IV

TADEO se arrodilló en una arpillera, ante el augur Celedonio, como solía cuando le cortaba a este una uña muy enconada en el pulgar derecho, y el corte se lo hacía cada tres sábados, y aseguraba Celedonio que habiendo tantos y excelentes podólogos en la ciudad, ninguno llegaba al arte por libre de Tadeo, el cual levantaba la uña lentamente, la cortaba en redondo y la limaba por el borde interior, que era donde le apetecía clavar, sin que Celedonio tuviese que dejar de leer varia de arúspices para dar un ¡ay! Tadeo le había pedido permiso a micer Celedonio para que lo acompañase un forastero que había conocido en la plana, y cuyo nombre y nación no había osado preguntar, pero que era un caballero cortés y muy convidador, entendido en hípica y en piedras preciosas, y dado a grandes taciturnias mirando arder el fuego o correr el agua.

—¡Esos son silencios aristocráticos! —dijo Celedonio.

—Es un hombre —había añadido Tadeo— que sabe escuchar. No te interrumpe, y llega un momento en que la historia que le cuentas la sigue a un tiempo con los oídos y con la vista, que de su magín saca estampas para ella, y entonces vas tú y te animas y floreas la historia con adjetivos de sorpresa. Y cuando yo le dije que eras augur titulado y hombre de la Corte, me aseguró que te saludaría con mucho gusto, y que si no tenías inconveniente, para amenizar la tertulia, mandaría traer pan, cecina y almendrados, y media cántara de vino.

—¡Que sea tinto! —pidió Celedonio.

Y allí estaban los tres en la sala de consultas, el forastero sentado en un sillón de cuero, Celedonio en una banqueta poniendo la uña a remojar en agua de citrón, y Tadeo arrodillado a sus pies, amolando la navaja en la piedra. La jaula con el mirlo colgaba en la ventana, a la caricia del sol poniente. Cada vez que Tadeo iba a casa de Celedonio, el augur se veía obligado a encerrar sus cuervos en las jaulas del desván, que desde el primer momento los auxiliares de negra pluma se habían mostrado celosos del ave cantora, y como andaban sueltos por la casa, asaltaban la jaula, por si entre mimbre y mimbre podían darle un picotazo al mirlo. Uno de los cuervos, sobre todo, lo tomó tan a pecho, que pasó una semana larga sin querer adivinar por alfitomancia preñeces o si se encontraría dinero perdido, y Celedonio tuvo que suplirlo por arte magna etrusca degollando pichones, lo que no le dejaba ganancia, cuanto más que Celedonio, por respetos sacralis, no se atrevía a comer las avecillas, regalándoselas a su asistenta, que se las llevaba, decía, para un arroz.

—En este país —explicó Celedonio al forastero—, los augures estamos en las leyes como parte del gobierno, pero hace años que el rey no nos convoca, debido a la penuria del tesoro en lo que toca a la consulta áulica, y en lo que se refiere al demos por temor a que los augurios dados en forma, coincidiendo tripas y estrellas en la misma opinión, se cumplan, trátese de sequía, batalla imperial, paso de cometa, naufragio, peste bubónica o terremoto. Pero hubo tiempos en que se nos escuchaba, y no se movía una paja sin pedirnos consulta.

Celedonio era pequeño y rechoncho, calvo, la nariz gruesa y abombillada en la punta, y la boca grande, el labio inferior caído. Unos brazos pequeños, como de oficial de juzgado municipal, terminaban en unas manos grandes, gruesas y velludas, debido esta gran pilosidad, según explicaba Celedonio cuando alguien aludía al caso, a la sangre de los patos tardona tardona, en cuyas entrañas inquiría si era consultado sobre navíos en la mar. Al augur le afectaban mucho los calores, y aun en invierno solía tener sudorosas la frente y la doble papada. Vestía casulla amarilla, y siempre al alcance de la mano tenía un abanico veronés.

Terminada la obra de Tadeo comenzó la merienda, y a preguntas de Celedonio respondió el forastero, entre vaso y vaso, con aquel hablar sosegado que tenía, que venía de muy lejos y que al caballo en que viajaba le habían asaltado unas fiebres, y que a unas cinco leguas de la ciudad lo había dejado en un mesón, y con el caballo y el equipaje quedaba un criado suyo de confianza.

