AGUADO había cesado de hablar en este momento. Después de haber bebido se encontraba más tranquilo. En silencio ofreció un cigarrillo a la muchacha. Ahora ambos estaban fumando. Carmen lo hacía pensativamente. En el bar donde se encontraban no había demasiada gente. Dos camareros estaban hablando con una mezcla de aburrimiento y descanso. En la barra varias personas bebían. A algunas de éstas, Carmen las conocía de vista. Un muchacho muy joven, evidentemente embriagado, la miraba de vez en cuando haciendo gestos con la boca. Era ese momento triste de los bares americanos, con poca gente cansada y silenciosa.
Carmen venía muchas veces a este lugar y todo él le resultaba familiar y agradable. Mientras fumaba, las palabras que Ángel Aguado había pronunciado antes volvían hasta su memoria, como si en este instante alguien las estuviera repitiendo dentro de su cerebro de una forma silenciosa. «Lo que busco no es el amor. De eso estoy seguro. Es más, lo que la gente entiende por amor, es algo que nunca he podido comprender del todo. A mí me parece que eso no es un sentimiento natural en el hombre. El amor supone un deseo de felicidad y yo no lo tengo. Lo que me gustaría es hacer feliz a alguien. Creo que es eso lo que de verdad necesita mi alma. Lo malo es que soy egoísta y cobarde. Eso, creo que por la educación recibida. Me asusta sufrir y, sin embargo, me atrae como algo hermoso. Durante algún tiempo pensé que lo que de verdad anhelaba era morir. Yo no sé si tú has pensado en la muerte. No me refiero a pensar como todo el mundo hace alguna vez en su vida, como un hecho que tiene que llegar inevitablemente. Entonces la muerte pierde su sentido interior y se transforma en un suceso lamentable. Lo que yo quiero decir es diferente. Es situarte ya en la muerte y querer sentir como si ya estuvieras muerto. El psiquiatra aquel de que te hablé antes, me dijo que eso no tenía nada que ver con la locura. Según él, se trataba de una especie de crisis de civilización que con frecuencia se daba en muchos hombres… Es posible que tuviera razón en lo que dijo. Se refirió a una especie de cansancio hereditario. Como si el tiempo transcurrido en la especie humana pesara en algunos hombres. Yo otras veces pienso que esa ofrenda que yo necesito hacer de todo lo que soy, de todo absolutamente, y que me hace ponerme como me pongo en esos instantes, es una cosa ilusoria. Que en realidad yo carezco de sentimientos y si los quiero hacer visibles hasta sufrir horriblemente con ello, es por justificar ante mí mismo mi fondo débil y perverso… Algunas veces me parece que cuando me humillo, porque yo me doy a medias cuenta de mi situación en ese momento, es como una necesidad de dejar de ser lo que soy, como si me alejase de mí mismo para convertirme en algo inferior y al mismo tiempo más sano; como si llegara entonces a ser un animal, casi… Después de ocurrir la escena que yo sabía que tenía que suceder con mi mujer la noche de nuestra boda, me sentí tranquilo como no me había sentido desde niño. Era espantoso. Yo mismo estaba horrorizado viendo lo que era todo aquello para una muchacha ignorante; pero al mismo tiempo esta situación de ahora parecía liberarme como de una ansiedad antigua que había estado dentro de mí sofocada… El saber que me desprecia mi mujer me parece que me justifica. Un sacerdote, con el que me confesaba en la época que busqué como solución ser casto, me dijo que era como el sentimiento de culpa por el pecado, algo que él había observado en muchos de los que con él se confesaban. Es casi —me dijo— como suelen sentir el arrepentimiento muchas mujeres.
