III

¡HAY MUCHAS VIDAS! En su vagabundaje, Orestes solía recordar las palabras de su amigo el tirano, y también la hermosa estampa, en la noche, de las muchachas jugando al diábolo a la luz de las antorchas. Corrían, saltaban, giraban, y levantando las amplias faldas al correr dejaban ver las blancas piernas. Corrieron, cantaron y jugaron a echarse con las manos agua de la fuente. Hasta que, siendo ya la medianoche, vino la nodriza más antigua y las llevó a la cama. Eran seis, pero Orestes no olvidaba a una menuda y rubia que mismo debajo de una antorcha se recogió el pelo, atándolo con una cinta que sujetó con los dientes. No quiso quedarse allí, al servicio del tirano, aunque este le ofrecía cambiarle el nombre. Podría haber quedado si, contrariando a Electra, no hubiese dicho que viajaba a Micenas a cumplir con la obligación de una venganza. Pero habiéndolo dicho, todos los que lo habían oído estarían pendientes de él, del día de su marcha, y si se retrasaba en partir comenzarían las murmuraciones. Y si pretendía una de las muchachas de la familia del tirano, y casaba con ella, la mujer estaría siempre con el temor de que una mañana no lo iba a encontrar en el lecho, que Orestes, antes de que la juventud se fuese, había salido a cumplir su juramento. Y peor todavía si dejaba algún hijo. ¿Y osaría acariciar a este con las manos manchadas de sangre?

Orestes andaba ahora por países donde nadie sabía que existía tal ciudad de Micenas, y por eso no podían indicarle el camino más corto.

—¡Vete hacia el mar, que en los puertos saben de todas las ciudades y mercados del mundo!

Pero Orestes amaba los bosques y los estrechos senderos montañeses. Aquel era un mundo sin correos, no podían llegarle recados de Electra, y nadie le preguntaba su nombre. Había una taberna en cada aldea, y Orestes ponía una moneda en el mostrador.

—¿Vas a estar con nosotros una semana? —le preguntaba el huésped, guardándose la moneda en el bolsillo interior del chaleco.

La mujer le lavaba las camisas, y un criado le herraba el caballo, que Orestes advertía que desde allí partía para un largo viaje. Los aldeanos ricos, viéndolo tan cortés, lo convidaban a cenar en sus casas, y el posadero le llenaba la bota para el camino. Le iban bien aquellos vinos ásperos de la meseta. Siempre había una muchacha para decirle adiós. ¡Hay muchas vidas!

—¿Cómo te llamas? —preguntó el tabernero—. ¡Aquí tenemos la costumbre de interrogar a los extranjeros!

—Me llamo Egisto —dijo Orestes.

—Ese es el nombre de un rey que hay no sé dónde.

—El mismo, pero yo no soy ese rey, aunque sea más noble que ese rey.

—¿Cuál es el nombre de tus padres?

—No se sabe, que me hallaron en el campo amamantado por una corza, con doce libras de oro a mí lado, en doce bolsas. Y una serpiente sujetaba con su boca mi cordón umbilical, no me desangrase.

Los bebedores se apartan, y el tabernero, poniéndose un paño de secar sobre la cabeza, exclama solemne:

—¡Eres casi sagrado!

Tuvo que marcharse a escondidas de aquella aldea, porque la gente venía de más doce leguas a verlo, y las mujeres tocaban sus hijos en sus riñones. Una soltera de treinta le había mandado recado diciéndole que quería tener un hijo de él, que sería el consuelo de su vejez.

Orestes estaba ante el mar. En el horizonte se veía la costa de la Hélade Firme, y ante ella la línea oscura de las dos islas en la desembocadura del río. Eran las dos islas que él había buscado en la carta, en los primeros años de su regreso. Un hombre que llevaba al hombro un remo se le acercó.

—Si vas a pasar a la otra banda, lo mejor es que vendas aquí tu caballo. ¡Es un caballo viejo!

—¡Es mi caballo! —respondió Orestes.

—¡Fue un buen caballo!

—¿Cómo sabes de caballos, tú que eres marinero?

—No creas que duermo con una yegua. Pero a la vista está que es un caballo viejo, y que ha debido ser un hermoso caballo en sus buenos años.

Orestes contempló su caballo, que desensillado pacía al lado de la playa. Era la primera vez que lo miraba, teniendo en la mente aquellas dos palabras: «caballo viejo». Sí, el veloz ruano había envejecido en su compañía. El corazón de Orestes se llenó de una extraña ternura. ¡Años de incansable caminar! ¿Y no habría envejecido también él, Orestes, en el viaje de regreso, perdido por los caminos?

—¿Entiendes de hombres como de caballos? ¿Cuántos años tendré yo?

El marinero, apoyado en el remo, miraba a Orestes de arriba abajo.

—¡Quítate el casco!

Orestes se quitó el casco.

