I

EL OFICIAL DE FORASTEROS se puso el sombrero de copa, adornado con las dos hebillas de plata, y requirió el paraguas, pero al llegar ante la puerta de su despacho vaciló, y finalmente volvió el paraguas al paragüero y colgó el sombrero en la percha, una amplia cuerna de ciervo sobre el cofre de los legajos. Se sentó ante su mesa, en el sillón giratorio, y de un bolsillo del chaleco sacó el reloj. Abrió la tapa posterior, y extrajo un papelillo doblado, que posó encima del vade verde.

—¡Hace diez años que no recibo un parte sobre este asunto! —comentó mientras guardaba el reloj. Y se sorprendió a sí mismo de haber hablado en voz alta.

Pero el asunto era el asunto. Se repantigó en el sillón, cruzó las manos tras la cabeza, y con la mirada fija en el papelillo doblado recordó todas sus intervenciones en aquel caso.

El oficial de Forasteros tenía un tío en las postas reales, llamado señor Eustaquio, al cual correspondía el revisado de mojones de legua, que estaba ordenado que siempre tuviesen la numeración clara: «A Tebas, doce leguas». Y por amor, de su oficio, y porque tenía fina letra de lápida a la manera antigua, él mismo pintaba los mojones, y añadía debajo del numeral una seña, poniendo aquí una liebre y allá una paloma, un lobo o un san Jorge, y así las leguas eran llamadas por los viajeros por estas señas, la legua de la liebre, la legua de la paloma, etc. Lo supo el rey Egisto y le gustó la cosa, y quiso conocer al tal señor Eustaquio, el cual era un hombre pequeñito y obsequioso, el pelo muy blanco, miope declarado, algo picado de viruelas y chato, siempre calzado con bota enteriza y excusándose por estar afónico, lo que le obligaba a chupar hojas de menta. Eustaquio hizo delante de Egisto una muestra de letras y señas en una pizarra, y el rey mandó que desde aquel punto y hora solamente el señor Eustaquio pondría el título en los papeles reales. Con lo cual Eustaquio pasó a ser el hombre de los secretos regios, y tuvo derecho a dormitorio con retrete en el palacio. Eusebio, el oficial de Forasteros, recordaba las visitas del tío Eustaquio a su casa, que salían todos a la puerta a recibirlo, y su madre, la hermana de Eustaquio, quemaba papeles de olor y hervía vino con miel.

Eusebio tomó la costumbre de acompañar al señor Eustaquio, después de la visita, hasta la puerta de palacio, y el tío posaba la mano derecha sobre el hombro del sobrino durante todo el tiempo que duraba la caminata, y le agradecía con medio real la compañía. Un día el padre de Eusebio le dijo a este que había llegado la hora de pedirle un empleo al tío Eustaquio.

—La prisa es, hijo mío, porque vas creciendo y tienes ya la talla del tío Eustaquio, y aunque todavía le gusta subir hasta palacio con la mano derecha apoyada en tu hombro, ya con tus medras no va cómodo. Como sigas creciendo así y no pueda llegar fácil a tu hombro con su mano, aborrecerá este paseo que ahora le parece de gracioso respeto, y te aborrecerá a ti también. ¡Estos pequeños cuidan muy mucho la presentación!

Se le pidió al señor Eustaquio el empleo para el sobrino Eusebio, y el hombre de palacio estudió en qué podría servirle el sobrino, y cayó en la cuenta de que en los lazos de cintas para atar los legajos, lo que sería novedad para el rey, llevarle cada mañana un legajo con lazo de pompón, otro con lazo de flor, y los de pena de muerte con el nudo catalino de la horca, que es de cuatro cabos, según la moda inglesa. Y así entró Eusebio en los Consejos y Archivos, después de pasar un mes en la casa de una modista de niñas difuntas aprendiendo lazadas, iniciando de este modo la carrera administrativa que había de llevarle a aquel sillón giratorio de oficial del Registro Obligado de Forasteros.

