CAPÍTULO 39

No tires eso, que se puede aprovechar

Según mi madre todo se puede aprovechar; en especial, la ropa. Éste era básicamente el ciclo de la vestimenta en mi casa.

Primero, te vestías con ropa heredada:

—Las camisetas que mis primas no querían porque: A) eran de propaganda de la carnicería del barrio, B) eran de algún color espantoso, por ejemplo verde lima a aguas, C) tenían un estampado completamente equivocado. Una vez tuve un chándal con un print de leopardo en rosa y morado, de un tejido que a mi madre le parecía lo más de lo más: el táctel. «Nena, no se plancha, no se ensucia y es casi impermeable», me decía tan ufana. «Ya, mamá, pero brillo demasiado, reflejo la luz como el faro de la bici y me resbalo de la silla», decía yo menos ufana. «Pues te agarras mejor, que te quejas por cualquier cosa.»

—Cuando ya estaban completamente pasadas de moda y habían perdido su color, las ropas heredadas pasaban al cajón de los disfraces. «Guarda eso para el disfraz de fin de curso. ¿De qué querías ir? Ah, sí, de Madonna, ya vas a ver qué éxito.» «Mamá, Madonna no lleva chándales de táctel. Esa ropa es supercutre incluso para un disfraz.» «Y tú eres demasiado superlistilla, que con la pinta de fantoche que llevas, cualquier cosa te sirve.»

—Cuando ya me había disfrazado de Madonna unas cuatro veces, y tres de zíngara (ella lo llamaba de zíngara, pero las mendigas del barrio quedaban glamurosas a mi lado), la ropa se transformaba en paños de cocina.

—Cuando los paños de cocina usados habían perdido la dignidad, les llegaba el turno de ser mopas para el suelo. «Ponte esos paños en las zapatillas y arrástrate por la casa, que hay que sacarle un poco de brillo al parqué que lo tengo muy tristón. ¡Nenaaaaa! (ésta es mi madre gritando desde la cocina). Y no derrapes, que la última vez que derrapaste, ¿te acuerdas de lo que pasó? Te lo voy a recordar, por si acaso: conseguiste ponerte el dedo pequeño del pie mirando hacia el talón. ¿Te acuerdas ahora? Sí, nos acordamos todos, ¿verdad? Hasta el médico aquel que te sacó fotos porque nunca había visto una fractura así, que ya le dije yo, que la niña nos ha salido especial hasta para partirse un dedo. Pues eso, nada de derrapar.»

—Y ya, por fin, aquella ropa inmunda conseguía su merecido descanso.

Segundo ciclo económico de la ropa: ésta era la parte en la que mi madre me compraba ropa, sólo para mí. Pero, ¡ah!, no hay que emocionarse antes de tiempo. La premisa era: comprar todo dos tallas más, para cuando creciera:

—Te está un poco grande, pero así te lo podrás poner dentro de un par de años —me decía mientras trataba de colocarme un falda que a Montserrat Caballé le hubiera quedado holgada.

—Pero mamá, si me la piso al andar, que parece que tengo cola y aquí dentro cabe otra niña gorda.

—Tonterías. Que creces muy rápido y no hay que tirar el dinero, que como tú no lo ganas, pues no sabes lo que cuesta conseguirlo. En un par de meses te quedará estupenda, que te quejas por todo.

—Pero mamiiii, si las mangas de la chaqueta me llegan a las rodillas.

—Va, va, eso lo remangamos un poco… —Y me subía todo el exceso de tejido por los brazos.

—¡Mamá! Ahora no puedo doblar los codos.

—Pues mejor, así no te arrugas la ropa.

Pasados los dos años:

—Mamá, esta falda me está muy corta.

—Anda, anda, si no enseñas las piernas ahora, ¿cuándo lo vas a hacer?

—Pero me da frío, que justo me tapa el culo.

—Pues te pones unos leotardos, que eres muy quejica.

—Y tiene un agujero.

—Uy, nena, te he comprado unas pegatinas de Snoopy de esas que se planchan a la ropa y lo tapan todo, y encima le dan otro aire que parece nuevo.

—Pero mamá, Snoopy es para niños y la chaqueta a juego me queda como si fuera de manga corta.

