XXIII

TODAVÍA ÁNGEL AGUADO tornó a imaginar a su mujer a punto de ser atropellada cuando corría velozmente el automóvil; y ello de una manera objetiva en la que parecía producirse la sensación y sonido del motor marchando regularmente. Estaba el hombre sufriendo espantosamente, aquella sensación de alguien que hacía un nuevo desgarro dentro de su carne con increíble ligereza; y no sólo sufriendo, sino con un desfallecimiento que parecía dar a ciertas partes del organismo una triste cualidad de cosa muerta. Pero, como algo brillante y externo, tenía de nuevo ante los ojos la imagen de su mujer. Sin embargo, ahora, de repente, comprendió el carácter ilusorio de todo lo que veía desde hacía algún tiempo. No vio ya nada, limitándose a sentir con una lucidez que iba agudizándose los distintos dolores que sufría en su cuerpo. Ésta duró algunos segundos. Sin tener idea de lo que le ocurría, Aguado se limitaba a sufrir con una sencillez de todo punto inconsciente. Su voluntad, en estos momentos, no existía ya, y nada de él, ni siquiera en propósito, se enfrentaba con el continuo sufrimiento a ciegas. Se tocó varias veces en la enorme herida que el volante había desgarrado en la parte baja del pecho, casi en los flancos ricos en carne sin defensa, pero no se asustó, porque a su imaginación nada había dicho la espesa y como blanda sensación de la sangre saliendo. No podía decirse que fuera el miedo lo que reinaba en él casi confundido con las continuas sensaciones de desgarro, como si alguien le anduviera en las entrañas bruscamente. Esto aún duró algún tiempo; el dolor en lo que tiene de poder sobre la carne oscureciendo una vez y otra vez, como el que apaga una luz cuando se enciende, la simple posibilidad del pensamiento. Tuvo, un desmayo y cuando se recobró de él volvió a pensar como si jamás hubiera dejado de hacerlo. Aguado se había adaptado al dolor y éste pasó a ser como una parte de sus antiguos sentimientos. Ahora se daba cuenta que su ansiedad de sufrir estaba satisfecha. Esto le dio una serenidad curiosa. Su voluntad toda acudía hasta la sensación de sufrimiento, como quien va hacia algo que purifica y que serena. De nuevo se sintió lleno de la especial calidad de emotividad que en él era tan frecuente, al mismo tiempo que las imágenes desfilaban fáciles y claras. Al principio nada hizo por entenderlas.

Fue después de ese desfile de imágenes apareciendo y desapareciendo sin motivo alguno, cuando empezó a actuar el recuerdo. Pero sus evocaciones se referían a cosas remotas. Él mismo se desconcertó un tanto con ello. Veía escenas de su niñez y las caras e incluso los gestos, como si estuvieran de verdad aquí y ahora mismo, de muchos niños que nunca más había visto en su vida. Vió también a sus padres (fallecidos muchos años atrás) y se sintió niño simplemente por verlos. Pero de repente dejó de imaginar por completo. Como a ciegas una idea pugnaba en su cerebro. Fue distraído de ella por la intensidad de los dolores que le asaltaban en este momento. El sufrimiento aumentaba y parecía desprender de sí mismo algo quemante. Aguado se creyó ahora ardiendo por dentro. Un calor insufrible se ligaba violentamente con la impresión de desgarramiento. Notó que el calor subía propagándose hasta la cabeza. Y fue entonces, como si la idea se relacionara con ese calor, cuando supo desprevenidamente, como cuando alguien nos da una terrible noticia por teléfono, que se estaba muriendo. Pero no fue un juicio hecho en su interior, ni siquiera la impresión que se hace visible en la conciencia. Al saberlo, supo al mismo tiempo que ya lo sabía, pero no ahora; en estas horas, ni en esta noche. Era algo muy antiguo en su tiempo. Lo sabía de siempre. Eso era. La diferencia es que ahora iba a suceder. Y tuvo un miedo a ciegas, inmenso. Hubiera deseado no poder pensar, ni siquiera ser él mismo. Hubo cierta cólera dentro de él, pero ineficaz y efímera como un fogonazo que vuelve a ser