X

AL LLEGAR MANOLO a las proximidades de Atocha oyó voces y lamentaciones de mujeres, entre tristes y escandalosas. El muchacho se puso alerta. Pensó por un instante que fuese la policía, pero en seguida desechó la idea. A una hora tan temprana no suele hacer sus redadas. De todos modos, siguió avanzando con cautela dispuesto a salir corriendo nada más ver el primer síntoma de peligro. Acababa de correr con los otros golfos por culpa del Gomas y su sombrero, y este instante prefería que no ocurriese nada y poder seguir tranquilamente.

Ahora ya más cerca, vio a un grupo de mujeres que tuvo por las causantes de aquel alboroto. Así era, en efecto, Rodeaban a otra mujer, que estaba como arrodillada en el suelo. Del corro salía un vocerío difuso y como musicalmente lamentable. Manolo se acercó. Las personas que por allí pasaban también lo hacían, atraídas por las voces.

—Se ha muerto. Está muerta esa niña que era como una rosa.

—¡No había de morirse! ¡Tener esa criatura, a estas horas, aquí!

—Una criaturita que no tenía tres meses.

—Ha debido ser por el hambre. La madre me dijo que se le había retirado la leche.

—¿Qué podía tener ahí? ¿No se ha fijado? Es como un pellejo. Ya se podía haber dado cuenta que tenía la ubre seca.

Todas hablaban al mismo tiempo, con voces roncas de los fríos de la noche y la intemperie. Las que allí estaban eran mujeres que vendían tabaco o que pedían limosna. Algunas de ellas tenían pequeñas criaturas en los brazos y mientras las madres, excitadas, se movían violentamente al hablar, aquéllas quedaban suspendidas en el aire, como si fueran a caerse. Manolo se abrió paso entre todas estas mujeres. Ahora veía a la madre de la criatura muerta. Seguía como arrodillada y gemía y gritaba casi convulsivamente. Era una mujer pequeña y desmedrada, vestida de harapos. Manolo no podía verle la cara y oía sus lloros y lamentaciones como de una manera inhumana y anónima, abstracta y estremecedora.

La voz de esta mujer, patética, iracunda y al mismo tiempo suplicante, impresionó al golfo.

—¡Hija! ¡Hija mía! (Y zarandeaba al pequeño bulto, como si el movimiento pudiera hacerle recobrar la vida.) ¡Hija de mi alma! ¡Ay, madre, que no palpita ni alienta! ¡Que está muerta de verdad! ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Virgen de la Paloma! ¡Que mi hija está muerta! —Y en este momento volvió la cabeza hacia la gente que la rodeaba y miró salvajemente, como con ojos de loca.

Una de las mujeres avanzó hasta ella.

—Vicenta. La hija se te ha muerto y eso ya no tiene remedio. Si sigues alborotando van a venir los guardias y saldremos perdiendo todas.

La Vicenta, apretando fuertemente contra su pecho a la niña muerta, se quedó mirando por un momento, antes de contestar, a la que se había dirigido a ella. En la manera de mirarla se veía que la conocía, que seguramente eran vecinas o amigas; pero, a pesar de eso, los ojos de la Vicenta tenían una terrible dureza. Por fin le contestó, casi en un alarido:

—¿Y qué quieres que yo haga, entonces? Dime —y se levantó de un salto toda entera—; ¿quieres que la tire, para que se la coman los perros?

La otra era una mujer alta, bien puesta de carnes. Vestía también harapientamente. Le contestó con voz serena:

—Yo sé lo que te pasa; pero te doy un consejo. Con la hija muerta, aquí no vas a seguir pidiendo. Vete a casa. Esto es lo que te digo.

Todas dieron la razón a la mujer esta. En parte porque creían que era lo que podía hacerse, pero también porque les infundía temor que alguien viera el pequeño cadáver y todos tuvieran que ir a la Comisaría a sufrir preguntas.

La madre, ahora, parecía tranquila.

Arropó cuidadosamente a la criatura, como si pudiera aún sentir el frío de este mundo. Manolo, al ver cómo la arropaba, pensó: «Ya no se acuerda que se le ha muerto. La abriga porque cree que está viva. No hay más que ver qué tranquila está en este momento.» Así debía de ser, en efecto, La mujer se quedó silenciosa. Pero sólo fue por un instante. De pronto rompió a llorar, llena de desconsuelo: «¡Hija! ¡Hija mía!» Empezó a hacerse ahora el miedo en las mujeres del grupo.

