ÁNGEL AGUADO llevaba ya varios minutos rezando. Al dejarse caer de rodillas en el suelo estaba en un indescriptible estado de emotividad y angustia. Se creía el hermano del muchacho muerto (aquel joven de quien antes había hablado Manolo y que ni siquiera podía afirmarse que estuviera muerto en estos instantes) y aunque ni por un momento dejó de comprender lo absurdo de sus sentimientos, esto no fue obstáculo para que se embriagara literalmente con la emoción que el pensar en él le había producido. Al principio, Aguado empezó a rezar a gritos con una voz entrecortada y fatigosa, como sólo puede ser la de una persona que sufre espantosamente. Amalia le miraba estúpidamente, mientras Manolo, al principio casi asustado y receloso, terminó por mirar a aquel hombre con la boca abierta. El asombro más absoluto dominaba en ese momento al golfo. Carmen, después de lanzar el corto grito de espanto, se tranquilizó completamente. La muchacha se había asustado del inesperado y absurdo gesto de Ángel Aguado cuando éste dijo a gritos que él podía rezar y a continuación se puso pesadamente de rodillas en el suelo; pero después que la imagen de Aguado tuvo una permanencia en aquella actitud piadosa, Carmen se había calmado por completo. Ahora miraba con seria atención cómo rezaba Aguado. Éste se encontraba también mucho más tranquilo. Sus rezos habían pasado de aquel tono tenso y como insostenible a una monotonía suave y pausada. La cara, que permanecía mirando para el suelo, estaba inmóvil, lo mismo que el corpulento cuerpo, un poco rígido en la forzada actitud de estar de rodillas. Al principio ninguno de los que con él se encontraban en el reservado del colmado pudieron distinguir lo que este hombre estaba rezando, pero ahora, en cambio, pronunciaba con lentitud y claridad el comienzo del Padrenuestro. Cuando Carmen se dio cuenta empezó a seguir aquel rezo mentalmente. La chica iba pensando las palabras antes que Aguado las dijera en voz alta. Cuando Carmen se dio cuenta de ello, se llevó una sorpresa; tanto Ángel Aguado como ella, lo recordaban perfectamente. Carmen se levantó de su silla con mucho cuidado, como lo puede hacer alguien que está al lado de una persona que duerme. Mientras hacía el esfuerzo para ponerse de pie, la muchacha seguía con la imaginación las palabras del Padrenuestro que se iban presentando de un modo automático ante su atención, sin perder una siquiera de ellas. Ya de pie, la chica miró para Manolo mientras iba siguiendo lo que Ángel Aguado estaba rezando.
El golfo le miró silencioso. Manolo, al principio, estaba aturdido, pero ahora seguía con total tranquilidad la escena. Se acordaba del borracho Nicolás y de su hija muerta. Estaba a gusto por dentro (la sensación de la manzanilla bebida como algo incesante y placentero) y su serenidad de otras veces estaba de nuevo en sus ojos al contemplar todo aquello. Esta misma serenidad reflejaban los ojos del golfo cuando se encontraron con los de Carmen. Ahora, de pie como estaba, la muchacha se dio cuenta de todo el absurdo carácter de aquella escena. Era como irrisorio ver a Ángel Aguado en aquella actitud de rodillas conservada cuidadosamente y oír el rezo monótono y sereno de su voz en el reservado aquel del colmado y tan cercano a la mesa llena de un desorden de vasos, cañas y botellas. Carmen miró, siempre en silencio, la transparente materia inanimada del cristal y sin querer olió el ambiente, de la habitación, pesado, de olor de alcohol y de cuerpos humanos, como si fuera un contrasentido con lo que Aguado decía en voz alta y en silencio iba pensando ella. En aquel olor, al principio indistinto, creyó encontrar olores diferentes. Ahora percibía perfectamente diferenciados los que correspondían a distintas personas. Creyó por un momento tener el de Manolo (el chico seguía allí cerca, muy serio, atento y silencioso) y después de aspirarlo un instante hizo un esfuerzo para no seguir percibiéndolo, un poco desconcertada e inquieta. Y fue entonces cuando Carmen sintió como un impulso de intervenir por fin y hacer que el hombre aquel dejase ya sus rezos. Miró a Ángel Aguado como queriendo penetrar definitivamente en lo que significaba su actitud, pero en seguida comprendió que era inútil. «No puedo entender del todo esto —pensó Carmen—, hay cosas que son lo que él siente siempre que está conmigo, pero no todo es falso ahora. Reza de verdad. Completamente en serio. Y, sin embargo, es de todo punto imposible que eso se pueda hacer en este ambiente y por una persona que no se conoce. Tendría que ser un santo. Ni yo mismo sé lo que se tendría que ser para hacer de verdad eso.»