oscuridad de nuevo. Ahora había en él desaliento. Desechó con todas sus fuerzas la idea de la muerte, pero fue inútil. Y entonces, por el contrario, quiso imaginar con celeridad frenética lo que al fin de cuentas era morirse un hombre; él mismo, en este momento. Hubo en su espíritu un choque tremendo. Algo de sí repetía este simple pensar en su muerte. «No puedo pensar siquiera en ello y va a suceder, no obstante. Me voy a morir sin haber podido pensar en ello.» Creyó que se había vuelto loco y comprendió que lo deseaba ardientemente en estos momentos. «Pero no, no estoy loco. Estoy grave. Debo de tener los pulmones, y no sé qué cosa más, deshechos. Y fiebre. Una fiebre espantosa. No estoy loco. Lo que sucede es que me muero.» Y comprendió que todo lo que había sido su vivir nada tenía que ver con ello. «Si estuviera en Madrid…, una clínica…, un médico…» Lo pensó al principio con una desesperación entusiasta, pero en seguida comprendió que sería inútil. Ahora el hecho de morir le parecía independiente del accidente. «No es por esto… otra vez… en otro sitio… cuando hubiera pasado más tiempo… esto sería igual que ahora. Lo mismo… y siempre seré yo… yo el que se muere.»

Manolo contemplaba a Ángel Aguado atentamente. El golfo se había tranquilizado lentamente. Ya no le parecía tan insufrible estar en esta oscuridad y oír la ronca respiración, como cortada, de la muchacha y el gemir desesperante, débil, del hombre que se quejaba espaciadamente, como si ello supusiera para él cada vez mayor esfuerzo. El golfo se había levantado de donde estaba y había gritado varias veces desde la carretera. Oyó sus propios gritos y el eco de ellos como algo insólito bajo la calma de la noche. Pero nadie había respondido ni venido en su socorro. Lo volvió a hacer repetidas veces, sin esperanza, pero descansando de sí mismo en el momento de hacerlo. Y de pronto había aceptado como natural todo esto; las dos personas muriéndose y sufriendo en la oscuridad de la noche y él ante ellas, también herido y maltrecho. Y Manolo se puso a fumar con esa lentitud de todos los golfos como él, que pierden su tiempo despaciosamente. Sabía que por esta vez se había salvado, que él seguiría siendo el mismo que era antes del choque. Estuvo así tranquilo, descansando en cómoda postura sentado sobre el suelo mientras sentía con viril resignación sus dolores, que ahora ya le resultaban tolerables. Recordó, como algo que se viene porque sí a la memoria, lo que le había dicho Ángel Aguado en el reservado del colmado. Al evocarlo, el golfo se llenó de sorpresa. Le parecía imposible que en realidad fuera éste el mismo hombre que había estado allí bebiendo y hablando sin cesar con la chica esta. Pero no cabía duda de que lo era y el chico pensó con curiosidad lo que le había dicho. «Él creía que yo tenía motivo para odiarlo. Él se sentía culpable de que yo fuera pobre.» Y Manolo miró con curiosidad a aquel hombre. Lo distinguió muy vagamente. Ahora era como una confusa masa negra moviéndose de vez en cuando en el suelo. Pero mientras Manolo luchaba por distinguirlo oyó un nuevo débil sollozo de Ángel Aguado. Le crispó la expresión de vencimiento que tenía. «El hombre rico —pensó Manolo—, el hombre que conducía ese coche.» Y supo dos cosas al mismo tiempo. Que si había odiado sin él saberlo a los hombres que como éste eran poderosos y tenían enormes cantidades de dinero, ahora se consideraba en paz con todos ellos. Y no sólo con ellos, sino con todos los hombres por el mero hecho de serlo. «Sí —pensó Manolo—, un hombre que tiene que morir igual que yo lo haré algún día, no me puede ser indiferente.» Pero nada más pensarlo le dio rabia el haberlo hecho. «Es igual, ahora es igual que antes de que yo viera sufrir a este hombre. Antes y siempre será lo mismo; yo que necesito comer y no lo encuentro. Ésa es la verdad y lo demás son peches.» Y Manolo empezó a escupir sin saber a dónde en la oscura masa de la carretera.

