VIII

LOS CUATRO CHICOS estaban sentados en el suelo, jugando.

La baraja que se utilizaba para ello estaba formada por cartas rotas y mugrientas. El lugar donde los golfos se encontraban era la acera central del Paseo del Prado, en su segundo trozo, según se va de Cibeles hacia Atocha. Manolo, de pie, veía cómo el juego se iba deslizando. Uno de ellos, que acababa de perder, escupió y a continuación lanzó una blasfemia. Otro de los que jugaban le miró sonriente. Aunque estaban debajo de uno de los faroles que de trecho en trecho amortiguan la oscuridad del ancho paseo, apenas se podía distinguir las cartas que los que jugaban iban lanzando sobre el seco cemento del pavimento. Ahora hablaba el que antes había escupido y lanzado la blasfemia.

—Me he amolado; no me quedan más cuartos. No sé qué hay que hacer para ganar con vosotros.

—Pues eso es lo que hay que hacer; ganar. Y cuando se pierde se calla uno y a fastidiarse —le contestó otro, que contaba su dinero.

—Lo que te digo es que tú eres un fulano con mucha «potra». Demasiada. No te he visto perder ni una vez siquiera, y eso es muy raro.

Ahora intervino en la conversación un tercero.

—Tienes mal perder. Si no tienes dinero, déjalo ya. —Y miró interrogativamente a Manolo.

Éste estaba ya pensando si se metería en el juego. Hacía unos minutos, al pasar por la Cibeles, que el reloj del Banco de España había dejado oír las once y media. Era pronto, pensaba que en realidad tenía ya mucho dinero, y le gustaba cómo se encontraba allí, en medio de la noche suave y fresca. Aunque, como siempre pasa en Madrid cuando no llueve de continuo, se sentía un poco el polvo seco en el ambiente, Manolo sentía la frescura que hasta ellos llegaba de los grandes árboles que allí se encuentran. De vez en cuando coincidía que no pasaba ningún automóvil ni tranvía por las proximidades y entonces se oía el silencio, que por fugaz era aún más profundo y tranquilo, y dentro de él, sin llegar a desvirtuar su hondura y descanso, el susurro de las ramas de los árboles moviéndose suave y blandamente. Pero era muy difícil oír eso, porque los que jugaban hablaban sin descanso.

—¿Juegas o no?

Manolo ya estaba casi decidido:

—Sí, juego; pero antes déjame ver las cartas.

Éstas, como es natural, estaban marcadas. Manolo lo advirtió rápidamente. Y preguntó:

—¿De quién son estos naipes? ¿Son tuyos, no, Chato?

Éste no tuvo más remedio que decir que sí. Los otros miraban ahora, atentamente. El Chato se había levantado y estaba al lado de Manolo.

—Claro que son míos, ¿por qué tienes que preguntarlo? Aquí no se obliga a jugar a nadie.

El golfo que había perdido su dinero esperaba lo que iba a decir Manolo. Éste tardó un momento en hablar. El Chato seguía mirándole. Los otros dos, que hasta este momento habían continuado sentados, se levantaron también con una extraña rapidez y viveza. Manolo estaba reflexionando. Sabía que tenía en sus manos el poder de provocar una verdadera batalla. Y sopesaba, no los peligros, que él nunca temía, sino las ganas de meterse en golpes, gritos y carreras. El silencio de Manolo había tranquilizado al Chato. En efecto, éste comprendía que si Manolo le hubiese hecho la pregunta de los naipes por ganas de pelea, ésta estaría ya en su momento culminante. Y el Chato miraba ahora, con su feo rostro de perro malhumorado y como somnoliento, la cara de Manolo, queriendo penetrar en lo que era para él un puro misterio. En ese momento uno de los otros golfos se volvió rápidamente.

—Mirad: un «canco».

Todos miraron a la vez. Cerca de ellos pasaba un tipo muy bien vestido. Era alto y esbelto, y su andar tenía una gracia casi como la de una mujer, pero más pronunciada, en su desplazamiento ondulante. Les miró con una larga mirada, tierna y como húmeda, que tenía en su lentitud algo de descarado y suplicante. Los golfos le seguían mirando. El tipo volvió aún la cabeza. No se podía distinguir si sonreía, pero aumentó la ondulación cuando reanudó el paso. Todos los chicos reían alegremente.

