3:00-4:30 de la tarde
Empezó aquella tarde.
Seis Tronos de Delancey se dedicaban a jugar a las cartas en su club. Llevaban uniforme de verano: pantalones ajustados color crema y niquis rojos de manga corta. Hacía mucho calor. Parecía un día cualquiera de verano, pero era el cuatro de julio. Cuando estaban así (reducidos al aburrimiento y al juego de cartas), la policía se ponía nerviosa y los funcionarios del Comité de la Juventud locuaces, porque las cosas se desmandaban, y llegaba el lío. Fuera, en la calle, golfos y chavales empezaban a lanzar petardos. Parecía como si hubiesen estado siempre en aquella posición, como si no pudiesen volver a moverse jamás, salvo para probar suerte con una carta, soltar un taco o murmurar: «¡Hombre!», mientras lo hacían una y otra vez. De pie tras ellos, con los vientres apretados contra los duros hombros de sus muchachos, unas cuantas chicas miraban el juego; se rozaban lentamente para que nadie pudiera ver, o saber. Estaban todos calientes porque Ismael, el presidente, había prohibido las relaciones sexuales durante una semana. Siempre las prohibía antes de un lío. Quería que todo el mundo estuviese de mal humor. Un transistor atronaba rock-and-roll, gimiendo amor perdido, citas incumplidas, traición, congoja. Agradecían la voz animosa del discjokey entre los lamentos de cada canción, porque arrastraba el tiempo.
El club había sido antes salón de baile. Del techo colgaba un candelabro de esos que dan vueltas, de los que en tiempos lanzaban románticas y centelleantes luces sobre las parejas de baile. Hacia el fondo del salón, montado sobre un pedestal de contrachapado, había un puesto de limpiabotas de tres asientos. En el asiento de la derecha, junto al ventanal que ocupaba toda la pared, con las gafas de sol reflejando la luminosa y sofocante calle, estaba sentado Ismael Rivera. Ismael tenía el rostro impasible de un grande de España, el color entre púrpura y negro de un africano no contaminado y los sueños de un Alejandro, un Ciro o un Napoleón. No se permitía ningún pensamiento: sólo un esperar vacío e inmóvil, contemplando el frío reflejo de sus propios ojos en los cristales azules.
Alguien echó una carta. Rechinó una silla. La carta golpeó en la mesa. Una de las chicas soltó un taco y su chico le hundió el codo en el muslo; estaba indicándole que tenía malas cartas. Sentado en el pedestal, junto al pie derecho de Ismael, estaba Consejero de Guerra. Se ponía siempre muy nervioso antes de la acción, pero no había otro en la ciudad más frío que él, una vez que la acción empezaba. Secretario, el hombre de Ismael, seguía mirando una y otra vez su reloj suizo de esfera negra, murmurando, moviéndose nerviosa y acompasadamente. Sonó un ruido afuera; todos se detuvieron y miraron hacia la puerta. Entró un emisario que recorrió todo el salón hasta donde estaba Consejero de Guerra, que se inclinó hacia adelante. Los otros volvieron a las cartas, procurando mostrar indiferencia. El emisario informó, acuclillado. Las palabras quedaron ahogadas por las gemebundas palpitaciones de la radio. Consejero de Guerra cabeceó y alzó los ojos hacia Ismael, que a su vez podría estar o no mirándole. El emisario se fue.
El segundero del reloj eléctrico de pared corría lentamente, alentado en medio del calor por los ritmos de la radio. Nadie lo miraba. No mirar era cuestión de honor. Sabían que aún faltaban horas y horas para El Momento. Entraron más hombres de Ismael y se sentaron por el salón. Alguien cogió unos bongos y empezó a arrancarle ritmos con los dedos, aunque no lo bastante fuerte para ahogar la radio; pero sí más de prisa, como para acelerar el tiempo, y con más alegría, como para hacer que todos se sintiesen un poco más cómodos. Nadie decía nada. Tenían calor y procuraban aparentar aburrimiento, como en una tarde normal. Había ya unos treinta Tronos en el gran salón, y el calor aumentaba. Poco a poco, el día se convirtió en atardecer. El calor caía sobre ellos mientras en el exterior crecía el ritmo de las explosiones.
Alguien llamó a la puerta. Era su Funcionario del Comité de la Juventud, Mannie Bernstein. Nadie le quería allí, pero sabían que vendría; ya habían pensado en ello. La cara redonda de Mannie asomó por el borde de la puerta. Esperó allí porque, aunque les había conseguido el club a través de la Asociación de Comerciantes de la zona, y aunque había hecho mucho por ellos, el protocolo era un asunto delicado. Tenía que esperar hasta que le invitasen a pasar. Era sólo cuestión de cortesía, pues estaba seguro de que se había ganado de sobra el derecho a entrar…, pero eran los muchachos quienes tenían que decidir. Violar aquella regla produciría resentimiento. La virilidad de aquellos muchachos era algo delicado y fácil de herir. Mannie esperó unos largos segundos… medio minuto. Le hacían esto a veces; así mantenían su identidad. Mannie sonrió; que desahoguen su hostilidad. En realidad, no sabían qué hacer y esperaban que Ismael les diese la señal. La sonrisa de Mannie se inmovilizó. Cuando ya estaba a punto de marcharse, alguien dijo: «Pasa hombre, pasa». El funcionario no supo cómo dio la señal Ismael. No le había perdido de vista y no había podido ver nada. Sin embargo, la señal había salido de aquella silla de limpiabotas de la derecha del pedestal de contrachapado, recorriendo luego toda la cadena de mando hasta llegar a la puerta. Tenía la camisa empapada de sudor. Entró, procurando sonreír.
