XVI

MANOLO entró en el colmado donde sabía que encontraría a la Pelos. Venía el golfo con las manos en los bolsillos y el silbido de una canción popular en los labios. El chico estaba ahora contento. Lo que le había asustado minutos antes, cuando estaba con los dos Ángeles, ahora le parecía divertido y gracioso. Al entrar en el colmado —que era uno de los muchos que hay en la calle de Echegaray, populares y ruidosos— le llegó el olor de vino y presencia humana, que parecía flotar como una atmósfera en el interior del establecimiento. Éste estaba lleno de gente. Una multitud de hombres y mujeres bebían y se reían dando de vez en cuando grandes voces. La mayoría se agolpaban en el mostrador pidiendo bebidas, mientras otros formaban pequeños grupos de los que salían gritos y palabras obscenas. Un poco amortiguada, llegaba de los reservados interiores la voz del cante y el sonido de palmas y guitarras. Al verle entrar, uno de los hombres que despachaban en el mostrador le hizo un guiño y llenando un vaso de vino se lo mostró en silencio. Manolo se acercó lentamente, tomó el vaso y empezó a beber despacio.

A su lado estaba también bebiendo una pareja. La mujer, morena y guapa, tenía lágrimas en los ojos. Estaban los dos en silencio, y hacía extraño el verles así en medio de los demás, llenos de risas y voces entre alegres y violentas. Manolo siguió mirando de reojo. El rostro de la mujer expresaba un dolor que se alargaba angustiosamente. Los ojos grandes y como marchitos se abrían desmesuradamente. El chico tuvo un presentimiento y bajando la vista por el cuerpo de la mujer se encontró con la causa de aquellas lágrimas. Una de las manos del hombre se hundía cruelmente en el brazo de ella. Manolo, ahora, miraba atentamente. Era extraña la expresión de aquella mano martirizando con silenciosa lentitud la otra carne, que se le entregaba pasivamente, como en una esclavitud indescriptiblemente mansa. Después de mirar aquello, Manolo levantó la vista hasta la cara del hombre. Ésta permanecía casi impasible, como si no fuese él mismo el que producía el dolor en su hembra; tan sólo en la boca había una pequeña risita sádica y cobarde. El hombre, al darse cuenta de la mirada del golfillo, hizo un gesto a su coima y ambos salieron del colmado. El mozo que había servido anteriormente el vaso de vino a Manolo, comentó, mientras les veía salir, indiferente:

—Es el chulo. Ella no había reunido aún bastante dinero y por eso la hacía llorar. Hay veces que le pega en la cara delante de todo el mundo. Pero eso le da buen resultado, como hay Dios. Mira, hace unos meses la dejó para liarse con otra rubia que venía por aquí y ésta se puso como loca. —Y soltando una pequeña carcajada, prosiguió—: No lo querrás creer, pero se quiso matar por él. Como te lo digo. Se tomó no sé qué porquería para envenenarse y no palmó de verdadero milagro.

