POR LOS OJOS cerrados de Carmen parecía filtrarse como mágicamente la música, pero extrañamente llegó un momento en el que la muchacha dejó de oírla, como ocurre a veces con el latido de un reloj durante la noche, que el tiempo, sin que el que escucha pueda explicarlo, transforma en algo que sin ser silencio lo parece. Ella seguía en los brazos de Ángel Aguado, pero no tenía ni idea de tal cosa en este instante. El recuerdo tiene muchas maneras de manifestarse. Una de ellas, taimada e insidiosa, inexistente casi pero tan potente que puede desalojar a la realidad en un momento determinado para sustituirla. Carmen no recordaba nada concreto, sino una satisfacción que volvía a ser actual de un modo casi palpitante. Temblaba ligeramente y se dijo a sí misma de una forma maquinal y automática: «Le quiero. Le querré siempre, aunque no vuelva nunca a verle. Le querré pase lo que pase.» En esa afirmación irremediablemente amarga estaban concentrados multitud de recuerdos que de pronto, como en una explosión, lúcidamente estallaron. Había estado oyendo en silencio hablar a Ángel Aguado sobre el amor como una cosa general y en este momento lo sentía en su carne afirmándose ciegamente cálido y tumultuoso como era la corriente da su sangre. Lo sentía dentro de sí, total, instantáneo e inexplicable. Y le pareció como ridículo todo lo que se pudiera pensar y decir sobre ello en aquel instante. Aguado le dijo algo, pero la muchacha no le contestó. En realidad, no tenía la seguridad de haberlo oído y el hombre siguió bailando con ella en completo silencio. Carmen, ahora, estaba recordando. No veía el tiempo en lo que se iba manifestando en su memoria, como si no hubiese ocurrido en un instante determinado. Nunca y siempre podían ser términos para explicar lo que pensaba la muchacha. Y sin embargo, había sido un suceso de lo más trivial y fortuito lo que había dado principio a todo lo que en este instante había recordado.
Una noche, pasadas las tres de la mañana, Carmen buscaba un taxi para que la llevase a su casa. La chica estaba acompañada del que había sido su caballero de esa noche. Un chico con dinero y buena facha, en la que colaboraba de algún modo su sastre, y con quien el tiempo pasaba siempre equidistante entre el placer y el aburrimiento. Fino, correcto, pero sin imaginación y poco inteligente, sabía presentar las cosas que tiene agradables el Madrid de noche, sin saber añadirles nada de lo que hace a una mujer sentirse dichosa. Era arquitecto, ganaba dinero y se buscaba el placer reflexivamente. Lo cual casi siempre termina por hacerlo fastidioso como una costumbre. Estaba impaciente, como ocurre muchas veces a la gente, sin razón para ello, pues en realidad no sentía ninguna prisa en separarse de la muchacha, pero el hecho de estar acostumbrado a la comodidad del coche propio, que esta noche tenía en reparación, le hacía sentirse impaciente sin que existiera razón para ello. Esto suele ser bastante frecuente. Carmen, de pronto, reparó en un hombre que estaba cerca de ambos. En este momento recordaba el lugar con precisión asombrosa; la calle de Alcalá, frente al Banco de España. En realidad, la muchacha no se fijó en el primer momento. No había demasiada luz y además no había nada de particular en su aspecto. No era demasiado alto, una estatura corriente en España, y la gabardina que llevaba lo transformaba en anónimo casi, con la misma fuerza que tiene para lograr eso un uniforme. Fue el encontrarse por azar con su mirada lo que pareció de repente despertar a Carmen. Los ojos de aquel hombre la habían intrigado y turbado en un solo instante. Ahora que no la miraba, como ocurre tantas veces a las mujeres, en el recuerdo, la mirada parecía desarrollar su influencia. En el fondo, la muchacha se sentía molesta. Tenía casi la seguridad de que la había mirado con un ligero desprecio, pero al pensar en ello descubrió que al mismo tiempo era un mirar distraído y por lo tanto no un desprecio concreto y particular a ella. Esto era suficiente para que la chica se inquietase. Porque lo que más la desconcertaba era que al recordar los ojos aquellos se sentía acariciada como si la mirada estuviese repitiéndose, y esa sensación casi táctil de caricia no provenía de nada sensual, estaba convencida de ello, sino de otra cosa que ella no sabía nombrar. De pronto le pareció haber acertado y se dijo a sí misma: «Es nobleza. Una nobleza que es como la raíz de lo viril.» Y sintió que por vez primera en su vida había percibido esto con su condición de mujer y de