VII

ME GUSTARÍA SER como son los indios de Méjico. —El Reniega estaba hablando, otra vez sereno. Habían transcurrido diez minutos desde su explosión anterior de amargura y sollozos—. Desde luego que se puede dar algo por ser como son ellos. Me gustaría que les hubieseis visto, aunque fuera sólo un minuto. Porque hay que verlos como yo les he visto. No hay nadie que tenga la calma de un indio, ni siquiera los chinos que lavan la ropa en Méjico. Hay que ver cómo saben estar quietos a la sombra mientras la parte de la calle donde cae el sol es como un horno. —Ahora se acordaba de su breve estancia en Cuba—. Bueno, los negros también son así. Yo he visto estar a dos negros fumando sin hablar ni moverse una tarde entera.

—Así sí se puede ser golfo. —Era un viejo el que hablaba ahora. Un tipo que algunas veces, como hoy, venía a comer y beber con ellos.

—Tiene razón el amigo. Pero aquí el que no trabaja tiene que andar siempre de un lado para otro entre sobresaltos y miserias.

—Y encima te fastidias y aperreas más que la gente decente.

—Es por la pobreza. Nosotros pasamos hambre, eso es lo malo —dijo de nuevo el Reniega—. Allá en América un hombre encuentra la comida en cualquier parte. Allí, los que trabajan es porque quieren tener lujos o por juntar plata y ser un señor de automóvil y sombrero.

—Pero los andaluces son también así —dijo el Eduardo liando el cigarro despacio—. Saben perder el tiempo.

El Reniega le miró antes de contestarle. Le hacía escuchar con respeto lo que el Eduardo decía el que tantas veces tenía dinero.

—Tienes razón. Pero no son iguales. Son como nosotros; pero están cansados, de hambre que tienen. A un andaluz le das de comer un mes seguido y va al tajo tan campante. Es más cosa en eso el indio, porque ése come y después de comer es cuando se está como si lo hubiese matado alguien. Que así se está de quieto.

Ahora hablaba de nuevo Manolo. Estaba contento; le gustaban estas conversaciones sobre cosas que ninguno conocía y que por eso se deslizaban tranquilas y lentas. Lo sentía así ahora, recordando la terrible y un poco absurda escena de antes. Lo que había dicho el Reniega era cierto. Manolo lo sabía perfectamente. Pero eso importaba poco. No servía de nada recordar todas esas cosas tremendas e irremediables. Era mejor, como en este momento, que el Reniega hablase de hombres y países que, salvo él, ninguno había visto y que todos opinasen sin importarles demasiado lo dicho, porque el caso era perder el tiempo.

—Yo digo que eso lo da la tierra. ¿No será eso, Reniega?

El Reniega quería mucho a este muchacho. Muchas veces había pensado que él debía haber sido su hijo. Pero no podía estar de acuerdo con lo que Manolo decía.

—No, hijo mío. —Y llevó la contraria suavemente—. La tierra, lo que hace son los árboles y las plantas. Pero el hombre viene de los otros hombres. A nosotros, quien nos hace es la sangre.

Habló de nuevo el Eduardo:

—El hombre es un misterio hecho con muchas cosas. Yo creo que lo que cambia a una persona es el calor y el frio, el que salga el sol débil o violento; el que caiga la lluvia o sople el viento.

—Así es —dijo otro de los presentes—. Cuando sólo se tiene calor o frío en demasía, que te hielas en invierno o te achicharras con los calores del agosto, hay que tener por fuerza negra la sangre. En estos sitios que tú dices, el hombre puede estar tranquilo en su cuerpo como en su concha está el galápago. Pero a estos indios los traía yo aquí una temporada, a ver si no se les volvía como veneno la sangre.

La conversación quedó interrumpida.

—Ya está ahí el tío Diez y Media.

Es hora de marcharse. Había entrado un tipo viejo y gordo, de andares torpes y macizos, como un viejo oso que se tambalease un poco al desplazarse. Estaba de guarda de noche en un depósito de maderas. Le llamaban el tío Diez y Media, porque a esa hora, con puntualidad extraordinaria, entraba en el barracón todas las noches a llenar la botella del vino que iba a ser su compañero hasta que con la madrugada llegase para él la hora de marcharse. Se dirigió al mostrador con la botella en la mano. Algunos de los presentes le saludaron.

