CUANDO DURÁN se marchó por fin, Carmen se llevó una sorpresa. Hasta ese instante había visto a Ángel Aguado tranquilo y feliz con aquel hombre que reía y hablaba incansablemente. Ni por un momento la cara de Aguado había expresado impaciencia ni cansancio, pero ahora, al quedarse de nuevo los dos solos, Aguado estalló en una crisis nerviosa. Se quedó instantáneamente pálido, y su cara blanca y fofa se movió como si algo la agitara por dentro.
—Es espantoso este Durán. Absolutamente espantoso. Si llega a estar más tiempo creo que me hubiera vuelto loco. ¿Has visto cómo se ríe y cómo habla continuamente? Yo soy hombre, pero no puedo comprender a mis semejantes. Esa satisfacción insolente y estúpida. —Pero ahora se deprimió de repente—. Aunque quizá no tenga yo razón. ¿Por qué la verdadera expresión de la vida no puede ser esa? —Se calló un momento y luego prosiguió—: Con seguridad que la vida debe ser expresada como este hombre lo hace. Por una exuberancia completamente irracional, como el que tira algo que le sobra.
Carmen estaba muda de la sorpresa. Había estado observando a Ángel todo el tiempo que Durán estuvo con ellos y tenía la seguridad de que no había sentido nada de lo que en este instante estaba diciendo. Le había visto feliz y seguro en el papel de hombre con mucho dinero y ahora manifestaba una angustia que era completamente imposible que hubiese estado en sus adentros. La chica no creía ni podía creerlo, pero la actitud de Aguado era evidente. Estaba muy nervioso, lleno de una oscura inquietud irritable e impaciente.
—Vámonos. No podría seguir en este sitio. Me parece que aún estoy oyendo a ese estúpido.
Y llamó al camarero para pagar la cuenta. Carmen se preparó para salir del local. Dirigió una última mirada al muchacho que estaba en la barra bebiendo. Éste le contaba algo a uno de los que estaban en el mostrador y se oyeron unas risas. Ángel Aguado miró también hacia donde estaba el chico. A Carmen le pareció que era con envidia cómo lo había mirado.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó la muchacha, cuando estaban ya saliendo.
Aguado no le contestó, al pronto. Carmen pensó muy rápidamente: «Ahora tiene un vacío dentro de sí. Seguro que no tiene ni idea de adonde quiere ir. Yo creo que ni sabe en qué lugar se encuentra.» Pero Ángel le contestaba en este instante, con mucha calma:
—Vamos a bailar. Es lo que hacemos a estas horas siempre.
A la chica, esta contestación la llenó de extrañeza. Le pareció ver en las palabras que el hombre había dicho como la fuerza inerte del hábito que se abría paso en la confusión contradictoria que Ángel Aguado era. «Es un burgués. Un burgués que se desespera de serlo.» Carmen comprendía que había una relación entre la contestación y su actitud mientras Durán estuvo presente. Pero ahora la chica dejó de pensar. La vista de la calle parecía borrar de ella todo lo que había observado y pensado mientras habían estado dentro. Ya ambos en el coche, éste arrancó suavemente. Mientras subían en él por la Gran Vía, se cruzaron con infinidad de automóviles que bajaban rápidamente. Las aceras también estaban como invadidas de gente. La calle negreaba de personas por los dos lados. Era la salida de los espectáculos, y todos aquellos que habían asistido a las funciones de cines y teatros, apresuraban el paso en dirección a las estaciones del metro y las paradas del tranvía. Era la gente de la burguesía que mañana tenía que madrugar relativamente y que buscaban ya la cama, necesitados de descanso. Se divertían con método y como sometidos a un horario, que, como ellos mismos decían, consistía en estar hasta una hora «decente» en la calle, haciendo así una relativa vida de noche hasta que llegara el sábado. Ese día, los infinitos hombres que tenían que madrugar diariamente se tomaban el desquite, ya que al día siguiente se podía estar en la cama hasta la misa de doce. Desquite que era cosa decente, desde luego, pues en los más de los casos consistía en irse a cenar de tasca, varios matrimonios amigos y en ella beber y comer grandes cantidades entre risas estruendosas y grandes voces. Se hablaba de cosas que se creían chuscas y divertidas, se contaban chistes subidos de color, porque todas las mujeres que allí estaban eran señoras casadas y, por fin, unas veces se iban a bailar y otras simplemente a tomar café a cualquier parte, congestionados y casi cansados y aburridos. Las mujeres que trabajaban menos eran las que solían mantener la animación hasta el momento de acostarse. Pero hoy era un día de trabajo y la gente buscaba apresuradamente el tranvía o el metro para estar en casa lo antes posible.