En ese momento, Manolo se acordó de Amalia la Pelos. Ahora recordaba algo que ella le había dicho la noche que la conoció. «Me puedes pegar. Me podrás matar, incluso, si tú quieres. Desde este momento puedes hacer lo que quieras conmigo.» Aquello, a Manolo, siempre le había parecido simple palabrería; pero cuando veía escenas como la que acababa de presenciar le daba como asco y piedad pensar que si quisiera podía tener un poder semejante sobre aquella mujer. El mozo le sirvió otro vaso sin que el golfillo lo pidiera, y Manolo, después de beberlo, se sintió como aislado del jaleo que le rodeaba. El recuerdo de cómo había conocido a la Pelos volvía hacia él. Manolo había conocido a Amalia la Pelos en la Nochevieja de ese mismo año. El año terminaba lloviendo y una multitud alegre y miserable se desparramaba por las calles, cantando roncamente. Cuando Manolo llegó a la Puerta del Sol a las once de la noche, no se podía ya dar un paso. La espaciosa y destartalada plaza que un día fue centro de Madrid, estaba totalmente llena de hombres y mujeres que iban a ver terminar el año con una alegría feroz que en el fondo se parecía bastante a la desesperación. Mientras la gente de dinero acudía a los hoteles y bailes vestida de etiqueta a despedir el año alegremente entre música y bebidas caras, el pueblo hacía de la calle el escenario de un nuevo carnaval. En realidad, no puede decirse lo que la gente siente en noche semejante. Hay una especie de locura colectiva, un vértigo que se propaga de cuerpo en cuerpo y que hace que los desconocidos se junten unos con otros como si el vino que es obligado beber para estar alegre estableciera una efímera fraternidad en el mundo. Para Manolo, la noche de fin de año era una fecha misteriosa y gloriosa desde los diez años. Noche en la que se lograba la felicidad. Cantar, bailar, reírse como locos; ir de un grupo a otro sin que nadie pueda explicar por qué, eran cosas que al golfillo, como a tanta otra gente, se le antojaban como sobrenaturales. El chico quiso abrirse paso entre la gente que bailaba incesantemente con pesado compás, pero se vio envuelto por una cadena de hombres y mujeres que avanzaban entre gritos y carcajadas furiosas. Tropezaron con él y cuándo se dio cuenta estaba también cogido de la mano, bailando. Estuvo en ese grupo unos minutos y bebió de la enorme bota que uno de los hombres llevaba, hasta que de repente la cadena se dislocó y Manolo con otros varios se quedaron aislados. Por un momento quisieron encontrarlos, pero una nueva multitud les rodeaba. Manolo y sus acompañantes, casi automáticamente, se unieron al nuevo grupo. La excitación de sus cuerpos no les permitía ya elegir, sino, como en una ciega necesidad que se cumple, cantar y bailar de una manera violenta e incesante. En realidad, eran tan sólo una pequeña parte del todo que formaban los miles de personas que hacían carnaval de sus propias miserias. El golfillo iba también disfrazado. Su disfraz, como el de la mayoría, consistía en llevar al revés los viejos pantalones y la rota chaqueta. Ahora, a su lado, un hombre de larga barba negra, con los pantalones casi caídos, daba vueltas vertiginosamente rodeado del ruido infernal de panderos, latas y zambombas. En efecto, chicos y viejos golpeaban incesantemente toda clase de latas y cacharros viejos, como si por esta noche los que habían sido enseres de fregadero en los hogares humildes se sublevaran en un paroxismo de alegría y juerga. El hombre estuvo girando durante varios minutos y por fin cayó pesadamente en el suelo. Un grito de alegría salió de todas las bocas. Un chiquillo de doce o catorce años era el más entusiasta. Había, desde luego, una razón para ello. El chiquillo estaba orgulloso; aquel viejo era su abuelo. Pero pronto el viejo fue perdido de vista. Manolo y los demás corrían ahora como locos, sin saber a dónde, tropezando brutalmente con otros grupos de gente que también cantaba y bailaba. El golfo era totalmente feliz en estos momentos. Nada del mundo existía sino esta explosión de energía sin objeto. Y así siguió el tiempo hasta que de repente se hizo un extraño silencio; el reloj de Gobernación iba a dar las doce de la noche. Todo el vértigo cesó y hubo una espera dura y tensa. Fue tan sólo unos segundos. Empezaron a oírse las campanadas y un ruido formidable como el de una explosión se produjo en la noche. No otra cosa era aquello. Gritos de alegría, palabras obscenas y blasfemias sonaron confundidos con las voces de los que coreaban el número del nuevo año. Pero a nadie le importaba ya todo aquello. La gente salía a oleadas de la Puerta del Sol y en la noche se oía, anónimo e inmenso, el paso alocado de todos aquellos que habían venido a ver nacer el año nuevo.

