ÁNGEL AGUADO había dejado de sufrir. Los dolores, que se movían en su carne como pequeños gusanos vivos, desaparecieron. Era como si el sufrimiento se hubiera retirado de su cuerpo. Como si su padecer anterior se transformara por instantes en algo indirecto. Sintió una placidez extraña, ya que estaba llena de desaliento. Le parecía que sus límites de ser viviente se habían empequeñecido de forma semejante a lo que siente el gusano al que le seccionan parte de su cuerpo. Pero, en verdad, él se había desentendido ya de su realidad corporal. Estaba como crispadamente concentrado en su pensamiento, en aquella curiosa actividad de su cerebro, que ahora tenía una lucidez incesante. Aguado se había entregado por fin a la idea de su muerte. La había pensado una y otra vez, pasando del ansia al terror; de la repulsión a una especie de amor informe y ciego. Sabía que ya no podría salirse de ella, como si alguien estuviera diciendo sin parar en sus oídos: «Te mueres, te mueres, te mueres…» Y le seguía el miedo. No podía hacer cosa alguna contra él. No podía hacer sino esto mismo que hacía: sentirlo pasivamente. Aceptarlo un instante y otro instante como enloquecido por ello. «No me sirve de nada ser yo. Es inútil todo, absolutamente todo lo de este mundo.» Y empezó a recordar escenas de su vida como si fueran las de un extraño. «Pero había aquello, mi dolor. Esa ansiedad de amor que nunca se ha cumplido. Existía mi sufrimiento.» Y el hombre pensaba en su sufrir como si pudiera ser una tabla de salvación en estos momentos. «Sufría… he sufrido mucho… he tenido dolor por cosas que no conozco… Desde niño… entonces tan pequeño.» Por un instante creyó que era un chiquillo de nuevo. Le llegaban impresiones oscuras de su niñez. Y empezó a sentirse tranquilo poco a poco. Pero esa tranquilidad tenía dentro de ella como una ansiedad en la que estaba preformada una esperanza. Ángel Aguado se sintió más débil que nunca en estos momentos. Por un instante se sintió en pleno desvarío. Había como una acumulación de misterio ante el hombre que era. Sabía ya que iba a ver, que vería inmediatamente, aunque ahora estaba completamente a ciegas. Ni lo dijo, ni lo pensó. No puede afirmarse que fuera imagen o recuerdo lo que aparecía en estado naciente dentro de él. Pero Ángel Aguado tuvo en este instante como una fanática seguridad. «¡Dios! Ésa ha sido mi desesperación. Ese ha sido mi anhelo.» Este descubrimiento pareció paralizar todo el loco trabajo de su mente. Se sintió sometido a una calma independiente y superior, como si el hecho de que él muriese hubiera perdido toda su importancia. Estuvo como suspenso en esta esperanza que desprendía una impresión de descanso incesantemente. Descansaba por fin de ser humano continuamente. Él sabía ahora, por fin, que esto era el descanso. «Dios —volvió a pensar—. Dios nuestro. Nuestro. Nuestro.» Y de pronto toda su emotividad estalló como lo había hecho tantas veces. Ahora tuvo la imagen de su mujer, pero no le turbó. La contempló tranquilamente. Sus emociones no se dirigían ya a nada concreto.
La noche se había vuelto fría. Se había levantado viento y se le oía como si resonara en la extensión de aquellas tierras y montes. De los pinos llegaba también el ruido de las ramas al moverse con algo oscuro y misterioso. Manolo se levantó. Había estado pensando cosas que se le ocurrían sin que supiera por qué y de pronto había sentido la impresión del frío en todo su cuerpo. El golfo se frotó con fuerza, estirando una y otra vez los brazos y piernas. De pie, como estaba, contempló a sus pies los cuerpos inmóviles de la muchacha y del hombre. El chico tuvo la impresión de que él ahora era enormemente poderoso. El estar así de pie le parecía la mayor riqueza. Sentía las piernas sosteniéndole, todo lo que había en este momento en su organismo de actividad y de fuerza. Al hacer una mueca se dio cuenta de que los músculos de su cara seguían funcionando. «Bueno, yo estoy bien —pensó Manolo—; estoy completamente bien. Ya no me duele eso.» El cansancio anterior le había desaparecido y apenas si alguna vez tenía una impresión de magullamiento.