hembra. Entonces volvió el rostro para mirarle. Los ojos del hombre la miraron de nuevo y Carmen se sintió descubierta de repente. Descubierta, comprendida y quizá admirada y despreciada fueron sensaciones que por la chica pasaron sucesivamente. Del hombre le habían quedado dos restos de recuerdo; la frente abierta, ligada de alguna manera con lo que expresaban los ojos, y la boca, de labios grandes, fresca, audaz y cálida. En ese momento su acompañante había encontrado un taxi. A Carmen la molestó esto. Quería repetir la sensación que acababa de sentir en ese instante. Pero cuando se dio cuenta estaba dentro del coche y éste ya se dirigía hacia su casa. Mientras el coche se alejaba de aquél desconocido, en la muchacha crecía el deseo de volverlo a ver y aumentaba ese deseo su propia comprensión de que tal cosa era absurda. Llegó ante su portal, se despidió de su amigo y entró en la casa. Tomó el ascensor para que la subiera a su piso. Y cinco minutos después la muchacha tornaba a salir rápidamente. Fue hasta la calle de Alcalá y, como quien se dirige a un sitio con retraso, caminó hacia la Cibeles con toda prisa. En el camino tomó un taxi. Ya estaba cerca del lugar donde antes estaba el desconocido y su corazón latió aceleradamente. Pero esta excitación le pareció como una dicha inexplicable. El taxi se detuvo unos metros antes de donde se había marchado anteriormente la muchacha. Carmen se apeó, pagó al conductor y echó a andar rápidamente. Vió que alguien estaba parado en el mismo sitio y tuvo como la necesidad de volverse y dirigirse hacia su casa. Pero no lo hizo. Siguió andando toda agitada y temblorosa. Avanzaba como conducida por los ojos del desconocido, que la estaba mirando. Carmen pensó rapidísimamente: «Estaba mirando en esta dirección. Parece que sabía que yo volvería.» La chica se paró de pronto. No supo qué hacer y se quedó en medio de la calle, indecisa. Su anhelo se había cumplido y su voluntad, en este momento, parecía muerta. Ella comprendía que era ridículo quedarse allí parada ante los ojos del desconocido, que sabía de sobra por qué la chica había vuelto, pero, a pesar de todo, se sintió impotente para hacer lo que su razón la indicaba: Darse la vuelta y dirigirse a casa rápidamente.
El desconocido se acercó, y sin hablarle la miró fijamente. Carmen se dio cuenta de que no era guapo ni elegante y, sin embargo, se sintió enormemente dichosa sólo por verle. Hubo el silencio entre ambos, con los ojos mirándose, pero no se dio la violencia. Carmen sintió que aquello, a pesar de todo, era natural. Como si fuera necesario que ocurriese. El hombre la miraba sin timidez, pero con delicadeza, con ojos que eran a la vez sombríos e inteligentes. En ese momento, Carmen comprendió que aquella escena era una cosa imposible. Que uno de los dos se marcharía de repente, sin más. Fue en ese mismo momento cuando el hombre la tomó del brazo, sin hablar una sola palabra, en un absoluto silencio. Carmen, al sentirse cogida, creyó desfallecer ciegamente. Le gustó con delicia no tener voluntad para oponerse a un comportamiento tan absurdo. Y en este momento se dio cuenta también de que el hombre era aún joven. No tendría más de los treinta años. La siguió llevando en silencio con andar ágil, pero lento, como un paseo sin objeto. Así llegaron al paseo de Recoletos y siguieron mudamente por él, nocturno bajo sus grandes árboles llenos de oscuro verdor y silencio. Carmen iba muda de la sorpresa. Había reaccionado del estupor del primer instante y ahora había lucha dentro de ella. No sabía si lo que había hecho con ella el desconocido era el colmo de la delicadeza o de la insolencia. Según pensaba una u otra cosa, la muchacha se alegraba o entristecía, pero siempre de una forma apasionada y como voluptuosa. El desconocido se paró de pronto, miró con seriedad a la muchacha y con una voz suave y segura le dijo lentamente:
—Era inútil el hablar. Por eso te tomé del brazo en silencio. Como seguramente será también inútil que yo te haya esperado y que tú hayas vuelto. Pero ya sucedió. Ahora es irremediable.
Y se quedó en silencio. Carmen tuvo la intención de preguntarle muchas cosas al mismo tiempo. Comprendió que no podía hacerlo; que era ridículo preguntarle, por ejemplo, lo que había querido significar al decir que ahora ya era irremediable. Sin embargo, Carmen le hizo una pregunta:
—¿Sabías que yo iba a volver?
Y después de haber hablado quedó muy tranquila. La había encantado poder tutearle tan naturalmente. El hombre la había vuelto a tomar del brazo.