Mientras el coche seguía subiendo, la chica recordó que en este momento saldrían también del cine sus padres, y se volvió a acordar de la película que ellos ahora mismo habrían visto. Por un instante evocó de nuevo a la protagonista, pero dejó de pensar en esto, como el que se aparta de un sitio de repente. Carmen miraba en este momento la gente que cruzaba por la calle, y su mirada estaba llena de inocencia, como lo puede estar la de alguien que está viendo algo que a la vez es incomprensible y evidente. Ángel le habló en este momento:
—Oye, aquel hombre, ya sabes a quién me refiero, ¿ya no tiene que ver contigo?
Para la chica, la pregunta resultó sorprendente, dolorosa. Ahora precisamente se daba cuenta de que todo lo que había estado haciendo no era otra cosa que un esfuerzo para no pensar en ese hombre que Aguado traía en su pregunta. En silencio examinó las palabras que constituían la frase que Ángel había empleado… «ver contigo». Pero de pronto le pareció indiferente cómo pudiera Aguado u otra persona cualquiera referirse a ello. Así que le contestó con su voz suave y lenta:
—No. Es una cosa terminada para siempre.
Aguado nada dijo ya. Paró el coche y entonces se dirigió de nuevo a Carmen, pero con un tono de voz completamente diferente.
—Podemos ver cómo está esto de gente.
La muchacha salió del coche, sin contestarle. El local donde estaba entrando en este instante era una de las salas de baile de la Gran Vía. Cruzaron rápidos el ostentoso hall de la entrada y toda la acumulación de luz y mármoles y oros fingidos que la empresa había instalado para dar, a quien allí entraba, la bienvenida. La sala estaba llena de gente. El maître, nada más verlos, con agilidad casi felina, los condujo hasta una mesa. Mientras Ángel pedía nuevo alcohol que beber, la chica miró hacia la pista. Ésta estaba llena de parejas que bailaban conducidas por la voz caliente de un negro que cantaba una samba. Música y bailarines parecían fundirse perezosamente. Los movimientos de los cuerpos se enlazaron de alguna manera con la cálida voz del negro, que cantaba con una lentitud que parecía creciente y con el total sonar de los instrumentos. Una muchacha que bailaba con un oficial de Aviación le sonrió, un hombre a quien conocía de vista la miró rápidamente, como si alguien hubiera cortado de repente la dirección de sus ojos; otro, ahora enfrente de ella, la miraba largamente, con deseo. Todo se desarrollaba bajo la voz del negro que sonreía incesantemente, al cantar, con la blancura de sus grandes dientes. «Así es siempre», pensó ella. Aguado la estaba observando en silencio. Por fin, le dijo:
—¿Te acuerdas de lo que te estaba contando?
Pero en este instante un amigo le saludó desde lejos. Aguado cesó de hablar y se puso a beber tranquilamente. La música había cesado y la sala se llenó de diálogos, andares y pequeñas voces.
—¿Y lo tuyo con ese hombre, fue hace ya mucho tiempo?
Carmen bebió antes de contestar a la pregunta que le acababa de hacer Ángel Aguado.
—No —respondió—, no ha pasado más que año y medio.
Aguado nada dijo. La orquesta estaba tocando de nuevo. Después de algunos acordes volvió a oírse la voz del negro.
—Ni dos años siquiera —prosiguió Aguado, en un tono de voz muy bajo—. ¿Y aún le quieres?
Carmen le contestó con firmeza:
—Si es querer eso, creo que lo querré siempre.