Lo gris seguía en Carmen. Seguía mareantemente. Estaba cada vez más a merced de aquello. Era algo acuosamente incierto lo que podía alguna vez percibir ella. Por un instante hubo como una esperanza desesperada en Carmen. Dentro de la oscuridad creyó ver algo que por fin la acompañaba en esta soledad espantosa. La chica concentraba delirantemente sus ojos en aquella borrosa imagen, como si el ver, el poder ver fuese la vida toda en estos momentos. La chica miraba (lo que ella veía era el rostro de Manolo, muy cercano a sus ojos, que a la luz de un fósforo la contemplaba en silencio) con sus ojos trágicamente abiertos y sentía una mezcla de esperanza y desaliento. Aunque no podía distinguir con claridad, lo que estaba ante ella le daba compañía y consuelo. La cara del golfo tenía la cualidad de lo humano y la muchacha la anhelaba con ansiedad tremenda. Presentía que era lo último que iba a ver de este mundo y era como si todas sus experiencias anteriores, como en una condensación prodigiosa, tornaran a tener virtualidad simplemente porque esa cara existiera. Carlos, sus padres, ella misma, estaban en cierto sentido en aquello que era el rostro de un hombre. No podía moverse de donde estaba y, sin embargo, dentro de la chica nació un ansia de llegar hasta él y acariciarlo. Pero el rostro desapareció (Manolo se había separado al extinguirse el fósforo). La muchacha sintió como un dolor instantáneo e inexplicablemente se acordó de sus ansias antiguas por tener un hijo de Carlos. Sin llegar a imaginar la imagen del niño, Carmen sentía una dulzura angustiosa. De pronto todo desapareció de nuevo. Como una sombra enorme el vacío se apoderaba de su cuerpo.
Manolo se había decidido por fin. El chico se sentía ahora medroso e impaciente. Sabía que era una locura seguir allí, al lado de los dos cuerpos; pero había algo en ellos que tiraba de él con una fuerza tremenda. El golfo, además, estaba desorientado. El lugar donde había ocurrido el accidente le era desconocido por completo. Lo único que sabía es que tenía que retroceder por esta carretera a través de la oscuridad de la noche. Pero había otra cosa que le atormentaba: dejar a la chica muñéndose. La incertidumbre de su estado aumentaba curiosamente su angustia. Volvió a pensar que su presencia aquí no cambiaría nada las cosas. Que él era completamente inútil. «Tengo que irme y cuanto antes mejor. Estar lejos de estos sitios cuando amanezca.» Eso es lo que Manolo pensaba, pero seguía allí inmóvil. Era una fuerza paralizante la que le retenía mientras pensaba una vez y otra que tenía que marcharse inmediatamente. El viento aumentó en estos instantes y su lúgubre sonido se extendió por la vastedad de montes y de tierras. El frío de este viento hizo al golfo moverse. Al hacerlo, una de sus piernas tropezó con el cuerpo de Carmen. El chico se quedó como petrificado durante un momento. Luego se agachó de una forma automática. La muchacha le atraía irresistiblemente de nuevo. Al poner su mano en la frente de ella, Manolo sintió una frialdad desagradable. No tuvo en un principio aquello significación para él, pero eso fue un instante. En seguida supo que estaba muerta. Era su instinto de golfillo quien se lo decía ahora. El mismo que otras veces le alejaba de un lugar donde había peligro. Ese instinto que tiene toda la gente callejera. Porque ahora Manolo tornaba a ser el golfo de siempre. Era como si sus ganas de vivir se hubieran despertado de repente. La muerte estaba allí, a su lado, y él sabía que la muerte tiene para los hombres una especie de fascinación misteriosa. Y también sabía que una mujer que le gustaba ver y seguir por las noches, en este momento estaba muerta. «Todo esto es verdad. Pero esto ocurre en todos los momentos.» Y el chico se acordó de tanta gente como él había visto morir llena de desesperación y de miseria. Aún hubo en alguna parte suya, quizá dentro de su corazón adolescente, un latido de amor y desesperación al mismo tiempo. Pero Manolo, como lo había hecho tantas otras veces, lo venció con resignación y dureza. El golfo sabía muy bien que tenía que renunciar a sus propios sentimientos. Él no podía permitirse el lujo de atormentarse como le había visto hacer al hombre que aquí a su lado estaba ahora muerto. No. Él era un golfo de la calle, nada más que eso. Y volvió a pensar que si él hubiera sido una persona decente se habría quedado, como era su más profundo deseo, junto a los cuerpos de Carmen y Ángel Aguado, como en otra ocasión estuvo con su amigo el sereno. «No soy más que un golfante asqueroso.» Y al decírselo a sí mismo el muchacho sintió algo amargo por dentro.
