TODA LA VIDA la había gastado en esperar. Dejaba en el lecho a Clitemnestra, y se dirigía, silencioso, de puntillas, espada en mano, hacia la sala de embajadores. ¿Sabría Orestes, si llegase oportuno, que era Egisto aquel que estaba allí, de centinela junto a la ventana, ensayando su perfil y su sombra a la luz de la luna? Egisto había conocido a Orestes niño, pero, ¿cómo sería ahora, adulto, el vengador? Egisto había ordenado que le hiciesen retratos del hijo de Agamenón, y tenía una docena, pero cada retrato daba un hombre diferente, rostros que en nada se asemejaban, bocas para palabras distintas, miradas que no se dirigían nunca a él, Egisto, que necesitaba ser reconocido por Orestes, no fuese este a equivocarse e ir hacia otro, deslumbrante homicida. Decidió el rey colgarse del cuello con un cordón de cuero, de los de atar el piezgo del odre, un letrero de cartón en el que había pintado con letras rojas su nombre, y lo escondió en el lobo de bronce que estaba en la tercera escalera del trono, a mano derecha, metiéndolo entre la parte interior del muslo izquierdo y los testículos de la fiera. Cuando retiraba el cartón, tocaba estos, y le parecía que una fuerza antigua y selvática lo saludaba, lo que tenía por buen augurio. Egisto, con el letrero sobre el pecho, avanzaba hacia la puerta. Diecisiete pasos justos hasta el poste de la primera reverencia. Si entonces tendía la espada, tirando al pecho del súbito enemigo, podría clavarla justamente en el corazón del que entraba, o en el cuello, pues pasaba la punta media cuarta del umbral. Imaginaba Egisto que aquel trozo de espada que asomaba por la puerta era luminoso como el ojo de un felino, como si él mismo hubiese puesto en la punta de la ancha hoja de acero uno de sus propios ojos, y vigilase en la oscuridad del largo corredor que descendía, en suaves curvas, hacia el jardín. Egisto veía con su espada. Noches enteras había consumido en esa espera, largas noches invernales, en las que el viento no permitía escuchar el catarro de la lechuza en la torre, y breves y dulces noches veraniegas, en las que el ruiseñor no cesaba de dolerse. Egisto prefirió, al principio de su centinela, la espera en las noches de lluvia al final de la primavera, pero las carreras de los ratones en el desván, rejuvenecidos con el tiempo tibio, le daban una sensación de compañía y tranquilidad que no era lo propio de su trágica expectación, y por eso pasó a preferir la espera en las noches lluviosas de comienzos de otoño. El viento arremolinaba hojas secas en las curvas del corredor, y el ruido que hacían al rozar con la piedra le parecía a Egisto los pasos de Orestes. Egisto, verdaderamente, lo pensaba todo como si la escena final se desarrollase en el teatro, ante cientos o miles de espectadores. Un día se dio cuenta de que Clitemnestra tenía que estar presente en todo el último acto, esperando su hora. Podría Egisto, en la pared del fondo, en el dormitorio, mandar abrir un ventanal sobre la sala de embajadores, un ventanal que permitiese ver la cama matrimonial, y en ella a Clitemnestra en camisón, la cabellera dorada derramada en la almohada, los redondos hombros desnudos. Cuando se incorporase, despertada por el ruido de las armas, en el sobresalto debía mostrar los pechos, e intentando abandonar el lecho para correr hacia el ventanal, una de las hermosas piernas hasta medio muslo, o algo más, que la tragedia permite todo lo que el terror exige. Clitemnestra gritaría:
—¡Hijo!
Y en ese mismo instante Egisto caía, mortalmente herido. Tendría que caer sin doblegarse. Agamenón había dado unos pasos, le había caído la espada de la mano, se había agarrado a un cortinón, se había llevado las manos al pecho… A Egisto le gustaría caer de otra manera. Como herido por el rayo. ¡Si pudiese mandarle recado a Orestes para que trajese una larga espada, de hoja sinuosa! O caer como cae una piedra en el sereno remanso de un río de oscuro rostro, y los espectadores, echando hacia atrás unánimes las cabezas, asustados, como queriendo evitar que la sangre los salpicase, simularían las ondas que se expanden en las quietas aguas. Egisto caía, y en el enorme silencio solamente se escuchaba el golpe en las tablas de su pesada espada, seguido de otros golpes, los del casco rodando por las escaleras, reflejando en su bruñida superficie la luz de las antorchas portadas por los esclavos. Ya estaba muerto el rey, y no podía levantarse a recibir los aplausos, ni a dirigir el asesinato de Clitemnestra. Con Orestes, él se batiría en silencio, pero entre la madre y el hijo era obligado que hubiese un diálogo. Habría que sugerirle a Clitemnestra unas frases, unos gestos, las posibles respuestas a las preguntas de Orestes, alguna pregunta a Orestes, en la que se revelase su corazón, a la vez de madre y de amante apasionada. Orestes preguntaría, naturalmente, cómo había consentido la reina en el asesinato del ungido, y llevado, después del crimen, el asesino al lecho nupcial. Habría que dar con el tono, con las palabras solemnes y significantes, y sin embargo próximas, del grito. Convendría buscar testigos de las grandes venganzas griegas. Por otra parte, lo mejor sería que uno de sus agentes secretos, en un puerto lejano, hubiese encontrado a Orestes y tratado con él el diálogo de la hora de la venganza. ¡Un toma y daca para el teatro! Un agente secreto que supiese enroscarse en el pensamiento serpentino de Orestes, plegarse a sus mil facetas como la luz a la cara tallada del diamante, penetrar a través de las rendijas de la ira al rincón más oscuro. El dramaturgo de la ciudad podía poner por escrito el diálogo. Egisto le explicaría las horas ocultas de la gestación del crimen y las horas espléndidas del amor. La conquista de la bella soberana había durado muchas semanas. Egisto, vestido de seda, sollozaba, se impacientaba, hablaba de darse muerte, se dejaba crecer las uñas para arañarse el rostro, se ofrecía para ir a averiguar si Agamenón vivía. Clitemnestra cedió el día en que Egisto menos lo esperaba. Pisó la reina, sin darse cuenta de ello, el galgo de Egisto, tumbado al sol, y que se levantó quejándose. Creyó la reina que el perro al alzarse se revolvía contra ella, y se echó en los brazos de Egisto. Las bocas se encontraron. Egisto prolongó el beso durante un largo minuto, y la reina se desmayó. Allí mismo fue, en la galería, y el galgo, ya tranquilo y deseoso de que lo acariciase el amo como solía, acudió adonde yacía la amorosa pareja, y se puso a lamer lentamente el cuello de Egisto, como cuando, en los días de caza, a mediodía, Egisto, fatigado, echaba una siesta debajo de un roble.
