El último consejo y la confesión:
«Reina, si te tienes que hacer rica
riéndote de tu madre, pues nada,
así sea.»
Pues sí, lo confesé. En mitad de todo este proceso, la drama mamá descubrió que era la drama mamá. Yo me esperaba algo muy intenso, algo tipo lanzamiento de platos, gritos: «¡Cómo se te ocurre! ¡Te voy a matar! ¿Tú para qué tienes que hablar nada de lo que pasa en casa?» Pero no. Ciento y un consejos y, en realidad, no conozco a mi madre.
Allá por marzo de 2011, y por sugerencia de los lectores del blog, presenté un boceto de este libro a la editorial. No pensé que pudiera salir adelante, pero ellos se interesaron. Al mismo tiempo, el blog se me estaba yendo de las manos. Me empezaron a hacer entrevistas, y algunos medios y blogs (con mucha influencia) empezaron a hablar de la drama mamá. Me desbordó. Pero mi alarma saltó el día que una amiga me dijo que leía una bitácora sobre madres y que la protagonista era igualica a la suya pero que aún se parecía más a la mía. Y al decirme el nombre, en mi cabeza resonaron hasta las trompetas del juicio final. Así que me dije (porque yo soy muy de decirme cosas): «Confiesa antes de que te pillen, porque te van a pillar. Siempre te pillan. ¿Por qué será? ¿No sabré tener secretos? ¿Qué consecuencias tendrá esto en mi futuro?» Es que yo me digo cosas y también me meto en espirales existenciales en un pispás.
Bueno, el caso es que me dio una ciática de caballo que me dejó postrada durante quince días y mis padres vinieron a verme a Madrid. Quizá tuvo algo que ver el Diazepam, pero en cuanto vi una posibilidad lo solté todo. También contribuyó el Myolastan. Eso también.
—Mamá, papá… Tengo algo que contaros. —Fue decir eso y en la cara de mi madre se podía leer: «Está preñada, está preñada. Soltera, sin trabajo fijo, de alquiler y embarazada. Dios mío, ¿qué habremos hecho mal?» Antes de que siguiera con ese discurso mental y de que, en un ataque de desesperación, me lanzara algún objeto, seguí—: Eh… eeem, es que tengo un blog.
Me protegí la cabeza y cerré los ojos. Típico gesto inteligente de supervivencia. Pero no dijeron nada. Entreabrí un ojo y su cara era de: «¿Un blog no será una manera moderna de llamar a un bebé? ¿Un blog no serán drogas? Seguro que son drogas.» Así que proseguí mientras me levantaba a cambiar un jarrón de sitio para alejarlo de la vista de mi madre:
—Pues es un sitio en internet donde hablo de cosas…
—¿Qué cosas? —Mi madre no sabe de internet pero tiene intuición la jodía.
—Pues no sé, de todo un poco: de mi infancia, de la educación, de consejos de madres, de disfraces, de juguetes…
—¿Pero tú para qué hablas de eso si no tienes ni idea de maternidad? —Mi padre me miraba ojiplático, sabía que había más. Siempre hay más.
—Bueno, es que hablo desde el punto de vista de una hija. De cosas que me pasaron de pequeña, y un poco de ti. —Esto último lo dije en un susurro. Pero tan bajito que ni estando a mi lado Superman y David el Gnomo lo hubieran oído. Pero ella lo oyó. Malditos superpoderes maternales.
—¿De mí? ¿Se puede saber qué dices de mí?
Mi padre, todo un conocedor de las mejores técnicas de evasión, se levantó despacito y se fue a un sofá más alejado. Me pareció oír que rezaba.
—Pues no sé, cosas, consejos que nos dabas, como «si tragas un chicle se te pegarán las tripas», o cuando nos decías que no eras la dueña del Banco de España… Cosas.
—Chica, pero si eso lo dicen todas las madres. Tampoco es que inventes la pólvora. ¿Y la gente lo lee?
—Sí, y le hace gracia… Bueno, también cuento cómo me ponías las lentejas en un bocadillo, y nuestras visitas a urgencias…
—No me lo recuerdes, que se me pone mal cuerpo sólo de pensarlo. Pero esto ¿lo leen tus amigos o más gente?