De los lazos, que se los pasó en ocasión oportuna a su hermano Sirio, ascendió a lector de partes en la cámara regia, y por lo bien que pronunciaba los nombres extranjeros lo puso Egisto el primero en la sucesión para la Oficina de Forasteros. Y fue estando de lector cuando, por vez primera, tuvo noticia del asunto. Del asunto Orestes. Había leído el parte detallado de la navegación y arriba de una nave con pasas de Corinto y lana continental, y anunció el siguiente, según costumbre:

—Pliego lacrado, en los sellos una serpiente que se anilla en un ciervo. Salto los sellos, despliego y leo.

—¡Todavía no! —exclamó el rey levantándose del diván en el que, recostado, atendía a la lectura. ¡Espera!

El rey era de mediana estatura, y pasaba el tiempo alisando el espeso bigote rubio con los dedos pulgar y anular de la mano derecha. Era muy inquieto de mirada, tanto que los que estaban largo rato con él llegaban a creer que sus ojos, de un celeste frío, salían de su rostro y se movían por la cámara regia escrutadores. Tenía la boca grande, las orejas en abanico, el cuello ancho y las manos gruesas y cortas. El conjunto era de la solidez del roble.

—¡Espera!

En la frente del rey habían aparecido unas gotas de sudor. Egisto recobró la espada de ancha hoja que había dejado en un cojín, se acercó a la puerta, apoyó la espalda en ella, y con voz ronca que quería aparentar tranquila, ordenó:

—¡Lee!

Y Eusebio leyó:

—El hombre que hace un año compró una espuela en la feria de Nápoles, se parecía a Orestes.

El rey levantó la espada, la hizo girar en el aire, y volvió a sentarse en el diván. Tenía la espada en las rodillas y repasaba el doble filo con el meñique.

—Tienes que aprender todo lo que se sepa acerca de espuelas, y especialmente de las espuelas de Nápoles. Yo tuve una, de las que llaman de cresta de gallo.

Eusebio aprendió todo lo que se sabía de espuelas, leyó tratados, recibió estampas con toda la variedad de ruedas. Lo sabía todo de espuelas. Cuando un forastero entraba a registrarse, Eusebio miraba si gastaba espuela.

—¡Andaluz! —afirmaba, sonriendo.

Y no fallaba. Y ahora, al cabo de tantos años, cuando ya todos habían olvidado el nombre nefasto, este aviso. Sería un falso Orestes, como los otros. Hubo varios. Aquel que le murió el caballo a la puerta del mesón de la Luna. Era muy mozo. En el tormento dijo llamarse Andrés y estar huido de su madrastra, que lo requería de amores en los plenilunios. En una vuelta en el tormento, de las que llaman de pespunte, que es la segunda de la cuestión del torcedor, se le llenaron los ojos de sangre, dio un grito y expiró. Una semana después apareció la madrastra preguntando por él. Era rubia, muy hermosa, con un gran escote. La encontraron unas lecheras que venían de alba a la ciudad, ahorcada en el olivar del Obispo. Salió un romance con el caso. Dos años después, aquel otro, el de la mancha en el hombro izquierdo en forma de león. Lo denunció una de las pupilas de la Malena, una tal Teodora, muy bonita morena, que después se salió sostenida y paró en las Arrepentidas y más tarde puso una frutería. Este aguantó en el potro y en el chorro. Decía que era celta, y que andaba por voto vagabundo. Nunca había oído hablar de Orestes. Pero, ¿cómo dejarlo libre? ¿No sabía ahora quién era Orestes? Sí, lo sabía todo de Orestes, y a lo mejor, suelto y por vengarse, se hacía Orestes, el pensamiento y la espada de Orestes, la sed de Orestes, consideró Egisto. Por seis monedas un soldado le puso la zancadilla y lo hizo caer por las escaleras de la torre.

—¡Qué casualidad! —dijo el capellán, que le había tomado afición.

