III

EN LA MISMA Venta del Mantineo estaba de moza de tabla y aguamaniles una llamada Lula, y sabiendo el huésped que Eumón curioseaba en las historias de doña Inés, se la llevó al tracio, ofreciéndole que por el regalo de una falda bajera, la muchacha le contaría lo que pasó yendo ella acompañando el cadáver de un sastre dicho Rodolfito, que lo llevaban a enterrar a la aldea de su viuda, que tenía un nicho al lado de una ermita en la que se veneraba a san Procopio, patrón de los gallos tartamudos, y en el camino pidieron permiso a doña Inés para posar el ataúd en el jardín de la torre, mientras los llevadores almorzaban en una taberna. Eumón aceptó la propuesta del Mantineo, y la moza, que era bonita y aparentaba muy limpia, el pelo recogido y las orejas pequeñas, y ladeaba un poco los ojos, lo que le hacía mucha gracia, contó que salió doña Inés a la puerta, y al pedido de la viuda contestó que podían posar, y lo hicieron en un banco de piedra. La viuda, como las buenas formas lo piden, comenzó a hacer el llanto del difunto. Era una mujer pequeña y delgada, pero con un hermoso pelo, que lo derramaba por la espalda, por debajo del pañuelo de seda negro.

—¡Ay, mi Rodolfito! ¡Ay, gentileza! ¡Ay, que no tuviste tiempo de gastar el sombrero que llevaste a la boda! ¡Ay, que no lo cansaban las manos en el azadón! ¡Ay, que lo sembrado por ti daba mil por uno, plantas lozanas!

Cuando cesó de llorar, explicó la viuda que su marido era sastre, pero que ella sólo sabía el planto que ha de hacerse a un marido labrador, y que lo importante, a lo que asintió doña Inés, era decirlo sentido. Acompañaban al sastre Rodolfito, además de su viuda, que era la legal, dos mozas, Alcántara y Liria, esta última la misma que contaba el suceso. Liria confesó que a ella le repugnaba el dolor de la viuda, porque sabía de buena fuente que hacía más de cinco años que el difunto no dormía con ella.

—Yo no me llevaba tampoco con Alcántara, que era otro de los amores del sastre, y discutiendo ambas con la viuda vinimos a descubrir muchas cosas de nuestro Rodolfito, que yo se las tengo perdonado, y me pasmo de no haber sentido celos. Resultó que el sastre se ponía en la puerta de la tienda cuando Alcántara pasaba, y si tenía prendida en la solapa una aguja con hilo verde, era que quería tener un parrafeo en la alameda. Yo era la del hilo colorado, y cuando lo tenía en la aguja, yo tenía que salirle por detrás del palacio real. Para Alcántara se perfumaba con lima y para mí con orégano macho, en lo cual descubría cierta decencia y gentileza, pudiendo decir cada una que teníamos amores diferentes. En esto concordó doña Inés, que estaba muy atenta a nuestra conversación. Confesó la viuda que de novios, en las citas, Rodolfito la llamaba Endrina, Sevilla o Arabia, pero yo no le permití que me llamase de otra manera, como a él le gustaba, que podía existir la nombrada. A Alcántara, en cambio, le placía que le cambiase de nombre, y siempre llegaba a ella con una copla, poniendo en verso el nombre de una enamorada famosa. Alcántara decía que parecía como si lo trajese en el bigote, semejante a gotas de fresco rocío. «¡Te traigo —le decía— doña Galiana de Francia! ¡Pon la oreja en mi boca!». Y le cantaba aquello de «Galiana, donde va la manzana, tan temprana». Y Alcántara contó cómo le hacía cosquillas con el bigote rizado, y otras caricias, escandalizándose la viuda, que se santiguó de la rija del marido y de la liviandad de la moza.

—¡Era un perrito, fuera el alma! —decía la viuda.

—Pero Alcántara retrucaba que ese era el mérito que tenía, y fue llegando a este punto cuando entró en el asunto doña Inés, que vimos que era un alma loca «Contaba Alcántara, y puedo repetir sin error sus palabras, porque eran las mismas que a mí me decía, salvo mudarme el nombre, que sentados ambos en la hierba, en el Campo de Armas, el sastre la abrazaba diciéndole:

«—Quisiera correr como agua por encima de ti, tomar tu forma, envolverte, mojarte, hervir en ti como en una caldera de hierro esmaltado. ¡Quisiera que no hubiese más noches en el mundo que esta, más mujer en el mundo que esta, más calentura que esta, doña Inés del alma mía!».

Y fue en diciendo eso de doña Inés del alma mía cuando se sobresaltó la doña Inés condesa. Fuese hacia Alcántara y se interpuso entre ella y la caja del muerto. Me parece que la estoy viendo, desgarrándose el corpiño.

—¿Doña Inés? —le preguntaba a Alcántara.

—Sí —respondió esta—. ¡Cuando más me gozaba, más me llamaba doña Inés!

—Y entonces la señora, despeinándose, descalzándose, comenzó a gritar, a llorar y a suspirar, diciendo que aquello de doña Inés por ella era, que gastaba el nombre en otra no habiendo podido conseguirla. «¡Era por mí! ¡Este muerto es mío! ¡Este era el que me amaba y me mandaba canciones por jilgueros!». Yo callaba, que conmigo Rodolfito estaba en paz, y además ya estaba apalabrada con un ganadero. Y doña Inés venga a arremeter contra Alcántara, y a decir que si ella le pedía a Rodolfito un ruiseñor que supiese llorar, Rodolfito se lo mandaba, y que ella, si quería, sería la dueña de las aves cantoras de toda la soledad del mundo. Y la viuda aprovechaba para decirle a la señora que si tan enamorada estaba de su marido, que bien podía poner los siete escudos que hacían falta para el entierro de primera, y aquí fue Troya, que doña Inés dijo que tenía que hablar a solas con el muerto, y que iba a hacerle un llanto cortés. Acariciando la caja, le hablaba a Rodolfito:

«—¡Recibí el ruiseñor que sabía llorar! ¡Ay, mi marquesita de amor, espuela reluciente, frasco de aroma, jinete del sol, viento del alba, libro de cien hojas! ¡Ay, palabritas de cera que yo ponía de molde con mi corazón en sus oídos! ¡Ay, manos tan besadas, cuando llegaba a caballo en la noche! ¡Ay, mariscal! ¡Ay, alfarero de mis sueños! ¡Ay, copas que se quebraron todas para siempre! ¡Ay, galán, galán, galán!».

—Todas nos echamos a llorar, que nunca oímos un llanto tan poético, y ella con las rubias trenzas deshechas poniendo besos en el ataúd. Yo pienso —terminó diciendo Liria— que algo tuvo que haber entre Rodolfito y la señora, y que todo aquello no podía ser solamente música de loca.

—¿Y enterraron al sastre? —preguntó Eumón.

—Yo me quedé con mi ganadero, y al alba, cuando la señora princesa se quedó dormida, la viuda y Alcántara sacaron calladamente la caja, y el ama de llaves les dio para el entierro de primera.

—Por si resulta —les dijo— que era un señor conde disfrazado