MANOLO llegaba en este momento a la plaza de Antón Martín. El golfo había subido la cuesta de la calle de Atocha y al llegar aquí se detuvo. En la plaza había bastante gente. Todos los bares que en ella se encuentran estaban repletos de un público alegre y ruidoso. A la puerta de los bares estaban varias mujeres con grandes cestas. Eran las vendedoras de porras y voceaban con roncos gritos incesantes su mercancía:
—Hay porras. Porras, porritas. Porras. Hay porritas calientes.
—Tengo porras. Tengo porras calientes. Porras.
Manolo se acercó hasta ellas. La bazofia que había comido como cena era ya tan sólo un recuerdo en su estómago. Cogió uno de aquellos churros gigantescos y dio una peseta a la mujer que sostenía la cesta. No sólo los golfos como Manolo compraban para zampárselos aquellos churros compuestos de una masa de harina indigesta. Casi todos los que en Madrid trasnochaban, por obligación o por gusto, y que no disponían de mucho dinero, acudían a estas porras como remedio del hambre que se despertaba en ellos a estas horas. Las vendedoras de porras eran honradas vecinas de Vallecas y otros lugares extremos que venían a vender a estas horas de la noche para ganarse algunas pesetas. Éstas nunca eran demasiadas, pues tenían que vender un centenar de porras para llevarse a casa dos duros. La venta, como pasa con todas las callejeras, era muy desigual e incierta. Los sábados era el gran día para ellas. Había vecino de estos barrios que se gastaba en obsequiar a toda la familia ocho o diez pesetas. Pero el resto de los días, la venta iba lenta y tenían que estar hasta las cuatro o las cinco de la mañana para volver a la churrería a liquidar los dineros. Aunque pocas de ellas eran viejas, lo parecían, vestidas como iban con trajes negros, viejos y nada limpios, y el aire cansado y como envejecido que el mucho trabajar y poco dormir parecía ponerles. Pero no se crea que para estas mujeres el vender porras era un trabajo desagradable. Nada de eso. Charlaban, se reían, discutían, y alguna vez dos de ellas llegaban a las manos. Pero en general se las notaba desde lejos por sus risas estrepitosas y como inocentes y frescas. Veían el vicio a su alrededor (las busconas que merodeaban por aquellos lugares y los tipos solitarios que parecen estar esperando a alguien que nunca llega) y escuchaban los tratos que entre hombres y mujeres se hacían, porfiando y regateando como en mercado o feria, y ellas ni aprobaban ni condenaban lo que veían, atentas a su venta.
Manolo había terminado de comerse la porra que compró. Eructó satisfecho. En la esquina de la Magdalena había un grupo de gente rodeando a un tipo que cantaba flamenco. El golfo lo escuchó un momento.
—No canta nada —dijo una de las vendedoras de porras—. Es un patoso. Está dando la matraca desde hace una hora.
—Estos chicos de ahora —dijo un viejo que vendía tabaco y cerillas— no cantan ya ni el cante ni nada. Parecen cupletistas. Lo que era el cante de verdad, lo han amolado en los escenarios.
Una chica de unos doce o catorce años se había llegado hasta donde estaba Manolo. Éste no la había visto y la chiquilla le tiró de la chaqueta. Manolo se volvió sobresaltado, y al ver quién era se echó a reír con todas sus ganas.
—¡Peches, vaya manera de presentarse! Menudo susto me diste.
La chiquilla le miró con sus grandes ojos azules y se limitó a decirle:
—Hola.
Manolo seguía mirándola con una sonrisa, como quien contempla los movimientos de un ser inocente y extraño. Así consideraba a esta chica el golfo. La conocía desde cuatro años atrás y la veía crecer en la calle de una manera sorprendente. Desde la última vez que la viera, iba para dos meses, la chiquilla había crecido enormemente. Manolo lo pensó: «Cómo ha estirado; pronto va a ser tan alta como una mujer de éstas.» Y siguió mirando a la chiquilla. Ésta era rubia, con los rasgos de la cara muy finos y dos grandes ojos azules que miraban asombrados y risueños siempre. Era una chiquilla popular entre los golfos de la noche, que la llamaban indistintamente la Loca y la Inocente. Todos se sorprendían de su belleza casi angelical y las mujeres decían siempre que la veían que parecía una Virgen. Desde que su madre había muerto del tifus en el hospital, tres años antes, la Inocente andaba sola por el mundo. El padre estaba impedido y no hacía otra cosa que blasfemar y emborracharse. Parecía sentir aversión hacia su hija, y cuando la Inocente aparecía en algún lugar donde estaba su padre, este se marchaba en seguida, como podía, casi arrastrándose trabajosamente.