»Aquel anciano me ayudó bastante, pero, como el psiquiatra, sólo en la primera época. Creo que tengo una necesidad absoluta de ponerme en relación de sinceridad con alguien. Lo peor es que no soy capaz de seguir esa relación por mucho tiempo. Es como una reacción nueva que surge en mi interior de pronto, una reacción que me transforma por completo y que llega a afectar mi propia salud orgánica. Cuando empecé mis confesiones con el sacerdote que te digo, así me sucedió también. En los primeros tiempos tuve un cambio asombroso. Nació en mí una idea hasta entonces desconocida. Es decir, en realidad lo que sucedió es que se convirtió en idea lo que había sido una especie de sentimiento en mis tiempos de niño. Me refiero a la idea de ser bueno. Pero esto de una manera absoluta. Nunca había penetrado en lo que pudiera ser bueno, así, por serlo, cuando la bondad no es una cualidad más de quien la posee, sino algo a lo que hay que entregarse y en lo que se descansa. Yo empecé a intentarlo. Busqué la soledad y el silencio, porque me parecían espantosos. Fue una época de enorme trabajo interior, durante el cual me encontré con muchos sentimientos que yo en mí desconocía. El confesor estaba muy contento de mí y me animaba a la meditación. Llegaba durante horas a una inmovilidad absoluta. Estaba también mucho tiempo de rodillas y me enardecía lo que eso tenía, después de algunos minutos de estar así, de sufrimiento físico y cansancio. Entonces es cuando empezó a manifestarse la reacción contra todo aquello. Me empezó a parecer antipático mi confesor y me sentía como enfermo cuando oía su voz, al hablarme en el confesonario. Aun hubo más. Hacía propósito firme de irme a confesar, y cuando al fin me decidía y llegaba hasta allí, me entraba un mareo espantoso. Empezaba a correrme un sudor frío y sentía que perdía el aliento por instantes. Las piernas me flaqueaban y una especie de frialdad, cansancio y desaliento se apoderaba de todo mi cuerpo. Muchas veces llegaba a la náusea. Pero nada más abandonar la iglesia, los trastornos desaparecían. El médico, cuando se lo conté, me dijo que no tenían importancia. Según él, eran simples manifestaciones de histeria.
»La lujuria se apoderó de mí entonces. Era un torbellino de deseos que yo no podía ni quería satisfacer y que por eso me resultaba aún más espantoso. Me di cuenta de que todo lo que había intentado confesándome casi a diario y buscando la paz y la castidad, había sido absolutamente inútil. Desde entonces dejé la soledad. Cogí miedo de estar solo, como si dentro de ella hubiera algo donde se puede hundir y desaparecer para siempre un hombre. Una especie de abismo. Algunas veces he pensado que aquello fue una especie de presentimiento de la locura. Aunque quizá no fuese otra cosa que esa cobardía y temor por el sufrimiento que desde niño me atrae…»
Pero el ser misterioso que dentro de él, de una forma silenciosa, había estado hablando, cesó de repente. Era el propio Ángel Aguado el que ahora lo hacía de nuevo.
—Es curioso; mientras hablaba antes, contándote todas esas cosas, en realidad estaba pensando en mi mujer. Creo que no he dejado de pensar en ella un solo instante. Ha sido como un punto fijo en el fondo de mi conciencia, una especie de idea obsesiva de la que me quería marchar inútilmente, Me daba cuenta de lo que te iba contando, pero al mismo tiempo pensaba en mi mujer constantemente. —Se quedó en silencio un instante. Luego prosiguió—: Quizá sin saberlo estoy enamorado de ella, enamorado como un loco.
Y miró interrogativamente a Carmen. Ésta no tenía ganas de hablar. En el fondo, era concentrada y silenciosa. Recordaba que alguien, una vez, le había dicho que estaba en el tipo psíquico de los introvertidos. Al acordarse de esto se hizo el propósito de contestar a Ángel. Éste la estaba mirando. Seguía tranquilo y su mirada, ahora, era despierta y serena. Carmen pensó que la expresión de los ojos de este hombre cambiaba constantemente. Habló por fin ella:
—Creo que si la quieres. No con ese amor del que habla tanto la gente. Y ella también tiene que quererte, aunque es seguro que no lo sabe. Supongo que lo que os hace pensar incesantemente a uno en el otro es el sufrimiento.
Aguado pensaba en lo que la chica había dicho. De repente, su mirada se tornó opaca y cansada, como si envejeciera años y años en este momento. En su voz hubo también una transformación semejante.