—Pues más gente… Aunque lo llevo en secreto, sin poner mi nombre ni nada.
—Sí, claro, para que no me entere yo. Que nos conocemos, nena. ¿Cuántos no amigos dices que leen esto?
—Pues el último mes unas treinta mil visitas… —Me temblaba la voz, y hablo en serio—, aunque las cifras en internet son raras, no son personas realmente, es gente que entra al blog. En realidad son menos usuarios únicos…
—No me líes con moderneces. ¡¿Treinta mil personas?! Pero ¿qué le pasa a la gente? ¿No tienen vida o qué? Estamos locos. Te digo, nena, que el mundo se ha vuelto loco si a treinta mil personas les interesa saber que te puse lentejas en un bocadillo. Porque, hombre, tú siempre has sido muy sociable, pero de ahí a tener treinta mil amigos…
—Si quieres te lo enseño… —Miré al sofá, y mi padre ya no estaba. Le acerqué el ordenador a mi madre y, después de buscar las gafas de ver de cerca durante diez minutos en su bolso, empezó a leer. Yo no podía apartar los ojos de su cara, esperando la señal, el «corre, nena, corre». Pero no, estaba seria, concentrada. Le fui enseñando posts aquí y allí. Bueno, los más facilitos… Y de repente habló:
—Pero, nena, la gente se va a pensar que yo soy así, y chica, has exagerado mucho. Que sí, que he dicho muchas de esas frases, pero ¿todo lo demás? Que tienes mucha fantasía, te lo he dicho mil veces, que ya se te podían haber dado mejor los números y no las palabras. Toda la vida imaginando… En fin, me tocó una hija imaginativa, qué se le va a hacer, podías haber sido funcionaria, que la vida del funcionario es muy segura, pero no, a ti te gustaban los libros. ¿Y dices que a la gente le hace gracia? Pues no sé, chica, yo no lo veo tan gracioso.
—Me escribe mucha gente que ha recibido los mismos consejos —seguí diciendo muerta de miedo. «Ahora es cuando agarra el plato y me lo lanza», pensaba, presa del terror. «Ahora va a leer esto y va a ver aquello. Tengo que alejar ese otro cacharro de su lado.»
—Pues lo normal, nena, lo normal. Que aquí no hay nada que yo haya inventado. Esto lo hacíamos todas las madres. ¿Has contado que te llevaba con el arnés? Como un perrillo, seguro que a la gente eso le hace gracia. Eso sí que era gracioso.
—¿Me llevabas atada?
—Es que si no te ataba, te perdía, y tu abuela Aurora también. Tu abuela se negaba a sacarte a pasear de pequeña, si no era con el arnés. Que ya te he dicho mil veces que tú eras una niña convulsa. Ibas muy graciosa, tirando de tu abuela por la calle como si llevara un rottweiler… ¡Ay, qué recuerdos! Si yo creo que a ti te gustaba perderte en los sitios para oír tu nombre por megafonía. Mira, lo primero que te enseñamos a decir fue la dirección de casa y el teléfono, para que la policía no diera muchas vueltas.
—Pero ¿iba atada? No me acuerdo.
—¡Uy! Pues te tengo guardado el arnés en el trastero, de recuerdo; es muy mono, ya lo verás. Igual cuando tengas hijos (que ya va tocando, nena) te viene de maravilla. Me hizo una ilusión cuando lo encontré… Porque tú mucho dices aquí que no vas a utilizar estas frases. ¡Ay! Lo que me voy a reír yo cuando te oiga decirlas… —Le echó un vistazo por encima—. Pero ¿ya estás con lo de la Barbie? Chica, qué trauma más tonto, con la de cosas que hay en la vida y tú por una muñeca feúcha, tanto trauma. Que no sabes qué es importante en la vida, te lo he dicho mil veces.
—También cuento lo de los disfraces. Incluso he publicado una foto de cuando me disfrazaste de vieja chocha.
—Tú siempre queriendo ser princesa. Pues es el mejor disfraz que has tenido, que lo sepas. La más salada de todo el cole. Guapa no estabas, no, pero en la vida no hace falta estar guapa siempre. ¿Y el de elefante? ¿Has contado lo del disfraz de elefante?