Cuando apareció el rey guerrero, a Egisto le fue muy fácil convencer a la reina de que aquel hombre, siempre armado y grosero, debía perecer. Clitemnestra decía que ella se sentía viuda, como si el marido se hubiese perdido en un naufragio. Una noche llegó un corredor avisando a Egisto de que asomaba el viejo rey, cuya nave había echado el ancla en la desembocadura del río. Y casi al mismo tiempo del aviso entraba Agamenón en la ciudad, cantando, golpeando con el puño de bronce en el escudo de madera y piel, pidiendo vino, probando su honda en los faroles, llamando a gritos a su mujer.
—¡Vengo perfumada, palomita!
Le abrieron las puertas del palacio porque dio el santo y seña, y como era luna nueva, se sentó en la escalera principal afirmando que no se acostaría con Clitemnestra hasta dictar sentencia en todos los pleitos que dejara pendientes. Sus dos soldados alarmaban por calles y plazas, la gente despertaba, se abrían ventanas y se encendían luces. Agamenón, abriendo los brazos, imitaba el rugido del león, y ordenaba a su heraldo que advirtiese a las preñadas que no malpariesen con el susto, que aquellos rugidos eran el ritual del regreso del rey. Egisto avanzaba, descalzo, espada en mano. Las anchas espaldas de Agamenón parecían llenar el hueco de las escaleras. Egisto, al llegar al primer rellano, corrió, tomando impulso, y se dejó caer sobre ellas, y apoyando el golpe con todo su cuerpo, clavó a metisaca. Agamenón, herido mortalmente, se levantó y se tambaleó.
No miró hacia atrás, y así no pudo saber quién fuera el matador. Se agarró a un cortinón rojo, doblegándose, buscando a tientas su espada con la otra mano, pero no pudo sostenerla cuando la halló. Intentó incorporarse, agarrado al cortinón ahora con las dos manos, pero el rey y el cortinón rojo cayeron a la vez. Rodaron unas monedas. Asomó sobre el balaustre del último piso la cara colorada de la nodriza de Clitemnestra:
—¡Cayó el cabrón! —gritó el ama, y escapó, perdiendo una chancleta en la fuga. ¿La habría oído el rey antes de morir? El muerto estaba allí, medio envuelto en el cortinón. Sombras humanas se hundían en las paredes, se deslizaban fuera del patio, cerraban puertas. Egisto se había quedado a solas con el difunto. El miedo le había obligado a matar así, súbitamente, por la espalda. Flotaba en el aire el acre aroma de la resina de las antorchas apagadas con el pie por los esclavos presurosos. ¿De quién fue aquella mano que vertió de un cabo de vela un poco de cera en el pomo de la espada del rey, y lo posó luego allí? Egisto descendió tres escalones para poder ver el rostro del rey, tostado por los días de navegación. Colgaba la cabeza, mirando hacia las bóvedas con los ojos rojizos, que parecían cuentas de vidrio. Clitemnestra, cuando Egisto saltó del lecho, le había pedido que se fijase si Agamenón conservaba todavía la barba rubia. La reina, por un raro escrúpulo, quería saber a ciencia cierta lo de la barba. Egisto contempló a sabor el rostro del rey muerto. No tenía barba. Estaba afeitado del día. El comprobar esto pareció tranquilizar algo a Egisto. Se tocó con ambas manos suyas su barba y la acarició. Agamenón se habría afeitado en la barbería del puerto, acaso pensando en la mujer, en no rozarle la suave piel de las mejillas con la militar barba puntiaguda.
—¡Se había afeitado la barba! —dijo Egisto a Clitemnestra, sentándose en el borde de la cama e inclinándose hacia ella, buscando un beso.
Clitemnestra rechazó a Egisto y se echó a llorar. —¡No podía hacerme eso! ¡No podía hacerme eso! — decía la reina entre sollozos—. ¡Y que no piense que voy a ir a verlo!
Se pasó llorando hasta el alba. Y Egisto, arrodillado cabe la cama, apoyando la cabeza en los pies de la amante real, durmió. Durmió hasta que lo despertó la trompeta de diana. Soñaba que Agamenón, envuelto en el cortinón rojo, se acercaba, arrastrándose, e intentaba arrancarle la barba, y la boca del rey se aproximaba, mostrando el enorme diente de oro, que iba a clavarse en los ojos de Egisto. Y Egisto no podía huir, las piernas no le obedecían. Lo salvaron la trompeta y los gallos del alba.