II

ORESTES, sentado en un poyo sobre el que había doblado su capa, esperaba en el patio a que viniese a buscarlo el mayordomo que iba a llevarlo ante el tirano de aquella ciudad, que estaba sobre el mar, amurallada en una colina, y tenía un pequeño puerto abrigado, alegre con los tantos colores de las velas de las naves surtas en él. Las murallas eran de verdosa caliza, con grandes manchas de hiedra plateada, pero las casas, los palacios, los muros de las huertas, los palomares, aparecían muy bien encalados. En los huertos se veían naranjos llenos de fruto rojizo, y aquí y allá elevaba su copa puntiaguda el ciprés. En el patio de la casa del tirano, a la sombra de los arcos y en la vecindad de la fuente, se estaba fresco en aquel caluroso mediodía de septiembre. Las golondrinas, despidiéndose antes de emprender viaje hacia el Sur, volaban sobre un enjambre de hormigas aladas, hartándose de dulzor. Orestes se sentía vigilado por alguien que se escondía detrás de una columna, o protegido por la persiana del balcón podía cómodamente ver cómo el príncipe se desabrochaba el cuello del jubón, se acercaba a la fuente, bebía en el chorro y se alisaba el pelo con las manos mojadas. Vuelto a su asiento, le entró el sueño al príncipe, quien despertó dando unas cabezadas y escuchando la voz del mayordomo que lo invitaba a seguirle.

—Perdona, extranjero, pero es la costumbre la que me obliga a cachearte, no lleves arma escondida. Y te advierto que ante mi señor no puedes sentarte, salvo que él te dispense, y has de hablar siempre con los brazos cruzados a la espalda.

El tirano estaba sentado en el suelo, en unos cojines, en el centro de una gran sala. Los pesados cortinones de terciopelo de los balcones cerraban el paso a la luz y al aire caliente de la cuadrada plaza. Iluminaba la pieza la claridad que entraba por las puertas abiertas. Ya en la sala, Orestes no vio al tirano hasta que le indicó el mayordomo donde se sentaba, diciéndole al oído que hiciese una reverencia de corte.

—Señor, me llamo Orestes de Micenas, y viajo hacia Poniente, obligado por el cumplimiento de una venganza.

El tirano contemplaba a Orestes, quien se había detenido a unas tres varas de sus pies, con los brazos cruzados a la espalda. El tirano cumpliría los cincuenta años, y lo que llamaba la atención en su rostro afilado eran sus ojos claros, muy separados bajo espesas cejas que todavía lucían rubias, aunque la barba fuese ya más entrecana.

—¡Una venganza! —exclamó como si estuviese aburrido de escuchar cada día aquella respuesta—. ¿Sientes odio?

Preguntó esto con voz afectuosa, y antes de que Orestes respondiese lo invitó a que se sentase a su lado. A cada rato entraba un esclavo y ponía ante el tirano un barreñón rojo, pintado con brincos de delfines, lleno de agua fría, y el señor sumergía allí las manos hasta medio antebrazo. Orestes recordó los consejos de Electra, que tocaban a la vez a los hombres y a los dioses:

—La justicia no sufre el odio.

El tirano se sonrió, y se salpicó la cara y el pecho con agua fría.

—Esa es una respuesta política, pero el corazón lo que pide, las más de las veces, es la justificación del odio. Por eso hay dos bandos y partidos en las ciudades. Las gentes se reúnen para pedir que baje el precio del trigo, pero lo que buscan es mi caída, mi degüello, arrastrarme por el camino de ronda hasta el puerto, y partirme en pedazos antes de echarme de comida a los congrios. ¿De quién vas a vengarte?

—Del asesino de mi padre, el rey Agamenón.

—¿Un rey? ¿Quién lo mató?

—El amante de mi madre, llamado Egisto. Yo los vi juntos y desnudos, a los adúlteros, en el mismo lecho, siendo todavía niño que no podía con la espada paterna.

—¿La vas a usar ahora?

—La llevo en mi caballo, envuelta en lana pura sin hilar, engrasada con aceite de la lámpara de un templo famoso, después de que hubo bebido en él, en noche de luna llena, una lechuza glotona.

—¡Me gustan las gentes que observan los ritos! Sonrió el tirano a Orestes, y viendo cómo el sudor brotaba en la cara del príncipe, le invitó a que usase del agua fría, sumergiendo las manos, mojándose la nuca y la frente.

—¿No puedes desentenderte del asunto? ¿Quieres recobrar el reino perdido? ¿No puedes esperar? ¿Solamente vives para eso?

Las palabras del tirano correspondían a las horas de desaliento de Orestes. «¿No puedo desentenderme de este asunto? ¿No puede esperar la venganza? ¿Solamente he de vivir para ella? ¿El reino perdido? ¿Qué reino, qué súbditos?». Electra mataba una paloma, y le obligaba a que mojase las manos en la sangre.