—También.
—Me lo imaginaba. Pues mira, en tu cole había diez princesas, diez hadas, diez Caperucitas, diez Blancanieves, pero sólo un elefante. Y estabas graciosísima. ¿Te acuerdas de que tenía una polea para que se te levantara la trompa? Todo el mundo se acuerda de ese disfraz; si supieras la cantidad de veces que me lo han pedido…
—Tú no se lo des a nadie, mamá, por favor. Pobres niños.
—Qué pobres niños ni qué ocho cuartos, la vida está llena de niñas que se creen princesas, que quieren ser como la Barbie y que sólo beben Coca-Cola, pero, para ellas, la vida va a ser igual que para ti, y tú tienes otras defensas, otro humor. Tú deberías saber ya lo que es importante en la vida, y las princesas no lo son. Porque también habrás contado lo del disfraz de basura.
—También.
—Vamos, que lo has contado todo.
—Pues más o menos…
—Bueno, y has añadido un poquito, porque esto es muy exagerado. A ver, esta frase no es mía, ésta es de tu abuela Aurora. ¡Uy!, y eso de que cojas las curvas recto, eso son las tías Carmen y Paqui; y esto yo no lo dicho. —Iba señalando por el blog, estupefacta—. Aunque mira, con lo que he leído de la gente que te escribe, la mitad de las madres de este país han dicho estas frases. Lo normal, nena, lo normal. Esto es la vida normal. ¿Dónde está tu padre?
—Creo que en el baño. —Dichoso escapista.
—Pues vamos a comer que ya es hora. ¿Cómo dices que entro yo aquí para leer esto?
Así fue como mi madre se convirtió en una lectora más del blog. Los primeros posts fueron complicados, porque yo me autocensuraba para que no se enfadara, hasta que un día todo cambió. Estábamos en mitad de una bronca por un vestido que no le gustaba:
—Nena, es que sólo te compras pingos. Pero mira qué telilla más fina. Eso no abriga ni nada. Te lo pones dos veces y ya parece que está viejo. Con lo bien que podrías ir y la pinta que me llevas siempre.
—Pero a mí me gusta.
—Mira, si yo te hubiera dejado hacer todo lo que te gustaba ahora estarías en un programa de rehabilitación, seguro. Ah, y escribe esto en el blog, ya verás cómo me dan la razón. Venga, a poner la mesa, que con tanta cháchara se nos va a hacer tarde.
A partir de ese momento el blog pasó a ser una amenaza tipo:
—No me regañes más que lo pongo en el blog —le decía yo.
—Tú ponlo, que te crees muy especial y muy sufrida, y todas las hijas de España tienen la misma madre que tú. No te extrañes si un día me abro yo un blog. «Cómo no tener la hija más desastre del mundo.» El otro día me llamó Rosa Mari, la madre de Laura, para decirme que en el último post me daba toda la razón.
—¡Mamá! Te dije que no quería que la gente supiera que era yo.
—Pero qué tontería es ésa. Pues que sepas que llevo un papelico en el bolso que me escribió tu hermana, para contarle a la gente cómo lo puede mirar. Porque esto de internet es un poco pesado. ¿En papel no puedes dármelo?
—Eh… Bueno, eso es otra cosa que os quería contar. Hay una… hay una editorial que está interesada en publicarlo…
—¿Pero en plan libro? ¿Con tapas y hojas y cosas normales?
—Sí.
—¡Uy! Pues perfecto. Así se lo puedo dar a todo el mundo, que lo de internet hay mucha gente que no lo entiende. ¡Ah!, y tengo que hablar con el librero para que te lo coloque bien. Que he leído que eso es muy importante.
—Pero ¿no te importa?
—Ya te encargarás de explicar lo exagerada que eres, reina. Más te vale. ¿Me estás oyendo? Y mira, si te tienes que hacer rica riéndote de tu madre, pues nada, que así sea. Venga, cierra ya el ordenador y vamos a comer, pero péinate un poco, hija. Retírate el pelo de la cara, por favor, que estás mucho más guapa cuando se te ven los ojos, reina.
Mi madre sólo me llama «reina» cuando está de buen humor.