Se abrió la cabeza contra una cureña, y quedó parte de su sesada mismo encima del escudo real que decoraba el cañón. Hubo otro, vendedor de alfombras, que quedó por loco en perpetua con grillos, y otro que quiso escapar y acabaron con él los alanos del rey cuando ya estaba en el postigo del patio. Y al cabo de los años, este aviso. «Serpiente anillando un ciervo en la ciudad». ¿Todavía Orestes? Pero, ¿lo habría habido alguna vez aquel Orestes?

Eusebio abrió el cajón de su mesa, para lo cual necesitó tres llaves diferentes, y sacó de él una libreta con tapas de hule amarillo. Allí estaba, resumido, el asunto Orestes. Sí. Un hombre en la flor de la edad llegaba, por escondidos caminos, a la ciudad. Traía la muerte en la imaginación, que es esta cosechar antes de sembrar, y tantas veces en el soñar había visto los cadáveres en el suelo, en el charco de su propia sangre, que ya nada podría detenerlo. En el pensamiento de Orestes, la espada tendría la naturaleza del rayo. La inmunda pareja real yacía ante él. Durante años y años, Orestes avanzó paso a paso, al abrigo de las paredes de los huertos, o a través de los bosques. El oído del rey era el amo del rey. Egisto escuchaba el viento en el olivar, los ratones en el desván, los pasos de hierro de los centinelas, la lechuza en el campanario, las voces y las risas en la plaza, a medianoche. ¿Orestes? A su lado, arrodillada en frío mármol, su mujer se echaba el largo y negro cabello sobre el rostro. Y sollozaba. Eusebio se rascaba el mentón, hojeaba la libreta.

—Supongamos que llega Orestes. Lo prendemos y a la horca. Supongamos que no lo podemos prender y que entra, sigiloso, en palacio. ¿A quién va a matar? ¿A aquellos dos viejos locos, escondidos en su cámara secreta, vestidos de harapos, que nadie conoce ya, cuyos nombres olvidaron las gentes, huesos cubiertos de marchita piel, corazones que laten porque el miedo no les deja detenerse? Los niños de la ciudad creían que Orestes era un lobo. La verdad es que ya nadie nombra a Orestes salvo el mendigo Tadeo, el del mirlo. ¿No sería hora de acabar con aquel asunto? Ni se sabía si Orestes era rubio o moreno. Alguien inventó que un tal Orestes venía a vengar a su padre, asesinado por Egisto, que se había metido en la cama de su madre, y entonces comenzó la vigilancia, se alquilaron espías, se mandaron escuchas, se pusieron trampas en las encrucijadas, se consultaron oráculos. ¿Cuántos años no duraba aquello? ¿Quién seguía dirigiendo aquella búsqueda secreta? Lo más probable es que Orestes, de tanto andar en barco, hubiera naufragado, o se hubiese casado en una isla y ahora fuese dueño de una parada, pues salía en los textos como domador de caballos. Y si sabía disfrazarse tan bien como suponía Egisto, sería comediante en Venecia o en París. Pero Eusebio había jurado su cargo. Tenía que registrar a todos los forasteros que llegaban a la ciudad y descubrir si alguno de ellos era el secreto Orestes. Recordaba Eusebio que hacía años que había hablado del asunto Orestes con un capitán de la caballería, un tal Dimas, muerto de una pedrada en la revuelta del año sin trigo.

—Eusebio —le dijo el capitán—, me temo que mientras vivas siempre tendrás entre manos el asunto Orestes. Y ellos, los reyes, no podrán morir si no viene Orestes. El pueblo estará ese día como en el teatro. Quizá solamente falte el miedo. Habría que hacer algo de propaganda secreta, para que viniese a batir las puertas, como un viento loco. ¡Yo apuesto por Orestes! Y tras asegurarse de que estaban solos en el campo, levantando la voz y llevando la diestra mano a la visera del casco emplumado, añadió solemne:

—¡Siempre hay que estar en el partido de los héroes mozos que surgen de las tinieblas con el relámpago de la venganza en la mirada!

—¡Coño, eso parece de la tragedia! —había comentado Eusebio. Pero él cobraba por descubrir a Orestes, y debía registrar al forastero que le señalaban en el aviso.