—Tienes que acostumbrarte a andar así —le decía.

El tirano palmeó, y acudió un esclavo con refrescos de lima y nieve. Los dos hombres bebieron a sorbos, alegrando la boca con aquella agua fría.

—Yo también fui un vengador —dijo el tirano—. Yo quería pensar en otra cosa, pero mi madre no me dejaba.

Se levantó, se acercó a uno de los balcones, apartó el cortinón, miró a la plaza y volvió a sus cojines. Era un hombre muy alto, muy ancho de pecho.

—Yo tenía que matar al segundo marido de mi madre, porque andaba a escondidas enamorando a una hermana mía. Salí de la ciudad para prepararme para el crimen, para poder estudiar el asunto, atando todos los puntos, no fallase el golpe.

El calor de la sangre moza me traía otros pensamientos, pero tres veces al día recibía una señal de mi madre, unos hilos rojos atados a una punta de flecha. Sí, lo mataría con flecha. Tenía que terminar con aquel asunto, quería dedicar mi vida a otras cosas. Pero mi ayo me decía que no podría, que sería peor después de la venganza, que andarían voces volando tras de mí, acusándome del crimen.

—No dormirás, no hallarás casa fija, te mirarán como a un leproso. ¡Serás un perpetuo vagabundo! ¡Y no serás un hombre justo si dejas con vida a tu hermanilla!

Bebió de un golpe toda la nieve que quedaba en el fondo de la copa.

—No, no sería un hombre justo.

—¿Te vengaste? —preguntó Orestes.

—Todo salió de muy diferente manera de cómo yo imaginaba. Me entrené en el arco, y cuando me hallé maestro, volví a la ciudad en busca del padrastro. Era la hora en que él acostumbraba a salir del baño. Tenía siete espejos y se iba mirando en ellos mientras se paseaba secándose. Se detuvo un momento y se inclinó, para mejor secarse una pantorrilla. Tendí el arco y disparé la flecha contra su cuello. Me había equivocado. No le había disparado a él, sino a su imagen, reflejada en uno de los espejos. Asomó la cabeza, me vio, y se echó a reír. Reía con sonoras carcajadas, arrastrando la toalla, desnudo, pegando saltos, sin miedo de una segunda flecha mía. Reía y gritaba, acudieron esclavos, acudió mi madre. Mi padrastro reía y reía, no podía dejar de reír, se ponía rojo, y de pronto quedó serio, mirándome fijamente, dio un paso hacia mí y cayó muerto. Su cabeza rebotó en el mármol. Le salía sangre por la boca y por las narices. Yo dije que había entrado a mostrarle mi arte en Hechas, y que lo había encontrado en aquel ataque. Le echaron la culpa a que había comido higos por la mañana, y no había hecho la digestión. Y dieron la muerte por natural. Y pese a ello yo tenía la amarga certeza de haberle dado muerte. Lo peor era que, aunque vengador, no podía exhibirme como tal, desterrado ritual en cortes extranjeras. ¿Y cómo iba a castigar a mi hermana? Mi madre me pedía que la ahorcase, que ella iría a tomar las aguas a un balneario de la montaña, y mientras tanto yo la ahorcaba. Me dejó la cuerda, una trenza flamenca de tres cabos, dos amarillos y uno blanco, que hacía muy fino.

—¡Volveré dentro de quince días! —me dijo mi madre al despedirse.

Encontré a mi hermana en el jardín, con las manos cruzadas sobre el vientre, mascando un tallo de avena loca, los ojos cerrados. Y en aquel momento tuve la intuición de que estaba preñada.

—¿Para cuándo? —le pregunté—. ¿Para cuándo el niño?

Me miró asombrada, y se echó a llorar.

—Para la vendimia —dijo.

—Te buscaré marido —afirmé.

—¡Ya lo tengo! ¡Ya me lo tenía buscado el difunto!

Así era. Ya le tenía buscado el difunto un marido, un gentilhombre campesino, que llegó a pedir la mano saludando desde lejos con un sombrero verde. Me cogió del brazo, y me dijo que no podíamos negarle la niña, que ya sabía yo su estado, y que perdonase el desliz, pero que a la muchacha le había caído el pañuelo al camino y él se encaramó a la muralla de la huerta para devolvérselo. Hubo boda. Mi madre no quiso asistir, se negó a chupar los caramelos que mandó el yerno, y decía que se había quedado sin hija. Pero, unos meses más tarde, lloraba de alegría acunando el retoño.

Sonrió, recordando la estampa de la abuela y el nieto.

—Por eso —le dijo a Orestes— te pido que lo dejes por algún tiempo. Quédate aquí domando caballos. Tengo hijas y sobrinas en edad de casar. Puedes elegir la que más te guste. Si te asomas esta noche a la ventana de la cámara que he ordenado disponer para ti, las verás en el patio, jugando al diábolo. ¡Hay muchas vidas, querido amigo!