—Como siga escandalizando de esa forma, no tardaremos diez minutos en ir todos presos.

—Pues habíamos hecho la noche, que nos llevaran antes de que llegue el tren de Barcelona.

—Mándale tú que se calle. Si tiene ganas de llorar, que se vaya a otra parte.

—Tiene que irse —dijeron todas, a voces—. Con estar aquí nada se remedia.

La madre miró hacia las que le hablaban. Ahora estaba abatida. Titubeó aún un momento. La mujer que debía de ser su amiga se acercó a ella. Primero la apretó fuertemente contra su cuerpo, llorando, y después descubrió el cadáver y le dio un beso. La madre, al verlo, lloraba mansamente. En todas las demás se vio una corriente de pena.

—Es espantoso. No tiene más que esa hija. Otros dos se le habían muerto.

Y todas se abalanzaron sobre la mujer, abrazándola frenéticas.

—¡Pobre madre! Pobre madre ella. Demasiado serena está. ¡Si es para morirse de repente!

Y las mismas que un momento antes protestaban contra su alboroto, en este instante lloraban a su lado llenas de desconsuelo. Manolo también se acercó y dio un beso en la cara muerta de la criatura. Entonces vio a la difunta niña. Era morenilla, y estaba en los huesos. Apenas puso sus labios en la piel de la niña, pero el golfo creyó haber sentido el frío de la muerte.

La madre, ahora, tornaba a estar tranquila. Veía a todas las mujeres a su lado, llorando. Y de repente echó a andar. Dio dos o tres pasos y se quedó parada. Su manera de hablar fue sorprendentemente serena.

—Voy a que la vea así su padre. ¡Pobre hija mía! —Y cambiando más el tono—: Pierdes la vida, pero la vida que tú ibas a tener sería como la arrastrada que lleva tu madre: hambre, sinsabores y miserias.

Y después de haber sido pronunciadas las últimas palabras la madre desapareció rápidamente.

Las mujeres que quedaban siguieron hablando de ello. Ahora que ya no podía haber complicaciones sentían como un deleite inconsciente en hablar a voces de la niña muerta. Manolo preguntó a una de las mujeres cómo había ocurrido aquello.

—Era una descuidada. Yo no digo que no tuviese ley por su hija. Pero estas mujeres se enredan con cualquiera y luego paren y no saben lo que tienen que hacer con lo que llevaron en el vientre. Dice que va a que la vea muerta el padre. Como si a él le fuese a dar frío ni calor que se haya muerto la pequeña. Él la tiene aquí pidiendo limosna para luego coger el dinero y gastarlo en las tabernas.

Manolo ya no la escuchaba. Lo que la mujer ahora estaba diciendo se lo sabía de memoria. «Así es —pensó él—. Pero cuando hay que pedir, ¿qué más da que sea así o de otra manera?» Nada de esto le sorprendía ni le daba pena. Formaba para él como una parte más de la vida y lo aceptaba el golfillo como algo inevitable y absoluto. Y entonces se dio cuenta de que la mujer no le había explicado cómo la niña se había muerto. Pero ahora ya no le interesaba. Era igual lo que le pudiera decir sobre ello. Y en este momento recordó a la niña muerta. Le hubiese gustado que al recordarla le pareciera bonita y bella, pero el recuerdo se la traía tal como la había visto: pequeñita, esquelética, casi negra. No era repulsión, pero algo parecido, lo que sentía el golfo. Como si hubiese una cosa monstruosa en que un pequeño ser fuese así tan feo y como decrépito y viejo.