La chiquilla miraba como fascinada una de las cestas, que estaba llena de porras. Alguna vez quitaba los ojos de allí para mirar a Manolo. Éste la seguía mirando. Le hacía gracia la expresión de la chiquilla y cómo a la vista de aquello que para ella era tan apetitoso, se relamía con la lengua. La mirada de la chica se hacía por instantes más intensa. Sus bellos ojos azules parecían saltar de deseo y asombro. Empezaba a ponerse nerviosa y sin dejar de mirar se movía y hacía rápidos y pequeños gestos. Manolo había decidido convidarla, pero dejaba pasar el tiempo porque disfrutaba viendo ponerse así a la chiquilla. Recordaba que cuando él era tan pequeño como la chiquilla ésta, le había pasado lo mismo muchas veces, y el recordar sus ansias de entonces frente a un caramelo o una rosquilla le ponía ahora de buen humor y alegre. La Inocente hablaba por palabras sueltas y no siempre de fácil significado. Sus más claros medios de expresión eran las risas y las lágrimas. Reír y llorar era tan natural en ella como gorjear en un pájaro. Ahora casi se le saltaban las lágrimas de los ojos. No pudo contenerse más y sin dirigirse a nadie dijo ésta sola palabra repetida: «Quiero, quiero.» Y comenzó a llorar con desconsuelo. Esto lo hacía ella corrientemente; y según el humor y la índole de los que la oían, la Inocente se llevaba el alimento que tanto deseaba o sólo burlas y algún pescozón en la cabeza. El golfo la vio llorar durante algunos instantes, tranquilamente y, de pronto, sin decir nada, cogió una de las porras y se la metió en la boca. La Inocente cesó de llorar al punto. Sorbió varias veces con la nariz, haciendo pequeños ruidos, y empezó a masticar la pasta aquella. Manolo entregó a la vendedora otra peseta. El grupo que había estado oyendo al que cantaba flamenco se disolvió y el tipo dejó de cantar y se puso a charlar con una de las busconas que se ocultaban entre las sombras. La chiquilla, al terminar la porra, se acercó a Manolo, sonriente…
—Buena; estaba rica…
Y volvió a mirar hacia la cesta. Manolo se dio cuenta en seguida de que la chica tornaba a tener deseos.
—No —le dijo el golfo—, ya no hay más, y si te pones pesada te suelto un sopapo.
La Inocente nada dijo. Había entendido de sobra. Y se quedó como silenciosa y asombrada al lado del golfo. Uno de los haraganes que galgueaban por allí, la llamó a grandes voces:
—Loca, ven para acá, Loca.
La chica tuvo un primer impulso de hacerlo, pero en seguida se quedó como asustada y no lo hizo.
—Pega —dijo la chiquilla con voz medrosa—, ese chico siempre me pega.
Manolo llamó al chico, era más pequeño que él, y empleó un tono de superioridad condescendiente:
—Ven aquí, tú, chaval.
El chico miró a Manolo con recelo, tuvo un momento la idea de echar a correr, pero desistió y se fue acercando lentamente. Cuando estuvo a su lado, Manolo le dijo:
—Como vuelvas a pegar a esta chica, te rompo el alma.
El chico se amustió en silencio. Manolo tornó a hablarle:
—¿Por qué le estás pegando siempre? Venga, contesta.
La cara del chico tenía en la expresión una mezcla de ansiedad y cólera y miedo. Cuando empezó a hablar lo hizo vacilantemente.
—Le pego porque está loca. Otros chicos también lo hacen. Es una loca. No sabe hablar como la gente. Nadie entiende lo que dice muchas veces y entonces voy y le pego.
Manolo le escuchaba con calma. Comprendía muy bien lo que estaba diciendo el chiquillo. Él había tenido ideas así cuando era más pequeño.
—No tienes que pegarle por eso. Esta chica no está loca. Es un poco diferente a como somos nosotros, pero ella no tiene la culpa.
Pero el chico no estaba nada convencido.
—Sí que está loca —volvió a repetir—. Todos la llaman loca. Yo lo he oído muchas veces. A los locos y a los tontos se les puede pegar.
Manolo, ahora, se había enfadado de repente.
—Mira; no me cabrees, porque te zumbo un estacazo. Si la vuelves a tocar, te voy a dar más que a una estera.