Aguado encendió un cigarrillo y se puso a fumar en silencio. Carmen se fijó en la manera que tenía de sonreír un hombre que estaba solo viendo cómo en la pista bailaban las parejas. Tenía una mirada ardiente y brillante, como si los ojos estuvieran por momentos disolviéndose en fuego. Eran ojos de fiebre, de persona que la fiebre va consumiendo. La cara, de rasgos muy acusados, parecía estar animada de una especie de inquietud e impaciencia. Miraba con verdadera ansia a las distintas mujeres que estaban acompañadas de hombres. Cuando Carmen comprendió que este hombre iba a mirarla desvió la dirección de sus ojos. Estuvo con sus ojos hacia otra parte, pero sintió la mirada del hombre como una sensación dolorosa.
—No quieres contarme lo del hombre ese. Me gustaría que lo hicieras. Anda, tienes que contármelo —le dijo Ángel Aguado de pronto—. Carmen le miró en este instante. Aguado, al mirarle la muchacha, separó sus ojos. «Tiene miedo —pensó ella—, tiene temor de que se lo cuente y, sin embargo, me lo está pidiendo. No creo que ni él mismo sepa por qué hace eso. Seguro que él mismo lo ignora.» Así debía de ser; en efecto, la cara de Aguado pareció ensombrecerse, hizo una mueca muy rápida con la boca y habló de nuevo.
—Tú sabes mis cosas. Conoces bien cómo soy. Contigo no tengo ningún secreto… —Pero a él mismo debió de parecerle absurdo lo que estaba diciendo y se quedó callado, de repente. Este silencio duró tan sólo segundos.
—Entonces, tú estás enamorada.
Y después de decir esto, Aguado miró a Carmen con desconfianza. La chica se ruborizó ligeramente.
—Creo que sí —dijo en voz muy baja, ella.
La cara de Aguado mostró contrariedad, como le ocurre al que recibe de pronto una noticia desagradable. Él estaba esperando esta contestación, creía que incluso deseaba oírla, pero al ocurrir esto había sentido una especie de depresión y desaliento, como si el saber que esta muchacha estaba enamorada fuera para su alma motivo de tristeza. Así que se encerró en un silencio entre reservado y doloroso. Carmen, en cambio, sintió una gran calma después de hacer esa afirmación. En realidad, la contestación de ella no se la había dado a este hombre, Ángel Aguado, sino a la corriente oscura y como irremediable de su propio pensar. Llevaba la noche entera luchando trabajosamente con la imagen y los recuerdos de cosas que quería a toda costa poder olvidar. Ahora la chica se sentía mejor, como si se hubiera quitado un peso de encima, El baile había empezado de nuevo. Carmen sentía cómo la música iba filtrándose dentro de ella. Parecía que llegaba a sus rincones más ocultos una especie de gana de fundirse con los movimientos que los que bailaban en la pista iban realizando. Curiosamente se dio cuenta ahora porque, a pesar de todo, ella estaba llena de juventud. Las ganas de bailar se habían apoderado de la muchacha. Tenía una comprensión absoluta de lo que en este instante le sucedía. Y quizá por eso mismo Carmen todavía no hacía ninguna indicación a Ángel Aguado para que salieran ya a bailar. Creía tener, en estas ganas que sentía de bailar, una especie de defensa contra lo que era como una obsesión dolorosa en su fondo silencioso. Pero lo que estaba como en el fondo de su memoria, seguía avanzando con fuerza hacia su atención. La voluntad de la chica quiso oponerse a ese formidable e incontenible avance. «No quiero. No pensaré. Por nada del mundo lo haré.» Y Carmen, ahora, miraba desesperadamente hacia el conjunto como flotante que era el baile. La pareció que aquello era un monstruo a la vez bello y ridículo. Aquel ser compuesto por esta multitud de cuerpos de hombres y mujeres enlazados y moviéndose cadenciosamente. Carmen, en su ansioso mirar para no pensar ni acordarse, captaba instantánea y sorprendentemente risas, gestos y ademanes que de pronto se tornaban en cómicamente reveladores. El deseo y la satisfacción se repetían cien veces, y cada vez de una forma y en un rostro distinto. Gordos y flacos, jóvenes y viejos parecían ir juntos en la misma corriente. La estupidez y la inteligencia coexistían en muchas miradas de los que se encontraban enardecidos por el baile. La felicidad efímera del género humano estaba allí ensayando sus gestos antes de terminarse. A muchos de los que Carmen veía en aquella confusión les ponía un nombre: otros muchos, con su carácter de desconocidos, seguían como sumergidos en la música delante de ella.
