MANOLO había estado fumando cigarro tras cigarro. La gente se había ido marchando, y mientras el golfo seguía apoyado en el cinc del mostrador, erguido y silencioso, el jaleo que hombres y mujeres producían se había ido tornando más delgado, como si el ruido y el olor que les acompañaba se volviese ralo y como incoloro por momentos. Era la hora del cierre oficial y los camareros se afanaban en su recogida produciendo un complejo sonido de cristal, metal y madera. Las sillas eran izadas sobre las mesas de mármol en rápidos movimientos, mientras del interior llegaba constantemente y como irremediable el ruido del cante y de la juerga. Para el golfo tenía todo lo que oía como un interés que no estaba en esto tan conocido del ruido común de vasos que se alinean con pequeños y vibrantes sonidos, como efímeros en su transparencia, sino en lo que no veía y tan sólo llegaba hasta él en el confuso y constante rumor que sonoramente traía el pasillo. Manolo, sin cesar, como en una obsesión de la que no se tiene consciencia, pensaba en la muchacha y en el hombre que sorprendentemente habían entrado al abrirse la verde madera de la puerta. Imaginaba y recordaba en confusa imagen a la chica tal como la había visto otras muchas noches y ahora (ya habían transcurrido más de veinte minutos), y el corpulento y elegante hombre que la acompañaba, y, con ellos dos, Amalia cantando y bailando cerca de ellos. Sin saber por qué, el golfo se sentía rico de interés e impaciencia y era en él como una sensualidad estar tranquilo y sereno allí, apoyado en el mostrador, sin mover un músculo de la cara siquiera, mientras dentro, en alguna parte, algo de sí mismo estaba saltando de impaciencia. El gordo camarero que antes había llamado a la Pelos se acercó a Manolo.
—Oye, quieren que tomes una copa con ellos.
Manolo le miró sorprendido.
—Sí —continuó el camarero—. Saben que eres el novio de Amalia. Ella se lo dijo. Ya la conoces. No quería que esperases y entonces dijo que tenía que venir contigo. —Y cambiando el tono de la voz, terminó—: Vaya un tío con cuartos el que viene con esa chica.
El golfo había palidecido por un instante. Sintió una ofuscación, como una ciega corriente que de momento no permite que se oiga ni se vea. Pero fue tan sólo un momento. Ahora se sentía plácido y pacífico, enteramente tranquilo en algo que sin saberlo quizás había sido en él un deseo. «Bueno —pensó—, voy a estar en el mismo sitio que ella. Nunca pensé que eso pudiera ocurrir.» Y echó a andar detrás del gordo cuerpo del camarero.
Amalia la Pelos terminaba de bailar en este momento. Cesó el sonido de la guitarra, sumiso de alguna manera al cuerpo de la chica. Aguado le dio de beber. Amalia estaba toda agitada y sudorosa. Su color moreno resplandecía húmedamente, mientras la carne parecía trasladarse a través de sus delgadas pero duras formas. El largo pelo estaba revuelto y sus ojos brillantes y como alocados se relacionaban de algún modo con el incesante temblor de sus pechos. Aguado la miraba, sin hablar. Los labios de Amalia bebieron vorazmente, llenándose del escaso color de oro de la manzanilla. Carmen fumaba en silencio. Miraba con curiosidad cómo la cara de Ángel Aguado se ensombrecía lentamente mientras en los ojos se iba reflejando con una insistencia tenaz y cruel la ansiedad y el sufrimiento. Aguado sudaba copiosamente por la blanda y pálida piel de su rostro como sin músculos, mientras los pequeños y siempre húmedos labios se abrían en una mezcla de desesperación e impudicia.
