PASABAN LOS AÑOS. En la imaginación de Egisto la jornada regicida iba tomando aspectos nuevos. Egisto se decía a sí mismo, sorprendiéndose a veces de un añadido, que aquello no era invención sino recuerdo, y que, sosegando con el paso de los días, la memoria se hacía más generosa en detalles. La verdad era que Egisto tendía a ennoblecer su hazaña, a componer una figura heroica. Al pueblo se le había explicado que la muerte de Agamenón fuera forzosa, que el rey antiguo quería quemar la ciudad, porque habiendo mandado varias veces a pedir socorros de galleta y vino, no se había hecho caso de sus recados. Y aun fuera casual la muerte, que insistiéndole Egisto, en su calidad de apoderado de Clitemnestra, que estaba con un cólico de aceitunas aliñadas en la cama, que cesase en su empecinamiento, Agamenón se fue contra él y se clavó por su cuenta. Y la muerte fue porque se desangró, que la herida era pequeña. Egisto podía alegar la legítima defensa. Y la prueba de que no era criminal la daba Clitemnestra casándose con él de segundas. Se formó un partido, llamado «Los Defensores», que apoyó a Egisto por su gesto, impidiendo la quema de la ciudad, y el nuevo rey dio dinero para una bomba contra incendios, con lo cual sacó a los defensores de la política para bomberos voluntarios. La monarquía conservaba su pompa, y la ciudad era gobernada por los senadores. Egisto gozaba de Clitemnestra, cazaba en otoño, y en junio tomaba baños en una charca salutífera contra un sarpullido que se le ponía en el vientre. Si no fuese por el asunto Orestes, ¡qué regalada vida! Pero el nombre terrible, y la expectación de su llegada ensombrecían los días de Egisto y Clitemnestra. El gesto más habitual de la pareja era el de asomarse a la ventana y mirar hacia el camino. Muchas veces, coincidiendo con avisos del espionaje, se veía galopar por el camino a uno de capa roja, o seguido por lebreles, y Egisto y Clitemnestra se miraban y pronunciaban a la vez, interrogando, el nombre fatal:
—¿Orestes?
Egisto se armaba, y esperaba. Llegaban, al fin, sus escuchas, y le daban las señas del forastero. Egisto ya sabía que lo de armarse era superfluo, porque estaba escrito que si Orestes llegaba a encontrarse frente a él, Egisto sería hombre muerto. Y se corrió por los países vecinos la fama del sereno sosiego de Egisto, quien conociendo su destino, hacía la vida cotidiana, paseaba con su amada por jardines y galerías, educaba halcones y los miércoles recibía lección de geometría. Varios colegas quisieron conocerlo, entre ellos un rey de tracios llamado Eumón, el cual aprovechó para visitar a Egisto y Clitemnestra uno de sus períodos de vacaciones, que las tomaba por semestres. La causa de estas largas vacaciones era que, a Eumón, cada seis lunas se le acortaba la pierna derecha y se le ponía como la había tenido de un año de edad, y tardaba otras seis lunas en volvérsele a su natural. Entonces, Eumón, por no perder el respeto de sus súbditos con la piernecilla aquella, salía de viaje, y no regresaba a su campo de tiendas de piel de potro hasta que estaba perfecto y podía mostrarse sin cojera en las procesiones. A Clitemnestra le gustó mucho ver la pierna de Eumón, que la traía, en los días de visita, de la máxima cortedad, y la acarició soñadora, porque le recordaba la de su primogénito cuando este salió del regazo para los primeros pasos, tan redonda, la piel suave, y aquellos rollitos del muslo. Hospedaron los reyes a Eumón en palacio. Todavía tenían algún dinero para diario, y además, por aquellos mismos días, aconteció la muerte de la nodriza, la cual le dejó a Clitemnestra lo ahorrado, con lo cual pudieron hacer buenas comidas sin tener que pedirle una paga de adelanto al intendente. El gasto de espías arruinaba a la Casa Real, que los senadores habían decidido que, fuera de los augurios, eran los reyes quienes tenían que pagar de su bolsillo la prevención de la venganza. Egisto llegó a pensar que tanto gasto en vigilancia iba a poner lo vigilado en muerte por hambre. O, y esto le hacía sonreír, que puestos en círculo alrededor de la ciudad y del palacio avisos, escuchas, espías y contraespías, Clitemnestra y él tuviesen que abandonar secretamente la morada real y salir por los caminos a pedir limosna, pordioseros que no osaban decir su nombre ni su nación, mientras en la ciudad continuaba la vigilancia.