—No hablemos más —le dijo—. Por lo menos, durante algunos momentos. De verdad que he sido feliz mientras íbamos en silencio.
Carmen se dio cuenta de que a ella le había sucedido lo mismo. Pasearon lentamente Castellana adelante. Carmen sentía en su brazo la mano del desconocido sujetándola suavemente y, alguna vez, fugaz pero maravilloso por eso precisamente, el roce de su cuerpo con el de ella. Y de pronto la muchacha comprendió que la vida podía en ocasiones carecer de finalidad, y esto con una sencillez prodigiosa. No sabía lo que el minuto siguiente le podía deparar y, sin embargo, se sabía completamente dichosa. Ahora la voz del hombre sonó en tono muy bajo e íntimo, como si no fuese él quien le hablaba a ella, sino uno de los pequeños ruidos de la noche, cuando alguien se pone a escuchar en el silencio.
—Quiero saber tu nombre. Pero no me digas nada más; ni apellidos ni cosas concretas.
Carmen, al oírle decir eso, se sintió adivinada.
—Carmen. Me llamo Carmen.
Y no añadió palabra. El desconocido se volvió a mirarla al oír el nombre. La miró a la cara, como si en ella comprobase que era verdad lo que la muchacha había acabado de decir.
—Sí —dijo con mucha sencillez, y en seguida—: Yo me llamo Carlos.
Y siguieron andando en silencio. Carmen no podría decir lo que había durado aquel paseo. Estaban al final de la Castellana y Carlos la tomó en sus brazos. Ella creyó que la iba a besar y sintió al mismo tiempo un gran deseo y un miedo espantoso. Un miedo muy particular en una muchacha tan joven. Porque el miedo aquel era la consecuencia de una experiencia. Carmen temió que al besarla todo se volviera vulgar y anodino de repente. No hay que olvidar que para esta chica, el amor, sin haber sido un sentimiento o una ilusión, era desde hacía algún tiempo Una profesión y una costumbre. Pero Carlos no la besó. Tuvo su boca a unos milímetros de la de Carmen, y mientras los labios seguían separados dulcemente produciendo una felicidad que difícilmente hubiese sido sobrepasada por la del propio beso, las miradas se acariciaban como en un dulce desvarío. Carmen no pudo contenerse. Fue ella ahora quien besó por fin, mientras susurraba:
—Soy feliz. Nunca creí que pudiera existir esto.
La chica era totalmente sincera. Lo que es el primer amor, acababa de presentarse ante ella de repente. Era el amor y pronto se desarrolló en su vida avasalladoramente. Nada ni nadie podía oponerse a que eso sucediese. En el fondo de Carmen había una muchacha sensible y concentrada, con diecisiete años. Si aquella noche hubiera terminado como terminaban muchas de las que ella vivía con sus amistades, quizá hubiera sido diferente. Pero Carlos la acompañó a su casa sin ocurrírsele siquiera otra cosa. Se despidió de la muchacha, y ya se separaban cuando Carmen se dio cuenta de que Carlos nada le había dicho de volverse a ver. Que aquella despedida era para siempre. Y la muchacha se volvió hasta él y con dos silenciosas lágrimas en los ojos le preguntó:
—¿No quieres volver a verme?
Su voz, al hablar, estaba llena de dulzura y tristeza. Carlos la miró hondamente, y con una ternura que sólo se suele tener con un niño, pareció pensar y por fin le dijo:
—No deberíamos vernos más. Aunque nada te he preguntado, creo que ya sé de ti bastantes cosas. Tal como yo soy, todo lo que vivamos va a ser inútil. Pero nos veremos. No quiero que me mires así, con esos ojos de sufrimiento.
Y Carmen sintió que como en un milagro brotaba risa de sus labios. Una risa feliz e inocente.
—Mañana, en el sitio donde nos vimos por primera vez esta noche. A las tres y media.
Hasta que llegó la hora de aquella extraña cita la muchacha estuvo fuera de sí. Vivió el día entero mecánicamente, sumergiéndose cada pocos minutos en una especie de recuerdo que era suficiente para que se sintiera feliz instantáneamente. Estaba llena de agitación; de oscuros recuerdos de la noche anterior; de anhelos y como presentimientos. Su cabeza no pensaba como era costumbre en ella, sino que era como un lugar deliciosamente vacío en el que tan sólo se oía la resonancia de sus sentimientos. Y había algo que Carmen nunca hasta ahora había experimentado. La separación que ella conocía de siempre entre su inteligencia y su cuerpo, y que es muy probable que fuera la causa de que ella hubiese adoptado aquella vida, había desaparecido. Por vez primera desde que había dejado de ser una niña, Carmen volvía a sentirse fundida en todo lo que era su realidad, como si algo de ella misma que había estado ausente hubiera llegado ahora. Llegó la hora de la cita y Carlos con ella. Es curioso que, estando ambos pendientes de aquella hora, ninguno de los dos se presentara antes de tiempo, pero el saborear la impaciencia era un rasgo común en ambos caracteres. Como la noche anterior, se dirigieron hacia la Castellana en silencio. Nada más estar bajo la sombra de los árboles la muchacha sintió deseo de que Carlos la besara, pero éste, adivinándolo, no lo hizo. Venía decidido a que esto que le hacía completamente feliz terminara para siempre. En vez de besarla, como él mismo deseaba, la empezó a hablar roncamente por la emoción dominada a duras penas.
