IX

EL AUTOMÓVIL, ahora, iba a toda velocidad por el paseo de la Castellana, en sombras y casi desierto. Ángel Aguado conducta, mientras sentía a su lado el cuerpo de la muchacha. Pero esta sensación era simplemente de presencia. No tenía ninguna significación sexual ni aun amorosa la cercanía de la mujer en estos instantes. Carmen, mientras recibía la ligera y como fugaz brisa de la noche a través de la marcha acelerada del coche, iba pensando. Recordaba la escena que acababa de ocurrir en el lugar donde habían estado cenando. El recuerdo de lo ocurrido le produjo irritación y tristeza. Aunque la escena no había consistido en nada real (no se había dado hecho alguno en ella), no por eso dejaba de ser violenta y amarga. Pero lo curioso es que este recuerdo, en lugar de llevar a Carmen hacia el hombre que estaba sentado junto a ella en el coche, la alejaba de él haciéndole casi olvidar que se encontraba aquí, al lado de ella. La vista de la que era mujer legítima de Ángel Aguado, el examen a que aquélla la sometiera, que en el momento de darse no había producido más que un azoramiento casi instantáneo en la muchacha, ahora, al reproducirse como recuerdo, la llenaban de desesperanza y tristeza. Y no era por creerse la culpable de la situación aquella. Carmen sabía perfectamente que ella era un factor secundario en ese problema. No sólo secundario, sino sustituible y sustituido, pues la chica sabía bien que no era la única mujer que existía en la vida de Ángel Aguado; vida llena de mujeres, porque en el fondo estaba vacía de ellas. Y Carmen sintió como un escalofrío al darse cuenta de ello, una vez más. Sintió como desolación y desamparo. En este momento advirtió que estaba muy nerviosa. Hizo un esfuerzo para desprenderse de su preocupación, pero en seguida se dio cuenta de que sería inútil. En ese momento, antes de sumergirse de nuevo en sus pensamientos, miró por un instante a su compañero. Aguado iba mirando hacia delante fijamente. Pero Carmen se dio cuenta de que aquella fijeza carecía de firmeza. Llevaba los ojos contraídos, como puede hacer alguien a quien mirar en ese momento le molesta. Lo veía de perfil, silencioso, como absorto, y sin embargo, los músculos de la cara saltaban salvajemente de repente, como lo podría hacer un animal al recibir en su cuerpo un trallazo. Carmen pensó por un momento hablarle, comentar cualquier cosa, por oír una voz humana en este momento; pero el hombre pareció no percatarse de que la muchacha le miraba y ésta sintió pereza de hablar y volvió sus ojos hacia adelante; hacia el horizonte siempre provisional y como cegado de luz que los faros del coche iban ofreciendo en cada momento. Ahora tornaba a ella la preocupación anterior, pero presentándose de una forma absolutamente diferente. La mujer de Aguado y la reciente escena del restaurante habían desaparecido y, en su lugar, Carmen pensaba en que sus padres, en este momento, estaban en el cine viendo una película que ella ya conocía por haberla visto pocos días después de su estreno, con un amigo, en uno de los cines de la Gran Vía. Aquella película le había impresionado a la muchacha, pero no en la forma que pudiera creerse. Al contrario, en la pantalla, una muchacha de la edad de Carmen se entregaba a un hombre y toda la película no era otra cosa que la formación, en la conciencia de la protagonista, del sentimiento de culpa. Sentimiento que la lleva hasta el intento de suicidio. Lo que había extrañado a Carmen fue precisamente la formación de ese sentimiento. El no comprenderlo, refiriéndolo, como es natural, a sí misma, hizo que la muchacha, después, pensara en ello con frecuencia. Carmen se daba cuenta que nunca, después de haber empezado esta vida que llevaba, había sentido lo que suponía que era el arrepentimiento. Y por extraño que esto parezca, la chica, sin poder saber en ella lo que era sentir la culpa y arrepentirse, lo deseaba ardientemente, como quien supone que va a encontrar por fin consuelo. El no tener ni siquiera la posibilidad de sentirse culpable de aquella vida que en el fondo la desesperaba, le parecía a Carmen que era la peor de las tristezas. Ahora hizo un esfuerzo supremo: «Tengo que dejar de pensar en esto. Lo tengo que hacer, cueste lo que cueste.» Y la chica se clavó una de las largas y afiladas uñas de sus dedos en la piel indefensa. Sintió, sin llegar al dolor, la sensación entrando rápidamente a través de su organismo y luego extendiéndose en él hasta por fin perderse. Pero esto era suficiente.