El marinero dio un par de vueltas alrededor de Orestes.

—¡Cuarenta y dos años!

—¿Un hombre viejo?

El marinero, apoyado en el remo, miraba a Orestes a los ojos.

—Mientras viajes, no serás un hombre viejo. Pero el día en que decidas descansar, aunque sea mañana, lo serás.

El marinero se fue con su remo al hombro, diciéndole que si quería posada que la había en el puerto, al otro lado de aquel montículo. Y Orestes se quedó a solas con su caballo en la playa. El viejo ruano se había saciado pronto, y se acercaba, como solía, a rozar con su hocico la espalda del amo. Orestes pasó un brazo por el cuello del caballo, y comenzó a imaginar el discurso que haría a una embajada que le mandaba Electra desde Tebas, reprochándole el retraso en la venganza.

—¡Este es el compañero fiel de mi viaje! ¡Un viejo caballo!

Sería inhumano venderlo, ya para carne embutida para leñadores, ya para labores agrarias. ¡Antes darle muerte por mi mano! Decidle a Electra apresurada, que tan pronto como mi caballo exhale su último suspiro, yo embarcaré en una nave, que ya estoy frente a la costa donde desemboca el río paterno.

Dijo en voz alta, y señaló la línea oscura de las dos islas, y la que más allá difuminaba la neblina de la tarde. Y el caballo escuchó las nobles palabras de Orestes, y no queriendo retrasar más el cumplimiento de la terrible venganza, se arrodilló, rozó dos veces la cabeza contra la arena, relinchó agudo como hacía por las mañanas en oyendo el gallo dar entrada al alba, e intentando levantarse, para morir de pie —que aquello de arrodillarse debía de haber sido una oración secreta propia de los hípicos—, no pudo, y cayó muerto, con las patas por el aire. Orestes desnudó la espada de la venganza, se arrodilló en la arena manteniendo el acero en alto, la empuñadura sujeta con las dos manos contra el pecho, y permaneció así toda la noche velando el cadáver de su caballo, mirando hacia el mar. Las olas rompían sonoras, y en la otra orilla se había encendido una luz roja.

Pasaron más años, ocho o diez. Al fin había salido una nave para la otra banda, y Orestes pisaba tierra en la desembocadura de su río. Orestes, que se veía tan distinto, ya en el umbral de la ancianidad, del Orestes de los años de juventud, se preguntaba quiénes serían aquellos a los que había de dar muerte terrible, cambiados también con el paso de los lustros, usados por los inviernos. ¡Semanas enteras pasaban sin que se acordase de sus nombres! Quizá lo que más le obligaba ahora al cumplimiento de la venganza era la muerte de su viejo caballo. No debía defraudarlo. Pero, ¿vivirían todavía Egisto y Clitemnestra? ¿Qué habría sido de su hermana Electra? Pero lo importante ahora era caminar, llegar nocturno a la ciudad, cerciorarse de que podía sacar rápidamente la espada vengadora de entre las mantas de viaje. Había comprado otro caballo, un tordo muy brioso, alegre en las horas matinales. Al llegar al vado, silbó reclamando la barca. Desde la otra orilla le contestó un muchachuelo saludando con la gorra, y gritando que ya salía. Fue fácil meter el tordo y atarlo, y la barca se dirigió, río abajo, hacia la otra orilla, aprovechando la corriente, para dejar a Orestes y a su montura junto a las piedras del paso antiguo.

—Había un barquero llamado Filipo —dijo Orestes.

—¡Mi abuelo, que Dios tenga en su gloria!

—¿Hace mucho que murió?

—¡Unos quince años!

El muchacho apoyaba con la pértiga el viraje de la barca hacia la izquierda.

—¿Murió de viejo?

El tema de la ancianidad le venía ahora a mientes a Orestes a cada instante. Como él envejecía, todo envejecía.

—Viejo era, pero no murió de senectud, que fue que estaba poniéndole una bandera nueva al palo de popa, y llegó corriendo el criado de la posada del Mantineo diciéndole que en la paz que firmaban en los Ducados se aseguraba la construcción de un puente en el vado. Mi abuelo gritó que no era posible, que no podía haber puente mientras no viniese un tal Orestes, que tenía él que pasarlo en la barca, y estaba en la ley que puente quita barca. El criado gritaba más, diciendo que habría puente y pasaría la diligencia, y que el Mantineo iba a ser rico y poder casar la hija paticoja. Y mi abuelo erre que erre en que no habría puente mientras no pasase a Orestes vespertino, sin apearse en la barca de su caballo ruano, y estaría lloviendo. Y en su excitación no se dio cuenta de que daba un paso en falso, cayó al agua y se ahogó, que habiendo pasado toda la vida en el río no sabía nadar.

—¿E hicieron el puente? —preguntó Orestes.

—Empiezan para la semana que viene. ¡Pero que yo sepa no ha pasado el río el tal Orestes vespertino!