En estos momentos empezaron a pasar taxis por el paseo. «Ya va a llegar el tren», se oyó gritar por todas partes. Las vendedoras de tabaco se alejaban en dirección a la estación, rápidamente. Las que venían a pedir limosna también se separaron unas de otras. Pedir en este sitio todos los pobres juntos no era negocio. Ellas conocían muy bien, por experiencia, cómo había que pedir según fueran la gente y los lugares. Los viajeros que quizá socorriesen al pobre solitario se asustaban de verlos como una nube de miseria y renunciaban a dar una insignificante limosna. No era así, en cambio, allá en la Gran Vía, a la salida de los teatros y bailes. Había muchos que lanzaban un montón de calderilla al grupo mendicante, como dejando al azar que hiciese la distribución entre la gente aquella. Y no es que en este sitio no se recogieran limosnas. La gente que llegaba de un largo viaje encontraba este modo de agradecer a Dios el feliz término del mismo. Manolo recordaba ahora todo esto como una cosa de sobra sabida. Él seguiría aquí. Quizá se le ofreciera una cosa mejor que pedir; llevarle la maleta a uno de los que llegasen en el tren. Pero ahora, al pensarlo, decidió que sólo lo haría si era hasta uno de los hoteles de los alrededores y si no pesaba mucho la maleta. Casi, casi prefería en el fondo que la ocasión de llevarla no se le presentase.

Uno de los hombres que se habían dirigido apresuradamente hacia la estación había vuelto. «No llega el tren, todavía. Trae treinta minutos de retraso.» Manolo se alegró de ello. Le gustaba la calma que reinaba en la plaza, con la gente caminando perezosamente y los grupos que charlaban en las esquinas. Sabía que esta quietud sería rota por las voces y la prisa de los viajeros. Y como quien saborea algo cuyo fin está próximo, Manolo dejó a sus ojos vagar por un momento. Veía el edificio del Ministerio de Fomento, la subida de la cuesta de Moyano que se perdía en la sombra, los primeros puestos de la feria del libro, como si fueran carromatos parados en la acera. Miró también la subida de la calle de Atocha. El edificio del hotel Nacional, alto y lleno de luces. Él podía mirar lo que allí había y lo hacía y se sentía contento. Como si le diera calma el mirar estas cosas. En este momento alguien le tocó suavemente en el hombro. Manolo se había vuelto rápidamente; el que le había saludado de esa manera era el hermano de Amalia la Pelos, la chica que se creía su novia.

—¿Qué hay, Manolillo? ¡El tiempo que llevo sin verte!

Manolo sabía que esto era cierto. El hermano de la Pelos no acostumbraba andar por la calle, como hacía Manolo. Cantaba un poco y con ello se ganaba en los colmados de poca categoría algunas pesetas. Como su hermana, parecía gitano sin serlo. Tenía buena estampa y estiraba los trajes viejos, que llevaba con gracia y talento. Muy moreno, tenía un cuerpo delgado y nervioso, y largo, negro y ondulado el pelo. Manolo sabía que no le tenía simpatía. El hermano de la Pelos tenía el proyecto de explotar la juventud y belleza de su hermana. En realidad, había empezado ya a hacerlo cuando la chica y Manolo se conocieron. Desde entonces, Amalia se negó a conocer a los señoritos que su hermano traía para presentárselos a ella, y el hermano sabía muy bien la causa de esto. Pero él no podía ni se atrevía a culpar a Manolo de ello. Sabía, como era cierto, que a Manolo no le importaba nada aquella chica y que no le pedía que no fuese con otros si tal era su deseo. El hermano no acababa de comprender a Manolo; ni estaba celoso de Amalia ni le sacaba el dinero. Pero él creía que aquel golfo de la calle era muy poca cosa para su hermana. Claro está que, por otra parte, admiraba y temía a Manolo y se consideraba muy inferior a él en todo. Pero esto no era obstáculo para que lo despreciase abiertamente por vivir de lo que encontraba, como un golfo. No le gustaba encontrarse con este chico, y sin embargo, procuraba hacerlo y estar con él amable y cariñoso. Para este chico, Manolo era una mezcla de temor y misterio. Sabía que era muy valiente y que no había ningún chico de su edad que le venciera en leal pelea. Así, sin poder tener con él violencia, utilizaba su cordialidad como un método.

—Toma, chiquillo, que hoy tengo unos cuantos cigarros de tabaco caro.

Manolo estaba ya fumando. Cogió el cigarrillo y se lo puso en la oreja. Ahora los dos estaban en silencio. El hermano de la Pelos fue el que volvió a hablar de nuevo.

