XVIII

EL VIEJO TOCADOR DE GUITARRA se había marchado ya. Su pequeña figura ridícula se había perdido tras de la puerta después que Ángel Aguado le había dado unos cuantos billetes de cinco pesetas como pago de su labor. Aguado estaba de muy buen humor. El vejete se había despedido con una amabilidad servil e hipócrita a través de la cual se transparentaba un odio inmenso e impotente. Odio de animal al que se le ha hecho pasar terror cruelmente. Cuando el tipo aquel se hubo desvanecido y la habitación se quedó sin su presencia, Aguado volvióse rápidamente hacia Manolo. Se le notaba liberado de algo, con nueva vida y expresión en el rostro. Tomó las dos botellas que había dejado antes el camarero gordo y sirvió de ellas con cuidado, como el que realiza algo delicado.

—Después de eso se necesita beber de nuevo —y sonriendo torcidamente, añadió—: Bebamos por estos dos que se quieren tanto.

Al oír estas palabras, Manolo buscó inconscientemente los ojos de Carmen. Estaba ésta distraída pensando en las palabras que acababa de decir Aguado, cuando sintió que la miraba el golfo. Carmen le miró con desconfianza, aunque con curiosidad, en una cierta actitud expectante. La memoria le traía la escena reciente de la muchacha entregándose al muchacho desde la lejanía de su baile no interrumpido, Pero todo su pesar fue como anegado por la fuerza emocional de la mirada de Manolo. En un principio la chica no pudo hacer otra cosa que intentar defenderse de la simpatía táctil y como pegajosa, aunque dura y limpia, de aquellos ojos. No había sumisión ni amor en ellos, ni, desde luego, deseo; sin embargo, algo inocente, desesperado y como imposible se daba en ellos sin descanso. En un principio, Carmen puso en su mirada una voluntad de defensa, aunque nadie podría decir por qué era necesaria aquélla, ya que en la mirada de Manolo no existía insinuación alguna. Esto también fue comprendido por la muchacha. «No me mira como yo lo siento. Por lo menos conscientemente. No. Es algo que él desconoce, que seguramente ignorará ya para siempre, porque conmigo no se volverá a repetir.» Y de repente, de una manera irracional y súbita, le dio pena que esto (la mirada así, confusa y audaz y atormentadamente viva) se fuera en seguida a extinguir. Carmen sintió que su mirar iba a expresar de un momento a otro algo que no sería cierto, pero que, sin embargo, llegaría como tal al golfo aquel que la seguía mirando. Y la muchacha volvió con rígida frialdad su cabeza hacia el otro lado. Manolo la vio girar lentamente en su cuello esbelto y delicado hasta perder por completo sus ojos, mientras el perfil quedaba silencioso en el aire del cuarto. Pero aunque todo esto había sido muy rápido, Ángel Aguado se dio cuenta de ello. En un principio se había encontrado con los ojos de Manolo desarrollando un brillo obstinado hacia Carmen. En Aguado, la idea para él tan excitante de una pasión uniendo aquellos dos cuerpos jóvenes e ignorantes, fue desalojada por todo lo que le descubría su actual observación. Su cara tomó un aspecto al mismo tiempo astuto y feliz. «Este chico desea a Carmen. Se siente atraído hacia ella sin remedio. Y está ahí la otra muchacha esperándolo con un amor furioso.» Esto fue lo primeramente pensado por Ángel Aguado, puede decirse que de un modo casi involuntario. Pero en seguida su imaginación tomó de nuevo la mirada de Manolo y la cerrazón casi desesperada de Carmen frente a ella, y un anhelo fantástico y confuso se apoderó de él lentamente. «Yo puedo ser —pensó—. Yo podría lograr eso.» Y el imaginarlo le llenó de una satisfacción febril.

Amalia estaba casi borracha. La chica se sentía feliz por tener a Manolo a su lado y se había abandonado placenteramente a la bebida. En realidad, las cosas que ocurrían eran tan confusas para ella que carecían de significación. Estaba alegre y la embriaguez formaba parte, por así decir, de su estado de ánimo. El ataque del viejo apenas si había existido para ella. Como no se atrevía a besar de nuevo al golfo, bebía y bebía sin cesar. Estaban, pues, con una tranquilidad placentera los cuatro en el cuarto aquel, sentados cómodamente en las sillas y como fundidos de alguna manera con el silencio y la luz quieta de aquella habitación. Fue Aguado el que rompió ahora el silencio. Su voz era complaciente, activa.