Carmen continuaba sin recobrar la conciencia. Seguía la muchacha en una confusa zona muy parecida al desvanecimiento. Tenía con aquél de diferente, el que la chica sentía sordamente el trabajo del dolor incesante y una opresión que la angustiaba y debilitaba al mismo tiempo. No puede decirse que pensase, ya que los instantes de lucidez plena se producían fortuitos y rápidos, como disparos hechos de vez en cuando por una pistola. De repente la muchacha se estremecía en un solo latido de desesperación, dolor y angustia; pero, inmediatamente, lo que en ello había de sufrimiento consciente se desvanecía con la ligereza con que pasan por el encintado las ruedas de una bicicleta. Pero tampoco puede decirse que la muchacha estuviese ausente de esto, que no era otra cosa que la agonía de su cuerpo. Lo más espantoso de su situación era precisamente su imposibilidad de poder consolarse siquiera, como ocurre al moribundo con la compasión que por sí mismo puede sentir en esos momentos. Su debilidad física se lo impedía, aunque ella sabía por una especie de adivinación animal la gravedad de su desfallecimiento. Alguna vez la imagen de Carlos aparecía, pero descompuesta por las sensaciones aún tan recientes del choque, y la chica, cuando tenía más las ansias de que ese recuerdo perviviera, se encontraba trasladada como a otro mundo, en el que lo gris se repetía mareantemente mientras, como algo sensiblemente lejano, estaba también la repetición del sufrimiento. También se abría paso a través de esta ceguera una especie de condenación nerviosa, el anhelo horrible de algo que no tenía poder para manifestarse siquiera. Su ideación era tan confusa como caprichosa. «Perder el cuerpo aquí… es como un agujero… no se está en ninguna parte… pero no es el sueño… algo duele… no se sabe de fijo… un clavo, una herida… una vez que me quemé de pequeña… ahora llorar… no puedo, Carlos, madre mía, Carlos, estoy sola y no puedo…» Pero todo esto era como la leve espuma de la tremenda profundidad de su ceguera. La muerte y el dolor trabajaban en su interior continuamente.

Manolo, ahora, pasó de nuevo su mano por la cara de la muchacha. Al hacerlo, el chico sintió un súbito enternecimiento. Estaba triste mientras sus dedos seguían acariciando y el golfo no sabía la causa. El acto parecía darle ahora toda la belleza de la muchacha, como si de la sensación del roce de sus dedos saliera la imagen completa de Carmen. Y se acordó de tiempo atrás, cuando él la veía algunas noches salir de su portal y se quedaba con aquella momentánea impresión que le acompañaba luego, apareciendo en su atención, por lugares diversos. Entonces apenas si sabía cómo era. Había sido esta noche cuando la había visto y sentido totalmente. Cuando la había oído hablar con aquella voz que tenía algo de pájaro, y había tocado incluso su cuerpo. Y Manolo sintió que se le hacía un nudo en la garganta, tenía ganas de llorar en aquel momento. Llorar por esta chica que era tan hermosa y que sufría y de seguro se estaba muriendo. Llorar también por él mismo, que nunca tendría una muchacha así de hermosa. Y el golfo miró con desesperación a todo lo que era la noche. Esa inmovilidad oscura, el mismo aire fresco, eran como cosas sin sentido en este instante. Le parecieron incluso inexistentes, mientras sentía dentro de sí una mezcla de alegría y tristeza, de esperanza fantástica y de amargura espantosa. Sin saber por qué, el chico estaba ahora absorto mirando la oscuridad del cielo.