Cuando Manolo se dio cuenta, se encontraba con un grupo de desconocidos frente al Ministerio de la Guerra. Allí, el grupo se había detenido y jugaba al corro a una velocidad endiablada, mientras todos con ronca voz cantaban las cosas que los niños cantan en sus juegos. Pero otro grupo que se había establecido en las proximidades atrajo la atención de los que jugaban y se acercaron con curiosidad casi ansiosa. En el nuevo grupo había dos tocadores de guitarra que hacían sonar sus instrumentos. A su lado, otros varios batían palmas y una chica bailaba en medio de la música y el jaleo. Manolo, como los demás, estuvo mirando. El cuerpo de la muchacha le empezó a atraer lentamente. Al principio sintió antipatía por aquella chica que había interrumpido el corro de loca furia en el que el golfo se había sentido feliz. Pero sólo fue un momento. Pronto la excitación que se había despertado en él se orientó hacia el cuerpo de la muchacha. Manolo, en realidad, no se había fijado siquiera en su cara. Era el cuerpo aquel, moviéndose en una mezcla de lentitud y velocidad bárbara, lo que le excitaba sin que supiera siquiera por qué. Las palmas sonaban más y más sobre el sonido de la guitarra y el cuerpo tenía todo él como un ciego furor en su movimiento incesante. Manolo se sintió borracho de repente. Como si el vino que había bebido anteriormente se despertara ahora ante la cálida y delgada carne morena que danzaba tan cerca de él. En ese momento vio la cara de la chiquilla que estaba bailando. No le gustó, y sin embargo se sintió casi obligado a besarla en los labios. En el instante en que Manolo se sujetaba literalmente para no avanzar y tomar brutalmente a la muchacha, ésta le miró. Sus ojos llegaron hasta él y hubo una relación entre la expresión de ellos, abrillantándose por instantes, y la sonrisa de la boca que se abría como en una entrega involuntaria y total. Manolo se sintió tenso, como si su cuerpo se hubiera transformado en algo cruelmente eficaz. Supo de repente que toda su carne podía proyectarse sobre el cuerpo de la muchacha y propagarse de una manera furiosa y gloriosa, como lo hace el fuego por la gasolina o por el gas. Pero, sin embargo, ni siquiera le habló. Siguió mirándola quieto y expectante, mientras el resto de la gente que había estado viendo el baile se ponía de nuevo a correr en círculo y a cantar. La muchacha también estaba parada. Los dos, silenciosos e inmóviles, como un contrasentido del resto de la gente, que pasaba con salvaje velocidad. Y de repente ambos se cogieron de la mano y sin decir palabra entraron en el corro que seguía girando más y más. Así siguieron durante más de diez minutos. Les gustaba el cansancio que la circular carrera producía en sus cuerpos. Un cansancio que de cierta manera era como si se pusieran a decir a gritos lo que era nervioso y violento silencio en su interior. Luego les ganó una inconsciencia, una especie de embriaguez en la que el tiempo ya no existe. Cuando la muchacha y Manolo se dieron cuenta, eran más de las cinco de la mañana y estaban sentados en el suelo en el paseo de la Castellana. No estaban solos. Un hombre completamente borracho los miraba fijamente, sin hablar. Algo más lejos había una mujer ya vieja. A su lado estaba el vino y la comida que hacía ya rato había logrado vomitar. Tenía las faldas levantadas y Manolo veía los dos flacos muslos, que se agitaban como algo que tiene malestar. Manolo y la chica se sintieron escalofriados. Un frío cruel de madrugada invernal caía sobre la desnudez de los árboles y el duro gris de la piedra y el asfalto. Por un momento, el chico pensó que se ponía triste como el que comprueba una espantosa inutilidad, pero, sin darse cuenta, tomó en sus brazos el cuerpo de la chica. Ésta se abrazó con Manolo. Hubo entre ellos un calor casi instantáneo, una fiebre sin objeto que borraba la realidad. Manolo la llevó hasta el césped del paseo mientras la chica le besaba sin cesar.

