EL DRAMATURGO de la ciudad se llamaba Filón, y en los carteles ponía Filón el Mozo, para distinguirse de otro Filón que había tenido el mismo oficio y había vivido y escrito en la ciudad pasos con bobo y una comedia que todavía se representaba y que era El caballero de Olmedo cambiado, que estaba don Alonso con doña Elvira Pacheco en un balcón, en una feria que llaman Medina del Campo, y cuando el caballero se despedía para regresar a su Olmedo, a ella le entraba un delirio celoso al pensar en que viniendo noches frías, que ya era otoño, el caballero llegaría a su casa tiritando, y metiéndose en cama se arrimaría a su mujer buscando el calorcillo, y entonces, sin pensarlo, la doña Elvira vestida de hombre corría a esperarlo en una encrucijada y lo bajaba del caballo de un escopetazo. Y lo que admiraba al público, que en la ocasión silbaba, era que en el último acto doña Elvira estaba en su balcón viendo cómo daban garrote a dos que hacían de criados negros de un tal Miguel, que andaba huido vestido de fraile por sospechoso del crimen, y la dama tomaba refrescos, se abanicaba y reía cachonda con galanes nuevos. Los pellejeros, que tenían palco propio con farolillo, gritaban:
—¡Puta! ¡Puta!
Y la que hacía de dama Pacheco tomaba aquello como éxito, porque silbidos y gritos probaban lo bien que le salía el disimulo. Actriz que no lograba esto, lo tenía por fracaso. Una vez, siendo niña, la reina Clitemnestra debutó de sombra, avisando al caballero que no saliese, y estaba linda en un árbol en figura de ave cuando la flor de Olmedo pasaba por debajo de la rama, y el papel de Clitemnestra fue con canto.
Filón el Mozo tenía el encargo, hecho por el Senado, de llevar a tablas la historia de la ciudad, en doce piezas, saltándose, eso sí, al rey Agamenón, y pasando desde la preñez de su madre a Egisto, que aparecía ya casado, tomando unas copas con los repatriados de Troya. Pero Filón el Mozo, pese a las prohibiciones del senador de comedias, que le registraba la casa de cuando en cuando, escribía en secreto la tragedia sabida, y tenía suspendida la labor en la escena tercera del acto segundo, que era allí donde tenía pensado dar la llegada de Orestes. Todo el acto primero pasaba con la arrogancia de Egisto, la reina sólo pensando en su hermosura, e Ifigenia deseando quedarse sola para abrir ventanas y mirar hacia los caminos. El texto estaba así, en borrador:
ACTO II
ESCENA I
Egisto, Clitemnestra e Ifigenia.
EGISTO
¡Me voy a jugar a barra! La lectura de la Gaceta me fatiga. ¡Hay exceso de burocracia! Un rey debía ser un padre solemne y amistoso, descabalgando junto a un olivo para juzgar a sus súbditos. ¡Los reyes no debíamos saber leer ni escribir!
CLITEMNESTRA
Yo también estoy fatigada. ¿No notáis que envejecí de ayer a hoy?
EGISTO
[Acariciándola]. ¡Es la luna que está menguante, y quiere que todo mengüe con ella! Pero ya vendrá la luna nueva, amada mía. ¡Adiós! ¡Adiós, Ifigenia! ¡Múdales el agua a los peces de colores que te regalé!
IFIGENIA
[Levantándose]. ¡Adiós, señor!
EGISTO
¡Pensar que todo un reino depende de mi maduro pensamiento! ¡Pensar que si yo enfermo se pierden las cosechas! [Sale].
ESCENA II
Clitemnestra e Ifigenia.
CLITEMNESTRA
[Levantándose]. ¡Voy a lavarme el rostro con leche de burra! ¡No quiero envejecer, Ifigenia! [Se mira en el espejo]. Tendrá razón Egisto, será la luna menguante. ¡No, no son arrugas, sino sombras! ¡Esperaremos la luna nueva, que es tan cosmética! ¡Adiós, hija! Por la tarde haremos música. [Sale].
Y quedaba sola Ifigenia, asomada a la ventana. Era el momento en que Filón tenía que hacer que la infanta viese a alguien cabalgando por el camino real, y ese alguien se parecía a Orestes. Debía aparecer por la derecha, para que la gente no lo confundiese con el caballero de Olmedo, que entraba por la izquierda, y los críticos de la ciudad siempre estaban aireando plagios. O sería mejor ponerlo de a pie, disfrazado de peregrino, e Ifigenia comenzaría a sacar el parecido por cómo se apoyaba en el bordón para contemplar, desde la legua de San Jorge, las torres de la ciudad. ¿Cuáles serían las primeras palabras de Ifigenia? ¿Los amigos de Orestes le mandarían una voz secreta a la princesa, al tiempo que esta iniciaba el reconocimiento? Aristotélicamente hablando, el reconocimiento se hace desde dentro, y es una memoria que toma cuerpo esencial. Filón pondría señas que hiciesen aumentar la expectación. Por ejemplo, los perros del camino se apartaban, sin dar un ladrido, cuando el viajero llegaba a su altura, y corrían a esconderse entre las viñas, salvo un perdiguero burgalés del rey, que andaba suelto y corría a lamerle las manos. Filón quería que el público se diese cuenta de que se había hecho en el campo y en la ciudad un silencio como nunca había habido, y para ello podía sugerir en el acto primero que en aquella parte del palacio había un eco muy sensible, que respondía en las noches de verano al ruiseñor del bosque, tal que parecía que el pájaro cantaba en el patio, y ahora sería, pues, verosímil que el eco diese, cuando el viajero llegaba al puentecillo sobre el foso, los pasos suyos en los tablones, si iba a pie, o el del trote de su caballo, si iba montado. Vueltas y vueltas le daba Filón a la escena, y no le salía como la quería, de sobresalto y apasionante, y buscaba objetos que en las tablas diesen el vivo retrato del horror que entraba: una lámpara que se apagaba súbitamente, un espejo que se quebraba porque Ifigenia movía los labios ante él como si dijese el terrible nombre, o la corona de Egisto que estaba sobre una cómoda y el gato, al pasar, la tiraba al suelo. E Ifigenia se estremecía con los presagios. Había recogido la corona caída en el suelo, y la sostenía contra su pecho, que al fin era la corona real. Ifigenia avanzaba hacia la ventana con la corona apoyada en su pecho.