Manolo entró en este momento. Amalia se había puesto de nuevo a bailar y su cuerpo se agitaba como si su traje de percal de chillones colores, desgastado por el uso, fuese una inestable ola de tela en continuo movimiento. El hombre viejo que tocaba la guitarra se agachaba sobre la pulida madera del instrumento. Su tosca y arrugada cara, casi de bronce, torcida sobre la sonante como si en vez de ser él quien hacía aquella música prieta y como retorcida por alguien antes de que fuera oída, estuviera allí de una forma misteriosa y disparatada al acecho de lo que con una frialdad casi febril pulsaban en un ronco y escalofriante sonido los dedos. Estaba sentado en una silla cualquiera de madera, recogido en sí mismo y justificado tan sólo por el baile que trenzaba la muchacha. Pero en realidad esto apenas lo miraba Manolo. La pequeña habitación se llenaba por instantes de los ricos sones de la guitarra y de los movimientos del delgado cuerpo de la Pelos, inestable y movible de tal manera que toda su carne parecía trasladarse subiendo y bajando incesantemente. Cuando el golfo entró en la habitación ninguno de los que en ella estaban levantaron hasta él los ojos. El golfo se puso, alto y espigado como era, pegado a la blancura de cal de la pared, quieto en aquella postura, mirando cómo Amalia bailaba tal como la había ya visto muchas veces. Pero aunque Manolo no quitaba los ojos del cuerpo y ojos de la muchacha, que parecían llevar en la diferencia constante de su mirar toda la sorpresa de movimientos que es el baile, lo cierto es que, sin verla, espiaba a la muchacha que había entrado con el hombre.
El corazón le empezó a latir con violencia y por fin, durante un instante, miró hacia ella. Carmen miraba con cuidadosa y concentrada curiosidad cómo bailaba Amalia. En ese momento, Manolo se encontró con los ojos de Ángel Aguado. El golfo dejó de mirar rápidamente, llevando de nuevo sus ojos hasta Amalia, pero ahora sintió una molestia, como un frío que no puede explicarse, proveniente de la mirada del hombre. La Pelos le vio en este momento. Sin dejar de bailar le sonrió largamente en una sonrisa que nunca se acababa, lenta, entreabierta y caliente. Fue entonces cuando Carmen le miró. Había visto el amor en los ojos de la chica que estaba bailando y fue siguiendo aquella mirada con la ansiedad de quien sabe muy bien lo que esto significa. Carmen estaba ahora viendo a este golfo que había entrado silenciosamente y que se apoyaba en la blanca pared sin moverse siquiera. La muchacha sintió de repente un desaliento. Quedó abatida en todo lo que era, aunque su cara permaneciera indiferente. Y de una manera casi automática, con el movimiento de la mano rápido y nervioso se lanzó a coger la caña de manzanilla, como quien necesita beber urgentemente. Amalia cesó de bailar. «Le quiere —pensó Carmen de una forma rapidísima y alocada—. Le quiere ella. Se entregaba en los ojos. Esos ojos parecían salir y marchar hacia el hombre que ella ama. Las manos, también. Estaban sostenidas por los brazos en el aire, parecía que seguían obedientes a la música, pero no era así. Le acariciaban de algún modo, lejanas de su cuerpo como estaban.» En realidad era que esta muchacha descubría en la pasión de la Pelos por Manolo como los vestigios de su amor por Carlos. Hasta tal punto llegó la sugestión que, sin darse cuenta de ello, Carmen se crispó desfallecidamente en su cuerpo. Y entonces tornó a fijarse en Manolo.
El golfo seguía mirando a la Pelos. Carmen se llevó una sorpresa. Esperaba encontrar en la cara del golfo aquel, siempre de pie contra la pared, la evidencia de un deseo que se correspondiera con la sonrisa siempre entregándose de Amalia. Pero en vez de eso había en los ojos del muchacho una orgullosa tranquilidad apenas empañada por una sombra de fastidio o de tristeza. Carmen le miraba ahora, pero tuvo que dejar de hacerlo. El cuerpo de Amalia la Pelos se había interpuesto de repente, tapando el aire quieto de orgullo y de indiferencia de Manolo. Lo que ocurrió fue lo siguiente. Amalia cesó de bailar y sintió una vergüenza grandísima en este momento. Pero en realidad no puede decirse vergüenza, tratándose de esta chica; tan natural era. Se sentía feliz y estaba angustiada al mismo tiempo. Según bailaba (después de haber descubierto a Manolo) sentía unas ganas enormes de dejar de bailar para echarse en sus brazos; pero, al mismo tiempo, el baile, por ella siempre realizado instintivamente, la llenaba de una