—El sufrimiento, dices. No había pensado nunca en ello. Quizá, sí, exista esa cadena. Pero no puede ser igual en los dos. No. No puede serlo. Mi mujer quiere gozar siempre. No los placeres que proporciona la imaginación y sensibilidad consciente. No es bastante inteligente para suponer siquiera eso. Es casi como un instinto. —Y ahora hablaba con una velocidad casi frenética—. Sí, eso es, el instinto simple, sano en su misma naturaleza. Eso debe de ser, desde luego. Y quizá es lo que yo busco. El instinto de vivir sin necesidad de que el espíritu y la fantasía lo deformen.
Carmen volvió a hablar. Le parecía que la conversación, aunque Aguado se refería a sí mismo, siempre tomaba un aire impersonal que la hacía menos penosa.
—Ese instinto de que hablas lo tienen muchas personas, pero no creo que sea suficiente. Debe de haber algo anterior al mismo instinto. Yo no sabría explicar lo que es, pero así lo siento algunas veces.
Ángel Aguado, al principio, la escuchó ávidamente, pero hubo un momento en que parecía estar lejano de lo que oía decir a la muchacha, como si en realidad él estuviera ahora en otra parte. A Carmen, al darse cuenta de ello, le pareció pesado y aburrido estar hablando. Pero los ojos del hombre volvieron a animarse.
—Creo que no es bueno pensar tanto en estas cosas como yo pienso. Se llega a una especie de círculo vicioso. La realidad es que no tengo remedio, que tiene que ser así forzosamente. Vivir es una enfermedad, una enfermedad que no tiene cura. Por lo menos, en mi caso. Vosotros —y al decir esto miró escrutadoramente a la muchacha—, vosotros estáis sanos. Para vosotros, la vida es diferente. Aunque la realidad es que yo no sé nada de ti, porque eres muy reservada. Es curioso, he conocido mujeres que a las pocas horas de estar juntos me contaban toda su vida, como si estuvieran confesándose. Tú no eres así, desde luego. Tú nunca me has contado nada de ti, ahora me doy cuenta.
Carmen sabía que era verdad lo que Ángel Aguado estaba ahora diciendo. Aquella chica, que siendo casi una niña había decidido dedicarse a una vida tan impúdica como era ésta, tenía un pudor absoluto para entregarse a otra persona en la confesión y confidencia. Aguado insistió:
—Nunca me hablas de nada íntimo tuyo. ¿Por qué tienes esa reserva?
Carmen le miraba tranquila y serena. Luego de mirarle así durante un momento, le contestó con su voz suave y lenta:
—Nunca hablo de mis cosas con nadie. Con mi familia tampoco.
—¿Con nadie, dices? ¿Es que no tienes sufrimientos?
Carmen volvía a ser quien hablaba en este momento:
—Sólo hablé de todas mis cosas con un hombre. Después, con nadie más lo he hecho. Y no podría, me sería imposible.
Ángel Aguado fue a preguntarle quién era el hombre ese. Al oírlo había sentido una curiosidad espantosa. Pero de repente le dio miedo hacer a la muchacha aquella sencilla pregunta. Sintió casi pánico de que la muchacha, sin darse cuenta, empezara a hablar y él viera que existía todo lo que no sabía si anhelaba u odiaba desde siempre. Así que se quedó callado como si no fuera el mismo hombre que un minuto antes le pedía que lo hiciera, En el silencio que siguió, Aguado pensaba en el hombre a que había hecho antes alusión Carmen.
Ángel quiso imaginárselo, pero no pudo. El hombre de que la muchacha había hablado no podía tomar ante él forma. Esto empezó a angustiarle. Quiso referirle a alguien conocido, para que dejara de ser, como hasta ahora, un ente invisible y en cierto sentido inexistente; pero no pudo tampoco. Se dio cuenta de que empezaba a ponerse nervioso. Carmen tuvo como un presentimiento de ello. Notaba la cara de Aguado desolada y cansada, en este momento, como si trabajara agotadoramente en encontrar algo. Y sintió piedad de él. Una piedad fría, extraña. Le sabía egoísta, tremendamente egoísta, pero el egoísmo en este hombre creaba el sufrimiento. «No puede comprender a nadie. Esa es su tristeza constante». Y con una voz que para ella misma fue una sorpresa, le dijo riéndose alegremente:
—Vamos a dejarnos de todas estas cosas absurdas. Anda, pide dos cócteles.