—Hace siglos que no veo a la Amalia. Es una lástima esa criatura. No lo digo porque sea mi hermana, pero tiene una fortuna debajo de cada pata. Yo, de baile entiendo y te digo que ella tiene el cuerpo que pide el baile. Y no creas que yo no digo lo hembra que sea, que esto tú lo sabes mejor que nadie. —Ahora se reía con una risita nerviosa—. Yo lo que te digo, y se lo digo al lucero del alba, es que mi hermana, en buenas manos, llegaba hasta donde llegue la primera. Pero eso no puede salir de ella. Las mujeres ya sabes tú que todas están chaladas como cabras. Tenía que ser una persona que pueda sobre ella.

Y se calló, mirando a Manolo. Éste había pensado en esto algunas veces, pero por pensar, sin que le llegara a interesar. Manolo no creía que aquella chiquilla que ahora estaba loca por él, pudiera ser una artista famosa. A Manolo le gustaba cómo la chica bailaba, pero no creía que aquello tuviese nada que ver con el arte y lo que se necesitaba para entrar a ser artista de los teatros. Era demasiado natural, demasiado sencillo cómo la Pelos cantaba y bailaba. Manolo estaba acostumbrado a ese mundo del Madrid de las calles de noche, donde todo el mundo canta y baila, muchas veces por nada, porque no se ha comido o por ahuyentar el frío. Así que le contestó secamente al hermano:

—Yo no me meto en sus cosas. Tú eres el hermano y el propio para darle ese consejo.

El chico se quedó mirando de nuevo para Manolo. Sabía que éste, dentro de su sencilla manera de hablar, tenía, como se decía entre ellos, más conchas que un galápago. Pero Manolo seguía como tranquilo e indiferente.

—No sé cómo me dices eso, Manolillo. —Y al pronunciar el nombre volvió a hacerlo cariñosamente—. ¿Hermano? Como si a la mía se le diese una higa por la sangre. A la Amalia la puedes dominar tú, porque eres el novio; pero los demás no tenemos nada que hacer con ella. ¡Buena es, para entenderla! Que si esto, que si lo contrario. ¡Tengo yo llevados más disgustos con ella! —Y se rió, con una risa que queriendo ser despreocupada y alegre se le notaba de mal humor y triste.

A Manolo empezaba a fastidiarle aquel diálogo. Veía que en el otro había una intención de astucia, una manera de hablar insidiosa y solapada, y ahora, el tener que ir siguiendo, no lo que decía, sino lo que pensaba, le aburría enormemente. Así que respiró tranquilo cuando otro tipo llamó al hermano de la Amalia desde lejos. Manolo le conocía de vista. Era gitano de verdad y, como el hermano de la Pelos, iba viviendo del cante. El hermano de la Amalia le abrazó antes de marcharse con el que venía en su busca. Le llamó Manolillo varias veces y le insistió para que fuera por los colmados que él frecuentaba, para que Manolo bebiera de lo bueno. Y después de despedirse se llegó hasta el otro y echaron a andar cogidos del bracete. Manolo les seguía con los ojos mientras empezaban a subir la cuesta de la calle de Atocha. Era difícil para él saber lo que le inspiraban aquellos tipos; todos los que vivían de cantar y bailar por los colmados y tabernas.

Para Manolo eran, a pesar de todo, una gente misteriosa. Les conocía bien y creía comprenderlos, pero él sabía que en el fondo no le era posible. Todos eran como mujeres (aunque no fuesen invertidos). Tenían una volubilidad que repugnaba y fascinaba al mismo tiempo. Y se les sentía débiles, inútiles y frágiles, como si carecieran de la fuerza y la aspereza de los hombres.

Pero sabían vivir, se divertían y casi siempre tenían dinero. «Tienen una gracia especial. Algo que los demás no podremos tener nunca. A mí me parecen despreciables, tan arreglados, tan preocupados de que luzca su persona. Sí, a mí me parecen casi “sarasas”; pero, ¡qué peches!, yo soy un golfo ignorante y ellos son artistas.»