Pero Carmen veía que su mirar perdía sentido por momentos, vencido por el recuerdo que parecía ir anegando su conciencia toda. Creía que se estaba fijando en el peinado de una muchacha y de repente descubría que la muchacha y el peinado desaparecían de pronto, descubriéndose lo que deseaba ignorar. Su voluntad había fallado y la chica quería ver y ver, como si lo exterior pudiera salvarla de sus propios recuerdos. Hubo un momento que se sintió vencida y ya no pudo contenerse. Habló a Aguado en un tono precipitado que era insólito en ella.
—Vamos a bailar. Tengo muchas ganas.
Ángel Aguado la miró un momento con sorpresa, pero inmediatamente su cara se alegró.
—Si tú quieres, bailaremos.
Iba ya a levantarse para hacerlo, pero acababa de cesar la música. Sin embargo, esta espera no le importó a Carmen. La seguridad que tenía de que iba como a sumergirse en el baile era bastante. Se sintió casi tranquila y lo que hacía unos momentos había visto como un ser monstruoso y fantástico, ahora se le presentaba como algo absolutamente dentro de su costumbre. «Es el baile como siempre es éste. Hay veces que se me dispara la fantasía y creo ver visiones.» La muchacha cuyo peinado le había llamado la atención antes, pasó ante ella. Ahora veía perfectamente en qué consistía la belleza y novedad de llevar de esa forma el pelo. Estuvo analizando el peinado en todos sus detalles, como sólo una mujer es capaz de hacerlo. Incluso lo imaginó aplicado a sí misma y formuló los inconvenientes que para el tipo de mujer que era ella ese peinado tenía. Pero esta calma y lucidez se acabaron de repente. Sintió un desfallecimiento que no provenía de nada físico y tuvo verdadera ansiedad porque empezara de nuevo la música. Ya no confiaba que el baile pudiera tampoco vencer a lo que a pesar de todo estaba a punto de aparecer en su conciencia; pero era su cuerpo quien ahora exigía esa mezcla de ejercicio y abandono que el bailar lleva consigo. Ahora estaba tocando de nuevo la orquesta. La voz del negro empezó a oírse caliente, lenta y melodiosa. Carmen y Aguado estaban ya bailando. Lo habían hecho muchas veces juntos y sus cuerpos se entendían perfectamente. Aguado bailaba muy bien y la muchacha era dócil en sus brazos. Alrededor de ellos había un zumbido de rápidas frases y sonrisas. Carmen sintió cómo perdía peso su cuerpo. Siempre le sucedía así. Y cerró los ojos. Ahora no se defendía ya de sus recuerdos. Lo doloroso se tornaba dulce. No tenía ni idea de con quién estaba en este momento bailando. Aún pudo pensar por un momento: «Tenía tantas ganas de pensar en ello. Unas ganas locas. Señor. Recordar… No se sabe nunca bien lo que es esto.»
Y seguía el baile, con su ritmo lento. La multitud de los que bailaban lo hacía alegremente. Era una mezcla de prostitutas elegantes y mujeres honradas, de hombres ricos de siempre y advenedizos aupados por el estraperlo. Todos tenían dinero y una especie de voracidad por ser felices. La chica tenía una sonrisa dormida en su rostro. Aguado la conducía suave y lentamente. Cualquiera que en ellos se fijara en estos momentos los tomaría por dos enamorados. Pero la realidad es que Carmen se había abandonado como desfallecida a la corriente, dulce y amarga a la vez, de sus recuerdos.