El chico se quedó callado definitivamente. Dirigió una rápida mirada de odio a la Inocente, que había estado oyendo lo que se hablaba, con su sonrisa de siempre, y casi con las lágrimas en los ojos se marchó calle de Atocha adelante. Las vendedoras dieron la razón a Manolo.
—Pegar a una criatura como ésta es un crimen —dijo una de ellas—. ¿Verdad, Inocente, que eres buena?
La chiquilla dejó de sonreír y miró con admiración a la mujer que la hablaba.
—No sé —dijo—; yo no sé si soy buena.
Las mujeres y Manolo se reían oyendo a la chiquilla. Otra de las mujeres dijo entonces:
—Si no lo sabes, es que eres mala.
La Inocente estaba ahora muy nerviosa. Casi llorando, respondió muy de prisa:
—No. Yo no sé si soy mala. De verdad que no lo sé.
—Pues algo tienes que ser; o buena o mala —dijo otra de las vendedoras de porras.
La Inocente intentaba decidir sin conseguirlo. Estuvo en silencio algún tiempo y por fin contestó:
—No sé… no lo sabré nunca… Mi madre decía que yo era como un pajarito… Siempre… ella… decía eso… pero ella muerta… ya no la veo nunca y mi padre no me quiere… no… no… y me llama estropajo y loca y pellejo.
—El padre es un animal. Un tío de mala peche.
—Esta chica es muy rara —comentó un hombre que ahora llegaba. Traía un saco lleno de papeles. Se dedicaba durante la noche a recogerlos. La mayoría eran anuncios de cines y teatros, que él arrancaba de las vallas donde estaban puestos. Venía a comprar una porra, y al oír la conversación, metió baza en el asunto, como decían ellos.
—Digo que es muy rara porque yo lo he visto con mis propios ojos.
—Es un poco tonta, eso es todo —le dijo Manolo. Pero el hombre no parecía estar de acuerdo.
—He dicho que esta chica es muy rara y yo siempre digo las cosas por algo.
—Usted dice eso ahora porque muchas veces cuando habla dice cosas que no se le entienden, ¿no es eso? —volvió a decir Manolo.
—No es por lo que parla —le contestó el hombre—. Cualquiera dice cosas así en algún momento. Yo mismo, cuando estoy borracho, digo cosas que no hay tío que las entienda. Pero es muy rara, ya lo he dicho antes.
Las mujeres sentían curiosidad por saber lo que al hombre le hacía decir eso. La que le había entregado la porra le miraba interrogativamente. Cuando terminó de comérsela, empezó a hablar.
—Lo que voy a contaros lo vi yo este invierno. Era una noche de noviembre o diciembre, no me acuerdo bien de eso. Una noche que llovía a cántaros y soplaba un viento del infierno. No había luna y el cielo estaba todo negro. Yo me había puesto como una sopa. Me había pillado la lluvia, que había comenzado una media hora antes, por los descampados que hay más allá de Vallecas. No se veía ni gota, y como el terreno allí es desigual, tenía que ir casi a tientas y muy despacio. Al principio quise correr, pero me metí en un hoyo y casi me mato. Tenía que ir, ya os digo, como el que va pisando huevos, con cuidado para no meterme en los charcos. Yo estaba desesperado, por estar mojándome así y no poder correr para evitarlo. Os digo que eso pone la sangre negra a cualquiera. Según iba caminando de esa manera me pareció oír la voz de alguien por allí cerca. Sin dejar de andar me fijé más, y entonces oí que el que fuera, cantaba o rezaba o alguna cosa así, y lo estaba haciendo, pero muy bajo. Di una voz y nadie me contestó. Escuché de nuevo y me pareció que ahora no se oía ya nada, pero cuando me estaba yo diciendo a mí mismo eso, la voz se volvió a oír de nuevo. Al fijarme ahora creí oír como unas risitas muy pequeñas, que no parecían siquiera que de verdad lo fueran. Tenía las suelas de las botas llenas de ese barro espeso que se forma en la tierra. Me pesaba el barro en los pies y me paré un momento para quitarlo. Entonces es cuando me di cuenta de que esa chica estaba a mi lado. Es decir, miento, porque yo no sabía que era ella. Había algo muy cerca de mí, pero yo, al pronto, creí que sería un perro. Cuando empezó a cantar supe que era una persona. Porque mientras llovía a cántaros, allí en la obscuridad, entre el barro y el sonido del viento, alguien se había puesto a cantar. Y yo le juro a cualquiera que lo que cantaba no lo puede cantar nadie que sea de carne y hueso. No eran palabras ni nada que se le parezca, sino como cuando se oye a un pájaro a lo lejos. A tientas la palpé y de repente supe que era esta chica.