—Esos tipos son la «monda» —comentó el Chato—. Son unas descaradonas como no se ha visto otra cosa igual nunca.

—Dan pasta. —El que hablaba era el golfo que había perdido en el juego—. Son unos tipos que son así de raros, pero siempre tienen dinero; no sé cómo se las arreglan. Y finos como nadie. Yo hablé con ellos una noche, en el verano. Era en la verbena de Atocha donde estaban ellos. Lo menos eran las cinco de la mañana y seguían bebiendo en un puesto. Estábamos allí yo y el Pecas, que todavía no lo habían metido en «chirona» y que ya sabéis la guasa que tiene. También estaban dos mujeres de la vida. Ellos sacaban dinero del bolsillo, billetes y más billetes, como si allí dentro se criasen, y convidaban a todos los que se paraban a verlos a copas de aguardiente. Y se les veía reír y cantar como si fuesen cupletistas. Y luego empezó el baile y aquello fue de miedo. Todos hacíamos palmas y dos de ellos bailaban sevillanas como para verlos. Las mujeres les empezaron a jalear y los que bailaban se ponían como locos. Os digo que allí todo el mundo se paraba y tenían que mirar cómo bailaban aquellos tíos. Yo no sé cómo fue, pero yo también les empecé a jalear y todos los que estaban hacían lo mismo. Y los dos que bailaban soltaban grititos y nos miraban como yo no he visto mirar a las mujeres siquiera. Cada vez aquello era mejor y todos dábamos unos gritos que se debían de oír a dos kilómetros. Yo no sé qué es lo que hubiese pasado allí si no se hubiera acercado la pareja de servicio. Los guardias mandaron callar y miraron mucho a los maricas y éstos pagaron lo que debían en el puesto y se dieron el bote. Y yo no comprendo por qué si esos tíos son así y saben cantar y bailar tan divinamente andan siempre por aquí solitarios y silenciosos cuando podían ganar mucha tela en los escenarios.

—No todos son iguales —era Manolo el que ahora estaba hablando—, y los hay que sufren porque sí, sin que sepan ellos mismos la causa de su sufrimiento. Hace ya muchos años estuve oyendo hablar a dos de ellos. Y se hablaban de una forma que daba pena.

El tipo se había perdido en la oscuridad y la distancia. Y los golfos ya no se acordaban de él, como si nunca lo hubiesen visto.

Todos habían reído y disfrutado viendo al tipo aquel, y aunque ahora les volvía a la memoria la amenazante escena que había quedado pendiente, la veían ya de otra manera. Les había cambiado el humor y lo que iba por seguro de ser una bronca tomaba en este momento aire más bien de burla y chacota. Fue el mismo golfo que había perdido el dinero que tenía y que había esperado lo que Manolo declarase de los naipes para empezar, como ellos decían, «el tango», el que ahora le decía al Chato, sonriente:

—Bien me habéis chupado la «tela».

El Chato le observó un instante antes de contestarle. Él estaba contento y no pensaba ni por pienso en golpes ni peleas, pero lo que le decía el otro era cosa delicada y tenía que saber con qué intención había sido dicha. Pero al mirar el rostro del otro se rió tranquilamente. Vió que todos estaban al cabo de la calle de lo que había sucedido, pero el mismo hecho que diez minutos antes podía haber llevado a todos hasta los golpes, en este momento era motivo de satisfacción y jolgorio. Incluso para el que había sido la víctima.

—Bueno, hombre; así aprendes a saber cuándo las cartas están marcadas.

Y el Chato se reía con toda su boca grande y fea.

—¡Qué primo! ¿Es que no habías visto que le faltaba una punta al As de copas, y que el de oros tenía una mancha de tinta? Pues, hijo; para jugar hay que fijarse.

Y todos se reían del que había perdido, como locos. Éste se sentía ahora un poco avergonzado, como si fuese inmoral y casi deshonroso no adivinar que, cuando se juega, siempre están marcadas las cartas.

Aún le tiraron otra pulla.

—Pareces tonto, como si fueras un señorito.