Aguado sonrió también y llamó al camarero.
—Repites esto mismo —le dijo.
Ahora ambos miraban a la gente que había estado allí durante todo aquel tiempo. El camarero les estaba ahora sirviendo. Carmen, sin decir nada, se puso a beber como lo puede hacer alguien que necesita apagar una terrible sed. Mientras bebía, miraba el centelleo de luces que era la lámpara que estaba enfrente de ellos. Por un momento pensó que existía una relación entre ambas sensaciones: la que la luz llevaba hasta sus ojos y esta otra de la bebida, como filtrándose por dentro de todo su cuerpo. Pero después de pensarlo, esta sensación le pareció inútil, como tonta. «Yo descubro constantemente relaciones así, como significados que tuvieran las cosas, pero esto no basta. Es completamente ilusorio.» Sabía que dentro de su aparente pensar tranquilo en la relación entre la luz de la lámpara y el cóctel que acababa de beber, existía otro pensamiento, que casi podía condensarse en la imagen del hombre de quien había hecho alusión antes, y que, aunque creía ver esa relación que había descubierto, en realidad estaba sufriendo espantosamente. «Yo no tengo necesidad, como este hombre —y miró por un instante la cara de Ángel Aguado—, de hablar de lo que me hace padecer. Puedo hacer eso, no sé bien por qué, pero el hecho es que lo hago, aunque algunas veces no tenga casi fuerza para hacerlo.» Y sintió que era fuerte, desesperadamente fuerte. Carmen tenía casi la imposibilidad de llorar, como si su naturaleza exigiera de ella un cerrado silencio. Pero mientras pensaba en estas cosas, el nuevo alcohol ingerido empezaba a hacer sentir sus efectos. Sintió unas locas ganas de reírse con alguien, quizá también de cantar y dar grandes voces. Casi la hizo reír el pensar la sorpresa de Aguado si lo hiciese. Y miró hacia la barra. Allí seguía, ella ya lo sabía, el chico que le hacía muecas con la boca, antes. Estaba bebiendo en este instante. Cuando el chico recibió la mirada, se bebió de golpe lo que quedaba en el vaso que delante de sí tenía.
Tenía una borrachera solitaria y silenciosa, pero alegre. Alguna vez, desplazando un poco todo el cuerpo, decía algo a uno de los que atendían la barra, el que estaba más próximo. El barman se reía un momento, con gesto de persona que rápidamente sabe comprender un chiste o una frase indecente. Entonces, el muchacho volvía a separarse y se quedaba de nuevo en silencio. Carmen se fijó que era muy guapo. Era rubio, con un pelo suave que tenía como destellos. La piel tostada acababa de dar la impresión de alguien que está tiempo al aire libre. Debía de ser alto y desde luego de complexión fuerte, con ancha espalda y firmes hombros. Ahora le seguía haciendo muecas con la boca. Los ojos, como pesados por la embriaguez, parecían querer alegrarse con aire picaresco. Al principio le fue agradable el verlo. Sin corresponder a sus miradas, los ojos de la chica se fijaban en los de él de tiempo en tiempo. Pero el chico, enardecido por lo que suponía correspondencia, extremó las muecas de la boca y a Carmen le pareció ridículo y desagradable. Lo curioso es que la propia belleza masculina de aquel muchacho pareció transformarse como sí se transparentara por ella una animalidad estúpida y sin sentido. «Parece un mono, haciendo esos gestos.»
Ángel Aguado la había estado observando:
—¿Te gusta ése?
La respuesta de la chica fue rápida:
—No. No me gusta. Es guapo; bueno, por lo menos es lo que entendemos las mujeres por un hombre guapo. Si se le mira un momento, es muy agradable. Pero después la impresión cambia por completo. Yo creo que es porque todo él tiene una expresión vulgar y mediocre. Se nota demasiado el animal.