El hombre cesó de hablar por un momento; pareció regustarse en la atención con que le escuchaban Manolo y las mujeres y prosiguió de nuevo:
—He dicho que la palpé a tientas. Y así fue, en efecto, pero yo pensé que no lo había hecho, porque la chica me había parecido que estaba completamente seca. Entonces la volví a tocar y me quedé como de piedra. La lluvia no caía en las ropas y en el cuerpo de ella. Estuve tocándola una y otra vez y cada vez me parecía más imposible aquello. Medio loco, puse los dos brazos en alto y se me mojaron como si alguien echara el agua de un cántaro por ellos. No podía dudar que llovía a cántaros y sabía que la chica estaba seca mientras seguía allí cantando. Os digo que me dio un miedo espantoso. Eché a correr y me caí por un desnivel y allí estuve sin poder levantarme, como si fuese un trapo. Cuando por fin me levanté no se oía a nadie y empezó a ceder la fuerza de la lluvia. Me sentí más sereno y pude llegar hasta Vallecas. Ahora dime tú si no tengo razón cuando digo que es algo como un misterio la chica ésta.
Fue Manolo el primero que acertó a contestarle. Mientras el hombre hablaba el golfo le había estado escuchando en silencio.
—Yo no digo que no sea verdad eso que cuenta. Pero sé que no puede ser así, tiene que haber además alguna otra cosa.
—No hay nada más. Te digo que la verdad es eso. La chica no se mojaba con la lluvia, como si no cayera también encima de ella.
—Eso no puede ser —dijo ahora Manolo—. No puede ser que la lluvia no cayese donde estaba la Inocente.
Una de las vendedoras de porras intervino:
—Yo no dudo que sea verdad lo que has contado, pero te conozco bien y sé que estarías con cuatro copas. ¿A que venías de beber en alguna taberna?
El hombre miró con recelo a la mujer antes de contestar.
—Había estado bebiendo unos momentos antes. No tengo por qué negarlo. Era un día frío de esos del invierno y había estado todo el tiempo bebiendo. Luego pensé que si me había caído tanto, no había sido tan sólo por el terreno, porque yo conozco bien aquellos lugares y en verdad que no hay tantos desniveles como a mí aquella noche me parecieron. Estaba con unas copas de aguardiente y con todo el vino que cabe en el cuerpo de un hombre, pero ya os digo que puedo jurar que esta chica estaba en medio de la lluvia sin mojarse, completamente seca.
Todos los que le oían sabían ahora que había sido una alucinación de borracho, que lo bebido le había hecho ver visiones; pero, a pesar de ello, miraron con temor y admiración a la Inocente. Ésta había estado oyendo todo lo que se había estado diciendo sobre ella, con los azules ojos muy abiertos, como el que escucha algo muy extraño lleno de fantasía y misterio. El hombre tornó a hablar en este momento.
—Me parece que no me habéis creído. Ahora vais a pensar que estaba borracho, y yo no niego que lo estuviera, pero yo vi eso. Lo vi con estos ojos que se tiene que comer la tierra. Y desde entonces no me gusta estar mucho tiempo donde está esta chica.
Y el hombre cogió el saco que desbordaba ya de papeles viejos y se marchó sin añadir palabra. Manolo y las mujeres se miraron y sin hacer comentario alguno se pusieron a reír alegremente. La Inocente, al ver cómo reían todos los que allí estaban, empezó a reírse, como si de pronto se hubiera puesto muy contenta.
Las mujeres, ahora, se reían de ver cómo lo hacía la Inocente.
—Estos seres así son más felices que los demás, si se miran bien las cosas. Ni sienten ni padecen. Van por el mundo como una golondrina vuela por los aires, como un capricho, sin pies ni cabeza. Sobre todo en tiempos como estos de hambre y guerras, es una suerte tener la cabeza a pájaros, como la tiene la chiquilla esta.