Los dos desaparecieron calle de Atocha arriba. Por la misma bajaba un hombre que a cien leguas se notaba que estaba borracho. Cómo era y quién fuese, no podía distinguirse, porque el trecho por donde ahora caminaba estaba en sombras, pero, con todo, era tan grande y descompasado su andar y tan abiertas las eses que venía haciendo, que casi antes de verle se sabía que lo había trasegado con exceso. «Menuda jumera trae. No tiene campo bastante con la acera.» Y así debía de ser, porque el hombre dio un traspiés, y cuando se dio cuenta estaba, todo lo largo que era, en el suelo. Manolo se rió alegremente. El hombre empezó a querer levantarse. Estuvo por momentos intentándolo sin conseguirlo, y se conoce que como último recurso dio una gran voz que se oyó claramente en todos aquellos lugares, «¡Vicenta! ¡Vicenta, ven a ayudarme!» Las mujeres, igual que Manolo y los demás hombres que allí se encontraban, miraron con presteza de dónde partía la voz. La mujer que antes había hablado con la madre de la niña muerta le reconoció al punto. «Es él. El Nicolás; el padre de la pobrecita niña.» Y le gritó: «Tu mujer, la Vicenta, no está; pero ven a escape.» El hombre la debió de oír, pero no estaba en condiciones de obedecerla. Se le vio pugnar de nuevo por levantarse, pero tornó a caer pesadamente. Otro hombre que por allí pasaba acudió en su ayuda.

Ahora ya se dirigía hacia el lugar donde Manolo se encontraba. Lo hacía lentamente, como el que tiene que ir tanteando el terreno. Manolo lo podía ver ya perfectamente; estaba a unos pasos y los suyos lo eran vacilantes, con los brazos muy abiertos. El Nicolás no era persona desconocida para el golfo, en seguida se dio de ello cuenta. Lo había visto muchas veces, en el mismo estado que ahora, en diversos sitios. Todos lo miraban en silencio y la misma mujer que le había voceado anteriormente esperaba callada que llegase hasta ellos. Era alto, aunque su manera de andar, inclinado hacia adelante, lo disimulaba, con larga nariz, ojos pequeños y como inciertos, boca pequeña tapada por un gran bigote casi cano, todo él descuidado y sucio. Los pocos pelos que en la cabeza, monstruosamente grande para rostro tan afilado y largo, el hombre todavía tenía, eran también como los del bigote, canosos. Todo él presentaba un aspecto lamentable. Sobre la ruina de los harapos que le cubrían se notaba aún la suciedad y el descuido. Se reía a medida que se acercaba, con una risa cansada y estúpida. La mujer que le llamó antes llegó hasta él y le cogió con fuerza; el hombre se tambaleó y poco faltó para que volviera a caerse. Al fin, en un esfuerzo supremo, consiguió que tal cosa no aconteciera y se quedó mirando a todos con un aire extrañado y serio. «La Vicenta. ¿Dónde está la Vicenta? Le dije que vendría a buscarla y ahora resulta que tú dices que se ha largado». Y se quedó otra vez en silencio. Las palabras que hasta este momento había logrado ir pronunciando salían de sus labios de esa forma estropajosa que es común a todos los borrachos.

La mujer le examinó un momento antes de contestar a su pregunta. Estaba considerando la situación en la que se encontraba y si sería capaz de poder entenderla. Dijo casi entre dientes:

—¡Maldito borracho! —Y después, más alto, lentamente, casi como quien deletrea—: Tuvo que marcharse. Se le murió la niña mientras estaba aquí con nosotras.

El Nicolás no había logrado comprenderla. La miró fijamente, casi con asombro. Todos creyeron que iba él a hablar ahora, pero no dijo nada. La mujer se quedó un instante perpleja.

Entonces Manolo intervino. Había estado todo ese tiempo observando al Nicolás y se había dado cuenta de que no había podido comprender lo que la mujer le había dicho.

—Está como una cuba —dijo Manolo—. Está borracho perdido; tiene que volver a decírselo y quizá ni así pueda él entender una palabra.

La mujer fue a seguir el consejo de Manolo, se la vio que se disponía otra vez a hablarle. Pero de repente cambió de idea y sin decir palabra lo asió con fuerza y lo zarandeó con violencia. El hombre intentó soltarse, sin conseguirlo; entonces empezó a dar grandes voces. Pero su alboroto duró tan sólo un momento. Se quedó en silencio intentando abrir los ruines ojos. Entonces fue cuando la mujer le habló de nuevo.

—Se os ha muerto la hija; la Vicentita. Se murió aquí mismo y tu mujer fue a buscarte para que la vieras muerta. Se ha muerto por tu culpa, borracho asqueroso.