Y sin pensarlo más, se acercó hasta donde estaba Ángel Aguado rezando. La muchacha le puso una de sus manos en el hombro, y Aguado, después de estremecerse un instante, siguió su rezo. En los ojos de Carmen hubo como un destello de impaciencia. Pero esto fue sustituido por una especie de tranquilidad dulce y serena.
—Levántate ya. Vamos, yo te ayudo a hacerlo.
Ángel Aguado se levantó. Cuando estuvo ya de pie, miró hacia Carmen y Manolo con una viva extrañeza pintada en sus ojos. Pero aparte del asombro que en su mirada se notaba, el hombre, ahora, estaba tranquilo y como sereno. Con un gesto maquinal se sacudió las rodillas y después de haber hecho esto se volvió a sentar en la silla que antes ocupaba, pausadamente. Metió una de sus manos en un bolsillo de la chaqueta y sacó un cajetilla de tabaco inglés que estaba casi llena. Ofreció cigarrillos a Carmen y a Manolo y a continuación tomó uno para sí y lo colocó con cuidado en la boca. Al ofrecer lumbre a la muchacha ésta notó el violento temblor que aún dominaba a aquel hombre. Manolo se puso a fumar en silencio. El chico, ahora, tenía un aire completamente indiferente, como el de una persona que presencia algo que le entretiene, pero no le importa. En Manolo se había operado una reacción curiosa. Todo lo que había visto hacer a aquel hombre poderoso, y que en un principio le había llenado de estupor y cautela, ahora, disipado su aire sorprendente por la misma tranquilidad que tenía Ángel Aguado, se le antojaba idéntico en la falta de sentido a tantas cosas vistas por él en su vida callejera. Le estaba gustando el sabor entre dulce y fresco del cigarrillo que le había dado Aguado y lo demás lo encontraba como lejano y remoto, en cierta manera. Sin darse cuenta volvía a sentir, confusa y constante, la atracción como fantástica que le inspiraba la muchacha. Ángel Aguado estuvo fumando durante algunos instantes. Lo hacía de una manera casi automática, llevando incesantemente el cigarrillo a la boca. Su cara tenía un aspecto cansado y ensombrecido que Carmen había visto en él ya muchas veces. «Está en ese momento en que no sabe lo que quiere. Como si no supiera quién es él ni dónde se encuentra. Ese momento en que quiere pensar y no puede hacerlo de ninguna manera», pensaba ahora la muchacha. Y volvió a sentir piedad. Una piedad que no podía decirse que fuera para él, pero que nacía en Carmen de su presencia. Ahora, la chica tuvo la imagen de Carlos, sobre todo sus ojos, como si éstos nacieran y estuvieran sosteniéndose en el aire. Y Carmen cerró los suyos con nerviosa ligereza. Fue la voz de Ángel Aguado lo que hizo que los abriera nuevamente. Aguado hablaba pausadamente; una voz que al ser oída daba tristeza.
—No sé bien por qué lo hice —y se ruborizó por un instante—, pero no me da vergüenza. Ahora no rezo casi nunca y, sin embargo, hay momentos que no tengo más remedio que hacerlo. Además, me parece que estaba equivocado. Pensándolo bien, me parece que no he estado rezando por el muchacho, sino por mí mismo. —Quedó en silencio un momento, y al comprobar que ni Carmen ni Manolo le contestaban prosiguió—: No sé por qué, pero creo que lo necesito.
Carmen pensaba en este instante vertiginosamente. Veía que de nuevo, dentro de su absurdo aparente, volvía a darse la lógica en la conducta de Ángel Aguado. Ahora estaba ya claro para ella que Aguado se había identificado de una manera ilusoria con el chico que estaba agonizando. La muchacha sabía que el hombre estaba llegando a esa mezcla de abatimiento y exaltación, de desesperación y de lujuria ciega que necesitaba experimentar cuando se encontraba con ella. Para Carmen, esto era tan claro como percibir el crecimiento del deseo sexual en otra clase de hombres. «Tengo que marcharme con él. Tenemos que ir para que todo termine.» Y el pensar esto la llenó de desesperanza y de firmeza. Era para ella como si la vida, al repetirse en situaciones ya conocidas, volviera a ofrecer como una seguridad en su simple existencia.