Pero ahora ya había reaccionado. Sabía que era sospechoso, que simplemente por ser el que era levantaba a su alrededor la sospecha. Manolo comprendía lo injusto que esto era ahora. Pero no le importó demasiado. Y sin saber por qué, empezó a recordar los billetes que le había visto a Ángel Aguado en la cartera. «Nadie puede creer que un chico como yo esté en esta situación y no robe. ¡Como hay Dios, que nadie iba a creerlo!» Y Manolo se rió ferozmente en este momento. Una risa que tenía dentro de sí como una desesperación por lo que es ya un fracaso irremediable. Sintió como si la fatalidad le obligase a ser el tipo que era y le pareció que era como un sarcasmo ser en estos instantes honrado como otro hombre cualquiera. Todavía dudó. No ya por lo que significara que él cogiera dinero de la cartera. Era la proximidad de la muchacha muerta. De pronto se puso de rodillas y sintió amargura por no saber rezar en estos momentos. Manolo sólo veía de un modo muy vago el bulto inerte que era el cuerpo de Carmen. Sentía frío y se volvió a levantar con presteza. «Tampoco eso sirve de nada. Lo que se dice de nada.» Y casi con furia, como el que realiza algo apresuradamente a la fuerza, el chico palpó en el cuerpo de Ángel Aguado hasta que encontró su cartera. Metió sus dedos en el interior y cuando vio los grandes billetes de mil pesetas, el golfo se asustó. ¡Dinero! Eso que él y los demás buscaban constantemente, estaba aquí en cantidades para Manolo fabulosas. Eran miles de pesetas las que ahora estaban en sus manos y al muchacho le extrañó que aquello no tuviera una significación especial al tacto, que fueran en su roce como un montón de papeles viejos. La codicia y el buen sentido lucharon en él durante un momento. Pero Manolo era inteligente. «Todo el dinero, no; entonces es cuando se sospecharía. Eso lo hubiera hecho el Broncas, porque es como una bestia. El Broncas lo hubiese hecho.» Y cogió dos de los seis billetes de mil pesetas. Iba a guardar de nuevo la cartera cuando la volvió a abrir; estuvo como ante una oportunidad ante el resto de los billetes que allí estaban guardados. Manolo dejó que pasase el tiempo y después de algunos instantes el chico volvió a cerrar y guardar la cartera. Estaba satisfecho por haber resistido a la tentación. En realidad, Manolo ya no recordaba que acababa de cometer un robo. Su cerebro empezó a imaginar todas las posibilidades de aquel dinero. Estuvo así sin moverse, dejando a su fantasía desarrollarse libremente. Se sentía tranquilo en estos momentos. Pero esa tranquilidad fue sustituida por el miedo. Si alguien llegase ahora él sería detenido por haber cometido un robo. El golfo miró por última vez hacia los dos cuerpos que yacían inmóviles. Sin querer recordó rápidamente lo que había sido aquella noche junto a ellos. Pero en seguida echó a andar.
Al principio lo hizo medrosamente. Luchaban dentro de él la desorientación y el miedo. Pero a medida que se iba alejando, su paso adquiría regularidad y firmeza. Ahora volvió la cabeza. Ya no se distinguían los restos del coche. La carretera se ofrecía solitaria y Manolo creyó por un momento que no había sucedido nada de aquello. «El tiempo es así siempre —pensó—; cuando él transcurre, nada queda.» Ahora Manolo sentía tan sólo el presente, cada instante que era su caminar por la oscura y solitaria carretera. Hacía frío, pero su cuerpo no lo sentía. A ambos lados del asfalto se ofrecían los campos y montañas como un enorme misterio. Pero delante de él, como un destino o un mandato, iba el camino hecho por los hombres. Los pasos de Manolo lo seguían rápidamente. Iba oyendo su propio andar como si fuese con otra persona. Y de repente se sintió lleno de una extraña satisfacción. Le gustaba todo lo que le ofrecía la realidad en este instante. El lugar desconocido por donde ahora caminaba, la calma de la noche libre y abierta. Manolo sabía que volvía hacia Madrid, que tornaba a su vida callejera, pero en ello había ahora una mezcla de dolor y de esperanza. Pronto volvería a estar con sus conocidos (y se acordó del Reniega). Pensaba ahora en estas cosas, pero al mismo tiempo oía su andar y esto le llenaba de viril seguridad. La muerte estaba incesante sobre la tierra. Pero también la vida. La vida de millones de hombres; la suya propia. Y al pensar esto, Manolo sintió que sus pasos eran más seguros y fuertes. «Hay que vivir —algo decía en sus adentros—; ser como eres tú en este instante.» Y Manolo apretó el paso. En la soledad de la carretera se distinguía con dificultad su figura alta y airosa desplazándose continuamente entre un fondo nocturno de silencio y de piedra.