felicidad furiosa y ciega. Estaba lejos del golfo, pero le seguía con los ojos en sus constantes movimientos y evoluciones. Y así llegó el final del baile y con él un momento de desconcierto. Pero duró tan sólo segundos. Amalia se quedó suspensa, como privada de todo movimiento, salvo en los ojos, que saltaban como pájaros. Todos la miraban sin que ella se diera cuenta, en este momento, y de repente se abalanzó con una risa semejante en la intensidad a un alarido, sobre el cuerpo de Manolo. Ángel Aguado estaba pensando en marcharse. Habían pasado ya dos horas desde que saliera del baile con Carmen y se sentía medio borracho de todo lo que por bares y otros colmados había estado bebiendo. Sudaba por todo su corpulento y flojo cuerpo y una ansiedad corporal empezaba a desarrollarse en él, como un calambre. Su atención toda estaba concentrada en estas sensaciones, cuando Amalia se lanzó para besar a Manolo ciegamente. Aguado se trastornó por completo. No pudo evitarlo y cuando se dio cuenta estaba al lado de la pareja que se besaba, todo tembloroso. La chica y Manolo se separaron, desconcertados. Estaba aquel hombre, corpulento y elegante, con los ojos inyectados, unos ojos fijos en ellos de la manera inverosímilmente inmóvil que toma la pupila en ciertos locos. Amalia sofocó un grito mientras Manolo se ponía colorado y sin decir palabra se separó de la chica apoyándose de nuevo en la pared, como solicitado por la costumbre. Ángel Aguado se dio cuenta entonces del efecto que había producido. Quiso contenerse, como si con ello pudiese deshacer lo ocurrido. Pero era inútil. Un torrente de extraño amor o pasión salía de él. Un torrente que llevaba consigo la necesidad de hablar, quizá de llorar o gritar salvajemente. Tuvo miedo de hacerlo, precisamente porque lo sentía irremediable. Estaba espantosamente afectado. Con una vez temblorosa pudo por fin decir:
—Me gusta que la gente se quiera. Me gusta el amor. Me gusta horriblemente. —Y se quedó en silencio, de repente.
El viejo que tocaba la guitarra hizo música de nuevo. Después de las palabras de Ángel llegó el sonar de la guitarra tanteada por los dedos de aquel hombre como algo limpio y hermosamente extenso. Esos compases lentos, sonando independientes unos de otros. Carmen estaba pálida. Había comprendido lo que acababa de ocurrir a Ángel Aguado y de una manera inexplicable eso la había emocionado. Pero, sin embargo, como siempre, seguía silenciosa y serena, de tal modo que nadie podría encontrar nada extraño en su apariencia observándola, salvo la palidez que cubría sus finas y hermosas facciones, y el ligerísimo temblor que se propagaba sin cesar por todo su rostro. Aunque veía bailar a Amalia, le parecía que ese baile era inexistente y, más allá, como si la reducida y cuadrada habitación tuviera un trasfondo, la muchacha creía ver detrás del baile de la Pelos y las distintas siluetas y actitudes de ésta, que el tiempo, como si fuera un viento furioso, ofrecía en la memoria como un remolino hermoso de vida caliente, a esta misma chica que ahora bailaba, quieta, entregada y como implorante animal en los brazos del golfo, que de nuevo estaba quieto apoyado en la blancura de cal del cuarto. «Me sugestionó —pensó Carmen—; ¿qué me importa a mí que ésta tenga ese chico para ella?» Y, sin embargo, aquel beso de Amalia y Manolo se lo ofrecía la memoria con una fuerza casi lacerante. La Pelos bailaba con verdadera furia. No había comprendido el gesto de Ángel Aguado y tenía dentro de ella una mezcla extraña del temor que siempre le había dado el desagradar a los señores, con una especie de sentido de triunfo por haber tenido el arranque de ir a besar a Manolo, como si en ello se encerrara su conquista. En todos los músculos de su cuerpo, que actuaban como fáciles y tiránicos al mismo tiempo, sentía ahora ella una rara e inocente sensualidad. «Bailo así porque está él», pensó por un momento. Y como si esa revelación, desgarrando la realidad, dejara de nuevo al baile en toda su brutal desesperación erótica, Amalia zapateó con verdadero frenesí. Con sus nerviosos y largos brazos morenos buscando palpar algo a ciegas, mientras el cuerpo todo se descomponía, como un oleaje, en mil embates. Todos estaban un poco contagiados. Sonaba el taconeo insistente como la tentación cuando se repite una y otra vez sobre la carne.
—Hay que beber más. Esto merece que se traigan muchas botellas —exclamó de nuevo, de pie y casi congestionado, dando gritos, Ángel Aguado.