—Está bien que ese hombre se marchase por fin. Ahora, los cuatro tal como estamos. —Sonrió de un modo indirecto para Carmen, y prosiguió—: La juerga, lo que la gente entiende por eso, está bien; pero no es suficiente. A mí me gusta que la guitarra suene, pero después deseo silencio. No sé por qué, quizá por nada. Pero el hecho es que me gusta así. —Y a continuación, con un tono casi solapado—: Este chico tiene suerte. Sí, tienes suerte en ser tan feliz. —Manolo le miró, pero no dijo nada. Aguado siguió hablando de nuevo—: Tienes tanta suerte que te envidio. No creas que es mentira; os envidio a los dos.

El golfo, ahora, le contestó rápidamente:

—No creo que lo diga en serio, pero yo sé seguir una broma, aunque sea muy ignorante.

—En serio, completamente en serio. Siento una envidia atroz.

Y volvió a sonreír en silencio. Carmen, ahora, le miraba atentamente. Encontraba algo torturante en la voz de Ángel Aguado. Recordó inmediatamente lo que le había dicho horas antes. Se puso alerta, pero sin poder saber dónde Ángel Aguado quería ir. Manolo también le miraba con atención. Lo curioso es que el golfo no se desconcertó demasiado oyendo aquello que decía el hombre gordo y elegante. La realidad es que Manolo empezaba a descubrir, más allá del respeto que el tipo aquel, con su riqueza, le imponía, una especie de angustia y debilidad. Aguado sorprendió ambas miradas. Sin entenderlas del todo le dieron placer. Le entusiasmaba tener en él aquellas dos miradas del golfo y de Carmen. Sin querer volvió a pensar en su fantástico anhelo de antes. No era todavía un proyecto concreto, pero le emocionaba profundamente.

—Repito que debemos beber por vuestra felicidad.

Y después de decir esto, Ángel Aguado se levantó con su caña llena del color de oro transparente de la manzanilla. Carmen se puso maquinalmente en pie, con una risa distraída. Manolo dudó un instante. Se miró las sucias manos y contempló a Amalia, desordenada en su embriaguez. Sintió una suspicacia que cada vez se hacia dentro de él más grande. «Se están burlando de nosotros esos dos.» Él había visto muchas veces a los señoritos borrachos hacer mofa de pobres hombres y mujeres así. Sintió una cólera que se le apretaba en los puños. Y le dio miedo golpear al hombre que estaba con la caña en alto esperando a que la Pelos y él mismo se levantasen para brindar. Dejó pasar tiempo sin moverse, sintiendo cómo volvía a su cuerpo la tranquilidad. Ángel Aguado seguía de pie, sudoroso, con la caña en alto. A Manolo le parecía ahora irreal esta escena con Aguado y Carmen puestos ambos de pie esperando brindar por ellos dos. Siguió mirándolos así, como si no existiesen, y lentamente sintió una satisfacción tan sólo experimentada por él en sus tiempos de niño. Recordaba ahora, unido en velocidad el recuerdo con lo que sus ojos estaban viendo, el goce que le producía en ocasiones empezar a pensar una cosa agradable (que comía un dulce que había visto comer golosamente a cualquier niño rico o que tenía la posesión de un juguete que tan sólo había podido contemplar de una manera distante y furtiva). Se sintió desarmado en la ira que había experimentado, obediente de nuevo al deseo fantástico que tantas veces le había llevado hasta la casa de Carmen tan sólo para ver salir a la muchacha. Y se levantó sonriente, fácil en la actitud cordial que todo su rostro claramente reflejaba.

—Bueno, creo que en la vida se puede brindar por cualquiera, hasta por chicos como nosotros.