Pero Manolo ahora dejó de recordar. La chica a quien recordaba ahora, apareció en esta parte del colmado, procedente de los reservados. «¡Manolo!», gritó alegremente y vino corriendo hasta él. Él vio, como en un relámpago, cómo la felicidad brotaba instantáneamente en su cara. Y antes de que el golfo le hablara, ella le besó en la boca. Lo curioso fue que a Manolo le produjo esto como una decepción. Le estaba gustando acordarse de la noche en que la había conocido y, en cambio, le parecía excesivo el que estuviera ante él tal como estaba. Casi sintió ganas de marcharse; de volver a las calles de noche y andar por ellas en la forma que siempre lo hacía: un poco al azar. Pero una voz de hombre llamó: «Amalia». Manolo aprovechó para empujarla. La chica se rió nerviosamente y se metió de nuevo por el pasillo por el que acababa de salir.

Mientras la chica desaparecía, Manolo lió un cigarro y se puso a fumar. En el colmado seguía el jaleo. Sin cesar entraba y salía gente y cambiaba por minutos el panorama de caras y voces de la sala llena de humo de tabaco y del olor dulce del alcohol. Ahora, de la parte de los reservados, llegaba la voz de Amalia. Hubo un silencio en el local y el golfo oyó claramente la voz de la chica; sólo la pudo oír un instante, en seguida el estruendo la ahogó y Manolo se puso a hablar con el hombre que antes le había servido. El mozo le preguntaba cómo hacía tanto tiempo que no aparecía por el colmado.

—Esa chica te quiere de verdad, Manolo. Pero haces mal en dejarla tan suelta. Hay por aquí muchos que le tienen echado el ojo. Y ella te prefiere a ti, pero un día se encapricha por otro y luego vienen los disgustos.

Manolo le contestaba distraídamente. Ahora se acordaba de lo que le había estado contando el Condenas. Pensó por un momento qué sentiría él si viese alguna vez a Amalia con un hombre, como el Condenas había visto a su mujer. El golfo quería llegar a imaginárselo y por fin lo consiguió, pero en seguida comprendió que aquello le tendría completamente sin cuidado. «No me importa nada —pensó—, lo que se dice nada. Y, sin embargo, hay veces que me pongo como loco cuando estoy con ella.» Mientras pensaba en esto miraba, sin fijarse en nada determinado, toda aquella gente que le rodeaba, gesticulante y ruidosa. Amalia había salido de nuevo.

—Mira —le dijo a Manolo—. Nos vamos a ir en seguida. Ahí dentro hay unos patosos que sólo quieren sobeo. No creas, que yo distingo en seguida a los que vienen para oír el cante y ver un poco de baile, de esos otros que buscan una chica para llevársela con ellos. Y conmigo, en eso, no hay nada que hacer.

Amalia se calló y Manolo la miró con indiferencia. Los ojos de ella le miraban mientras tanto ansiosamente.

—Ya sé que no te importa. Que todo lo mío te tiene sin cuidado. No creas que me chupo el dedo. Pero un día me vas a querer de verdad. Un día tiene que llegar eso, porque si no…

Ahora Manolo la miró, y la chica dejó sin terminar lo que estaba diciendo. Se había acercado a él y con una dulzura mansa se apretaba contra su cuerpo. Pero esto también fue instantáneo. Otra vez estaba erguida, con una risa nerviosa y como febril estallando en su boca.

—Un tío de esos, ¿sabes?, me quiso coger para besarme en la boca. El panoli me debió creer tonta. Cuando me acercaba hasta él, empujé una de las cañas de manzanilla y le puse perdido el traje. ¡Si vieras cómo se puso! Son tipos que quieren dárselas, cuando vienen a un colmado, de que el dinero no les importa, y luego lloran por cualquier cosa. El tipo ese empezó a lamentarse: «Me has fastidiado. Lo acababa de estrenar. Un traje de más de mil pesetas.» —Ahora Amalia se reía alegremente. De repente cesó de hacerlo, y mirando a Manolo, dijo con voz irritada y nerviosa—: Pero yo soy una tonta haciendo esas cosas. A ti te tiene sin cuidado el que un hombre me sobe. Anda, di que no es cierto.