—Te quiero, no tengo por qué negarlo. Y creo que tú también me quieres. Nos vamos a enamorar estúpidamente si no es que ya lo estamos. Y es un disparate. Un disparate completo. No lo hago por egoísmo. Yo soy fuerte. No me importa sufrir. Lo sé de otras veces. Pero yo no tengo derecho a pedirte que tú también sufras. Y así tiene que ser, sin remedio, si esto no termina hoy mismo.
Carmen no le contestó. Le temblaba todo el cuerpo y una especie de ceguedad dolorosa la hacía sentirse débil por vez primera en su vida. Comprendía que todo lo que Carlos le estaba diciendo era cierto, pero al oírselo decir se sentía más necesitada de verle que nunca. Al intentar convencerla de la inutilidad de aquel amor lo hacía aumentar por momentos. Pero el hombre no pudo seguir resistiendo. Ante los suyos estaban los ojos de Carmen como fulgurantes de sufrimientos.
—No me mires así. —Y la estrechó contra su pecho. Ahora le hablaba en voz muy baja—: Es absurdo. Lo nuestro no puede durar mucho. Y luego queda el vacío, una soledad que no puede compararse con nada. Deberíamos terminar ahora mismo. Terminar ahora que aún es tiempo.
Pero Carmen, aunque le oía las desesperadas palabras que decía, se sentía feliz tal como estaba, en sus brazos. Ahora lloraba (ella que no lo hacía nunca). Carlos la besó, como ciego. Cuando terminó de hacerlo la miró al fondo de los ojos aún llorosos y le dijo casi sin voz:
—Es horrible que seas tan niña; que la vida haga estas cosas.
Tenía una especie de desesperación y a Carmen le pareció grandioso y noble dentro de la importancia que su aspecto daba claramente a entender en estos momentos. Pero, como ocurre tantas veces, Carlos se sintió como inundado de felicidad. Le parecía que en este instante él devolvía la pureza de ser a algo que el mundo había deformado groseramente y para un hombre esto basta algunas veces para sentirse totalmente feliz.
De esta forma no hubo la ruptura que Carlos traía decidida, y la atracción entre ambos siguió con fuerza creciente. El poder de irrealidad que tiene toda pasión en sus comienzos era para la muchacha como la liberación de algo que desde niña pesaba en su fondo. Sus sentimientos, siempre opresos por un hábito de fría inteligencia que la hacía ver las cosas tal como son, ahora se desbordaban ciegamente, produciendo en la muchacha eso tan raro y contradictorio que es la felicidad. Lo que no había logrado nunca nadie, ni aun sus propios padres, conmoverla y tenerla siempre pendiente de un ensueño o pensamiento, este hombre lo había conseguido con la sencillez de lo natural. Lo curioso es que Carmen, no conociéndolo, lo sentía como un ser superior. Si alguien le hubiera preguntado el porqué, es seguro que la muchacha no habría podido explicarlo; pero eso, en el amor, no importa. Con la penetración de toda mujer, ella percibía en Carlos su falta de egoísmo, una especie de nobleza que obliga a quien la tiene a la renuncia de todo lo que las personas vulgares desean, incluso a la felicidad. Eran felices de una manera casi angustiosa y las horas de la noche que pasaban juntos eran dulces o amargas, y muchas veces ambas cosas a la vez; pero el tiempo parecía no existir entonces, como si se hubieran liberado de la realidad. Pero Carmen necesitaba más de lo que generalmente una enamorada necesita. Quería entregarse también en alma a este hombre y darle todo lo que hasta este momento había sido cerrado secreto en su intimidad. Y así, una noche, mientras estaban sentados en un banco, la muchacha contó a Carlos lo que había sido su vida toda. Anhelos casi ciegos para sí misma cuando los había tenido, pequeñas decepciones que oponían como hielo en sus sensaciones de niña, ansias oscuras que quedaron como esperanzas muertas dentro de ella, fueron saliendo de sus labios como en una confesión. Su voz, siempre delicada, casi no se oía; fluía honda y recogida, no muy diferente al sonido del agua de una fuente cercana. Pero mientras el sonar del agua era siempre igual, en la voz de Carmen las distintas emociones cambiaban el sonar.