El gordo camarero sirvió a todos de prisa, como quien sabe que en los clientes hay que saber aprovechar estos momentos. Aguado seguía de pie.
—Vamos, quiero que se beba. —Su voz era ligeramente vacilante—. Quiero que bebamos todos. Tú, siéntate con ésta; aquí, a su lado. —Y casi a la fuerza sentó a Manolo al lado de la Pelos. El guitarrista dejó su instrumento con disgusto. Con el saber que da la experiencia, comprendió que el señorito este no quería más juerga. Dejó con delicadeza la guitarra en un rincón y también con mucho cuidado tomó una caña y empezó a beber despaciosamente. El camarero gordo había vuelto con dos botellas. Las colocó sobre la mesa y al ver que nadie se fijaba en él salió de la habitación con profesional paso silencioso.
Ahora había silencio. No un silencio absoluto, sino ese otro que está detrás de los murmullos y pequeñas voces, como sosteniendo en el aire las rápidas frases incoherentes que repiten una y otra vez en sus conversaciones los hombres. En la habitación aquella, con la dura y como árida luz eléctrica de un aparato con tres bombillas pendiendo del techo blanco de cal al igual que las paredes, se oía la voz de Aguado y todos los demás, mientras en el resto del local existía un nocturno y como cansado silencio. Amalia bebía sin cesar. Y también sin cesar, como mecánicamente, su boca reía y reía con grandes carcajadas, como un disco de gramófono que siempre se repite. De vez en cuando gritaba: «¡Manolo!», como un alarido. La muchacha estaba toda despeinada. Su ojos grandes y negros que la hacían parecer gitana, sin serlo, destellaban salvajemente. Le gustaba beber, y más teniendo a Manolo cerca. En este momento se sentía llena de fuerza y vida; casi estallante de ella, con una plenitud que era casi dolorosa.
Manolo también bebía incesantemente, pero estaba silencioso. Había en todo su aspecto una reserva como la que tiene alguien que trabaja de continuo para contenerse. Porque eso era lo que estaba haciendo el golfo: sujetar el impulso que le llevaba hasta Carmen. Manolo sabía que era inútil y ridículo pensar en ello siquiera. Estaba muy cerca de ella, oía su voz continuamente (una voz suave y como frágil), pero era inútil. Y el golfo se escudaba más y más en el silencio. Aguado, de repente, se enfrentó con Manolo. Carmen tuvo un instante de pánico. Tal extravío percibió en los ojos de Ángel Aguado. La muchacha miraba anhelante al fondo de los mismos, como si no existiera otra cosa en el mundo, fascinada por la absoluta falta de expresión de su azul escaso que parecía retroceder dentro de la mirada hasta hacer a ésta casi inexistente. Estuvo así enfrentado en silencio con Manolo y por último se soltó el cuello de la camisa y aflojó el nudo de la corbata, que se movió en su suave materia de seda natural, como una mancha ricamente granate, errante por la pechera blanca.
—Tú, tú sí que… —Aguado se quedó sin decir más, siempre mirando para el golfo. Pero el vino ingerido había cambiado, sin que él mismo lo supiera, el estado de ánimo del golfo. Aquel silencio por no hablar y de esa manera defenderse de su deseo de hablar a la muchacha, como lo había hecho tantas veces en su vida, había madurado una seguridad que ahora salía de repente. Manolo se levantó, todavía en silencio, marcándose en él los músculos como preparados en el color bronceado de la cara. Le caía el revuelto pelo negro sobre la frente, casi al ras de los ojos, ahora con un duro y varonil mirar lleno de nobleza, mientras los grandes y calientes labios de su boca se movían con una elasticidad entre animal e inocente. Erguido y mudo como estaba, el golfo permaneció un instante inmóvil mirando cara a cara a Ángel Aguado. Éste siguió sudoroso, conmovido e indeciso, con la ansiedad reflejada en los ojos. La voz de Manolo fue inesperadamente clara y tranquila.
—Soy un chico de la calle. Un tipo de la calle cualquiera. Pero también soy un hombre.
Y la palabra hombre salió rica y convincente de su boca. Aguado siguió por un momento en silencio, pero ahora tranquilo, iluminándose por instantes el azul de los ojos, tomando el rostro fofo como una coloración sana y animada. Los brazos que caían como inútiles tomaron movimiento, como si de alguna manera estuviesen engranados con el creciente brillo de la mirada.