Manolo la miró con dureza. En sus ojos se reflejaba el fastidio que le producía la escena. Amalia se dio cuenta y tuvo miedo. Ese miedo irracional y casi instantáneo que se apoderaba de toda ella cuando pensaba que podía perder al golfo para siempre. Se refugió en el cuerpo de Manolo y casi sin voz gimoteó:

—No me mires así. Te quiero. Eres lo único grande de mi vida.

Al golfo le dio risa oír aquello a la muchacha. «Es como un chiste —pensó— que yo, que soy lo último que hay en el mundo, le parezca a esta chica una cosa grande.» No lo pudo remediar y soltó una carcajada estruendosa. La Pelos le observó un instante y a continuación, sin saber por qué, se puso a reír con él.

—Amalia. Tienes que volver a entrar. Creo que esos muchachos se marchan y quieren darte la propina.

Era un camarero viejo y gordo el que ahora estaba hablando al lado de ellos. La chica giró rápidamente y volvió a entrar seguida del gordo cuerpo del camarero. Manolo ni les vio alejarse. Sus ojos miraban distraídos la pierna de una mujer que se estaba levantando una liga.

Y ahora el golfo se sentía feliz. Le daba calma estar en este ruido de hombres y mujeres que semejaba un laberinto de gritos en el aire. Los ojos de Manolo volvieron a mirar a la mujer que tenía la falda levantada enseñando una pierna flaca y nerviosa que contrastaba con su ademán plácido al mostrar la carne. Los hombres y las mujeres hablaban con gritos alegres; una pareja se besaba en un rincón. «Bueno —pensó Manolo—, tiene que ser así.» Y comprendió que también él estaba dentro de aquello. Que de todas maneras, esta noche él tomaría el cuerpo de Amalia y seria como otro cualquiera más.

El grupo de los que habían estado con la Pelos salía en aquel instante. Cuerpos sólidos, vulgares y grasientos, enrojecidos de comer y beber. Caras poderosas y al mismo tiempo insignificantes, con gritos en la boca. Gritos y palabras constantes y ruidosas relacionadas con gestos y ademanes de todo el cuerpo, torpes y violentos. Debían ser así siempre, pensó Manolo, gente que ha nacido para beber y gritar. El grupo salió del colmado. La puerta tornó a cerrarse con su madera pintada de verde, pulida, inerte y silenciosa en su cuadrada extensión material. Y de repente, mientras sus ojos miraban la puerta, ésta volvió a abrirse. Carmen y el hombre que se la había llevado en el automóvil entraban en este momento. Manolo quedó mudo de la sorpresa. Le pareció que era imposible y con la memoria volvió a recordar el instante anterior y creyó verse a sí mismo contemplando la pulida, inerte y verde superficie de la puerta cerrada de una manera que ahora al recordarla parecía extraña.

Carmen y Aguado miraron a la gente que había, con curiosidad. Los grupos suspendieron sus palabras y ademanes por un momento para contemplar a los que llegaban. «Gente de postín —pensaron todos—, gente que no se para aquí, sino que puede pagar el montón de pesetas que supone el alternar en un reservado.» El dueño del colmado se había acercado solícito hasta ellos. Hizo un gesto como si con él abriera camino entre el difuso jaleo del local a los recién llegados y Manolo los vio desaparecer con él por el pasillo que antes había atravesado Amalia. Manolo sacó unas colillas y lió calmosamente un cigarro; mientras sus manos ágiles lo estaban haciendo, tornó a ver a Carmen saliendo del portal de su casa, imaginó su andar paralelo al de la muchacha durante escasos metros y el coche gris arrancando potente, suave, irremediable. Sin que el golfo supiera por qué, tenía ahora la impresión de que el tiempo había retrocedido de nuevo y que eran como figuras nulas e inexistentes el Reniega, atormentado por la agonía de su hijo, y el Condenas, contando una vez más de qué manera había matado a su mujer.