—El objeto de mi viaje es ver países, tratar gentes, escuchar historias, admirar prodigios variados, ver teatro y conocer caballos padres. En estas dos últimas cuestiones puedo opinar algo —añadió el forastero modestamente—. Y porque de alguna manera habéis de llamarme, don León es fácil, si no tenéis inconveniente.

—No lo hay —dijo Celedonio, tras hacer buches con el tinto y trabajar con el mondadientes, que se le había metido una hebra de cecina entre dos muelas—. En verdad que no lo hay. Yo también soy muy amigo del teatro, don León, pero a los augures nos está prohibido en esta ciudad, ya que el pueblo respetuoso teme que estando nosotros en los tendidos viendo la pieza, apasionados por el protagonista, o de una mujer hermosa que salga, hagamos suertes a escondidas dentro de una bolsa con habas blancas y dientes de liebre, y modifiquemos el curso de la tragedia, y llegue a anciano respetable un incestuoso, o Medea reconquiste a Jasón, y todo quede en besos a los niños.

—Por la amistad de Tadeo, ilustre augur senatorial, supe de un miedo que hubo en la casta real de tu ciudad. ¡No te obliguen las leyes de la hospitalidad a responderme, amigo Celedonio! ¿Cuál fue el miedo? ¿Lo hay todavía?

—Pues me llamas amigo y está delante Tadeo, que aunque mendigo es hombre libre, o acaso por eso mismo, y me ha servido más de una vez de agente secreto en difíciles asuntos, nada se opone a que te cuente que el tal miedo lo provoca la certeza de que un día Orestes, hijo de Agamenón, va a aparecer en la ciudad nocturno, armado de larga espada. Siete veces nos fueron pedidos augurios, y las siete veces dieron que Orestes llegaba armado, dispuesto a dar muerte al rey Egisto, lo que al fin era cosa natural, siendo como es Egisto el matador de su padre, y también a su madre, la reina Clitemnestra. Los augurios salieron, y yo tomé parte en toda la ópera, que Orestes vendría, y que su hermana Ifigenia, moza y muy hermosa, avisada cuando iba para el lecho virginal, acudía en camisa corta a reconocerle y a mostrarle los pasadizos secretos que llevan a donde Egisto vive descuidado, y Clitemnestra pasa el tiempo depilándose, mientras considera que este segundo marido es más viril que Agamenón, lo que no tiene nada de particular, ya que es de menor talla y menos gimnástico que el difunto.

Se abanicó Celedonio, bebió y se limpió el sudor con la toalla que Tadeo había usado para secarle el pie de la uña enconada.

—El rey Egisto se sobresaltó y prohibió el nombre de Orestes, mandó poner registro de forasteros, envió agentes a averiguar qué era de Orestes por esos mundos, algunos de ellos venecianos y otros britones, contratados a peso de oro, y nos tuvo a los augures todo un año trabajando en averiguar cómo vendría el vengador secreto, por cuál puerta, cuyo el largo de sus pasos y cuyo el golpe de su espada contra el escudo real, que hubo que reforzarlo, que se quebró en los entrenamientos. No se vivía en la ciudad con el miedo, y para distraer a las gentes, y para que el miedo no se hiciese política, siguiendo en esto el talento del secretario florentino, se corrió la voz de que lo que se esperaba no era a Orestes, que andaba perdido por Oriente, sino un león rabioso. De ahí el juego que te contó Tadeo. Un león terrible que le había dado por devorar a la familia real, lo que explicó, además, el encierro de la niña a los populares.

—¿Y vendrá Orestes?

—No se sabe cuándo. Los años han ido reduciendo el miedo a fábula, como la esópica del zagal y el lobo, y ya solamente los ancianos, sentados a la sombra de los plátanos en las tertulias de verano, recuerdan el asunto y discuten el final de la tragedia, que sin la venida de Orestes está en el aire. La policía sigue investigando, aunque con menos diligencia y gastos. Los reyes van viejos, y no salen al público ni se dejan retratar. Y a nosotros, los augures, nos mantiene en honra, y hay en el cuerpo la interior satisfacción, el hecho de que Ifigenia no envejezca, y se conserve en la hermosura de los dieciocho años, y la piel tersa.

—¿No se casa? ¿No tiene pretendientes?

Al forastero parecía habérsele avivado la curiosidad, y levantaba la mano al interrogar a Celedonio.