Carlos la escuchó en silencio. No interrumpió ni una vez siquiera, pero sus manos, que tenían cogidas las de la muchacha, parecían contestarla con el ciego idioma que en el tacto se encierra. Carmen se sintió tranquila como nunca se había sentido. Era como si desde este momento lo que había gravitado dentro de ella cesara de hacerlo para siempre. Después de contar a Carlos todo lo que había sido su vida se sintió feliz y casi niña. Inmediatamente se olvidó de lo que había estado recordando y le llenó de caricias y besos, en un estado casi delirante. Aquella noche supo hasta dónde puede llegar la felicidad. Y si al separarse de Carlos las lágrimas salieron de sus ojos, no eran de tristeza sino de una alegría que la conmovía tan hondamente que en su expresión era como desesperada y triste. Pero luego de llegar a su casa, ya acostada en su cama y como rodeada de silencio y oscuridad, Carmen revivió mudamente, para volver a ser feliz, las palabras y caricias que la habían hecho sentir tan hondamente. Era absolutamente feliz, como lo había sido al conocerle; pero ahora comprendía que lo que entonces fue como una delicia sorprendente e inesperada, se había transformado en una necesidad. Cuando logró dormirse fue como el descanso de una plenitud que por quedar cumplida tiene forzosamente que desaparecer. Este fue el instante más feliz; luego volvió la incertidumbre. El amor, como la vida, es un juego entre la satisfacción y la insatisfacción, y esto hace que todas sus sensaciones participen de su contrario. Alegrías dolorosas y amarguras felices son inevitables en los enamorados. Pero sobre todos estos sentimientos y emociones confusos, para la muchacha se airaba como el encuentro con algo que para su naturaleza era necesario. Había encontrado una vida que no se guiaba por sus instintos ni por la fuerza de la costumbre; una vida que sometía su propia condición humana a otro reino misterioso y fantástico. De esta forma, sin comprenderlo, como ocurre casi siempre a las mujeres, Carmen era por vez primera en su vida extrañamente feliz.
Sin embargo, al mismo tiempo empezaba a nacer en ella la impresión de que todo lo que la hacía dichosa, dando una intensidad a su existir que no sólo impedía el tedio (tan parecido en ella a la desesperación) sino que hacía que el tiempo fuera un segundo o un siglo según estuviera cerca o lejos de Carlos, no debía agotarse en esta maravillosa actualidad. Las caricias, las palabras apasionadas y aun los silencios que parecían unirlos de una forma inexplicable y mística, todo esto, necesitaba una supervivencia. La muchacha no sabía bien cómo podría ser eso, pero sentía que de lo hondo de su naturaleza de mujer salía constantemente este deseo, como una necesidad. Pasaba muchos momentos en soledad y en ellos se sentía ganada de una gravedad hasta entonces para ella desconocida. Empezaba a ver en su cuerpo no una belleza casi extraña a sí misma, sino como la materia de donde podía nacer la materialización de todas sus oscuras ansias. Sin atreverse a pensar en muchas cosas que rondaban su imaginación constantemente, las sentía ya corporalmente, dentro de una ceguera que era angustiosa por inexplicable. «Es lo que le quiero —pensaba muchas veces—, busco unirme más y más a él sin comprender que eso, humanamente, es imposible.» Pero después de pensar esto para tranquilizarse, su cuerpo, sin palabras, le contestaba que lo que había pensado no era verdad. Y en esos momentos miraba su hermoso cuerpo como si dentro de su vida temblorosa y palpitante estuviera la única contestación. Así, Carmen se acostumbró a adivinar sus propias ansias orgánicas, que no tenían nada que ver con lo sexual. Cuando no estaba con Carlos era más callada que nunca, como si el silencio fuese la única defensa que tenía su secreto frente a la abrumadora evidencia, sin sentido para ella, de la realidad.