Eumón de Tracia quiso saber todo lo que había en aquel asunto, y Egisto le contó —y la reina, que estaba presente, se ruborizó, tapándose el rostro con el abanico— cómo se enamoró de doña Clitemnestra por la visión de los pechos, y más tarde por el trato nacido de llevarle regalos de seda e imperdibles ingleses, y contarle las novedades, y cómo ella le correspondió, impulsada por la soledad, con aquel marido ausente durante largos años, y por la emocionada sorpresa del asombro de Egisto cada vez que ella se mostraba ante él en las recepciones matinales.
—Verdaderamente, era una viuda cuando cayó en mis brazos, buscando consuelo. Todas mis palabras la habían llevado al convencimiento de que eso era, una lozana viuda moza, una bella mujer que se estaba desperdiciando, esperando a quien no regresaría jamás. Y por creerse viuda se me entregó, con lo cual, en puridad, nadie puede decir que hubo adulterio. Corrían noticias de que Agamenón volvía, pero su nave nunca dejaba ver la ancha vela decorada con un león azul. Pero un día cualquiera Agamenón volvió. Advertido a tiempo, pensé en salirle al camino y en retarlo a singular combate. Había un llano perfecto junto al pozo antiguo, cabe la robleda grande. Yo saldría de entre los robles, la armadura disimulada con ramas, y gritando mi nombre galoparía contra él. Pero considerando el asunto estimé conveniente esperarlo en la escalera principal de palacio, y allí cerrarle el paso. Era prohibirle su casa propia, decirle que no era. Además, pensando en excitarlo, había mandado colgar ropa interior de Clitemnestra, perfumada a lo violeta, en cuerdas tendidas de parte a parte en las escaleras. Quería cegarlo de ira para mejor dominarlo y darle muerte. Elegí cuidadosamente mi puesto en lo que podemos llamar sin más ojeo, y mandé picar el quinto escalón, que era el de mi espera, para no resbalar, que desde que los antepasados de Agamenón tuvieron el estanco de la sal gaditana en los bajos, no se ha podido quitar la humedad de aquella parte. La larga espada se mecía en mi mano derecha, y desde el balaustre del rellano, para darle más lucimiento a mi figura, iluminada perfectamente por cuatro faroles de cristales de diferente color, con un fuelle de mano un criado de confianza hacía menear, como si soplase viento del Oeste, las largas y enhiestas plumas de mi casco. Y apareció al fin, gigantesco, enmascarado, envuelto en dos capas, en una mano el hacha y en la otra la espada, el rey Agamenón.
—¿Dialogasteis? —preguntó el atento Eumón.
No se le había ocurrido aquello a Egisto. Habría que mandarle recado a Filón el Mozo que escribiese el texto, para recitarlo en otras visitas reales.
—Pregunté quién era aquel tal que, armado y nocturno, turbaba la paz de un pacífico matrimonio, el cual, acabada una modesta cena de caldo de pichón, se encontraba en la cama esperando la visita del sueño, que suelen pintar con alas, no queriendo aquella noche, primer día de Cuaresma entre griegos, goces conyugales. «¡Vete —le grité— a ensombrecer otros umbrales!». No me respondió, y aun pienso que queriendo hacerlo no pudiese, por haber perdido el habla agonizante en los largos años de ausencia entre bárbaros. Rugió, imitando el león, y avanzó hacia mí.
—¡Cuando estaba acatarrado rugía muy bien! —comentó Clitemnestra.
—Rugió —prosiguió Egisto— y avanzó hacia mí. ¿Deja de ser un héroe un hombre astuto? Yo contaba con el tercer escalón, rezumando humedad salitrosa, y con sus zapatos claveteados. Sonreí. No pude evitarlo. Y al llegar al tercer escalón, resbaló. Al caer, dio media vuelta y me ofreció su espalda, y mi hierro entró fácil hacia el corazón. Ya no rugió más.
—Ulises no hubiese tenido nada que reprochar a tu astucia —dijo Eumón, que conocía los clásicos.
—Además —apostilló Clitemnestra suspirando—, se había afeitado la barba rubia. ¡Nunca se lo perdonaré!
Egisto miró para Eumón, quien se encogió de hombros.
—¡Misterios de las mujeres! —dijo el tracio—. En mi país se estudian mucho estas salidas de las féminas. En la tertulia de esta noche os contaré algunos puntos.