Era una de las vendedoras de porras la que había hablado. Manolo, ahora, pensaba en lo que esta mujer había dicho. Recordaba las palabras y al mismo tiempo la miraba y le pareció que, viéndola, se comprendía lo que la mujer decía sin necesidad de pensar en ello siquiera. Aquellas palabras las había dicho riendo, pero en esa risa se sentía un fondo de impasibilidad seca y violenta. Era como una mezcla de orgullo y resignación, de desesperanza que ya ni se siente porque se considera inútil. Era una mujer de unos treinta años, alta y con esa belleza que tan sólo puede tener una mujer morena. La piel oscura tenía una extraña sensualidad sobre el fondo de la ropa negra. Y el cuerpo, prieto y poderoso de carnes, cobraba como una solemnidad dentro de la humildad y casi miseria de la vestimenta. Sin nada que la adornara e incluso que la cubriera del todo (llevaba las piernas al aire, los pies con alpargatas y las pantorrillas sin medias), esta mujer mostraba como natural y angustiada su hermosura de hembra. El golfo, en este momento, recordó algo visto por él una noche, mucho tiempo atrás (no recordaba si ocho o diez meses). Era en este mismo lugar en el que ahora se encontraba, pero más tarde, lo menos las tres de la mañana. Las demás vendedoras de porras se habían retirado ya y estaba sola la mujer esta. Dos viejas que vendían tabaco de estraperlo vieron venir hacia ellas a un municipal y se fueron silenciosas. Manolo estaba con otro chico preparando «un negocio». La mujer gritaba con voz fresca ofreciendo sus porras. Algunos de los que pasaban presurosos se paraban un instante, compraban uno de aquellos churros y seguían su camino rápidamente. Un hombre que había estado andando por allí, se fue acercando a la vendedora. Era un tipo muy bien vestido y a Manolo le pareció que era ese hombre que gusta a las mujeres sin remedio. El hombre miraba a la vendedora sin quitar los ojos de ella un solo instante. Ésta seguía casi inmóvil y de vez en cuando voceaba sus porras. El tipo, por fin, se acercó a la mujer y se puso a decirle algo en voz muy baja. La mujer le escuchaba y el tipo se acercó aún más a ella. Era un hombre muy alto y bien plantado y según hablaba parecía dominarla. Manolo vio que los ojos de la mujer brillaron y que hubo como un estremecimiento en toda ella. Pero esto sólo duró un momento. La vendedora dijo algo al hombre y se separó bruscamente de su lado. El hombre esperó y pareció que pensaba o algo así, y volvió a colocarse otra vez donde la mujer estaba ahora. Tornó a hablar con ella, y la vendedora le miró a la cara como si se enfrentara con él, hablando al mismo tiempo que le miraba. El hombre sonrió con desgana, escupió despreciativamente y se marchó sin añadir palabra. Manolo contempló a la mujer en este instante. Le seguían brillando los ojos y el redondo pecho respiraba con violencia. Los ojos de la vendedora siguieron mirando al hombre mientras éste se iba alejando. Y de pronto dejó de hacerlo y se quedó allí silenciosa y ensimismada. El golfo no podía saber lo que esta mujer ahora estaba pensando. La veía con la cesta en el brazo, hermosa y bien plantada, esperando que alguien llegara y le comprase lo que voceaba; y Manolo siguió hablando con el otro golfo del asunto que preparaban. A poco llegó el marido de la mujer aquella. Traía un chicuelo de unos ocho o diez años de la mano. Padre e hijo venían andando despacio, con aire de aburrimiento y cansancio. El marido era un hombrecillo bajo, de fea cara en la que resaltaba una pelambre de muchos días. Era muy moreno, como renegrido de color, y vestía unos pantalones de mahón y una viejísima chaqueta de pana. La mujer les miró con indiferencia y siguió voceando las porras. El tipo que antes rondó a la mujer había vuelto ahora. Se colocó bastante alejado y la miraba cauteloso, desde donde se encontraba. La vendedora, al verlo, se acercó al marido hasta tocar su cuerpo con el suyo. El hombrecillo ni se dio cuenta de lo que su mujer había hecho. La miró un instante y siguieron así juntos. Manolo no comprendía bien todo lo que había visto, pero le pareció que había allí una fuerza parecida a la que hacía a él mismo sentirse tranquilo cuando no lograba todas las cosas que deseaba constantemente. Y entonces supo que la vendedora había triunfado por fin de lo que le había propuesto el hombre que la miraba desde lejos. Su fuerza estaba en el hombrecillo aquel que estaba a su lado como aburrido, sin hablarle siquiera, y en aquel chiquillo que estaba sentado en el suelo, jugando con unas monedas. Y a Manolo le pareció extraño ver cómo la mujer se acercaba a este hombre feo y más bajo que ella y recordó que antes había estado el otro hombre allí mismo, como dominándola. El otro golfo le dijo a Manolo que ya era tiempo de que caminasen y ambos lo hicieron para dirigirse hacia el centro. Al marcharse vio como allí seguía la vendedora, ahora sin dar una voz siquiera y el hombrecillo a su lado, silencioso y como aburrido, mientras el chiquillo, a los pies de ambos, continuaba jugando.