—¿El animal? Entonces a ti no te atrae eso de que hablábamos antes: el simple instinto. Yo creía que a todas las mujeres las atraía eso.
Carmen se quedó un instante silenciosa, volvió a mirar al chico de quien estaban hablando, rápidamente y con indiferencia, y respondió a lo que acababa de decirle Ángel Aguado:
—Por un solo minuto es posible que sea cierto. Pero a mí me ocurre que tipos como ése me inspiran casi repulsión. Bueno, no es eso precisamente. Si cabe hablar de repulsión moral o espiritual, entonces sí es exacto. No sé si puedes entenderme. Para mí tampoco queda muy claro.
Pero Aguado parecía que se había olvidado por completo de lo que estaba hablando.
—¿Tú no sabes que yo he intentado disciplinarme? Pero solamente lo hice una vez. Fue después de haberme confesado la primera vez con el sacerdote anciano aquel. Estuve rezando la penitencia que me impuso y entonces sentí el deseo de flagelarme el cuerpo. Dormía yo en una habitación independiente; ya había establecido el convenio de separación con mi mujer. Había finalizado de rezar y al ver que lo que constituía la penitencia estaba terminado me entró una especie de desaliento. Lo curioso es que yo podía seguir rezando como lo había hecho hasta aquel momento; me pareció absurdo, así como si no fuese ya el mismo el rezo. Entonces es cuando se me ocurrió por vez primera. En realidad, no lo imaginé claramente. Tenía ansiedad y no sabía, como pasa siempre que se tiene, la causa de ello. En la habitación esa fue donde mi mujer y yo pasamos la primera noche de bodas. Ella no quiso seguir durmiendo allí; en cambio, para mí tenía un ambiente especial desde entonces. Y me ponía a evocar las escenas que entre nosotros dos habían sucedido. Sobre todo algo que tú no sospechas —y tuvo una risita en este momento—. Sí, yo creo que no puedes llegar a sospecharlo. Mi mujer me golpeaba muchas veces. No es que yo se lo pidiera; entonces, de ninguna manera lo hubiese hecho; pero se ponía tan nerviosa viéndome como me pongo, que empezaba a golpearme a ciegas. Y a mí me gustaba. Pero no creas que era el hecho físico de los golpes. No. Los golpes Seguramente eran muy desagradables, pero no tenía tiempo verdaderamente de fijarme en su hiriente sensación; tanto me interesaba lo que estaba ocurriendo entonces. Me parecía apasionante. Creo que me enajenaba en esos momentos. Me fijaba ansiosamente en el rostro de mi mujer. Ya has visto que es rubia, fuerte, alta. La violencia la volvía majestuosa. Y era en ese momento cuando me parecía que ella estaba como cumpliendo una sentencia sobre mi carne. Yo desconocía, por decirlo así, el delito cometido, y sin embargo, reconocía mi culpa. Eso lo he tenido desde niño. Desde pequeñito, me sentía culpable. Pero eso no puede explicarse fácilmente.