En la ocasión, a la actriz que hiciese el papel habría que ponerle un sostén Directorio, para que se viesen bien los lozanos senos, y la corona fuese como en repisa de nieve. En un aparte el Coro diría esta imagen poética. Ifigenia temía acercarse a la ventana, retrocedía, se arrodillaba, se sentaba en el borde de una silla, hasta que al fin se decidía. Levantaba la cabeza y se decidía. Ya estaba en la ventana. Ya tenía ante ella las amarillentas colinas fronterizas, los oscuros bosques, la amplia vega regadía, los viñedos y las tierras de pan. Ya podía, con la mirada de sus ojos verdes, recorrer paso a paso el camino real, desde que aparecía en la curva del mojón de la lengua del lobo, hasta que bifurcaba junto al palomar de bravas del rey. Filón, para poder enseñar en su día en el teatro a la primera actriz la marcha vacilante de Ifigenia, la quiso mimar él mismo. Tomó en sus manos y la apoyó contra su pecho la corona de latón dorado que se usaba en el Edipo, y que había traído del teatro a casa para restaurarla, que le había caído precisamente el cristal de fondo de vaso que figuraba el gran rubí tebano, y que en el momento de quedarse Edipo sin ojos, figuraba uno en la frente, encendido, como si el santo rey fuese terrible cíclope, raro monóculo. Y caminó Filón haciendo lo que imaginaba para la escena tercera con Ifigenia sola y dudando, y recitando el texto:
IFIGENIA
[Deteniéndose]. ¿Quién me llama? ¿Qué voz viaja hacia mí, cuyas aladas palabras pasan rozando mis orejas sin que pueda entender el mensaje? [Avanza dos pasos y se arrodilla]. ¡Soy una niña delicada, y pesará demasiado el cántaro cuando me lo llenen de sangre y vaya a derramarlo a la tumba de mi padre! [Se levanta, avanza otros dos pasos y se sienta en el borde de la silla]. ¿Se apagó la lámpara porque llega otra luz más brillante? ¿He de ser yo quien dé la bienvenida a la nueva luz y la introduzca en mi alcoba? ¿Y si no fuese mi hermano? ¡Que esas equivocaciones se dan en las grandes tragedias! ¡Bien mejor sería que anduviese en amores, tortolilla que se esconde en el surco, a la sombra de las amapolas! ¡Ay, quién se llevará mi virgo! ¡Ay, si pudiera huir a donde no hayan oído nunca el ruido que hace una espada al chocar contra un escudo!
[Se levanta, duda un momento, pero al fin se decide: la cabeza levantada, la corona apretada contra el pecho, se acerca a la ventana].
Filón se había acercado a la ventana, con la corona de Edipo apretada contra el pecho. Y miraba como miraría Ifigenia, hacia el camino real. La ventana de Filón no da al campo, y no puede verse desde ella el camino. La ventana de Filón da a una calle que, por los obradores y tiendas que allí existen, llaman de los Bordados. La calle es estrecha, calzada de uña de perro. Junto a la puerta de uno de los obradores está un hombre alto, que ata al cuello y echa hacia la espalda una esclavina roja con vueltas negras. Está eligiendo un paño bordado con punto de brisa. Lo mira al trasluz, para averiguar las figuras del dibujo. Filón no lo reconoce. No, no es de esta polis. A Filón le sorprende la gracia sosegada de los movimientos del desconocido. Ahora le ve el noble perfil, la puntiaguda barba. El forastero se vuelve para darle el paño, que lo ha comprado, a un criado que lo sigue, y en un dedo de sus manos brilla una piedra preciosa acariciada por el sol. Y Filón, que tiene el sentido repentino de las casualidades que son necesarias para componer el argumento del drama, reclama, en su imaginación, aquella piedra para la corona real, para sustituir el perdido rubí tebano, y le da a Ifigenia el primer tema de la gran escena del reconocimiento: a la corona real de Egisto, que fue de Agamenón, le falta una piedra, que el hermano vengador, el príncipe que llega oculto y cubierto de polvo, sediento y dejando más allá de las colinas un juego de cegadores relámpagos, trae en una sortija. Filón se inclina, siempre con la corona de Edipo en las manos, para mejor ver cómo el forastero, seguido de su criado, camina por la empinada calle hacia la plaza.
—Por mucho que tarde en escribir el segundo acto —se dice a sí mismo Filón—, no se me olvidará el grave andar de Orestes…