La Inocente miró a Manolo y sin decir una palabra se marchó de su lado. El golfo nada le dijo, vio como la chica echó a andar y luego quitó la vista de ella y se puso a liar un cigarro. Volvió a mirar a la vendedora de porras, pero ahora lo hizo rápidamente y con indiferencia, como si hubiera olvidado todo lo que había estado pensando sobre ella.
Dos golfos se llegaron hasta donde Manolo estaba. Éste se alegró al verlos. «Hola, fenómeno», le dijo uno de los recién llegados. Los dos eran mayores que Manolo, aunque no le debían de llevar muchos años. Ambos parecían de una misma edad, pero muy diferentes y aun contrarios. El uno, alto y todo enflaquecido, formaba contraste con el otro, rechoncho, gordo y bajo. Les llamaban los Ángeles porque los dos tenían ese nombre, pero más de uno de los que tenían tratos con ellos es seguro que podrían con toda razón llamarlos los diablos. Porque los dos tenían viveza y una como astucia que a muchos les parece inocencia y que empleaban constantemente para sus engaños. Estaban como en la aristocracia de la golfería, y a no ser porque, como ellos mismos decían, «la Policía los tenía tañados», y visitaban con frecuencia la Comisaría y la misma cárcel, no hubiese gente de mejor vivir entre los golfos de la calle. Las vendedoras, al verlos, los miraron con admiración y aprensión al mismo tiempo, pues no era difícil que tras ellos llegase alguno de la secreta que necesitara hacerles algunas preguntas. Manolo los saludó alegremente. No solía verlos más que de tiempo en tiempo, porque ladrón él sólo lo era excepcionalmente y cada día menos, no por temor, sino más bien por orgullo y pereza, pero eso no impedía que los admirara. Los Ángeles le invitaron a tomar una copa. Echaron los ojos al bar en cuya puerta estaban, pero el más alto de los dos dijo sin mover los labios:
—Vamos a otra parte. Está un tipo que no me gusta nada.
Y cruzaron la plaza para buscar los bares del otro lado. Manolo les vio mirar rápidamente, de tal manera que nadie podría darse cuenta de ello, y ambos a la vez empujaron a Manolo hacia dentro.
—Éste está bien.
En el bar había bastante gente. Los Ángeles vieron una mesa que estaba desocupada en uno de los rincones del café y hacia ella dirigieron sus pasos.
—Bueno, Manolo —le dijo el alto y flaco—. ¿Cuándo vas a empezar a trabajar como un hombre? Todo lo que ahora haces es perder el tiempo. Andar a buscar taxis y cosas de esas y a lo que dan los señoritos borrachos es no tener en la vida cien pesetas. A otro golfo yo no le diría eso. Hay el que nace para pedir y amolarse. Pero tú, si quieres, puedes levantar cabeza.
Manolo nada dijo. Mojaba los labios, en esos momentos, con un coñac infame que el camarero les acababa de servir. Le dio gusto la fuerza como caliente de la bebida. El otro de los Ángeles se puso a hablarle:
—Un chico como tú era lo pintado para nosotros.
Y dirigiéndose al otro, como si se hubiese olvidado de la presencia de Manolo, prosiguió rápidamente:
—Con este chico, lo de hoy no hubiese fallado. Te lo digo yo, que nunca marro. Si está Manolo en la posada el tío aquel de pueblo no nos hubiera echado mano. Era un grullo y nada más que eso. Ya viste cómo se perdió cuando salió corriendo tras de nosotros. Seguro que era la primera vez que había salido de su pueblo. Se quedó parado, yo le vi desde el portal, y estaba como asustado y desconcertado porque seguro que desconfiaba de encontrar el camino de la posada para poder volver a ella.
—Algo hay de eso —dijo otra vez el flaco—, pero con estos paletos no se puede nunca saber cómo van a salir las cosas. No los conoce ni su madre. Y nosotros creemos que son tontos, porque no saben casi hablar, y no saben hacer otra cosa ante lo que ven de Madrid que abrir la boca y admirarse. Pero son unos zorros tremendos que siempre están con la mosca tras la oreja.
Manolo escuchaba lo que los Ángeles iban contando. Tiró la colilla del cigarrillo que había liado antes y, preguntó al gordo:
—¿Qué peches os ha pasado con el tío ese de que estáis hablando?