Pero el chico ya había comprendido. Lo que había sucedido era lo natural, y él, aunque hubiese perdido, debía estar contento. Y ya sonriente, como quien inquiere para enterarse de algo interesante, preguntó al Chato, que era el dueño de la baraja:

—Tú, tío cabra; enséñame cómo es eso.

Y el Chato se lo explicó con un aire natural e inocente, como si el haber marcado estas cartas que ahora mostraba cómo estaban señaladas, no fuese la causa de haber ganado al otro todos sus cuartos.

Mientras el Chato iba mostrando en qué consistía el marcaje de cada carta, el que había perdido escupía complacido en el suelo.

En este instante les ganó a todos, sacándoles violentamente de su reír feliz, algo que no sabiendo aún bien lo que era, no podía prometer para ellos nada bueno. Y es así, que una de las desventajas de la condición de golfillo, y aquellos chicos lo sabían perfectamente, es el peligro de resultar absolutamente siempre sospechosos de cualquier hecho delictivo que en sus proximidades se cometa. Esto hace que cuando uno de estos chicos tiene la desgracia de encontrarse cerca de un sitio donde se ha cometido un robo, el golfo huye con tal presteza que ni el propio ladrón le iguala. Y esto porque saben que mientras se demuestre su inocencia no han de faltar noches de calabozos ni algunos golpes y bofetones. El hecho es que venía hacia ellos, con toda la velocidad que le permitían sus piernas, un bulto que no podía ser distinguido, por la escasa luz de aquellos lugares. Se oía cada vez más próximos el ruido del galope y, lejos, confusos gritos de una delgada y cascada voz de hombre. El grupo estaba inquieto. No se atrevían aún a echar a correr, pero las ganas de hacerlo les temblaba ya en las piernas. Cada vez se acercaba más el bulto corriendo y esto hacía extraño mientras se oía confuso el ruido de la circulación, en aquellas horas aún incesante, por la plaza de la Cibeles.

El bulto había desembocado de repente ante ellos. Todos le conocieron. Era un golfo como estos mismos chicos y amigo de Manolo y de otros dos de los presentes. Y sin ponerse de acuerdo, todos se pusieron a trotar al lado del chico que de manera tan veloz había aparecido, sin preguntar siquiera por qué venía corriendo él y por qué lo tenían que hacer ahora ellos. El grupo evolucionó en su veloz carrera y tomó casi con la dura velocidad de un bólido por una de las calles que bajaban al paseo, la de Antonio Maura. Todos esperaban lo que decidiera el que se había presentado corriendo, de repente. Éste se paró nada más penetrar en la calle. Todos respiraron ahora tranquilos. Correr como lo había hecho, no hacía aún un minuto, por en medio del paseo, era cosa punto menos que imposible. Ellos sabían muy bien que en todas las calles hay serenos y que no es nada fácil, cuando éstos intervienen y dan la alarma con sus silbatos, el escaparse. Pero el chico se había parado y todos se serenaron rápidamente. Al fin y al cabo, correr como lo acababan de hacer no era cosa desagradable.

—Bueno, tú, Gomas, ¿por qué hemos corrido? ¿Qué es lo que has hecho?

El Gomas iba a contestar, pero ninguno ya necesitaba que hablase para saber y conocer la causa de la carrera. Y es que en este momento todos se habían dado cuenta de que en la mano derecha, el Gomas tenía un sombrero de hombre. Un sombrero negro, casi nuevo y de muy buen aspecto. Lo curioso era que, como ocurre en ocasiones, al ver llegar corriendo al Gomas todos ellos habían notado que traía algo extraño en la mano. Pero esta impresión fugacísima no había sido asociada por ninguno de los golfos con aquel correr endiablado. Y ahora, después de haber terminado la carrera, lo que antes no habían asociado se les presentaba a los ojos como evidente.

—Pues es morrocotudo. De nuevo, vale cerca de las cien pesetas. He visto uno igual en un escaparate de la calle de la Montera.

—¿A quién se lo birlaste?

El Gomas comprendió que aquello necesitaba ser contado; al fin todos habían corrido por causa de este sombrero, pero quería hacerlo tranquilo. Y bajó de nuevo la calle que antes subieron galopando, para ver si se notaba ahora algo de sospecha. Al poco volvió, ya tranquilo.