—No es mala compañía esa botella por la noche.

—Mejor lo fuera llena de aguardiente.

—Yo que tú, pedía coñac del caro.

—Bueno, uno que se va.

Y empezó el desfile de todos aquellos hombres. El grupo que habían formado mientras comían iba a disgregarse como sucede con un montón de hojas secas de los árboles cuando sopla fuerte el viento. Algo que no puede bien precisarse, pero en donde entran en mucho el capricho, la costumbre y la fantasía, era lo que señalaba ahora el camino de estos hombres. «Yo voy a Vallecas.» «A mí me espera en Cascorro un compadre.» Muchos de ellos volverían a encontrarse. Quizá en una de las churrerías de Embajadores o en la Gran Vía, buscando taxis para los señoritos que salían con la que iba a ser su pareja aquella noche en los cafés y bailes. No podía decirse. Para ellos, el Madrid de noche era como un país a la vez enorme y muy reducido que había que cruzar en todas direcciones para encontrar algo. Había que vivir, lo sabían mejor que nadie. Y cuando no se somete uno a la estrecha seguridad de un trabajo, vivir es tentar a la fortuna, que no se sabe cómo es ni dónde yace. Manolo y el Reniega seguían por ahora un mismo camino. Y se pusieron a caminar hacia el centro.

—Me tuve que zumbar con el Broncas. Él tenía ganas y empezó a buscarme. Ya le conoces.

Y el golfo lo contaba ahora alegremente, como el que le dice a un amigo que ha estado en un cine o un teatro. El Reniega tornaba a estar silencioso. Manolo casi veía en su cara cómo volvía hasta él la tragedia. Le dio un golpe amistoso. Y empezó a hablar para intentar distraerlo.

—La otra tarde estuve en el Retiro. Había un tipo sentado en un banco. Y fui y me senté a su lado. No por nada. Yo pensaba seguir hasta Atocha. Pero el hombre estaba sentado y viéndolo se notaba que era buena cosa que le diera a uno el sol, sentado tranquilamente, como a él le estaba dando. Estuvimos los dos allí sin decir nada. Yo le miraba de reojo y vi que sus ojos iban lentamente fijándose en las ramas de los árboles. No había nada de particular en ellas. Eran ramas de árboles como se ven en Madrid a millares. Pero el hombre seguía con la vista fija, como si de verdad hubiera alguna cosa. Y entonces me puse yo a mirar como él lo hacía. Estuve sin mover los ojos de las ramas durante un buen espacio de tiempo. Yo no sé si tú alguna vez has hecho eso: mirar a las ramas de los árboles.

Viendo que el Reniega no le contestaba, prosiguió:

—Las ramas no tenían apenas hojas. Y se veía la madera. Unas veces parecía gris, otras casi negra. Eran troncos delgados de madera que estaban allí balanceándose en el aire. En el fondo se veía el cielo. Ya ves que todo era bien sencillo. Y sin embargo, de repente comprendí a aquel tipo que venía tan sólo a ver cómo esos troncos ligeros de las ramas estaban como temblorosos en el aire. No era nada estar así, parecía que no era nada, pero a un hombre le hace bien que una vez por lo menos no vaya donde tiene que ir forzosamente y se meta en un jardín o se vaya al campo y se esté tiempo mirando ramas de árboles. —Se calló un momento. Luego prosiguió—: Es bueno, porque es como salirse de la vida. Y dejar de sufrir y preocuparse.

El Reniega había entendido desde el primer momento a dónde quería ir Manolo con lo que le contaba de mirar ramas de árboles. Y por eso se sintió más molesto en este instante. Algo le dolía con una fuerza de locura por dentro, y le exasperaba aún más saber que aquello era inútil e irremediable. Se despidió del chico, hosco, como si para él fuese una tremenda molestia hablar ahora con alguien.

—Adiós, tengo que largarme.