A Carmen le ocurrió algo curioso. Pasados los primeros días, empezó a sentirse molesta consigo misma. De repente comprendió que no podría seguir haciendo esta misma vida. Lo que antes le era soportable aunque indiferente, se le había tornado en insufrible y tenía como odio por todos los que eran sus amigos. Al principio, el conseguir evitar que ellos se dieran cuenta de esta manía, la entretuvo; pero llegó un momento en que era como algo físico. Ni el pensar en Carlos era ya suficiente. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que necesitaba más y más a aquel hombre. Antes, el pensar que al llegar las últimas horas de la noche la estaría esperando, la hacía feliz; pero ahora la entristecía. Comprendió que necesitaba estar con él todo el tiempo. Muchas veces pensaba lo que sería vivir juntos, pero en seguida lo desechaba como un imposible. Por fin comprendió que se había despertado en ella la necesidad de tener un hijo suyo. Sin embargo, nunca se atrevió a decir nada de ello a Carlos. Carmen tenía verdadero terror de que todo esto terminara, a pesar de que le parecía angustiosamente insuficiente. El buen sentido que en el fondo de ella dormía ahora, y su costumbre de analizar inteligentemente los hechos, la hacía recordar alguna vez que todo lo que para sus sentimientos era como indestructible y eterno, en realidad no era más que un estado efímero. Por si se olvidaba, Carlos se lo recordaba constantemente. Y aunque esto hacía crecer la intensidad de sus sentimientos, siempre quedaba una sombra de amargura y amenaza. La felicidad se mostraba en ella con todo su desvarío. La idea de dejar su actual vida luchaba en ella constantemente. Comprendía que Carlos fingía ignorarla, pero para Carmen siempre estaba presente como un obstáculo que le impidiera ser feliz. Una noche, por fin, habló de ello a Carlos; éste la escuchó en silencio. Cuando Carmen terminó de hablar, Carlos le dijo:
—No puedo engañarte más y tú tampoco puedes seguir engañándote a ti misma. Eres muy sencilla en el fondo y el amor despierta en ti algo que es muy natural. Quieres tener un marido, ser la madre de un hijo. Esto es lo natural en la especie humana. —Su voz ahora fue amarga—. Pero yo no puedo ser ese hombre. No seré de nadie así nunca. Estoy metido en un disparate; no otra cosa es mi vida y tú serías un lastre espantoso.
Carmen lloró y lo besó con más pasión que nunca. Lo extraordinario era que se sentía indignada por haber sentido aquello que sabía muy bien que era un deseo honrado y hermoso. «No le comprendo. Soy indigna de que me quiera. Le adoro y sin embargo no he sabido adivinar cuál es la verdad de su vida.» Esto era cierto, pues la muchacha seguía sin saber nada de Carlos. Lo único que ella percibía de una manera casi obsesiva era el irremediable término de la felicidad actual. Cuando estaba con él y sentía sus caricias y se sabía dichosa, inmediatamente surgía ante ella, como un espectro angustioso, la pregunta de que siquiera mañana había de verle. Pensó tomar alguna resolución, pero después de la conversación con Carlos comprendió que además de indigno sería inútil. De esa manera, el amor, además de la felicidad, le había traído un tormento constante.
Había transcurrido más de un mes desde que se conocieron cuando Carlos la presentó a uno de sus pocos amigos. Fue una noche, al subir por la calle de Alcalá, y el recién llegado aclaró de repente lo que hasta ese momento era un misterio para Carmen. Ésta se enteró de varias cosas. Carlos pertenecía a una conocida familia con la que había terminado por completo. Lo curioso era que él quería entrañablemente a sus padres. Había publicado, con muy buen éxito, dos libros de versos y después de esa publicación nadie había vuelto a leer nada suyo. Por lo que el amigo dijo, tenía una serie de novelas y obras de teatro inéditas; pero Carlos afirmó que todo lo escrito había sido quemado. También había dado fin a unas relaciones con una mujer, sin motivo alguno y siguiendo seguramente queriéndola mucho, Por último, había desaparecido por completo de todas sus amistades y entre la gente que le conocía unos lo creían fuera de Madrid y los que sabían algo de la vida que actualmente llevaba le consideraban como un verdadero loco. Esto fue lo que supo Carmen. El amigo se marchó y ella no se atrevió a hacer ninguna pregunta a Carlos, quien se despidió de ella hasta la noche siguiente. Pero no volvió a verlo nunca más.