—Venga ya, hombre. El tío ese ya no viene —le dijo el Chato—. Tiene que haber sido cosa buena.

El Gomas estaba satisfecho. Con aquel sombrero él ya había «hecho» la noche. Y por si eso fuera poco, todos aquellos chicos estaban pendientes de que él hablase. Sacó tabaco de un bolsillo del pantalón y lo ofreció a la redonda.

—Se ha abierto el estanco. El que quiera, que se sirva.

Todos comprendieron entonces que aquel chico sabía hacer las cosas. Así debía ser, liar los cigarrillos con calma y darse unos a otros lumbre para después escuchar mientras el humo queda flotando en el aire. Y aquellos chicos que acababan de venir corriendo, se pusieron a liar sus cigarrillos —ellos sabían, como es natural, que se trataba de tabaco de colillas deshecho—, calmosa y alegremente. El Gomas empezó ahora a hablar.

—Este sombrero es de un tipo ya viejo que estaba con una chica. Yo pasé y los vi sentados en un banco. Al pasar no se le distinguía apenas. El banco ese está en un sitio oscuro y yo iba a seguir hasta la cuesta de Moyano, para ver las golfas, sin fijarme más en esa pareja, cuando el hombre encendió una cerilla para dar fuego a la chica, que tenía en la boca un cigarro. Cuando la luz de la cerilla se encendió vi que el hombre era un señor ya viejo. La chica se sonreía y estaba muy pintada. El hombre le acercó la luz aquella y la chica encendió el cigarrillo y volvió a reírse. En el resplandor que dio la cerilla se vio la boca de la chica y brillarle los dientes. Estuvieron así un momento fumando y yo iba ya a seguir camino, porque allí no pasaba nada, cuando el hombre gordo y viejo se volvió a acercar a la muchacha. Yo vi cómo él la abrazaba y acercaba su cara a la de la tía, que no cesaba nunca de reírse, como si su cara tuviera que estar siempre así, por una enfermedad o por alguna otra cosa.

—Qué peches de enfermedad iba a ser —le interrumpió el Chato—. No existe ningún mal en el mundo que haga reír a la gente. Lo que ocurría es que aquello le gustaba a la gachí y estaba contenta.

—Deja hablar, Chato —dijo suavemente Manolo—, que tú, si no interrumpes, revientas. —Y dirigiéndose al Gomas, terminó—: Venga, sigue tu cuento.

El Gomas chupaba lentamente su cigarro. Estuvo todavía un momento silencioso, como si el silencio aumentase la felicidad que le daba el tabaco. Ahora ya estaba hablando de nuevo.

—El tío quería abrazarla y la chica no se oponía a ello, pero algo marchaba mal entre los dos y, cada vez que el hombre le tenía en los brazos, casi al minuto tenía que soltarla y quedarse quieto, como si descansase. No sabía por qué era; desde donde yo estaba no podía distinguirse bien y entonces fui avanzando de árbol en árbol. No creáis que no; aquello, de repente, se me hizo emocionante. Yo me iba acercando al banco donde los dos estaban sentados y me gustaba tener que hacerlo con mucho silencio y cuidado, para que la pareja no me lo guipase. Ahora estaba ya a menos de tres metros de distancia de ellos y les oía lo que hablaban y el ruido de los labios del hombre gordo cuando por un momento conseguía besar a la chica.

—Eso es verdad —dijo el golfo que antes había perdido el dinero en el juego—. Cuando dos novios se besan se puede oír el ruido de los labios, si se está cerca de ellos.

—Mira con lo que viene éste, ahora. ¡Que se oye el ruido de los besos! —Y terminó la frase mirando al otro con cierto desprecio.

—Les oía hablar y además ahora es cuando les podía ver perfectamente. ¡Dios!, y lo gordo que aquel tipo era.

Antes, desde luego, se podía ver que era grueso, pero nada más; pero ahora estaba casi a su lado y veía cómo se le movía el enorme vientre. El tipo llevaba abrigo y chaqueta y chaleco, pero las carnes parecían desbordar de todo lo que le vestía, y uno, viéndolo, esperaba siempre que de un momento a otro se le cayera todo lo que le cubría y el hombre quedase en pelota, como su madre le echó al mundo.