El gordo tomó tiempo para contestar y lo hizo con calma:
—Pudo ser un asunto bonito. De esos que salen sobre la marcha. Bajábamos éste y yo por la calle de Toledo y nos dio la gana de acercarnos al café de San Isidro. Como tú sabes bien, es lugar para buenos conocimientos. Muchos de los que vienen de los pueblos y que no se atreven a llegarse hasta la Puerta del Sol se quedan en el San Isidro, que está cercano a las posadas que suelen servir de alojamiento a todos esos rústicos. No creas, aparte del oficio, me gusta verlos como vienen endomingados y tan pinchos viéndolo todo y teniendo sorpresa tras sorpresa con cosas que nosotros, de cansados, ya ni vemos. Como te digo, cruzamos la calle por atisbar cómo estaba de personal el café en ese instante. Cuando nos acercábamos, éste me dio con el codo y yo reparé en seguida adonde apuntaba la seña. Parado en la puerta estaba un mozón de esos del campo, grande y bien puesto. Vestía, como lo hacen aún algunos de los pueblos, con traje de pana, pero limpio y nuevo. Una prenda que en el día de hoy cuesta su dinero. Parecía de nuestra edad, quiero decir aún joven, y no parecía demasiado despierto. Miraba a los fondos del café sin dar paso atrás ni adelante, mirando con curiosidad y respeto a los que entraban y salían. Ya conoces esos tipos que toman por señoronas a las viejas prostitutas. Éste y yo nos miramos sin decir palabra, pues el caso no lo requería. Estaba claro como el agua. Entramos en el café y nos sentamos en una de las mesas cercanas a la puerta. Total, si fallaba eran tres pesetas de los cafés con leche. Y tomamos café sin perder de vista al tipo ése. Estuvo aún de mirón durante un buen rato, pero al fin se decidió y entró. Tú ya sabes lo que se hace; le miramos y el hombre, sin darse de ello cuenta, como pasa siempre, se sentó en la mesa frontera a la nuestra. Chico, yo no sé por qué será eso, pero si miras a un tipo así, que no sabe adónde va, se viene cerca de ti, como un cordero. El tipo se sentó, como te he dicho, y éste y yo empezamos a preparar las cosas. Empezamos a hablar en voz baja, mirando hacia los lados. Bueno, tú ya sabes cómo se hace cuando se le quiere echar un poquito de teatro y de misterio. El hombre de pueblo aguzó la oreja y éste y yo seguimos hablando como si no estuviésemos advertidos de ello. Estuvimos hablando de estraperlos y éste me decía que él tenía un señor que compraba todo lo que se le llevara si era cosas de alimento. Salieron muchas cosas en la conversación; que si garbanzos, que si jamones y chorizos, que si huevos. Cuando nos percatamos de que el paleto no perdía ya palabra, éste hizo la pamema de no tener fuego.
Habíamos liado ambos los cigarros y éste se buscó las cerillas, haciéndome un gesto. Yo también hice la pamema y entonces el hombre nos ofreció su mechero. Era uno de esos de mecha larga que son superiores para el viento. Nos servimos de él y aquí éste le hizo aceptar un cigarrillo; el paleto no quería y hubo palabras y cumplimientos. Le invitamos a nuestra mesa y ya te puedes suponer el resto. Salimos del café como amigos de toda la vida. Yo le di buenos consejos; le advertí tener cuidado con las gachís que le llevan a uno al médico y le puse en guardia contra muchos sinvergüenzas que en Madrid hay.
Al decir esto, el gordo se echó a reír y Manolo y el otro Ángel lo hicieron igualmente.