Y quedó silencioso durante un instante. Su aspecto había cambiado de nuevo; tenía un aire entre triste y solemne. Era como si lo que recordaba lo estuviera ennobleciendo. Ahora ya continuaba:
—Cuando Elisa me estaba golpeando se apoderaba de mí una tranquilidad maravillosa. Pero no era sosiego físico sino una verdadera calma moral. Era curioso, me parecía que mi condición de hombre desaparecía al quedar mis carnes sometidas voluntariamente a aquella violencia. Era casi como si mi libertad humana, el espíritu y la consciencia, fuese anulada por el pequeño dolor sucesivo que se iba insertando en mi carne. Y el daño físico del dolor no podía ser sentido en su pureza por la calma y como sensación de liberación de algo que siempre le acompaña. Pero vuelvo a lo que te contaba antes. Te decía que la idea de flagelarme no se me había ocurrido claramente. Así fue. La ansiedad me crispaba casi y al mismo tiempo recordaba cuando mi mujer me golpeaba y la tranquilidad y sosiego que los golpes me daban. Este recuerdo aumentaba mi ansiedad de una forma enorme. Empecé a imaginarme que lo que recordaba estaba ahora mismo sucediendo. Tenía que hacer un gran esfuerzo al principio, pero después ya fue más fácil. Mi mujer estaba allí, a mi lado. Por un momento torné a darme cuenta que estaba solo y me resultó espantoso. Pero logré de nuevo seguir la ensoñación o lo que fuese. Ella ya estaba ciega de ira, como loca; y me pareció que iba a empezar a sentir los golpes. Esperé un instante, pero no pude sentir nada, en absoluto sentía nada en ese momento. Entonces me puse aún más nervioso. Recobré la calma y nuevamente volví a intentarlo. Lo hice despacio, cuidadosamente. Volvió a estar Elisa a mi lado. Volví a verla, sufriendo espantosamente, pero no podía pasar de eso. Aún no sé por qué es así. Como si hubiera un límite ahí, por lo menos para mí. Y, frenético, me lancé sobre mí mismo, como si yo fuera el culpable. Entonces me di cuenta de una cosa que no sabía; lo difícil que es el autogolpearse. Intentaba hacerme sufrir, pero me resultaba muy difícil. Al principio lo hacía con los puños cerrados, pero en seguida comprendía que no era suficiente. Entonces lo hice con objetos diversos; uno de mis zapatos, un cepillo de la ropa. Si hubiera tenido allí en ese instante un cuchillo, es seguro que me hubiese degollado. Y tuve conciencia de ello. De la bestial gana que sentía de destruirme. Aquello me dio un pánico loco. Me quedé temblando, casi desnudo; sentía un miedo horrible de mí mismo. Como si yo fuera un extraño que deseara mi muerte. Y entonces me puse de rodillas y empecé a rezar de nuevo. Lo hacía de una forma absolutamente inconsciente. Y así estuve rezando hasta que me sentí rendido por el sueño. Desde entonces tengo un verdadero pánico de todo lo que sea violencia física. Es algo que algunas veces llega a obsesionarme. Y lo extraño es que yo, aquella noche, no llegué a causarme verdadero dolor ni sufrimiento.
Carmen, ahora, iba a responderle a Aguado; en cierto sentido la llenaba de serenidad lo que aquél le decía. Encontraba noble y serio el mismo tono que tenía su voz en estos instantes. Pero se lo impidió la llegada de un hombre que ambos conocían. El recién venido era un amigo de Ángel Aguado. Fuerte, sano, vulgar, simpático y ostentoso, era una de esas personas tan cómodas como insignificantes. Era un hombre acaudalado, aunque su fortuna no podía compararse con la de Aguado. A éste, el recién llegado le admiraba no sólo por tener más dinero que él, cosa que entre este tipo de personas es ya razón suficiente, sino porque en Aguado el ser rico era algo como antiguo y normal, parecido a lo que inspira la aristocracia, mientras en él era muy moderno e insólito casi. Sin ser grosero, su amabilidad resultaba demasiado reciente, careciendo de esa sencillez sin la cual resulta afectada la persona excesivamente amable. Se apellidaba Durán y tenía mujer, a la que engañaba constantemente. Era un habitual de bares y bailes y puede decirse que teniendo salud y una como simplicidad se divertía más que muchos jóvenes. Aunque su edad debía de ser la de Ángel Aguado, se le sentía más duro, más ágil, más fuerte. Durán saludó con grandes aspavientos a los dos. A Carmen la conocía solamente a través de Ángel, pero como es frecuente en estas personas, se consideraba en seguida íntimo de quien le presentaban, sobre todo si eran mujeres, como si la reserva indicara timidez y falta de mundo. Porque, en el fondo, Durán, que parecía un tipo que no le importaba el juicio de nadie, estaba siempre pendiente de la opinión de las personas que él reputaba como verdaderamente importantes. Aguado estaba entre ellas, no sólo por los motivos que antes hemos indicado, sino porque por la naturaleza y enormidad de su fortuna no tenía que trabajar ni andar intentando siempre todos estos negocios sucios de los tiempos de crisis, cosas ambas que por ser la causa de su fortuna Durán despreciaba de una manera absoluta, ya que para él eran cosas forzosas y vulgares.