Otro de los golfos le interrumpió un momento.

—Se ven por ahí tipos como ése; yo no sé cómo la gente puede estar así de gruesa.

El Gomas hablaba ya de nuevo:

—Será que comen mucho, y cosas de alimento. Y también la naturaleza. Yo no sé bien por qué son así, pero aquel hombre parecía un saco lleno. Sobre todo, el vientre aquel, moviéndose. La cara se le ponía roja por momentos y la chica con los ojos y la boca pintados seguía riendo. Yo estaba detrás del grueso tronco del árbol y oía todo lo que el hombre le decía mientras trabajaba por poder tenerla cerca. Tenía una vocecita de niña, que casi daba risa. Era como si hablase un chico pequeño, y viendo la humanidad del hombre gordo era muy chocante y gracioso.

El Chato estaba ya impaciente.

Peches, ¡si dirás lo que el tío gordo decía a la chica aquella!

El Gomas le miró un momento. Sin contestarle prosiguió:

—Tenía una boca muy pequeña. Y con esa vocecita de niña el tío iba diciendo: «Eres como una rosa, como lo más bonito que en el mundo puede darse. Te juro que nunca había visto nada tan bueno como tú eres. Estoy loco, pero loco por ti.» Y la chica se reía constantemente y al tío gordo se le oía ahora respirar ruidosa y pesadamente. El tío, después de descansar, trabajaba otra vez por tenerla cerca de sí y le volvía a hablar con la vocecita de niño: «Me tienes que querer, porque me vuelvo loco sólo con verte. Eres una preciosidad de chiquilla. Una verdadera preciosidad, te lo puedo jurar si quieres.» La chica dejó de reír por un momento para poder hablar al tipo gordo. «Ya he tenido yo señores que les gustaba tanto como a ti te guste. Y me decían también que estaban locos sólo con verme. Y yo creía que era verdad lo que me decían, porque me daban mucho dinero.» El tío gordo suspiró antes de contestar a la chica esa. Tenía la cara colorada, y tan redonda era que parecía un tomate. «Yo también te voy a dar dinero. Si las cosas no estuvieran tan caras como están, te podría dar aún más; pero ahora todo cuesta un sentido.» Y cuando decía esto, la vocecilla se le volvía triste por momentos. La chica, antes de empezar a reír de nuevo, le dijo al tío gordo: «Yo seré buena contigo si tú te portas bien y eres bueno.» El gordo, ahora, ya no hablaba. Trabajaba por tenerla en sus brazos, pero la chica parecía escurrirse y volvía a estar lejos de aquel enorme cuerpo. Yo seguía detrás del árbol y aquello me gustaba y aburría al mismo tiempo, porque comprendía que el tiempo pasaría así, el hombre trabajando por tenerla cerca y la chica escurriéndose y riendo. Entonces la chica le volvió a hablar al gordo, que jadeaba en estos momentos. «Yo no quiero estar más en este banco. Llévame a otro sitio.» El gordo tornó a cogerla. «Déjame un poco; quiero besarte en la boca.» La chica soltó una carcajadita y luego le dijo: «No sé si vas a poder; pero yo sí quiero, porque ahora me parece que me gustas mucho.» El gordo aquel se puso como loco: «¿Te gusto? ¿Dices que te gusto, preciosidad, monísima?» Y empezó a trabajar de nuevo para intentar tenerla cerca. La fue empujando, sin darse cuenta, y la chica se marchaba cada vez más lejos del sitio desde el cual yo los estaba viendo. El hombre gordo seguía a la chica y hubo un momento en que estaban llegando al final del banco de piedra.

Fue entonces cuando pensé que podría robarle el sombrero. Mientras el gordo la abrazaba, tapándole la cara, yo me iba acercando paso a paso hasta donde estaba el sombrero. Lo cogí sin dificultad. Oí la respiración cansada del gordo y a la chica que, muy bajito, todavía continuaba riendo. Me podía haber marchado como si tal cosa, pero de pronto tuve miedo de que el gordo me pillase y empezara a golpearme, y sin poderlo evitar salí corriendo.

—No se debe correr, en esos casos. Te ha podido costar la torta un pan, por hacer eso —le dijo Manolo.

