de los faros centelleaban sobre los matorrales y se filtraban por ellos, salpicando sus caras bruscamente con cambiantes formas de hojas. A lo lejos sonaban los petardos, y una hilera de sordas explosiones recorrió el horizonte. Héctor y Benny se miraron. Héctor esperó y luego empezó a cruzar la autopista, satisfecho de que su honor no se hubiese visto menoscabado. Benny le cogió por la manga y le dijo que se estuviese quieto, que esperase la señal. Héctor miró a Benny a la cara. Bajó luego los ojos hacia la ofensiva mano que sujetaba su manga. Volvió a mirar a Benny a la cara. Lunkface daba saltitos murmurando algo que nadie podía oír, algo casi animalesco, excitándose para ese momento. Bimbo se aproximó, miró atentamente a ambos a la cara y esperó.
—A mí no me da órdenes nadie —dijo Héctor.
—Te las da Ismael —replicó Benny, invocando su autoridad y dejando por fin la manga de Héctor, dándose cuenta de que había cometido un error.
—No le hagas caso —dijo Lunkface—. Vamos.
—Tú, muchacho, cierra el pico —gruñó Arnold—. Cállate. No digas ni palabra.
Tras ellos llegaba ya otra columna.
—Ahora no podéis hacer nada —cuchicheó Bimbo—. Calma, hombre.
—Yo le conozco —dijo Héctor—. Y él me conoce a mí.
—Te conozco —repitió Benny.
—Vamos, basta de charla. Vamos, hombre —azuzó Lunkface.
Arnold golpeó a Lunkface en el costado, con los dedos tiesos. Lunkface soltó un gruñido.
—La próxima vez te daré en los ojos, ¿entendido? —dijo Papá.
Aguantaron allí lo suficiente para que su honor quedase satisfecho. Arnold sabía que toda la operación podía resultar amenazada y dijo, muy serio:
—Vale, ya lo arreglaréis más tarde. Ahora vamos, muchachos.
—¿Escapas? —quiso saber Lunkface.
—Te haré escapar a ti —replicó Arnold, mientras Dewey le indicaba a Lunkface para que se estuviese quieto y esperase.
El centinela del otro lado de la autopista hacía señales frenéticamente, queriendo saber qué pasaba. Estaba dispuesto a soltar la bengala azul de alarma, pero cuando hubo otro parón en el tráfico, Benny dio la señal. Cruzaron corriendo. Doblando la lejana curva, la siguiente hilera de faros enfilaba la autopista. Más abajo pudieron ver otros grupos que también cruzaban, rápidos y furtivos. Bajaron por una pequeña ladera, más allá del centinela, y les recogió otro de pantalones crema que les condujo a través de un campo negro. Delante, lejos y un poco más arriba, discurría otra autopista barrida por las luces de los faros. Se acomodaron en sus sitios en la llanura húmeda. El cielo cobraba vida con los fuegos artificiales.
Un resplandor rojo ascendió lentamente desde el centro del campo y quedó suspendido en el aire. Significaba que ya estaban todos allí.
El coche de Ismael Rivera había recorrido la red de vías del parque buscando un espacio despejado entre los grupos de coches en movimiento. Pasó por el lugar de reunión dos veces, y al no ver otra cosa que la llanura negra y lisa, pensó que aquello era bueno. No había nadie visible. Nadie había encendido luces, ni fogatas, obedeciendo su orden de que no se hiciesen notar. Y era un triunfo de su organización el que ninguno de sus centinelas ni de los grupos hubiesen sido vistos cruzando las autopistas. Ismael sabía lo que tenía que encontrar y aún no lo había visto. ¿Podían salir mejor las cosas?
El conductor se adelantó a los coches que le rodeaban y se adentró en la limpia oscuridad. Era la tercera vuelta que daba. Pronto quedaron como medio kilómetro atrás los faros más próximos. Medio kilómetro más allá, retrocedía un grupo de lucecitas rojas, que danzaban en formación al pasar por los baches. El coche de Ismael dobló una curva y las luces rojas desaparecieron tras él.
Ismael hizo una seña a Consejero de Guerra, quien transmitió la consigna a Secretario y éste, a su vez, al chófer. El chófer se desvió hacia el borde de la carretera a toda prisa y sus luces parpadearon un mensaje. Unos veinte centinelas salieron a la carretera, siendo iluminados por los faros; allí estaban plantados, a unos veinte metros de distancia. El coche frenó y se detuvo. Uno de los centinelas abrió las puertas. Salieron tres hombres. El coche arrancó de nuevo, tan de prisa que por un momento, sus ruedas patinaron en el pavimento, pero en seguida desapareció.
Los tres hombres fueron escoltados hasta el terraplén, siguiendo el camino marcado por los pantalones de un blanco opaco. Aunque la oscuridad sólo parecía contener los olores extraños y húmedos de la vegetación, el zumbar ronroneante de los insectos y el rumor de la yerba y de las hojas, Ismael sabía que todos estaban allí. Un millar. Mientras avanzaba, iba recibiendo los informes cuchicheados de los centinelas. Había embajadores de casi todas las bandas importantes de la ciudad y alrededores. Ismael fue conducido a su sitio. Empezó.