Ángel Aguado lanzó un grito espantoso. Era como un bramido lleno de ronca impotencia al salir, como si costase sangre su esfuerzo. El golfo miró rápidamente para Ángel Aguado, pero éste permaneció en silencio. El chico tuvo un terror irracional de este silencio. «Se ha muerto —pensó—, ya se ha muerto.» Y se arrastró hasta el cuerpo de Aguado, que en la oscuridad se destacaba confusamente. Llegó a él y le tocó con un frenesí nervioso. La mano de Manolo anduvo en la herida y volvió a sentir la sensación de la sangre saliendo, pero ésta ahora lo hacía débilmente. La frente estaba fría. «Se ha muerto», pensó el chico de nuevo. Pero el hombre empezó en ese instante a producir una especie de hueco ruido dentro de su pecho, como si alguien soplara con un fuelle desde dentro. Aunque Manolo, ahora, sabía que Aguado no era aún cadáver, aceptó lo irremediable de ello. El golfo presentía que a este hombre le quedaba muy poco tiempo de vida. Y entonces tuvo miedo. Pero el temor que sentía era igual al que había sentido muchas otras veces. Miedo por ser él lo que era. Miedo por ser un golfo del que en seguida se sospecha cualquier cosa. Y Manolo empezó a reflexionar sobre esto. Imaginó que el hombre estaba ya cadáver cuando llegaba alguien. «¿Qué puedo yo decir?» Al principio le costó trabajo suponer que hubiera alguien que no supiera la verdad, por qué él estaba aquí con ellos. Pero a medida que el muchacho examinaba cómo habían sucedido las cosas, comprendía mejor lo absurdo que resultaba que un chico como él estuviera aquí como un compañero. «Nadie lo va a creer. Si a mí me lo dijeran, tampoco lo creería. Me parecería un camelo.» Manolo siguió dando vueltas a todo esto. Ahora se daba cuenta de que al examinar el coche y las heridas que la chica y Aguado tuvieran se darían cuenta que él no las había hecho. «Tienen que ver que se trata de un accidente. ¡Como hay Dios que tienen que verlo!» Y por un momento se sintió tranquilo, más en seguida le vino la inquietud de nuevo. «Pero yo, ¿por qué estoy yo aquí? Ningún policía me va a creer cuando se lo explique. Pensarán mil cosas diferentes, pero no me van a creer a mí. De eso estoy completamente seguro.» El llegar a esta conclusión desconcertó al golfo. Él estaba ahora seguro de que no le iban a acusar de asesinato. Por ese lado no sentía miedo. Pero también se daba cuenta de que nadie aceptaría la verdad de todo aquello. «Tendré que declarar. Y me van a encerrar y a hacer preguntas sin descanso, porque nadie puede creer lo que en esta ocasión es cierto.» Manolo se levantó bruscamente del suelo. Miró a la oscuridad que le rodeaba. Estuvo así indeciso y al mismo tiempo con todo su organismo alerta, como un perro en el instante que ventea. Pero esa tensión pasó y el golfo volvió a sentarse nuevamente. Había algo que le reclamaba en el silencio del coche destrozado horriblemente; algo también en los cuerpos que él sabía heridos y que apenas podían verse. El chico estaba ahora en una situación de ánimo curiosa, se sentía al mismo tiempo tranquilo y colérico consigo mismo. «Soy un estúpido que no tiene ni idea de lo que tiene que hacer. Me creo un tío listo, y en el fondo no soy más que un idiota.» Y de un modo casi automático empezó a pensar en cosas diversas.«Nunca he bebido tanta manzanilla como esta noche. ¿Quién me iba a decir en el cuarto aquel, cuando fumaba tabaco rubio continuamente, que iba a ocurrir esto?… La Pelos también pudo estar aquí. También ella podía estar en estos momentos medio muerta… Y ahora ella dormirá y no sabrá nada, lo que se dice nada. Dormirá como cuando cogió la borrachera. Pasan cosas siempre sin que se sepan. Yo querría saber quién es el guapo que podía haber adivinado que esta chica y el hombre iban a reventarse contra la tierra. Yo querría conocer al que adivine estas cosas.» La imaginación de Manolo seguía desarrollándose con la misma incoherencia. Al mismo tiempo que pensaba, sentía cada vez más ligeramente el latido de dolor en su cuerpo y el cansancio aquel que permanecía como un pequeño peso en sus músculos mientras se iba suavizando la irritación de sus nervios.