—Ya lo sé —siguió el otro—. Pero cuando viene el miedo, no puede evitarse. —Y terminó, después de otro pequeño silencio—: Ya no les pude ver más; cuando eché a correr oí un chillido tremendo y el ruido de algo que caía en el suelo. Tuve ganas de saber lo que era aquello, si se había caído solamente la chica, del susto que llevó al oírme a mí corriendo, o también el gordo, con toda aquella carne y aquel peso. Pero entonces se pusieron los dos a gritar y a insultarme y yo solamente pensaba en mis piernas, corriendo sin fijarme en nada más, hasta que me encontré con vosotros.

El Gomas había terminado su relato y, lentamente, con mucho cuidado y suavemente, hacía girar con un dedo el sombrero. Ahora todos los chicos lo examinaban atentamente.

—¿Qué vas a hacer con él? —preguntó uno de ellos.

—¡Anda este! ¿Qué quieres que haga? Pues venderlo.

El Chato le pasó la mano suavemente.

—Si yo hubiese sido el que «levantó» este sombrero, no me quedaba sin el capricho de llevarlo puesto. Por lo menos esta noche.

El Gomas reflexionó antes de contestar:

—Sería muy buena cosa ir por ahí con él, no lo niego, pero un golfo como yo no puede llevarlo sin que le vengan disgustos y jaleos. Se vería a la legua que se lo había mangado a alguien.

—Sería una simpleza —intervino Manolo—. Un sombrero como éste no te dura más de una hora en la cabeza.

—Pues yo me faroleaba con él —insistió el Chato—. Lo demás es canguelo.

Pero Manolo, como si no hubiera oído esto último, siguió hablando con el Gomas.

—Lo que tienes que hacer es venderlo.

Otro de los chicos habló ahora.

—Yo, con esa prenda, me iba mañana al Rastro.

—No es ese mi pensamiento. Ahora mismo me voy a Vallecas. Sé quién me va a dar dos duros por él. Ya sé que eso no es nada, que vale mucho más dinero. Pero yo me desprendo de su engorro y con dos billetes de a cinco se puede ver venir la noche.

El Chato, por fin, estaba de acuerdo.

—Eso es verdad. Diez pesetas son siempre diez pesetas.

Y Manolo, sin saber bien por qué, metió la mano en el bolsillo del pantalón, donde había guardado su dinero.

Volvieron a ponerse a hablar, diciendo obscenidades por decirlas. La razón es que todos se sentían satisfechos. El Chato estaba como excitado. El triunfo del Gomas robando aquel sombrero le había enardecido de una forma enorme. En este momento su cabeza estaba dando vueltas y más vueltas a un confuso proyecto. Lo venía pensando hacía ya algún tiempo. Y sintió de repente la necesidad de hacerlo esta misma noche. Se quedó un instante silencioso, mientras los demás seguían hablando y riéndose. Y volvió a mirar al Gomas y al sombrero. Y ahora, casi sin darse cuenta de ello, estaba ya exponiendo su pensamiento:

—Yo sé cómo podemos todos nosotros encontrarnos con bastante «pasta» esta noche. Y no creáis que es una cosa difícil y peligrosa. Es fácil como estarse sentado al sol en el invierno.

—Pues estando sentado no suele venir el dinero. Por lo menos, a mí, nunca se me vino a la mano, andando sola, una peseta —le dijo el Gomas, mirándole fijamente.

El Chato continuó la exposición de su confuso pensamiento:

—No hay que pensar bobadas. Lo que quería decir es que se puede ganar dinero. Y si no, escucha y luego me contestas. Tendríamos que ir a la carretera de Aragón; pero no creáis que hay que andar mucho. El «trabajo» que tendríamos que hacer está cerca. Es un almacén de construcciones que allí hay. Una cosa buena, porque tiene de todo; sacos de cemento, clavos, herramientas.

—Pero allí estará alguien para guardarlo —objetó el que había perdido en el juego.

—Claro que hay alguien allí. Está un guarda de noche. Un tío bajo y gordo que es gallego. Si yo no supiera lo que sé, nada tendríamos que hacer allí, desde luego.

—¿Y qué sabes tú? —interrogó otro de los golfos.

El Chato le contestó rápidamente. Veía que todos empegaban a sentir interés por aquello.