Dio la mano a Carmen, abrazó a Ángel Aguado, llamó con un gesto al camarero, contó un chiste y se apresuró a reírlo él mismo. Todo esto lo había realizado en unos minutos. En seguida se dedicó a saber si ambos lo pasaban bien y cuáles eran sus proyectos para la noche. Carmen y Ángel no contestaron a esta pregunta, pero Durán no pareció darse cuenta de ello. Habló de amistades comunes y les hizo saber que la noche anterior había cenado con un torero que empezaba a ser famoso. Dijo seis o siete veces que era muy buen muchacho y que después de haberse emborrachado juntos habían terminado tuteándose. Se reía sin motivo, con una mezcla de energía e inocencia, como si el reír, en él, aparté de un deseo, fuese como una actividad o un ejercicio. Carmen escuchaba en silencio. En realidad, estaba contenta con la llegada de aquel hombre y su charla y reír como incansables. Pero lo que la sorprendía era el cambio que, con la llegada de Durán, en Ángel se había operado. Si se le observaba atentamente se podía notar en seguida que en aquel momento se sentía tranquilo y dichoso. Reía de buena gana las cosas que el otro iba diciendo, cosas que, la verdad, no eran graciosas, y se le veía completamente compenetrado con los puntos de vista que Durán exponía con velocidad fantástica. Ahora estaban hablando de cosas de Bolsa. Aguado lo hacía con la seguridad y precisión de un experto. Para Carmen, que nada sabía de acciones, Consejos de Administración ni dividendos, aquello resultaba bastante extraño. Ángel explicaba al otro que había mandado comprar acciones de una Sociedad Anónima a su agente de Bolsa. Le dio ciertos detalles por los cuales la operación resultaba sumamente beneficiosa. Pero a la chica no la interesaba ni sorprendía lo que Aguado estaba diciendo. Era la transformación absoluta que en tan poco tiempo se había llevado a cabo. Parecía imposible que éste fuese el mismo hombre que con tristeza solemne la estuviera contando sus angustias tremendas. Carmen recordó lo último que estaba diciendo cuando Durán apareció en el bar y se acercó a su mesa… «Si hubiese tenido allí en ese instante un cuchillo, es seguro que me hubiera degollado. Y tuve consciencia de ello. De la bestial gana que sentía de destruirme. Aquello me dio un pánico loco. ¡Me quedé temblando, casi desnudo; sentía un miedo horrible de mí mismo! Como si yo fuera un extraño que deseara mi muerte. Y entonces me puse de rodillas y empecé a rezar de nuevo.» Comparaba estas palabras del recuerdo con su aspecto de ahora. No. No podía ser verdad todo aquello que Aguado había estado diciendo. Pero entonces le vinieron a la memoria las terribles escenas de este hombre, llorando, retorciéndose de dolor. Carmen le conocía demasiado bien para poder dudar de que fuera cierto. «Es un hombre de dinero en estos momentos. ¿Cómo son todos los hombres de dinero, entonces?» Pero la muchacha no podía contestar la pregunta que a sí misma se había hecho. En este momento comprendió que, además, le era indiferente. «No me importa nada en absoluto. Es un tipo más de los muchos que conozco. Le gusta hablar y sufrir, esa es la única diferencia.»
Durán, ahora, estaba de nuevo hablando. Lo hacía sobre todas las cosas a una velocidad vertiginosa. Volvió a contar otro chiste y, como la vez anterior, lo rió más que nadie. Carmen miraba hacia todos los lados. En la barra seguía el chico aquel, bebiendo. Carmen le miró con cierta insistencia y el muchacho empezó a reanudar ahora más torpemente, como si le costase trabajo, sus gestos con la boca, como un mono que casi mecánicamente está tiempo y tiempo haciendo muecas.