Amalia, al ver levantarse a Manolo, lo hizo también. Dudó un poco, bamboleada por la embriaguez, pero pudo sostenerse. Tomó con mano insegura la caña de manzanilla y se apresuró a bebería sin esperar a que lo hicieran los demás. Nada más terminar de hacerlo se sentó, riendo de una manera entre inocente y estúpida. Manolo la miró rápidamente, con desagrado. Sabía que estaba borracha y sintió una aversión hacia Amalia que ya había experimentado otras veces. El golfo sintió vergüenza (él sabía que era porque lo veía Carmen). Enrojeció y cerró su cara a toda expresión. «Debo coger a Amalia y marcharnos los dos. No pueden decir nada, puesto que la juerga ha terminado y el viejo ya se fue. Tengo que levantarme en este mismo momento.» Sintió cómo la voluntad se transmitía por su cuerpo y los músculos todos se preparaban ya para entrar en acción. Pero no se movió. Lo curioso es que aún lo pensó de nuevo, como quien da una orden que no es obedecida. El golfo se sentía inexplicablemente quieto en la silla, recibiendo la luz un poco desoladora de las bombillas eléctricas. Volvió a pensar: «Es inútil. No quiero marcharme, porque está ella.» Y ahora miró a Carmen directamente. La mirada del golfo llegó hasta la muchacha limpia y segura, desarrollando su expresión, como ocurre tan sólo en los ojos de una persona que empieza a saber por fin lo que quiere. Carmen también le miró; sus ojos entreabiertos, defendidos por las pestañas, de una forma curiosa, pero sin marcharse de la insistente mirada del muchacho. En la habitación, ahora en fugaz y como confortable silencio, estaban los cuatro bultos casi inmóviles, el golfo y la muchacha mirándose con un mirar insistente, pero no procaz, mientras Ángel Aguado, con astuta e incesante mirada, los espiaba lleno de ansiedad y expectación. La Pelos, también en su asiento, tenía los ojos con brillo casi animal y la cara animada incesantemente, toda ella llena de pequeñas muecas sin objeto. Aguado se sentía casi en su momento. Sus nervios estaban estremecidos y una espesa corriente de sentimientos se mezclaba en algún punto de su conciencia con lo que él llamaba su deseo. El hábito le hacía comprender que se encontraba en ese momento que era el que le hacía buscar a ciertas mujeres, y, sobre todo, a esta muchacha, Carmen. Pero esta noche era distinto, la presencia de Amalia y Manolo paralizaba la excitación de su cuerpo. Una emotividad diferente y que no podía siquiera reconocer como suya estaba como saltando en toda la realidad de su carne; en la rica y terrible expresión de músculos y nervios como accionados desde dentro. Pero otra diferencia saltaba también a la vista. Su ansiedad no se encerraba, como otras veces, dentro de sí mismo. Comprendía que no era él ya su obsesión, sino Carmen y aquel chico de la calle. Dos personas que no se conocían y que, sin embargo, se miraban. Entonces la confusión de Ángel Aguado aumentó aún, si tal cosa era posible. En efecto, al pensar sobre ello se dio cuenta en seguida de que la forma de mirarse ambos no correspondía en nada al juego de galanteo, ni siquiera a una clara inclinación sexual. Pensó él: «No hay nada voluntario. Es de una manera irracional como sucede todo esto.» Y el pensar esto le hizo tener aún con más fuerza el anhelo que en él había brotado al sorprender por vez primera cómo miraba a Carmen aquel muchacho. «Pero ¿para qué deseo yo esto, Dios? ¿Para qué puede desearlo un hombre?» Sin embargo, él mismo dejó esta pregunta sin respuesta. Estaba invadido por aquel espeso amor (él mismo no sabía hacia quién sentido) y tenía que obedecerle, como hay hombres que obedecen a la lujuria ciega. Sabía que tenía que hablar con aquel chico, aunque no tenía ni idea de lo que realmente tenía que ser hablado entre ellos.