Y sin decir nada más le soltó una recia bofetada. Aquello produjo el general regocijo. El Nicolás se pasó la mano por la cara, dudó un instante, y por fin soltó una atroz blasfemia. El oírla aumentó aún la alegría y jolgorio que en estos momentos dominaba a todos los allí presentes. Nadie se acordaba que lo que había de entender aquel hombre que se encontraba embriagado era, nada menos, el fallecimiento de su hija. «Ahora ya se da cuenta —dijo una de aquellas mujeres—. Cualquiera no, con una torta como ésa.» Y todos hablaban a gritos y se reían.

El Nicolás miraba a su derredor con recelo. Se le pusieron los ojos hoscos y se le llenó de arrugas la estrecha frente. Hizo un esfuerzo para comprender la causa del bofetón que le habían dado, que por lo visto lo era también de todas aquellas risas. Por fin pudo preguntar:

—¿A qué viene todo esto? ¿Qué peches pasa? —Y en tono casi amenazador—: ¿Quién es el cabra que me ha pegado?

Pero todo esto no produjo el menor efecto. Le sabían borracho y su cólera de ahora a todos les resultaba grotesca.

Fue la mujer que le había golpeado la que volvió a hablarle:

—Déjate de cosas, que estás haciendo el ridículo. La risión, eso eres, si quieres saberlo.

El hombre pareció empezar a darse cuenta:

—¿Fuiste tú, entonces? —Y con ese miedo que muchas veces acompaña al borracho, preguntó casi entre dientes—. ¿Por qué me pegaste? ¿Qué es lo que yo he hecho?

La mujer se dio cuenta de que por fin la entendía. Ahora ya se podía dialogar con él. Ya podía entender y enterase.

—Como estás como una cuba no sabes lo que ya te he dicho. —Y levantó la voz, como si por eso las palabras fuesen a entrar mejor en su cabeza—. Se murió la niña que teníais. Aquí mismo. No hace veinte minutos.

El hombre, ahora, había comprendido.

—¿Nuestra hija es la que se ha muerto?

La mujer hizo un ademán afirmativo con la cabeza. El Nicolás se quedó muy serio de repente. Todos lo miraban atentamente. Hizo un ruido extraño con la nariz y guiñó estúpidamente ambos ojos. Se movía alzando una y otra vez los hombros, como si en ese momento le picase la miseria que llevaba dentro. Aun se pasó la sucia mano por la cara, frotando con ella la nariz y los ojos. Solamente cuando terminó de hacer en silencio todos esos visajes, el hombre se puso a hablar con su voz de borracho, estropajosa y ronca.

—¿Y dices que la Vicentilla? Pero, ¿se murió? ¿Tú la viste? —Ahora parecía que se le había olvidado de nuevo lo que le acababan de decir de su hija. Su manera de hablar cambió de la lentitud incierta de los primeros momentos a una velocidad casi frenética, tan sólo interrumpida por algún eructo—. Yo he estado con un amigo. Un verdadero amigo. Un hombre que sabe comprender, como hay pocos. Él bebe y te hace beber con verdadero cariño. Ésa es la gente que me gusta. Tipos como éste que te obligan a ir de una taberna a otra, porque quiere que estés con él y le comprendas. Hemos corrido Madrid entero, lo que se dice toda esta enorme ciudad que es mi pueblo. Y hemos ido juntos el uno del otro, y al hombre que te digo le hace daño el beber, porque es pobre y es bueno y se gasta el dinero en la bebida y no le queda un solo cuarto para comprarse nada que llevarse a la boca. Pero los que necesitan comer son los cerdos. Esos malditos cerdos que andan a dos patas por las calles. —Y se calló de repente. Se le veía indignado y furioso. Todos los que le escuchaban se reían estrepitosamente. Más calmado, empezó a hablar de nuevo—: Yo le ayudé. Le ayudé como si fuera su misma madre. —El alboroto que se armó le impidió poder seguir su cháchara. Hombres y mujeres se reían a carcajadas.

—¿Habéis oído? ¡Pues no dice que él ayudaba al otro! ¡Cómo estaría de «mamado», el pobre!

—¡Pero si está que no puede tenerse! Es mentira todo lo que está diciendo.

Las risas amainaron y el hombre tornó a su hablar por hablar, como si sintiera verdadera necesidad de hacerlo.

—Sí, quiero que lo sepáis; él es un hombre bueno, como si fuera un santo. Es un barbián, un tío de pelo en pecho que puede zurrar al más pintado. Pero a mí me quiere, porque sabe que yo puedo beber con un amigo y comprenderlo.