Ahora, al recordarlo, la muchacha sintió un ligero escalofrío. Recordaba las noches pasadas en aquel mismo sitio donde había sido el primer encuentro. Alguna de ellas estuvo de espera horas y horas, hasta que entre la oscuridad de la noche se iba abriendo delicadamente la luz gris del amanecer, que parecía flotar lentamente en el aire de la calle. No podía comprender su actitud. Sabía que el motivo había sido el encuentro con aquel amigo, pero le parecía imposible que esto terminara con aquella felicidad, que ahora ya sólo era un recuerdo. Y entonces nació en la muchacha la necesidad de encontrar al amigo que había sido involuntariamente la causa de la desaparición de Carlos. Tardó mucho en encontrarle. Pasaron casi dos meses, en los que Carmen se pasaba el día entero andando al azar, buscando a una persona casi desconocida. Lo encontró una tarde por la calle de Fuencarral, con otros varios. La muchacha no tenía la seguridad de que fuese él. Empezó a seguirle, primero desde lejos, pero después se puso cerca de ellos y pudo oír lo que iban hablando. Le dio una alegría enorme. Lo que hablaban le recordaba a Carlos. No podía decirse por qué, pero ahora tenía la seguridad de que éste era aquel muchacho. Le examinó, y cuando lo estaba haciendo él la miró y la reconoció. A Carmen le pareció extraño que al reconocerla el muchacho se desconcertase. Dudó unos momentos y por fin dijo rápidamente una palabra a los otros que le acompañaban y se acercó a Carmen. Se saludaron y ella, ansiosamente, le preguntó por Carlos. El amigo hizo un gesto y le dijo que no lo había vuelto a ver desde la noche aquella. Carmen comprendió que le ocultaba alguna cosa.
—Dígame lo que sepa. No crea que no puedo soportar lo que sea.
El amigo la miró fijamente un instante y a continuación le dijo:
—Carlos se ha marchado de Madrid. Me dijo que para siempre. Estaba enamorado de usted, ese ha sido el motivo. No es fácil comprender nada de lo que él hace. Y supongo que para una mujer que le quiere, aún tiene que ser más difícil. —Calló un momento y luego continuó—: Se trata de ideas. Eso es lo más extraño en este tiempo. No de política. Él no cree en eso. No sé cómo explicárselo a usted. Carlos es un intelectual que no acepta la importancia que es ser eso. Quiso ser un hombre de acción, pero no podrá serlo nunca. Es demasiado sensible. Tiene sentimientos. Y además le falta creer en algo. Es un ser que de la debilidad ha sacado la fortaleza, de la única manera que eso puede hacerse. La palabra renunciar explica su vida toda. Si no hubiese sido español, no creo que lo hubiese logrado, pero en nuestra casta hay como una predisposición para ello. Lo malo es que eso, en nosotros, no lo da la impasibilidad, como en algunos países de Asia. Aquí es por orgullo, y el resultado nunca es la calma, sino una desesperación más tremenda, por silenciosa. Pero será así ya siempre. En él había un gran escritor y un gozador frenético. Necesita la vida como nadie y la cambia por el vacío de una idea. Es una locura, una verdadera locura y, sin embargo, yo le admiro y le envidio un poco por poder hacer eso. —Volvió a callarse y en seguida prosiguió—: Con usted había llegado hasta él la felicidad de nuevo. Y en las ideas de Carlos, ser feliz ahora es un pecado tremendo. Es un místico desesperado por no tener creencias. Está lleno de ternura, de entusiasmos y de ensueños y ha querido que su vida sea gris y fría como el acero. Usted para él era una traición a su propia conciencia. Ya le he dicho que ha querido ser un hombre de acción. Pero en él la acción no es más que un sueño. Pero no crea usted por ello que sea un loco. Por el contrario, es un hombre admirable. Quiere hacer una moral en esta época que carece de ella. Y la hace con su propia vida; eso es lo más extraño. Me dijo que nunca volvería a verla. Y siempre hace lo que dice.
Carmen se despidió del amigo y se marchó toda confusa. No había entendido bien lo que aquél le había dicho, porque es muy difícil que una mujer entienda lo que son ideas, y, sin embargo, por esa penetración especial que muchas de ellas tienen, sabía ahora que lo que le había hecho marcharse y que todo se acabara era exactamente lo primero que en él había sorprendido. Su descubrimiento de la nobleza viril. «Pero no es humano como una mujer entiende eso. Le admiro más que nunca, pero sé que eso mismo que admiro me hace desgraciada para siempre.» Desde aquella tarde, Carmen se dedicó a recordar todas las palabras que en las distintas noches Carlos le había dicho. Y ahora se daba cuenta de que no teniendo un significado concreto cuando por ella habían sido oídas, ahora que las volvía a traer el recuerdo, le llegaban como si de un arrebatado lenguaje de amor se tratara. Era muy extraño que, en cambio, el lenguaje galante prodigado tanto por los hombres le pareciera aburrido e insignificante.