—Eres un hombre. Tú lo has dicho bien… Eres un hombre… —Ahora se le notaba un poco borracho, atascándose al hablar—. También yo lo soy, seguramente. —Y tornó a quedar en silencio. Pero volvió a hablar, ahora más fácil y velozmente—: La edad, ¿sabes? La edad que se va teniendo inútilmente es una porquería, como escoria que acumulamos antes de morir. Pero no te conozco. No conozco a nadie. —Y se volvió a mirar a Carmen—. Me gusta, así sin conocerse, mirándose como un animal mira a otro de su especie, con la misma desesperación y fracaso y con la misma simpatía que no puede siquiera ni decirse, pero que siempre existe. —Ahora miraba hacia Amalia. Estaba esta chica aún sudorosa y agitada, mirando a Ángel Aguado con el gesto de quien no comprende una sola palabra de lo que está oyendo, pero que no por ello lo escucha con menos atención y casi ansiedad, como si fuera algo decisivo para ella estar oyendo y oyendo sin descanso tanta incomprensible palabra. Aguado la siguió mirando aún y de repente continuó hablando, ahora más lentamente.— Esta chica que baila tan bien. Esta niña, porque eres una niña todavía— y su voz se iluminó por un instante, de dulzura. —Pero también eres una mujer. Cuando bailas se sabe de una manera que casi lastima. Sí, ella es una mujer que te quiere, y me ha gustado verlo, me ha gustado de una forma espantosa.
Y de pronto, inesperadamente para todos los que le escuchaban, se sentó y se quedó en un completo silencio. Manolo miró hacia Aguado al mismo tiempo que, sin saber por qué, estaba observando, de reojo, a Carmen. El golfo estaba lleno de sorpresa. No había entendido lo que ese señor le había dicho. Todas aquellas palabras que había tenido que oír, y que ahora recordaba mezcladas en una confusión de sonidos carentes de sentido, le daban extrañamente como esperanza y ánimo. Recordaba el coche de Aguado, su velocidad silenciosa, toda la riqueza extensa y como inexorable que la máquina tenía para el que la veía desplazarse. Evocaba todo esto como si fuera un contrasentido con la emoción fatigosa de este hombre mientras había estado hablando, con la blanda cara llena de un sudor incesante. Y de repente sintió un orgullo casi animal porque la Pelos, delante de este hombre y de Carmen, le había besado. Sentía una satisfacción como viril y enérgica dentro de él, algo que le podría permitir estar luchando con alguien durante horas. Se miró por un instante, complacido. Casi encontraba placidez en el pequeño marco que empezaba a recorrer su cerebro. En ese momento se acordó del sabor de la manzanilla que había bebido tan copiosamente. Era un sabor ligero y excitante, lleno de un calor huidizo y sorprendente. Y el golfo se pasó por los labios golosamente la lengua.
Ángel Aguado volvió a hablar, ahora con más calma. Se dirigía a Carmen (estaba en realidad un poco avergonzado de haberse puesto a charlar con un sucio golfo de la calle y, si le hubiera sido posible, en ese mismo instante se habría marchado), pero lo que dijo se refería a todos los que con él estaban en aquel cuarto del colmado.
—Creo que recuerdas todo lo que hemos estado hablando antes… Conocer y conocerse. Quiero decir, ese primer contacto. Hay personas muy diferentes, tan diferentes que lo natural sería que nunca llegasen a cambiar palabra entre ellos. Pero yo pregunto ahora: ¿esa diferencia, no es una cosa enorme y monstruosa que exista? Sin embargo, tiene que ser así, estoy convencido de ello. Absolutamente convencido, pero eso no quiere decir que no me dé pena. Una pena espantosa.
En ese instante se quedó de nuevo en silencio. Todos los demás, que le habían estado oyendo, se sintieron un poco incómodos con la fija mirada de Ángel Aguado. Carmen pensó responder, pero sin embargo no lo hizo. Notaba que había algo inconfesable en lo que decía este hombre, aunque él mismo se creyera absolutamente sincero. Como si las palabras que empleaba y aun las emociones qué en él se iban despertando tendieran a un fin distinto del que el mismo Ángel Aguado creía. Fue Manolo el que tornó a hablar. Lo hizo contra su voluntad, como si le empujara a ello la energía que le había dado el vino ingerido. El golfo se daba cuenta de que ésta era la primera vez que él podía hablar como lo hacían ellos entre sí (recordaba al Broncas, al Reniega y al Condenas en un solo pensamiento precipitado y confuso) con un señor rico. Tenía, por una parte, un sobrecogimiento como cuando había estado demasiado cerca de una mujer muy bien vestida o en el portal de una casa muy elegante, pero por otra se sentía satisfecho, como si el hablar con este hombre diera salida a un deseo que hacía mucho tiempo había querido manifestarse en él.