—Ese guarda tiene una novia. Una jamona frescachona que vende tabaco en la boca del metro de Progreso. Está vendiendo hasta las doce y media o la una, y a esa hora va a ver a su gallego. Yo estuve allí, calentándome en la fogata, una noche del invierno y la vi llegar y luego el guarda me dijo que me tenía que marchar, guiñándome un ojo. Como hubiese hecho cualquiera, al marcharme de dentro les estuve oyendo a través de la tapia y aquello era de caramelo. Luego, la tía y el guarda entraron en una caseta que allí hay y oí cómo cerraron de golpe la puerta. Y desde entonces vengo pensando que hay que ir allí y entrar y llevarse todo lo que se pueda mientras los dos están dentro.

A casi todos les pareció el asunto bueno. Con la rapidez del iniciado, se hicieron cargo de los detalles que la torpe lengua del Chato no había sabido exponer. A Manolo también le pareció interesante el proyecto. Aunque tenía dinero de sobra, de momento, le gustaba el paseo que había que dar hasta llegar allí, y luego la espera y el acecho. Para él, andar de fechorías por la noche tenía un encanto misterioso y secreto. Así que fue el primero en contestar al Chato:

—No está mal eso. Claro que puede ser que la tía esa y el guarda ya no sigan viéndose. Pero se puede ir hasta allá y esperar a ver si la paloma asoma el pico.

—El pico y el buche, ya lo verás —le contestó el Chato.

Los otros chicos también estaban de acuerdo, menos el Gomas, que no podía meterse en complicaciones mientras no se desprendiese de su sombrero. Pero ahora, el Chato, que había mostrado tanta ansiedad por interesar a los demás en el negocio, viendo cuán fácilmente lo había conseguido, se quedó silencioso y casi serio.

—Bueno, antes de ir hay que hablarlo todo. La idea ha sido mía y yo soy también quien tiene que llevaros. —Y después de un cortísimo silencio, prosiguió:

—Quiero decir con esto que me llevaré la mitad de la «pasta» que dé el negocio y lo demás os lo partís entre todos.

Manolo miró al Chato con disgusto. No le gustaba cómo este golfo hacía las cosas. Los había interesado y ahora venía queriéndose llevar la mitad de los cuartos. Así, que dijo con tono frío e indiferente:

—Yo, así, no voy. —Y ante la mirada de los otros—: Podéis ir vosotros. Yo tengo ya dinero.

El Chato no lo sintió demasiado. Como les sucedía a la mayoría de los golfos de la edad de Manolo, le odiaban sin saberlo, porque se sentían inferiores a él, más torpes, más brutales, más groseros. Teniendo la misma falta de educación y haciendo una misma vida, había una diferencia por ellos notada. No se olvide que la envidia se da también entre los desharrapados y hambrientos.

Manolo, ahora, estaba tranquilo y como satisfecho. Era algo que le ocurría con frecuencia. Había veces que sentía un deseo, y éste le llevaba a imaginar la necesidad de realizar actos diversos. Pues bien, cuando de repente ese deseo que había sido sentido desaparecía y en su lugar quedaba una especie de indiferencia, el golfo aquel se llenaba de bienestar interior parecido al que siente el que por fin descansa después de haber estado trabajando en algo. Manolo, en este momento, lo notaba como si se fundiera con el ancho fresco de la noche. Los otros chicos aceptaron. Ellos no tenían, como le pasaba a Manolo, más de diez pesetas. El Gomas estaba deseando llegar a Vallecas para encontrar al tipo que le pudiese dar, por lo que había robado, unas pesetas. Y todos aquellos golfillos se separaron. Manolo dijo que se iba a quedar por aquí un rato. El Chato y los otros se dirigieron a su espera. Manolo les veía caminar alborotando y dando voces. En cuanto al Gomas, caminaba presuroso, con su sombrero, hacia Vallecas. Quedaba él solo, como tantas veces. Le gustó ahora mirar por un momento en lo alto la inmensidad de la noche. Era bueno andar sin prisa, aunque fuese sólo por unos momentos. Y Manolo encaminó sus pasos, andando sosegado, como alguien que va tranquilo y satisfecho, hacia Atocha.