—Tuvo buenos partidos, pero los rechazó todos con pretextos variados, o haciéndoles viajar para que le trajesen músicas y recetas de postres de almendra, y los rondadores se cansaron, se fueron y no volvieron. Uno se volvió loco, y porque lo echaban de la ciudad que decía que quería raptar a Ifigenia, pugnaba por desasirse de los guardias y quitarse los ojos, dejándolos en el jardín, colgados en un rosal, para que, aunque él ausente, siguiesen ellos claros admirando a Ifigenia. Además, según me contó su nodriza, la moza no se dejaba apretar en el agarrado, en los bailes de palacio.

—Me gustaría ver la muchacha —dijo don León.

—No podrás —afirmó Tadeo—, que no sale de su torre. ¡No conseguí verla yo en veinte años, yendo todos los días a comer la sopa boba a la puerta excusada de palacio!

—Podríamos —sugirió don León como ensoñando hacerle llegar la noticia de que uno que a Orestes se parece se acerca escondiéndose entre los abedules al palomar real cuando ya va a amanecer, escucha el rumoroso despertar de las palomas y, viendo la primera salir a volar, el desconocido regresa a su refugio secreto, en las ruinas hedrosas de la ciudad primera, donde precisamente, el que hace llegar a Ifigenia la noticia, lo escuchó conversar con sombras antiguas en octavas reales.

—No, no puede salir de la torre —aseguró Celedonio—, porque, ¿quién la bajaría sin que chirriase la roldana y no la viesen los centinelas? ¡La roldana no la aceitan adrede!

—Podría bajar por sábanas atadas y faldas viejas cortadas —apuntó Tadeo.

—Sí, atando sábanas —aceptó don León—, cinturones, pañuelos, cordones de corsé, cortadas en tiras las grandes cortinas forradas de la antecámara. Ella se acercaría al palomar y estudiaría mi figura a la indecisa luz de los albores. Cantaría un gallo, y ella saldría de la duda diciendo: «¡No, no, todavía no eres Orestes!». Quizá, para cerciorarse, tocase con una de sus manos mi frente, mis labios, mi cuello, o escuchase con la palma abierta los latidos de mi corazón. Y, desconsolada, regresaría descalza como había venido a mí, y semidesnuda, rodeada de todas las palomas, a que la izasen su nodriza y sus doncellas hasta la única ventana de la alta torre.

—¡Sería bonito paso! —comentó Tadeo— ¡y aun podría enamorarse de ti!

—Y tú, ¿cómo la esperarías? —preguntó Celedonio, levantándose, retrocediendo hasta situarse detrás de la mesa del oficio, cruzando los brazos sobre el pecho, pero sin dejar el vaso lleno de vino que sostenía con la mano derecha.

El forastero se levantó a su vez y se acercó a la puerta, que abrió de par en par. Envolvió la esclavina roja en el brazo izquierdo, y lentamente avanzó hacia la ventana. Levantó el bastón de caña con puño de plata como héroe que levanta una espada que quiere herir. Se detuvo, la cabeza erguida, mismamente donde el último rayo de sol de la tarde le besaba los pies. Y era verdaderamente, en la mirada asombrada de Tadeo y Celedonio, una larga espada la que sostenía su diestra.

—¡Orestes! —gritó el augur, sin darse cuenta de lo que decía.

En el desván gritaron a la vez, horribles y desafinadas voces, el mismo nombre los cuatro cuervos, y Tadeo se arrodilló. Pero ya, habiéndose hecho el silencio e ido el rayo de sol, el forastero aparecía de nuevo sentado en su silla, sonriente, indiferente, como si todo hubiese sido un espejismo, o un sueño que hubiese durado lo que un parpadeo. Don León se golpeaba la barba con el puño del bastón. Celedonio abrió la puerta y derramó en la losa del umbral el vaso de vino.

—¡Estás en tu casa, príncipe! —dijo solemne, abriendo los brazos.

El mirlo, dándole entrada Tadeo, silbó una marcha.

Cuando el forastero y Tadeo abandonaron la casa del augur, Celedonio se dirigió al desván a ver qué había sido de los cuervos. Los cuatro estaban muertos, degollados. Celedonio comprobó que el corte iba de derecha a izquierda y de abajo arriba, como estaba anunciado para Egisto. La sangre de los cuervos goteaba en el platillo del gato negro, que lamía gustoso y tranquilo.