—Bueno, para no ser pesado, que el hombre nos pidió que le acompañásemos a la posada donde se aposentaba, para que viésemos unas cosas que para vender él había traído. Fuimos con él, y entramos en la posada, que es una de las que hay en la calle de la Cava Baja. Cruzamos el portal, entre carros y acémilas que allí bullían. Ya conocemos cómo es eso. Los hombres gritando, que parece que si no es a voces no pueden entenderse; un mulo que aquí golpea con los cascos en las losas mientras otro, unos metros más allá, se espanta y se encabrita, y paletos que tratan entre ellos o que con buen apetito comen del jamón o del queso que traen como ayuda y reserva. Echamos el ojo por ver si nuestro paleto tenía entre los que en el patio estaban amigos o conocidos, pero a ninguno saludó. Se lo hicimos observar con extrañeza y él nos respondió que había venido con otro de su pueblo que hacía muy frecuentemente la venida a Madrid, y que ése, su vecino, había salido para enterarse de domicilios y precios para vender lo que traían. Yo le pregunté que cómo no lo había acompañado y él nos contestó que el otro no se lo había dicho. Y en el tono vimos que tenía desconfianza de su compañero. Subimos la escalera de madera que comunica el patio con los corredores de arriba y ya allí el tipo entró en una habitación casi a oscuras, llena de sacos. Las camas no parecían malas y el hombre sacó del fondo de una de ellas, pues había dos en la habitación aquella, un saco grande que como luego vimos, pues el hombre lo abrió rápidamente, traía muchos kilos de embutidos, más de media docena del queso que dicen manchego y dos enormes panes blancos. El hombre se afanaba en sacar lo que el saco contenía, preguntando lo que cada cosa podría valer, cuando le vi el bulto de la cartera, como si se la palpase con la mano. Agachado como se encontraba se le marcaba claramente. Le hice señal a éste y mientras le daba precios de todas aquellas cosas, yo jugué los dedos y limpiamente se la saqué del bolsillo. El hombre se enderezó y yo no veía pasar el tiempo de ganas que tenía de verme en la calle. Éste dijo con voz segura que todo lo que traía lo tenía vendido y que antes de una hora estaría con el dinero para recogerlo. Yo eché a andar y sin contratiempo salíamos ya de la posada cuando el tipo se palpó el sitio donde antes estaba la cartera. Se tiró a mí como un demonio, y aunque el gordo se puso delante, de nada me sirvió, que tenía garras como un oso. Mientras me acogotaba, mal que bien saqué con una mano la cartera y se la tiré a éste. La cogió en el aire, pero en el aire estaba también el tipo y de un manotazo la abatió en el suelo. De tontos hubiera sido hacer cosa distinta de lo que hicimos y que ya te lo puedes suponer; salir corriendo y dejar tiradas más de doscientas pesetas. Que aunque pequeños, la tenía repleta de billetes. Y el tipo salió hasta la calle y con él un tropel de gente. Pero la cartera estaba en sus manos y en mi cuerpo un buen estacazo. El tipo volvió a entrar y éste y yo seguimos camino a toda mecha. Que en el poco tiempo que estuve en sus garras pude ver de sobras lo bruto que era.
El Ángel se había callado de repente. Manolo lo miró con sorpresa y le vio que palidecía intensamente. Al dirigir la vista al otro Ángel, le sintió temblando. Los dos, el gordo y el flaco, parecían una sola pieza fundidos en un mismo terror y sobresalto. Los ojos se les volvían cobardes por momentos y la cara se alargaba de una manera grotesca mientras el cuerpo se arrugaba como en un desmayo. El golfo, sin mirar, había adivinado. Se volvió y vio dos tipos que entre otros muchos que en el mostrador estaban se destacaban por su corpulencia y aire de ser gente del campo. Miraban con desconfianza a los que cerca de ellos estaban y llevaban dos enormes cachiporras en el brazo. Los garrotes aquellos se balanceaban lentamente en el aire y a Manolo le dieron la impresión en este momento de algo siniestro y bárbaro. El miedo le hizo volver la vista y se encontró con la pareja de los Ángeles que no movían ni un dedo de la mano. El terror los inmovilizaba como piedra y según transcurrían los minutos se sobrecogían más y más, como si su única salvación consistiera en llegar a una inmovilidad de mármol. Ninguno de los tres hablaba, con un silencio amedrentado de animal que presiente los palos. Pero de repente se hizo una transformación en los Ángeles. Respiraron con fuerza, movieron el cuerpo y se echaron a reír con una risa violenta y salvaje. Manolo también se rió, aunque comprendía que no existía ningún motivo para hacerlo. Pero era el escape al miedo espantoso que habían pasado.
—¡Vaya trago! —dijo el gordo—. Por un instante veía que el tío nos descubría y nos molía a palos.
—Era el garrote ese —ahora hablaba el flaco—, la cachiporra que se meneaba en el aire. No podía dejar de mirarla, de miedo que me daba y cada vez me parecía más grande.
Manolo, ahora, se rió alegremente. No se acordaba del susto por él también pasado y en su memoria tan sólo estaba la imagen de los dos Ángeles como muertos de espanto.
—Tened cuidado con el tío ese. Se ve que os quiere topar, y como lo haga, con el garrote os revienta a palos.
A los Ángeles les había vuelto parte del miedo.
—Nos vamos —dijo uno de ellos—. Cuando las cosas se ponen de malas hay que buscar otros barrios.
Y después de pagar al camarero salieron los tres a la calle. Ya en ella, los Ángeles, con paso ligero, tomaron por la calle de la Magdalena como protegida por las sombras. Manolo empezó a pensar en Amalia la Pelos. Y le entró la gana de verla, mientras recordaba claramente el miedo que en el café había pasado.