—La vida puede sintetizarse en esto —empezó a decir con voz tranquila que a él le causó sorpresa—; las personas que estamos en este reservado. Pero no es el estar nosotros. Cualquiera que estuviera aquí, entre gente que no conoce. Personas de distinto sexo. Hombres y mujeres como somos nosotros. —Se quedó un momento en silencio y prosiguió con la misma tranquila voz—: No sólo eso, sino cosas que unen y separan y que nadie del mundo es capaz de confesar. Confesar… Eso creo que es la cuestión. Confesarse, aunque sea mintiendo un poco y casi borracho. También hay que contar con el recelo —ahora se dirigía a Manolo—; los temores y suspicacias que se ven en cualquier cara. Es más, la envidia —y se quedó mirando para el golfo, con ojos como obsesionados y amorosos. Manolo miraba también a Ángel Aguado. Por un momento cedió dentro de él lo que era sensación fija y que se relacionaba con la presencia de la muchacha. Le atraían los ojos de Aguado y su ansiedad irremediable. Sin darse cuenta unió la palabra envidia (muchas de las cosas dichas por Aguado no las había comprendido a pesar de sus esfuerzos de atención) con la manera de mirar de aquel hombre rico. Pensó en el Broncas, como si aquella palabra lo resumiera todo, y le gustó haberse golpeado con él unas horas antes. Pero el recuerdo del Broncas fue transitorio. Le llevó de nuevo al hombre que le miraba silencioso. Por un instante pensó: «Tendría que golpearlo. Creo que es lo que desea y busca. Golpes que se dan sin objeto. No es eso, sin embargo.» Y quedó, por un momento, confuso. Los ojos de Aguado seguían casi inmóviles, como en un desvarío. Pero la expresión de dulzura era ahora en ellos evidente. «¿Por qué mira así, como si yo fuera su hijo o una persona que se siente como de la misma sangre?» La escena le pareció tan rara a Manolo, que habló para defenderse de ella, no de otra manera como hace la gente cuando grita o canta en la oscuridad o en la soledad, para rechazar el terror que se apodera de ellos.

—Si lo dice usted por mí eso de la envidia, si lo dice por todos los que somos pobres y miserables, me parece que no acierta. Nosotros no sabemos nada, ni jota. No sabemos siquiera ni por qué somos pobres. Somos ignorantes, algunos por lo menos nos damos de eso cuenta. Y les vemos a ustedes pasar con sus coches y con sus mujeres elegantes y hermosas. Creo que todo el mundo desea algo. Alguna cosa. Nosotros también vemos que la vida puede ser de otra manera de como es la nuestra. Si eso es la envidia, no creo que haya un solo hombre que no sea envidioso. Pero entre los fulanos que yo trato los hay muy distintos. Tan distintos, que el que no los conozca no sabría nunca que unos y otros no son más que un hatajo de pobres piojosos. (Manolo se estaba acordando del Reniega.) Y todos viven igual, quiero decir que todos pasan por cosas que usted no conoce —su voz se hacía severa por momentos—, cosas que le hacen a uno malo y mísero muchas veces.

Aguado le había estado escuchando con mucha atención. Ahora le interrumpió:

—Creo que sé a lo que te refieres. —Y con un tono muy dulce e íntimo, prosiguió—: Yo, de niño, deseaba ser un chico pobre. Me gustaba estar sucio lo mismo que ellos. Creo que ese deseo lo he seguido teniendo toda la vida. Un deseo que nunca he logrado.

Manolo le interrumpió con presteza:

—Eso es fácil. Pobre se puede ser cuando se quiera.

Carmen atendía a lo que los dos hablaban. Miraba en silencio a uno y a otro. Amalia les veía con ojos vidriosos, quieta y torpe por la embriaguez.

—Sí —prosiguió Manolo—, lo que no es fácil es ser rico, tener dinero y todas esas cosas que ustedes tienen.

Aguado se ensombreció en sus ojos. Dudó un momento y se puso colorado, como el que siente de pronto vergüenza por alguna cosa.

—Me odias, ¿verdad? —preguntó con la voz un poco temblorosa. Manolo tardó unos instantes en contestar. Se pasó la lengua por los labios (un gesto inconsciente, desde luego) y por fin habló:

—No le odio.

—No es eso lo que quería decir —habló de nuevo Ángel Aguado—; no a mí… —Y se calló por un momento—. Quería decir a un hombre rico cualquiera. A una persona que tiene muchas cosas que tú nunca llegarás a poseer.

