CAPÍTULO 66

Nena, vas a ver qué bien en el

campamento al que te he apuntado

Yo he sido una niña de campamento. Y los niños de campamento somos una raza superior, sólo justo por debajo de los niños internos. Si te parece osado decir esto, es que tú no has sido niño de campamento.

Un niño de campamento evoluciona rápido, se adapta al medio, sobrevive a base de pan duro y sabe cómo esquivar casi cualquier tipo de humillación. No os engañéis. Los campamentos son a los niños lo que la mili a los adultos: una faena que te curte a base de bien. Y yo he sido una niña de campamento porque mi madre me mandó a uno todos los veranos desde los 9 años. Ella lo llamaba sus vacaciones, «por fin, que ya era hora de tener un ratito para mí». Yo lo llamaba «mi castigo por ser una niña tan revoltosa». Y hacía propósito de enmienda de ser más buena para no acabar otra vez allí. Nunca funcionó.

—Nena, vas a ver qué bien en el campamento al que te he apuntado.

—Pero yo no quiero ir…

—Pero yo sí quiero que vayas; además, que vas a hacer muchos amiguitos.

—Yo ya tengo amigos.

—Pues te haces más, que siempre vienen bien en la vida. Además, vas a aprender un montón de cosas nuevas. Y que no me tengan que llamar para traerte a casa, que te mando interna.

Primer campamento, 9 años:

Unas colonias con, calculo, otros trescientos niños más. En un pueblo de Gipuzkoa en el que no paró de llover en quince días, con lo que estuve conviviendo con una jauría dentro de un patio interior. Creo que perdí capacidad auditiva. Aprendí a tirar comida desde la ventana con una puntería que ya quisieran los GEOS. Adelgacé siete kilos. Descubrí que los niños que sufrían lo que se llamaba «mamitis» (es decir, los que no paraban de llorar) reciben peor trato de los otros niños. Pasé de la mamitis. Sobreviví.

Segundo campamento, 10 años:

Colonias también. Con uniforme: pantaloneta y camiseta. Otros trescientos niños. Cada uno tenía un número. El mío era el 112. Así que cuando había colada, los monitores cogían un enorme carro de ropa y comenzaban:

—Bragas del 97, calzoncillos del 15, camiseta del 23. —Y los niños iban a por ellas—. Bragas del 112… A ver ¡112! Bragas rosas con puntillas, ¿112…?

Aprendí que hay niñas que con 10 años descubren que es mejor lavarse las bragas por la noche y nunca salir a recoger aquel despropósito públicamente. Perdí cinco kilos y siete bragas.

Tercer campamento, 11 años:

En tiendas de campaña. En plan salvaje. Aprendí que los niños gordos no pueden subir en tirolina, que los gamusinos son mentira (eso sí, después de sufrir la humillación), que en los campings hay supermercado y que una niña puede sobrevivir a base de leche condensada quince días. Perdí seis kilos, el saco de dormir y un pijama. «Que no entiendo cómo lo haces, nena, ¿pero dónde has dormido?»

Cuarto campamento, 12 años:

Era un campamento de marchas en Jaca. Aprendí que el agua da flato, que en cambio existen unos simpáticos monitores que te dan un limón para chupar y que no tengas sed mientras andas diez kilómetros. Aprendí que los limones no quitan la sed y tampoco el flato. Y que jugar a la gallinita ciega cerca de un lumigás es una idea nefasta. Pero sobre todo aprendí a suplicar que no llamaran a mi madre. Sobreviví.

Quinto campamento, 13 años:

En inglés. Aprendí de todo menos inglés: cómo cazar murciélagos, a pintar moscas, a colgarle latas del rabo a los gatos y, sobre todo, que ya era una sénior de los campamentos con una ingente cantidad de leche condensada preparada, y que los niños con 13 años no saben la diferencia entre un golpecito y partirte una pierna. Perdí 4 kilos.

Sexto y último, 14 años:

Con una familia inglesa en la costa, con otras cinco niñas. Aprendí algo de inglés, que los chupitos de tequila están más ricos que la leche condensada, que no hay nada como un amor de verano valenciano, que puedes escaparte de una casa saltando desde un segundo y no partirte nada, que la playa a las cuatro de la madrugada es mucho mejor, que fuera de casa te puedes pintar como una pilingui y que el mundo del campamento había mejorado considerablemente. Mi madre aprendió que se habían acabado los campamentos para siempre.

Consecuencias del consejo:

Todo tipo de gritos e improperios a costa de todo lo que perdí en los campamentos: zapatos, linternas, pantalones, mochilas, una uña del pie y, sobre todo, los kilos. Según me recogían íbamos directos al pediatra a hacer una revisión completa.

También aprendí que a mi madre sus vacaciones de mí no le servían para mucho.

Admiración total por las niñas internas de mi colegio, supervivientes natas.

Cierto empacho de leche condensada que me dura hasta la actualidad.

Excepciones para utilizarlo:

Ya veremos, porque como seáis los típicos blandos con mamitis, no sobreviviréis. Os lo digo yo. Prometo no mandaros con ropa interior vergonzosa y daros dinero para leche condensada, por si acaso. Pero futuros hijos míos: yo he hecho rápel, espiritismo en una tienda de campaña a las tres de la madrugada, sé orientarme con una brújula, hacer un vivac, quitarle el aguijón a una abeja y, bueno, algo de inglés. Así que ya os puede parecer divertido porque estáis jodidos. Eso sí, a los 13 años, se acabó lo que se daba. Eso también lo he aprendido.

Versiones:

«Yo fui niña de campamento hasta los 17. Y comparto el empacho de leche condensada, no la he vuelto a probar. Ni eso ni el magro de cerdo. Mis consecuencias son infinidad de cicatrices y conocimientos la mar de absurdos como saber hacer nudos, o montar una ducha con un andamio y un par de dobles techos. Pero eso nos da la oportunidad de tener nuestras propias historias de “abuela cebolleta”.» Drew

«¡Jo! ¡Qué suerte! Yo nunca fui a un campamento porque mi madre decía que en los campamentos o abusaban de los niños o se ahogaban en el pantano (por una noticia que saldría en la tele) y a ella se le quedó; y claro, ya en todos los campamentos del mundo entero abusaban de todos los niños y en todos los pantanos se ahogaban niños. Todos los veranos pataleaba por ir a uno y eso me traumatizó, porque ahora mi hijo (9 años) me está pidiendo ir, y yo me cago de que le pase algo y oír gritar a mi madre: “Si ya lo decía yo, los campamentos no traen nada bueno.”» Bea

«Yo nunca fui de campamento y creo que fue lo mejor que me pudo pasar: tengo una drama mamá cuya mayor afición es el teléfono: “Llámame nada más llegar, que si no me llamas ya sabes que no vivo.” Esto en la época en la que no existían los móviles era muy, muy estresante. “Llámame todos los días, por lo menos dos veces, que si no me llamas ya sabes que no vivo.” ¿Te imaginas ser la niña del campamento que todos los días tiene que buscar una cabina no una, sino dos veces para llamar a su mamá? Mejor no haber ido.» Zulú

La opinión del experto:

«Yo he estado toda la vida en campamentos. Desde los 7 años, he sido jefe de campamento, llevé a niños deficientes mentales cuando eso en España no existía. He aprendido de todo: el esfuerzo, la voluntad, la risa compartida, el contacto con la naturaleza, mirar a las estrellas y hacerme alguna pregunta inteligente, la soledad.» Javier Urra, pro campamento total