Ahora había que invertir la cadena de mando, saludando a los muchachos. Mannie cruzó el salón repartiendo sonrisas a todo el mundo, incluidas las chicas, hasta llegar al trono. Pero cuando llegó al Presidente, advirtió que pasaba algo. Sobre su suave piel negra brillaba agradablemente un pequeño aro de oro, a modo de pendiente, que le daba un aire exótico y peligroso pese a aquel elegante atuendo veraniego.
—Bueno, ¿qué hay, cómo van las cosas, hombre? —preguntó Mannie.
El Hombre no contestó de inmediato, una prueba más de que algo iba mal. Pero de nuevo el protocolo se imponía: Mannie no insistió.
Echó un vistazo alrededor e identificó las señales: el juego de cartas que siempre precedía al follón, la frialdad forzada, el aburrimiento fingido, los bostezos, las chicas detrás mostrando su ansiosa sexualidad, los bongos murmurando como tambores de guerra. Se volvió a Ismael. Secretario hizo un gesto invitando a Mannie a sentarse. Mannie arrimó una silla al pedestal y se echó hacia atrás en ella para poder mirar la cara de ídolo de Ismael. Intentó iniciar una conversación, tratando de romper la frialdad y poder adivinar qué pasaba. Ismael siguió mirando fijamente hacia la calle, pero eso no quería decir nada. Ismael nunca se centraba en nada. Alguien subió la radio. Atronaron los bongos con más fuerza. Consejero de Guerra alzó la voz para contestar a Mannie.
Mannie estaba especialmente orgulloso de Ismael, que era la joya de su carrera, el mejor y más espectacular resultado de seis años de trabajo social con delincuentes. Pero, ¿cuántas veces se tropieza uno con un Ismael? Si lograba mantener a Ismael derecho otro año o así, el muchacho acabaría los estudios medios y puede que llegara a interesarse por la universidad. Porque Ismael había sido la estrella más brillante del firmamento de la Escuela Pública y el genio rebelde del Instituto de Enseñanza Media Baruck Laporte Jr., donde durante dos años había constituido el mayor motivo de conversación, desesperación y odio de todos los profesores. Mannie había redimido poco a poco a Ismael, abriéndole a las mejores cosas de la vida (interés por el trabajo, libros), e incluso llevándole a su propia casa. Mannie había canalizado los impulsos subjetivos de Ismael por pautas socialmente aceptables. Ismael seguía manteniendo, por supuesto, la jefatura de los Tronos de Delancey: un poder demasiado dulce para dejarlo. Pero los Tronos de Delancey ya eran un club casi social. Tiempo, pensaba Mannie, hay que darle tiempo. Esperaba que ahora no retrocediese y lo estropease todo.
El Funcionario tanteó delicadamente, lo más delicadamente que podía, sin preguntas directas. Todo indicaba que se fraguaba un lío. Pero no había ningún conflicto manifiesto con ningún otro ejército. Nada había a alterado el pacto del año, aunque algunos periódicos intentaron iniciar algo publicando murmuraciones falsas y ofensivas. Pero nadie picó. Mannie agotó la charla convencional sobre el tiempo, deportes, bailes, Cuatro de Julio… era como si hablase a un mudo, a la cara de piedra de un ídolo. También identificaba aquel papel. Le enfureció y procuró mantener su sentido de la comunicación. Paciencia, pensó… los finos labios de Ismael no se movían. Procura no desperdiciar las fuerzas con el calor, pensó Mannie. A las cuatro menos diez, las chicas empezaron a irse. A las cuatro sólo quedaban los hombres. La radio comunicó, en aquel tono frenético y desmadrado: «… y ahora, para todos los chicos y chicas del Club Social Paradise, estos surcos… se trata de los Beatles, muchachos, en…».
Nadie dijo que la partida de cartas debía concluir. Simplemente se acabó. Algunos chicos se levantaron. Salieron en pequeños grupos, procurando mostrarse indiferentes.
A las cuatro y cuarto no quedaban en el club más que Ismael, Consejero de Guerra, el hombre de Ismael, Secretario y un corpulento guardián que estaba apoyado contra la pared. Ismael se levantó. Secretario dijo a Mannie:
—Creo que nos largamos. Hace calor. Iremos al cine.
—Sí, claro… lo comprendo, hombre. ¿En qué otro sitio se puede estar fresco? —repuso Mannie a Secretario, esperando que le invitasen a acompañarles. Pero nadie dijo nada—. Ahora recuerdo aquel viaje en barca de que hablamos hace una semana —comentó, dirigiéndose a Ismael.
—Más tarde, hombre —dijo Consejero de Guerra.
Ismael recorrió el salón seguido de su escolta y salió, dejando solo a Mannie. No había conseguido nada. Ismael ni siquiera había hablado con él. Fue a la pastelería del barrio, en busca de alguno de los muchachos, de alguien a quien pudiese sacarle lo que pasaba. Pero no había por allí nadie de entre catorce y veinte años. En la confitería consiguió calderilla para ponerse en contacto con funcionarios del Comité de la Juventud de ejércitos vecinos y con el cuartel general del Comité de la Juventud. Quizás ellos supiesen lo que pasaba. Cuando entraba en la cabina, un chaval lanzó un petardo justo detrás de él.