El golfo se ruborizó y bajó los ojos. Carmen le estaba mirando y vio un dolor casi instantáneo en su cara. El dolor del que recibe un golpe cuando está acostumbrado a que le golpeen constantemente. Un gesto sufrido y lleno de firmeza que asombraba un poco en el moreno rostro del joven. Por fin Manolo levantó la cara.

—No sé qué decir. Los hombres estamos lejos los unos de los otros. Cuando yo veo a un hombre rico sé que la vida no es lo que uno quiere, nada más. —Pareció que había terminado de hablar, pero empezó de nuevo, con un acento triste y entusiasta a la vez—. Pero eso no depende de nada ni de nadie. Eso sí que lo sé. Se puede vivir tranquilo sólo con saber eso, aunque esa tranquilidad duela. Hay cosas…, cosas que no son en realidad (el golfo miraba maquinalmente hacia Carmen, ahora), tonterías si usted quiere. Se piensan sabiendo que no sirve de nada pensar en ellas. Como cuando se observa cómo otra persona es feliz y se divierte. Cosas así es lo que quiero decir. En el mundo hay lo que ocurre; lo que va sucediendo sin que se sepa nunca por qué. Eso que da miedo y alegría al mismo tiempo siempre. Pero después uno puede pensar tonterías, cosas que están fuera de la vida porque no se tiene el poder para hacer que sucedan. Uno lo sabe, no es tan tonto que no lo sepa. Pero también son algo en cierta manera.

—¿Te refieres a lo que se desea?

—A eso y a otras cosas que pasan por la cabeza sin que uno sepa muchas veces que se le ocurren, hasta después de mucho tiempo.

Pero Aguado, sin ningún motivo, en ese momento, pareció desentenderse de Manolo. Tomó una mano de Carmen y la besó en silencio. Estuvo así, con los labios en la piel de la mano de la muchacha, como el que quiere expresar algo con su silencio. Manolo se llenó de sorpresa. Algo caliente, nervioso y amargo sintió instantáneo por todo su cuerpo. Estuvo mirando serio y atento cómo la boca de Aguado recorría de una manera húmeda y como espesa la fina mano blanca de la muchacha. Sin poderlo evitar, el golfo empezó a respirar con violencia. Aguado, de repente, levantó de nuevo el torso que había tenido inclinado y con un tono de voz muy baja dijo lentamente:

—Yo soy un hombre rico. Por eso puedo besarla a ella.

La reacción de Manolo fue muy curiosa. Un verdadero golpe de cólera nació en él, pero antes de desarrollarse fue sustituido por una especie de piedad y desprecio. Tuvo ganas de golpear a Ángel Aguado, y sin embargo, se consideró su amigo. Era igual que el Broncas cuando retaba a alguien con su voz llena de rabia y de impaciencia. Sin saber por qué, se fijó en el reloj con gruesa cadena de oro que Aguado llevaba. Era irrisorio el esplendor del metal fijo en su materia, existiendo en aquel hombre gordo y pálido, ahora cansado y como vergonzoso. Apartó sus ojos del reloj y miró de frente para Ángel Aguado. Aguado también miraba a Manolo. Una mirada llena de ansiedad, repetida por el azul pálido de sus ojos. Carmen, siempre silenciosa, seguía anhelante la escena. La muchacha no acababa de comprender lo que Aguado buscaba con la conversación que sostenía con el golfo, pero presentía que, en el fondo, era continuación de lo que durante la noche le había dicho. Lo curioso es que esta chica, que conocía lo que Aguado iba buscando siempre a través de esa especie de excitación progresiva y como ciega, encontraba algo raro en su comportamiento desde que estaba en el reservado el golfo. «¿Por qué habla tanto con él? —se preguntaba la muchacha—. Eso no lo ha necesitado otras veces. Lo que él hace es hablar siempre de sí mismo, como en una confesión, de tal manera que oyéndole parece que no existe nadie más en el mundo, y luego el torturarse, como si lo encontrara voluptuoso. Pero ahora lo que hace es hablar con ese chico que nada le importa. Y quiere saber algo de él. No sé qué es lo que quiere encontrar en él, pero hay algo que le obsesiona.» Mientras Carmen pensaba esto último, Aguado volvió a hablar.