Aunque parezca mentira, todos los que le oían querían ahora saber quién era ese hombre de quien Nicolás hablaba en su embriaguez constantemente. Lo curioso es que ellos se reían de los disparates que el Nicolás decía, pero la repetición del personaje desconocido aquel, así como las alusiones que de sus cualidades el borracho hacía, habían picado en la curiosidad a casi todos los presentes, sobre todo a las mujeres. Y fue una de ellas, la que antes le había atizado la bofetada, la que le preguntó:

—¿Quién demonio es ese tipo de quien estás hablando tanto? Vamos, Nicolás, ¿quieres contestarme?

Éste la miró y luego lo hizo.

—Es un amigo; amigo mío como no lo es nadie en este mundo.

La mujer le insistió:

—¿Pero quién es, cómo se llama?

El rostro del borracho mostró una confusión creciente.

—No lo sabe —dijeron varias voces, al mismo tiempo.

Por fin volvió a hablar el Nicolás.

—¿Dices que cómo se llama? —Y se le veía todo aturdido sin encontrar en su memoria el nombre—. No, no sé cómo se llama ese amigo mío tan querido. Creo que no tengo ni idea, que no lo he sabido nunca. Pero eso no importa nada —prosiguió casi en un grito—. Eso no le importa a nadie. Él es mi amigo, a pesar de todo. El amigo que necesita un hombre. Él me quiere de verdad. Ya me gustaría que todo el mundo hubiese estado allí cuando se enteró de que yo era padre de una niñita. Ya querría que le hubieses visto cómo sin haberla visto ni una vez siquiera me decía que la quería como si fuera suya y aseguraba a todo el que quería oírselo que mi pequeñita era una nena preciosa.

—¡Animal! —no pudo contenerse la mujer y se lo dijo gritando—, tu hija se ha muerto; es lo que te estoy diciendo hace rato.

Nicolás, por fin, había comprendido.

—¿Se ha muerto? ¿Por eso no está aquí mi mujer, entonces?

—¡Por eso, por eso! —chillaron varias voces al mismo tiempo.

—Bueno —continuó él—. Eso es lo que me estabas diciendo. Ha fallecido la niña de la Vicenta. Y yo soy el padre; que nadie ponga en duda eso.

—Sí, tú eres el padre —le interrumpió una de aquellas mujeres— pero ahí estás, borracho como una cuba, y maldito si lo sientes.

En Nicolás se produjo un curioso fenómeno. Pareció, primero, que le había ganado una convulsión todo el cuerpo; los ojos se le abrieron hasta casi dilatársele, y entonces quiso romper a llorar. Pero no pudo. Estuvo aún un momento como luchando para que le saliera el llanto y se veían los músculos a través de la escasa carne del rostro del borracho, moviéndose como locos. Se le vidriaron las pupilas y empezó a correrle un frío sudor cara abajo. Entonces dijo, como en una explosión:

—¡Era mi hija!

Todos quedaron silenciosos por un momento. Les había impresionado la transformación del borracho en tan poco tiempo. Pero en ese instante, Nicolás quiso hablar de nuevo. Lo intentó abriendo desmesuradamente la boca. Pero no eran palabras lo que de la boca del borracho estaba saliendo. El hombre devolvió ahora trágicamente lo que bebiera durante las horas últimas, alegremente. Hubo risas y protestas.

—¡Cerdo, cómo me has puesto!

—Así echaras el alma de borracho que tienes.

Pero el sonido del tren que llegaba acabó con la escena. La mayoría de los que formaban el grupo echaron a correr velozmente. Toda la plaza se hizo un clamor de ruidos, andares rápidos y movimiento. Tan sólo Manolo continuaba cercano al borracho, que parecía estar arrojando el alma entera. El golfo miró el feo rostro de Nicolás, casi amoratado por las ansias y los vómitos. Ahora ya salían los primeros viajeros. Se les veía entre desconfiados y presurosos buscar un coche o alguien que les llevase bultos y maletas.

Manolo les veía y sabía ya con certeza el tipo que iba a necesitar su ayuda. Pero no se movió. Sacó tabaco y se puso a liarlo tranquilamente. Observaba la cara pálida y congestionada del padre y recordaba, con repulsión, pero también con piedad, la de la hija muerta.