—Vámonos —dijo la muchacha suavemente.
Ángel Aguado levantó sus ojos hasta ella. La estuvo mirando unos instantes y de repente retiró sus ojos con desaliento. Carmen le miró en silencio. Lo veía pálido en el blando rostro, cansado en todo lo que tenía de persona viviente de alguna manera. «Le falta la exaltación de otras veces. Ese frenesí como de fuego que se mezcla con su tristeza.» Aguado habló en este momento:
—Te pido por favor que aún esperemos. —Y hurtó sus ojos a los de la muchacha, como si tuviera temor de que ésta encontrara en su mirada la causa de ello.
La muchacha, ahora, volvía a estar sorprendida. Era indudable que había una modificación, seguramente inconsciente, en el interior deseo de Ángel Aguado esta noche. Carmen miró hacia Amalia la Pelos. Ésta dormitaba en estos momentos. De codos sobre la mesa tenía la cara oculta en sus brazos. En esta actitud, Amalia tenía algo de infantil y plácidamente inocente. Después de observar a la Pelos, Carmen sin darse clara cuenta de ello fijó sus ojos en Manolo. En este chico estaba el motivo que hacía a Ángel Aguado demorarse. La muchacha no acababa de entenderlo. Ella había creído que la presencia del golfo había servido para que Aguado se sirviera de ella en su deseo de enardecerse y angustiarse; pero lo extraño es que estando ya en este estado no deseara, como en otras ocasiones, estar a solas con Carmen. Después de pensar en todo esto, la muchacha dejó de hacerlo de repente, como ganada por brusco desaliento. Pensó completamente indiferente: «A mí no me importa nada lo de este hombre. Para mí, todo, él no es más que dinero.» Y tuvo como una amarga satisfacción que la compensaba de su preocuparse anterior, en este pensamiento frío y cínico. Le gustó la claridad y como verdad y sencillez que tenía el pensar así, desentendiéndose de todo lo que sentía o imaginaba Aguado. Carmen se quedó tranquila durante unos instantes. «No puede ser más popular este reservado —se puso a observar—; no tiene ni ese falso andalucismo de todos ellos, con enrejados verdes y azulejos.» Y por un momento comparó lo pobre que había resultado Amalia la Pelos ella sola bailando, mal vestida y sudorosa, con el solo apoyo del viejo aquel que tocaba la guitarra, con los cuadros flamencos de Villa Rosa y otros sitios lujosos. Pero, como ocurre muchas veces, la muchacha se encontró con que estaba pensando de nuevo en lo que creía haber desechado anteriormente. El saber por qué Aguado deseaba seguir allí preocupó de nuevo a Carmen. Manolo miraba de reojo para ésta. El golfo tenía los ojos muy abiertos, como el que no quiere perder detalle de lo que está presenciando. No perdía de vista a Ángel Aguado y al mismo tiempo se fijaba en la actitud pensativa y como inquieta de la muchacha. Lo curioso era que Manolo no encontraba demasiado extraña la escena. Acostumbrado a la ingenuidad de sentimientos de la gente de la calle, entre la que es frecuente pasar de las carcajadas al llanto y a la blasfemia, el golfo lo encontraba natural. Lo que a él le excitaba e interesaba profundamente era que todo esto fuera hecho por un hombre rico y poderoso. «Son como nosotros. Igualitos que nosotros.» Y entonces comprendió que la situación económica no era más que un accidente. Ángel Aguado levantó la cabeza y se movió un momento inquietamente y sin objeto. Carmen le volvió a repetir:
—¿No quieres que nos vayamos?
Aguado la miró con desconfianza. Hizo un esfuerzo en sí mismo, como si sujetase algo de su interior que pugnara por desplazarse.
—No. Te he dicho antes que aún no.
En la manera de hablar se le notaba ahora ligeramente borracho. Y sin transición, con ligera y como irresponsable volubilidad, prosiguió:
—A pesar de todo, sigo pensando en mi mujer. No puedo dejar de hacerlo por completo. Sólo que creo que ahora es de una manera diferente —su voz se hacía por instantes misteriosa—, como si, por fin, la fuese a comprender. —Ahora se exaltaba—. Y si lo consigo, si logro comprender por qué ella me odia y me desprecia cuando yo la quiero, precisamente en ese momento, entonces será igual que si tuviese el amor de ella. Exactamente igual que si lo tuviera.