—El señor ha dicho… Ha dicho que hay personas diferentes (Manolo estaba angustiado, no sabía qué decir y esto le parecía espantoso. Pero de repente se dio cuenta de que él no hablaba nunca como lo estaba haciendo ahora. Al darse cuenta de esto, se sintió completamente tranquilo). Yo he estado antes con un amigo mío. Su hijo se está muriendo. Lo más probable es que no salga de esta noche. —Aguado le interrumpió en este momento. Sin saber por qué, se sentía ansioso por saber esto de lo que hacía un minuto no tenía ni idea.
—¿Se morirá sin remedio? —preguntó.
—No puede haber ninguna duda —contestó Manolo—. Cuando su padre le vio estaba ya en la agonía.
—Entonces, seguramente que ese muchacho ha muerto ya. —La voz de Ángel Aguado sonó suave y pura. Amalia miraba a los dos hombres, recelosa. El viejo tocador de guitarra ponía en silencio cara de vinagre. Era un vejete invertido y cobarde, que odiaba oír hablar de aquellas cosas.
Manolo siguió hablando con una voz opaca y monótona:
—Yo le conocía. Era un chico de mi edad, pero más débil y bajo.
Aguado, como si no le hubiera oído bien, le preguntó:
—¿Un chico muy joven, entonces?
—Como yo —dijo Manolo, rápidamente. Hubo un silencio. Todos, quietos y cansados, sin moverse, bajo la iluminación como excesiva de las tres bombillas eléctricas. La cal de las paredes tenía una blancura cruel y como indistintamente indiferente, de materia ciega e inerte.
—Debemos beber de nuevo —habló Aguado—. Beber otra vez.
El viejo guitarrista, al oírlo, se precipitó a llenar las cañas de cristal, vacías sobre la mesa. Manolo bebió como con ansia y tornó a hablar de nuevo.
—Si ha muerto ya… si está ya muerto a estas horas, no volverá a escupir más sangre. Aquella sangre que escupía cuando hablaba, sin remedio. Siempre escupía, siempre.
Hubo un pequeño silencio. Amalia la Pelos abría los ojos como un niño que atiende con esfuerzo. Ángel Aguado sonrió. Fue una sonrisa breve y como fallida, el gesto de una alegría que muere antes de nacer, y sin embargo su rostro tuvo como una calma noble y silenciosa. Aguado hablaba nuevamente:
—Yo no le conozco. No he visto nunca a ese muchacho, que ahora seguramente ya no existe. —Suspiró y dijo con una voz muy dulce—: La muerte; la muerte siempre, a pesar de todas las cosas.
Aguado iba a continuar hablando, pero no pudo hacerlo. El viejo que antes había tocado la guitarra, en el momento que Ángel Aguado iba a hablar de nuevo se puso de pie y lanzó un chillido espantoso. Estaba temblando y siguió aún gritando durante unos instantes. Todos se dirigieron hacia él. Carmen era la más serena. El dueño del colmado y el camarero gordo entraron también, para enterarse de lo que ocurría. Fue el dueño el que calmó a todos los presentes.
—Es como un ataque, le ocurre algunas veces. Créanme que lo siento.
El viejo, ahora, se había desvanecido. Entre el dueño y el camarero gordo lo sostenían. Su pequeño cuerpo semejaba un muñeco. Por los labios le corría un hilillo de baba que fluía lentamente hasta mojar el traje.
—Hay que ponerlo en el suelo —dijo Carmen—, tumbarle en el suelo, para que repose.
Pero en ese momento el viejo abrió los ojos. Miró con aversión y desconfianza a todos los presentes. El dueño le dio de beber. El viejo lo hizo con avidez. Por la blanca y arrugada cara le corría un sudor copioso. Y Aguado se sintió tranquilo, inmensamente tranquilo. Tomó una caña de manzanilla y bebió de ella mientras sonreía a los que le rodeaban, con una sonrisa dulce y llena de nobleza.