Después de unos días de enorme sufrimiento, Carmen se sintió tranquila. Había pensado mucho en este tiempo, y como sucede después de la muerte de un ser muy querido, la propia grandiosidad de su desgracia la hacía sentirse serena. Aceptó lo que su inteligencia le hacía evidente, y después de esta aceptación sintió que de alguna manera seguía unida indestructiblemente con Carlos. «La vida será para mí una apariencia —pensó—, viviré lo que el tiempo vaya siendo, como algo que carece de sentido. Mi cuerpo y realidad seguirán en este mundo, pero habrá algo que quedará en mi interior, como muerto. Es la única manera que tengo de seguir desde lo que yo soy a lo que con su vida Carlos intenta.» Sin embargo, lo que fue decisión firme en ese momento, se quebró muchas veces. Había momentos en los que, sin saber por qué, necesitaba tener aquel hombre a su lado. Eran instantes de angustia en los que la muchacha lloraba desconsoladamente, como si fuera una criatura abandonada que siente al mismo tiempo la soledad y el miedo. En esto pensaba la muchacha mientras seguía bailando. Escarbaba en el recuerdo como algunas veces se hace en el dolor de una herida, y mientras oía confusamente la música dentro de la cual su cuerpo se deslizaba, sufría espantosamente.
Aguado ahora le habló. La muchacha no le oyó y entonces el hombre la miró. Se quedó desconcertado. En el rostro, como dormido, de la muchacha (Carmen seguía con los ojos cerrados) había un espantoso sufrimiento.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó con avidez.
Carmen abrió sus ojos, como asombrada.
—Nada —y su voz fue suave y débil, como lo es a veces la de los moribundos.
Ángel Aguado se detuvo en su rostro, como fascinado.
Nunca había visto tan silenciosamente reflejado el dolor. Presintió que esta chica tenía una fuerza poderosa que la sostenía en la desesperanza. Pero le resultó insoportable seguir en esta situación. El baile, la música que se oía, la animación de toda aquella gente que se divertía en el salón, le parecieron espantosamente lúgubres.
—Vamos a dejar de bailar —le dijo a Carmen, con voz nerviosa.
Y cuando estaban ya sentados, su cara se ensombreció y los ojos parecían los de una bestia agonizante. Carmen le observaba ahora. Sin dejar de pensar de alguna manera en Carlos, intentaba comprender a este hombre. Pero sólo duró esta atención un momento. De nuevo se entregó a sus sentimientos. Como quien recuerda a un muerto querido, ella evocaba todas sus horas felices. No sabía si reprochar o agradecer a Carlos lo que por él había sentido. Pero ahora recordó algo que él había dicho una noche. «La especie humana es ya demasiado vieja sobre la Tierra. Son muchos los siglos que van desde el primer hombre natural e inocente que recorría con asombro los bosques, hasta nosotros, encerrados en eso que se llama civilización. El hombre se ha hecho un ser decrépito y maligno, lleno de una maldita experiencia. Hoy todo se sabe y por eso en nada se puede creer. Ni creer ni sentir. Los verdaderos sentimientos han sido sustituidos por complejos y apetencias que no pasan por el corazón. En todos nosotros hay una multitud de sentimientos muertos antes de nacer, por un exceso de consciencia. El hombre actual se conoce demasiado poco a sí mismo y, en cambio, conoce con exceso a los demás. El materialismo no es tan sólo una ideología; es un estado de ánimo de la Humanidad. El amor, así, resulta imposible. Cuando la ilusión nos lo anuncia, ya prevemos su final. Tendríamos que volver todos a empezar; borrar experiencia y tiempo en el alma del hombre. Pero eso, como medida general, es un imposible. No queda más que el hombre que al luchar en ese sentido deshace conscientemente la tranquilidad de su vivir. Yo soy uno de los hombres que, en cierto sentido, lo intentan.» Carmen evocaba no sólo las palabras sino el tono de la voz y creía ver la boca de Carlos moviéndose al pronunciarlas. También sintió como un fulgor invisible la llamarada de sus ojos. Y ahora quiso llorar. Se sentía abandonada por todo lo que era la vida de aquel hombre. Nunca más tendría sus caricias ni sus pensamientos. Nunca más le oiría hablar ni sentiría su boca en la suya a través de la dulce ceguera del beso. «Ni verle siquiera. Sentirle respirar, para saber que existe. Pero él quiere eso. Él también sufre y me busca en el vacío del pensamiento.» La angustia y la calma se fundían ahora en su alma, extrañamente. Y el resultado era un dolor, pero dolor sereno. Dolor purificado y que se hace digno del espíritu del hombre. Se sentía fuerte otra vez en su silencio. Veía cómo su voluntad podía dominar de nuevo. Tan sólo como un pequeño latido ciego quedaba su desesperación y su terror, tan elementales como los que sentía a los cuatro años. Y por aquella pequeña ceguedad sentía que todas sus ilusiones, como por un agujero, desaparecían misteriosamente. «Es el corazón —pensó Carmen—; el corazón sintiendo, débil y enorme a la vez.» Y comprendió lo extraño que era que no se echase a llorar y, en cambio, sintiera cómo el dolor estiraba su cara silenciosamente.