Y estas últimas palabras las había dicho casi a gritos. Carmen se acercó un poco hacia Aguado. Al mismo tiempo que lo hacía empezó a hablarle:
—No nos iremos, si no quieres; pero no te exaltes. Será seguramente como tú piensas.
Aguado había tornado a estar tranquilo, de nuevo.
—No me exalto. Estoy más tranquilo que nunca, Es otra cosa. Siempre he querido saber por qué me odian cuando yo quiero, aunque mi amor sea en cierto sentido mentiroso y cobarde; siempre he querido saberlo… Desde niño, cuando tenía seis años, ya me angustiaban estas cosas.
—No te atormentes —dijo suavemente la muchacha. Aguado fue a contestar, pero no lo hizo. Manolo, al quedarse en silencio Ángel Aguado, tuvo como una impresión de impaciencia. Hubiera deseado, sin saber por qué, que el hombre siguiera hablando en este momento. Al golfo le había impresionado que Aguado hiciera alusión a cuando él era un niño. El golfo pensó un instante en su propia niñez, sin llegar a percibir claramente nada de ella y, sin embargo, Manolo volvió a sentir una especie de terror de soledad y abandono que había experimentado muchas veces cuando niño. Lo curioso era que en este momento, percibiéndolo como entonces, no tenía poder sobre él, no de otra manera que como cuando se recuerda, después de muchos años, algo que nos produjo enorme tristeza y que al ser evocado se presenta ya como exento de todo sentimiento. El golfo se fijó con fría serenidad en ese recuerdo, pero después de examinado fue eliminado de su atención inmediatamente. Y el chico volvió a poner sus ojos en Carmen.
Al hacerlo se dio cuenta del enardecimiento que le había dado la bebida tomada sin descanso durante toda la noche. «No estoy borracho —pensó—; como hay Dios que no lo estoy; pero estoy a gusto en mi cuerpo. Y esa mujer tira de mí. Me gusta, pero muchísimo, verla.» Le hubiese gustado empezar a charlar con Carmen y sonreír cuando ella lo hiciese. Tuvo una sensación de angustia al pensar lo disparatado que era todo eso. Comprendía que no podía ser, veía perfectamente la imposibilidad de su deseo, pero el mareo que de cierta manera le invadía, frenaba su voluntad, tan activa en otras ocasiones. No se movía ni le hablaba, pero dejaba que en el silencio una serie de anhelos fantásticos desarrollaran su irrealidad tremenda. Hasta tal punto llegó esto, que Manolo sintió temor de que de repente lo imaginado se tornase real y él se acercara a la muchacha y empezara a llenarla de caricias y besos.
En este momento se despertó Amalia la Pelos. La chica había estado durmiendo, vencida por el sopor de la borrachera. Pero pasados sus efectos, Amalia abrió los ojos. La chica no comprendió al principio lo que estaba viendo. Allí estaba la pareja para la que había estado bailando y cantando y Manolo con ellos. Los ojos de Amalia guiñaron un instante, como los de una persona que de repente se despierta. Manolo se dio cuenta de que, por fin, se había despertado. El golfo mostró disgusto en un rápido gesto. La realidad era que lo último que el chico hubiera deseado en este momento era lo mismo que le había traído hasta este colmado. Carmen y Ángel Aguado también se habían dado ya cuenta. Sus reacciones fueron diferentes. Carmen nada dijo, pero tuvo un ligero temblor involuntario en el cuerpo. Y sin proponérselo, la muchacha miró a hurtadillas a Manolo. Aguado se había llevado una gran sorpresa. La verdad es que se había olvidado por completo de la existencia de la Pelos. Este hombre tenía tan turbulenta corriente de emociones y sentimientos que cosas que durante un momento le apasionaban dejaban como de existir para él de repente. Ahora, al ver a la Pelos despierta, recordó su fantástico proyecto anterior claramente. Amalia se dirigió sonriente a Manolo:
—¡Pero si resulta que he estado durmiendo! Y tú ahí viéndome sin decirme siquiera: ¡despierta! —Iba a seguir hablando, pero lo dejó porque sí. Soltó una gran carcajada estrepitosa y fresca—. ¡Cómo eres! Lo mismo me dejas durmiendo hasta que amanezca. Vámonos ya. —Y tuvo en toda su carne como una altanería del hembra. Volvió a reír sonoramente y se disculpó con Carmen y con Ángel Aguado—: Ustedes me perdonen, pero es que he cogido, con tanto beber, una de miedo.