—No me contestas, pero no hace falta, en realidad. No. No se necesita. —Manolo seguía callado, y ahora en sus ojos había algo como acecho y reserva. Aguado siguió hablando—: Esas personas que no se conocen y que, sin que sepan bien por qué, se juntan y tienen que conocerse a la fuerza. Eso es lo que yo decía antes, me acuerdo muy bien de ello. Esta mujer que tú no sabes cómo se llama y que está aquí entre nosotros. Tú y yo y ella y la otra, que te quiere. Todos, todos.

Carmen había comprendido por fin. Le pareció imposible que algo de lo que no tenía ni idea un minuto antes se le presentara ahora como una cosa evidente. Cuando supo lo que Aguado estaba buscando de esta forma tan tortuosa, la muchacha se sintió de repente tranquila. Había estado detrás del pensamiento de este hombre sin conseguir seguirle y en este momento sabía con toda claridad el deseo que detrás de todo esto existía. «Es por el chico éste. Quiere que él y yo le torturemos». Y miró con curiosidad un poco distante a Ángel Aguado. Pensaba ella que nada de lo que sentía en su interior este hombre era cierto. «Todo es como una simulación. Pero una simulación inconsciente. Se engaña incluso a sí mismo.» Ahora la muchacha se fijó en Manolo. El golfo, cuando vio que la chica le miraba, se ruborizó un momento, pero a continuación la miró también. Carmen volvió a sentir la calidad táctil de aquellos ojos, ansiosos y reservados a un mismo tiempo, llenos de una juventud entre dolorosa y fantástica. Su mirar era, en cierto sentido, como el complemento de lo que ella pensaba en este momento. El haber adivinado lo que Ángel Aguado se proponía de una manera casi inconsciente hizo que Carmen pensara también en la manera de mirarla este muchacho. Y tuvo que aceptar que Manolo la estaba mirando, sin proponérselo, como debía de mirar a su novia. «Y sin embargo, a la chica no la mira así. Estoy segura de ello.» La halagó y la desconcertó el tener que aceptar esto. «No tiene sentido que eso sea así», pensó Carmen. Y con un esfuerzo de voluntad logró dejar de pensar en ello. Desde este momento, Carmen se sintió muy alegre. Sus labios se entreabrieron en una sonrisa y sus ojos miraron con calma a su alrededor. Aguado notó esta alegría en seguida. Iba a hablar de nuevo al golfo, pero no lo hizo. Dejó de pensar en Manolo y en Carmen y recordó lo que se había hablado antes del muchacho que estaba agonizando. Sintió una especie de angustia por no conocerlo. «Se ha muerto sin que yo le haya visto.» Y esto le dio un desconsuelo espantoso. Lo curioso es que, al mismo tiempo. Ángel Aguado se daba cuenta de lo absurdo que era este pensamiento, pero no por ello su efecto era menos lacerante. Y el comprobar este dolor abrió nueva luz dentro de sí mismo. «No me importa nada él. Nada en absoluto, pero siento su muerte, la siento, la siento continuamente. No he dejado un solo instante de sentirla. Y no le conocía.» Aguado se enardecía por momentos, el sudor transpiraba por su piel blanda, la boca se abría en un esfuerzo doloroso. «Ahora quiero ser bueno. Nada más que bueno. Y quiero serlo…» Pero no pudo seguir pensando. El espeso amor que al lado de su nerviosismo se había apoderado de él antes, volvía ahora de nuevo. Una emotividad absoluta le cegó enloquecido. Miraba sin ver a los que estaban con él en este reservado y perdió toda noción de realidad, como si hubiera desaparecido al mismo tiempo duración y espacio. Se levantó imponente en su inconsciencia, tembloroso y los brazos en alto. Manolo palideció. Carmen quiso contenerse, pero no pudo y lanzó un gritó corto, agudo y seco. La Pelos abrió sus grandes ojos, la cara siempre llena de pequeños y veloces gestos y sonreía de una manera entre cansada y estúpida.

—Puedo rezar por él. Puedo rezar ahora mismo. —La voz de Aguado tenía como una exaltación dulcísima—. Puedo rezar, rezar, rezar.

Y de repente, con un sonido torpe y opaco, Ángel Aguado cayó en el suelo, de rodillas.