—Ay, qué cansada eres. Ahora se llevan así, se llama manga francesa. Es lo último, y Snoopy también.

Pues eso, el reciclaje lo inventó mi madre, e imaginación no le faltaba para colarte cualquier cosa. Cuando ya no había manera de meterse en aquellas faldas, cuando le había sacado las pinzas al uniforme porque las tetas ya no entraban allí dentro, cuando las chaquetas se convertían en manga a la sisa, entonces, sí:

—Pues se lo das a tu hermana, que seguro que le queda monísimo.

Consecuencias del consejo:

Mi hermana me odia un poco. Le encanta estrenar ropa y llamarme para decírmelo. No se lo tengo en cuenta: después de que ella tuviera que llevar aquel espantoso chándal de táctel, al que ya le habían puesto rodilleras después de mi segundo derrape, oye, le perdono lo que sea.

Segunda consecuencia: yo todavía me pongo la ropa de los 17 años. Ahora a mi madre no le hace ninguna gracia, claro:

—Nena, tienes 33 años, ¿no crees que ya puedes tirar esa chupa de cuero que te compré en segundo de BUP? Que yo recuerde era azul marino, y ahora es gris.

—Pero ¿no hay que aprovecharlo todo?

—Sí, pero también hay que encontrarte un marido (golpe bajo), y con esa pinta de indigente no te van a querer ni los de Cáritas.

Pequeña depresión tipo: voy a morir sola.

Excepciones para utilizar el consejo:

Futuros hijos míos, tenéis suerte. En mi época no había Primark ni H eso sí, no quiero saber nada de derrapes y vosotros no tendréis que saber nada de coderas. ¿Queda claro?

Versiones:

«Llevé la primera chaqueta de pana de mi padre (se la compró antes de irse a la mili) hasta hace dos días, y todavía sigue rodando por mi casa. Porque no es plan de tirarla, que está “nueva”. Estamos hablando de una chaqueta con 43 años a sus espaldas, que mi padre va ya por los 60. De mis chándales y mis camisetas con GRÚAS PACO y CEMENTOS BENÍTEZ E HIJOS no te digo y te lo digo . Consecuencia en mi vida: la misma. Tengo ropa que me pongo desde los 17 años (en la que quepo). Naturalmente a mi drama mamá no le gustaba esa ropa cuando yo tenía esa edad, y ahora le gusta todavía menos, porque no es ropa de señora sino de porrera arrastrada.» Mortiziia

«Mi madre me obligó a llevar una “austríaca” de mi abuelo en el primer cotillón de Nochevieja al que fui. Si mi intención era pillar cacho esa noche tan especial, se fue todo al garete.» Alber

«Yo casi no tenía ropa: al cole de uniforme, el sábado de chándal (el mismo siempre, todo el invierno-otoño-primavera) y el domingo una muda que sólo era para ir a misa, o a una fiesta de barrio, que te la ponías en el momento de salir de casa y te la quitabas nada más terminaba el evento. Mi madre odiaba ir de compras, así que yo tenía que tirarme años con lo mismo. De niña tuve suerte por ser la mayor: no heredaba nada. Pero cuando entré en la adolescencia, yo quería tener algo más de ropa y, como no era posible, rebuscaba en las cajas de ropa retirada de mi madre y de allí sacaba alguna prenda. Así descubrí el vintage. Sin ir más lejos, mi primer sujetador fue de mi madre. ¡Ni mi primer sujetador pude estrenar!» Bea

«Mi madre arregló de cintura los pantalones y el lobo marino de cuando mi tío hizo la mili en la marina, y me los plantó. En esa época llevar pantalones pata de elefante era condenarte directamente al ostracismo en el colegio. De unas cortinas me hizo un traje de fin de año (decía: «Mira, hija, como Escarlata O’Hara»). Cuando el chándal de táctel de mi prima pasó a mí y ya no dio más de sí, nos hizo ¡biquinis! Eso sí, sólo la parte de abajo porque no daba la tela para la de arriba. La cazadora vaquera forrada de borreguito tipo western americano todavía anda por mi casa y todos los inviernos me la quiere endilgar (ya tengo 37 tacos), al igual que la chaqueta de cuero con superhombreras tipo Duran Duran.» Bea