Manolo no había contestado a lo que le dijo Amalia. El golfo comprendía que todo había terminado. La Pelos y él se marcharían después que la chica cobrase, y cuando se encontraran en la calle todo lo que acababa de ocurrir habría desaparecido para siempre. En ese momento, Manolo se dio cuenta de que, en realidad, no había sucedido nada y tuvo una impresión de amargura como la que experimenta quien ve que algo es inútil. Y, sin saber por qué, Manolo sintió una especie de odio hacia la Pelos. Aguado había comprendido lo que pasaba en el golfo. No porque lo hubiera estado observando, sino porque lo que él sentía era idéntico. Aguado estaba loco, en este instante, de temor y de impaciencia. No sabía lo que iba a suceder y esto le enardecía enormemente. Para él, se había transformado en algo decisivo lo que este golfo hiciera ahora. Deseaba, por una parte, quedar a solas con Carmen y que su crisis final sobreviniese; pero, por otra, tenía miedo de perder la compañía del golfo. Ahora se había dado cuenta de esto. Pensó ofrecerle dinero —en este momento no se acordaba ya de su fantástico proyecto—, pero le dio vergüenza. A él mismo le parecía disparatado aquel ofrecimiento. Amalia empezaba a impacientarse. La chica quería ahora estar a solas con su Manolo.
—Venga ya, pelma.
Manolo le contestó maquinalmente:
—Espera.
Pero la Pelos se impacientó aún más con esto. Replicó duramente:
—¿Esperar qué? ¿Te parece poco el tiempo que hemos perdido? Te veo cada mes, y la noche que vienes por mí haces esto.
El golfo, a medida que iba oyendo lo que le decía Amalia, se daba cuenta de que toda la razón la tenía ella. Pero esto mismo fue lo que le hizo enfurecerse. Manolo se indignaba cada vez más consigo mismo y esta indignación fue proyectada contra la muchacha, de repente.
—¿Qué es lo que estás diciendo? Yo estoy donde me da la gana. —Se azoró al recordar que Carmen y Ángel Aguado estaban presenciando la escena y terminó—: No pienso ir contigo, para que lo sepas. Ahora mismito me marcho yo solo.
Y el golfo hizo ademán de levantarse. Amalia se acongojó de una forma tremenda. La chica, sin pensarlo, como le sucedía siempre, se lanzó pasionalmente hacia el chico. Lloraba de una manera casi cómica. Un gimoteo de niña, mientras se abrazaba al golfo con todas sus fuerzas. Toda la desesperación irracional de la hembra se manifestaba en la Pelos con una fuerza ciega.
—¡Te quiero!, ¡te quiero! ¡Manolo de mi alma! Haz de mí lo que quieras. —Pero ahora sin transición se había indignado—. Eres un canalla y yo soy una idiota. Ni me quieres ni nada. Todo lo que haces conmigo es pamema.
Y la Pelos volvió a llorar con llanto violento y nervioso. El golfo intentaba separarla de sí:
—Déjame, quítate y no me toques. No me vuelves a ver el pelo.
Amalia se quedó un instante quieta. Se la notó pálida, los ojos como agrandados por el desvarío, los dedos engaritados con fiereza.
—Tú quieres que haya una tragedia. Tú quieres que la gente se entere de lo que es capaz de hacer por un hombre Amalia la Pelos. Si quieres mi muerte, la tendrás. Te lo juro por la gloria de mis muertos.
Manolo, por un fenómeno curioso, se había tranquilizado al ver a la Pelos con aquel furor y violencia.
—Cállate y déjate de cosas. ¿No ves que estás haciendo el ridículo?
El oír esto fue una revelación para la Pelos. Ella sentía desde el principio, sin darse cabal cuenta de ello, que la pareja aquella tenía que ver con la actitud del golfo. Fue después de oír a Manolo cuando la Pelos descubrió la indignación que contra estas dos personas experimentaba de una manera inconsciente.