Como quien despierta, de repente se encontró dentro de la velocidad creándose en cada momento del coche y la presencia de Ángel Aguado, que ahora volvía a ver como lo que era: un ser de carne y hueso. Miró hacia el paseo, que iba quedándose atrás rápidamente. Un hombre caminaba solitario y, sentados en un banco, dos novios parecían una sola sombra. Lo que veía ahora era lo verdadero. Y Carmen miró al hombre que estaba allí cerca, con súbita ternura. Ella sabía bien que esta ternura no era en realidad para aquel hombre, porque ese sentimiento en ella sólo podía pertenecer a otro de quien no quería acordarse, como ocurre con frecuencia a los que precisamente por querer a sus padres o hijos luchan con su recuerdo para evitarse que con la evocación nazca un nuevo sufrimiento. Pero la realidad es que la ternura había nacido en ella, y en silencio, sin decir una palabra, casi sin verle, se la entregaba sin justificación ni razón alguna, simplemente porque Carmen sabía que en este momento, y quizá en todos los momentos de su vida, estaba dentro de sí mismo, sufriendo. Pero el instante había ya pasado. Y Carmen, ahora, se sintió como desprendida de ambas cosas; la desesperación anterior y la ternura, que todavía estaba en ella presente. Sin saber por qué, se sonrió suavemente. Y de repente la inundó una especie de felicidad por ir en este coche, corriendo. Se sentía leve, fresca, como exenta de realidad en este momento. Lo que Carmen sentía no era muy diferente que lo que a una persona que ha estado sufriendo y velando durante la noche le llega a través de la fresca suavidad del agua, en el momento de bañarse. Fue como si recordara que acababa de cenar y que esta marcha en el automóvil no era otra cosa que un intervalo, tranquilo y vertiginoso al mismo tiempo, de lo que sería para ella aquella noche. Y Carmen se olvidó por completo de lo que conocía de amargo secreto en Ángel Aguado. En este momento lo veía como un hombre sano y robusto, un hombre que viste como un caballero. Uno de los dueños de los placeres de Madrid. El propietario de fábricas y fincas que puede tener absolutamente todo lo que le inspirase el deseo. Y en este momento la chica sentía sincera admiración hacia todo le que era él conduciendo con seguridad aquel rápido y potente automóvil. Le miró, y en la mirada había respeto.

Ángel Aguado paró de repente el coche. Acababan de pasar las obras en construcción de los nuevos Ministerios. Mirando hacia la derecha, en la dirección que hasta entonces habían llevado ellos, se veía una suave pendiente de verde césped, como humedecido en estos instantes por la suave oscuridad de la noche. En lo alto de la colina se veía un enorme edificio negro de sombra. Por la ancha pista cruzaban como disparos luminosos los otros coches. Era como una agitación y vida luminosa y misteriosa la que pasaba cegadora detrás de los faros que hacían estallar en la negrura de la noche su luz antes de continuar y perderse. «Es la vida —pensó Carmen—, la vida tal como es, deliciosa y horrible a la vez, llena de luz y perdiéndose en la sombra siempre.» Pero casi no pudo terminar este pensamiento.

Ángel Aguado la miraba fijamente. En sus ojos había una obstinación, una especie de inmovilidad que daba un curioso aspecto a la pupila. Carmen sintió instantáneamente un sobresalto. Ella se había preguntado a sí misma muchas veces si aquel hombre no estaría loco. Y en este momento, con los ojos fijos en ella, como inmovilizados delirantemente, se tuvo que hacer de nuevo la pregunta. No sentía miedo, lo comprendió casi en seguida. Podía mirarlo tranquilamente, tan cerca como de ella se encontraba, sin que sus ojos titubearan un solo momento. El sobresalto que había tenido era más bien de sorpresa. Cuando los ojos de Ángel Aguado tuvieron frente a ellos la seria y serena mirada de la chica durante algunos instantes, se dulcificaron y tranquilizaron rápidamente, como si sobre ellos aquélla ejerciera un serenador benéfico efecto. Y así había sido. Para él fue un enorme alivio comprobar que en ningún momento la mirada de Carmen había expresado temor, asco ni incomprensión. Se creyó comprendido y de repente besó mansamente la mano de la muchacha. Ésta, al sentirlo, recordó sin saber bien porque, la sensación entre dulce y angustiosa cuando una vez, a un perro de una amiga, que tenía una redonda mirada húmeda y triste, ella le acarició y el animal había lamido su mano una y otra vez. Cuando terminó de besar la mano de la chica, Ángel Aguado se sentía mucho más tranquilo. Le había reanimado la escena pasada y ahora tenía ganas de hablar, como si una esperanza durante mucho tiempo sumergida saliese a flote de repente.

—Eres humana, muy humana —le dijo—. Me gustaría que alguna vez me hablaras de tus cosas íntimas. —Guardó un momento de silencio y en seguida prosiguió—: Tiene que ser consolador llegar a saber todo lo que es otra persona. Yo nunca he podido tener eso con nadie, ni hombre ni mujer; y a veces pienso que eso es precisamente lo que necesito y deseo. Una vez fui a que me examinara un psiquiatra. Creí que él podría hacer algo conmigo. Pero pronto me di cuenta de que aquello no llevaba a ninguna parte. El primer día, sí. Cuando él me preguntaba y yo le contestaba, sentía un descanso como el que se quita un peso de encima. Cuando salí de la clínica tenía otra vez esperanza. La conversación con el médico había removido impresiones y recuerdos que yo creía borrados para siempre. Era curioso la sorpresa que algunas de las cosas que contaba al psiquiatría me producían a mí mismo como si no fuera yo, sino un extraño, quien las estaba contando. Pero todo quedó en eso. El hombre aquel era honrado y me dijo que mi caso era imposible. No existía nada en mí que se pareciera a la demencia. «Le puedo dar un diagnóstico», me dijo, «pero no servirá de nada.» Y yo comprendí que era tal como él decía. El hombre aquel era un buen médico, pero en mi caso no es bastante. —Y cambiando la voz casi con solemnidad, como el que expresa una idea muchas veces pensada, añadió:

—Yo creo que mi enfermedad es ser hombre. Y serlo de una manera que ya no se puede. —Volvió a mirar la cara de Carmen. Ésta le escuchaba atentamente, con todo el cuerpo, como alerta—. Tú… Estás aquí. Tú me has visto cómo me pongo, ya sabes lo que quiero decir, cuando dice mi mujer que estoy loco. —Y como si el nombrar a su mujer le llevara hacia otra zona de sus pensamientos, prosiguió sin transición—: ¿No viste en sus ojos cuánto me odia? —Carmen nada contestó, como si no hubiese sido hecha a ella la pregunta. Al hombre tampoco le extrañó que la muchacha no le respondieses. Ahora estaba de nuevo hablando—: Yo no sé, en cambio, si la odio a ella. Creo que no, que nunca la odiaré, aunque me haga daño. ¿Sabes por qué? —Tuvo una especie de risita en la boca—. Porque la comprendo. La conozco como ella misma no se conoce. Me equivoqué casándome con ella. ¿Sabes lo que me atrajo? Entonces no lo supe, pero ahora sé que fue eso. Lo que es ella de sólo cuerpo. Sin espíritu y sin alma siquiera. Fue ese encanto que tiene la falta de inteligencia. Pensé que a su lado la vida sería tan sencilla. Siempre he tenido miedo y necesidad de alguien con un alma como yo; he llegado a creer que si alguien, en vez de despreciarme y sentir casi asco de mí por ser dulce y bueno (y en este momento su voz se hizo casi llorosa) me quisiera, me volvería loco. Entonces, de verdad, sería un loco. No creo que pudiese resistir la felicidad de esa manera. Por eso me casé con ella; pero no creía que fuera tan egoísta. Tú no sabes cómo mi mujer quiere ser feliz. Se muere por serlo. Pero tampoco lo es (ahora su voz fue fría, casi cortante), y yo tengo la culpa.

A Carmen la enardecía, sin poder saber cómo, todo lo que estaba diciendo Ángel Aguado. Tuvo ganas de acariciarlo, pero se acordó cómo la había besado antes la mano y no lo hizo. Ahora, de nuevo, proseguía:

—Tú… Es raro lo que tú me inspiras. —Y muy rápidamente, como si tuviera miedo de que el paso del tiempo le fuera a impedir la pregunta, de repente la interrogó—: Tú que lo has visto muchas veces, dime ¿cómo soy entonces? Anda, contéstame. —Y su voz fue suplicante. Carmen sintió ganas de llorar en este momento, se sintió infantil, como indefensa.

—No puedo decirte. De verdad que no puedo. No me hagas nunca, si quieres que siga yendo contigo, preguntas de éstas. No puedes suponer cómo me duele el querer saber eso.

Aguado se quedó desconcertado. Ahora le parecía espantoso estar como aquí estaban, en medio de la noche, inmóviles. Necesitaba algo o alguien que rompiese la soledad que había creado la contestación de la muchacha. Aún pudo hablar.

—Tienes razón. Sería espantoso e inútil. Bastante es ya que lo veas, que tengas que ser tú, que eres casi una niña, la que esté en ese momento conmigo. Pero no te preocupes; ahora vamos a beber a cualquier sitio. Beber; porque tú y yo somos de las personas que lo necesitan.

Carmen sintió como un descanso. El saber que ahora, dentro de un momento, estarían los dos bebiendo, la llenó de una alegría súbita, como a quien le desaparece un dolor de repente.

Aguado puso el coche en marcha. Arrancó suavemente, y a los pocos metros le hizo dar la vuelta. El hombre se sintió tranquilo, como si le infundiera seguridad y confianza la supeditación ciega que tenía en relación con lo que quería su voluntad el mecanismo de la máquina. Fue para él casi un placer sorprendente sentir al coche dibujar la curva antes de dar toda la vuelta. De nuevo la velocidad del automóvil se creaba incesante, mientras volvía a sentirse, cercana, ligera y fresca la brisa de la noche. Con la luz suave y rápida que eran ellos dos en este momento, se cruzaban, instantáneamente y luminosas, las velocidades de otros muchos coches. En efecto, la circulación por la pista era en estos momentos constante. A cualquiera que allí estuviera mirando se le ofrecía la visión de los coches pasando veloces frente a la extraña inmovilidad del cielo, con su pesada oscuridad como de agua estancada, y, de espacio a espacio, la palpitación incesante de las estrellas.