—¿Es que quieres hacerte el señorito delante de ellos? ¿Tú, que no eres más que un golfo sarnoso? Si no sé por qué te quiero. Pero puedes quedarte con ellos. Con él o con ella. Puedes quedarte para que te paguen el capricho.
Y la Pelos dijo esto de una forma venenosa. Carmen miraba con mudo apasionamiento la escena. La muchacha ni pestañeaba siquiera. Aquella explosión de amor desesperado la interesaba enormemente. Hasta cierto punto, toda la disparatada gesticulación de Amalia la Pelos y lo que estaba diciendo era como una actualización material de sus recuerdos. Aguado también escuchaba en silencio. Estaba muy nervioso y se mordía uno de los pequeños y húmedos labios de su boca, continuamente.
Manolo había oído lo que Amalia le había lanzado casi en un alarido a la cara, con calma y en silencio. El golfo estaba, alto y espigado como era, plantado ante la Pelos. No hablaba, pero su mirada lo hacía en silencio, continuamente. Amalia, ahora, le estaba mirando. En los ojos de la chica había como un arrepentimiento medroso. Y así era en efecto; Amalia estaba sinceramente arrepentida de todo lo que le había dicho hacía poco. La chica estaba pensando en decírselo así a Manolo. Ya lo iba a hacer cuando algo visto en los ojos del golfo la advirtió de que sería inútil. Al mismo tiempo, Amalia se fijó en la muda atención de Carmen. La Pelos se llenó de algo amargo por dentro. Furor e indignación por una parte y envidia por la otra y como celos de aquella bellísima muchacha rubia, serena y elegante que se interesaba tanto, por la escena. Se sintió ciega por dentro, atravesada por un latido de locura en toda su sangre. Iba a gritar, a golpear e insultar a aquella chica que estaba allí silenciosa, cuando volvió a encontrase con los ojos del golfo. Amalia miró desesperadamente para ellos. Pero la mirada de Manolo era totalmente fría e indiferente. La cólera en Amalia se trocó en desaliento. Se consideró incapaz de hablar siquiera, y con velocidad salvaje, antes de que ninguno de los que allí estaban lo sospechase, se marchó del reservado corriendo como una loca. Manolo, al ver marchar a la muchacha, pasó de la sorpresa a la indiferencia. El golfo estaba enfurecido con ella y este mismo furor que le dominaba le impidió darse cuenta de la violenta situación en la que él ahora quedaba. Pero antes de que el chico pudiera pensar en nada, Ángel Aguado se había acercado hasta donde él se encontraba, todo nervioso. Aguado, en este instante, quería retener a Manolo a toda costa.
—Pero si me tiene sin cuidado. Estoy ya cansado de ella. Es una loca.
Carmen le escuchaba en silencio. La chica se había llevado una sorpresa al ver marcharse de aquella manera a la Pelos; pero, como era frecuente en ella, no cambió para nada su aspecto. En ese instante, la puerta, que Amalia había cerrado bruscamente, se abrió y apareció la figura del dueño del colmado; detrás, en la sombra, se distinguía vagamente al gordo camarero. Aguado, al verlos, se dirigió a ellos con presteza:
—Otra botella. Traigan en seguida otra botella.
Y a continuación se sentó en la silla que ocupaba antes, plácido, sonriente y sereno. Manolo, al ver sentarse a Aguado, también lo hizo, con gesto inconsciente. Al ver Ángel Aguado que se sentaba el muchacho, tuvo una nueva animación en los ojos. El camarero gordo había vuelto con la botella de manzanilla ya abierta. Escanció en la cañas con seguridad y presteza.
En ese instante un reloj dio tres campanadas. Esas campanadas con su sonido singular cuando la noche reposa en el silencio. Los tres se miraron sin decir palabra. Pero esto duró tan sólo un momento. Aguado había tomado su caña y bebía con ansia. Carmen y el golfo tomaron también sus cañas para beber. Por un instante el frágil cristal de los vasos estuvo levantado en el aire mientras la habitación parecía suspensa en aquel silencio. Un silencio que de alguna manera parecía relacionarse con la blanca cal de las paredes y con la dura luz que emanaba de las bombillas eléctricas. La madera de los muebles parecía también fundirse con aquella calma. Pero Ángel Aguado, después de hacer un gesto que movió las facciones de su blando rostro, se puso a hablar de nuevo.