Manolo no intentó detenerlo. Sabía que no iba a ningún sitio ni en busca de nadie. «Esto ocurre a veces —pensó—; alguna vez en la vida ocurre a todos los hombres.» Y en este momento recordó una noche que se había pasado sin hablar al lado de un hombre. La cosa sucedió hacía algún tiempo. «El año pasado —pensó—, por los finales de la primavera.» Subía Manolo por la calle de Alcalá y había pasado ya la Plaza de Manuel Becerra. En ese trozo tenía él un amigo de sereno. Una vez, al pasar por allí, Manolo le había pedido lumbre para su cigarro. Y se quedó hablando con aquel hombre que no conocía. Él ahora no podría explicar a nadie por qué lo había hecho. Quizá la hora que era y el gusto que da tener conversación con alguien en una calle por donde no pasa nadie a las tantas de la noche. Manolo, ni entonces ni nunca podría explicar por qué había estado más de dos horas charlando con el vigilante nocturno. Pero así fue, y desde entonces Manolo venía y charlaba con él, al pasar, algunas noches. El sereno era asturiano. Manolo y él hablaban de muchas cosas. El golfo le explicaba la gente que había visto salir de los cines y teatros del centro y el sereno le hablaba de allá —una aldea asturiana en la que había estado hasta que le llamaron a filas, en la que seguían viviendo los padres. Manolo no había salido de Madrid y sus cercanías. Para él, el campo era sólo estas tierras ásperas y como peladas que tan sólo en abril y mayo se cubren de rala y débil hierba. Una hierba que nunca llega a ser verde del todo, porque antes llega el calor y la quema, quedándose amarillos y secos los campos.

—Allá no es así. Hay verdín siempre. Es un gusto el verlo. Allí están las montañas, todas llenas de árboles y la lluvia cae siempre blanda y fresca, porque las aguas de la mar están cerca. Los de aquí no conocéis otra cosa que la tierra seca.

Una noche, al pasar, Manolo no vio al sereno. Buscaron sus ojos a ambos lados de la calle, pero ésta estaba desierta. Y le entró la gana de encontrarlo para fumar con él un cigarrillo y hablar de cosas de las que ahora no tenía ni idea, como habían hecho otras muchas noches. Pero el sereno no estaba en parte ninguna. Por fin vio un portal que estaba entreabierto. Manolo entró en él con cuidado, estaba la luz apagada y el fondo quedaba negro como en tinieblas. El sereno se alertó al oír que entraba alguien. Manolo le oyó levantarse. «¿Quién es?» Ya estaba en la puerta. «¿Dormías?» «No. No duermo.» Manolo le sintió la voz llorosa. Le miró a la cara y vio tristeza y dolor en sus ojos. «¿Qué te ocurre, hombre?» En un principio el sereno nada dijo. Manolo iba a preguntarle de nuevo, cuando por fin le contestó con voz ronca: «Se ha muerto el viejo. Tuve hoy un telegrama con la noticia.» «¿De qué murió?» «Un repente. Tenía unas fiebres y el corazón no pudo con ellas.» Manolo le miró fijamente. Él no había conocido a sus padres. No podía siquiera decir si los había tenido verdaderamente. Y ahora estaba aquí este hombre que sabía lo que es un padre, precisamente al perderlo. El sereno lloraba silencioso. Manolo se sentó a su lado y le ofreció en silencio tabaco. Ambos liaron y encendieron los cigarrillos. El humo estaba a su lado también silencioso. Manolo sabía que en esta ocasión eran inútiles las palabras. Él estaba acompañando a este amigo cuyo padre había muerto. Y pensó que esto es lo que podía hacerse entre los hombres; acompañarse amargamente en sus tristezas. «Sí —pensó—, esto es algo; estar a su lado, acompañarlo. Que él vea que no todo el mundo duerme tranquilo mientras él piensa amargamente en lo que es la muerte. Que sepa que porque él sufre otro hombre está también a su lado, fumando, en vela.» Y a las seis y media de la mañana, cuando el sereno se fue, Manolo vio llegar al nuevo día, entre la fantástica luz blanquecina de la amanecida, con un sentimiento nuevo y profundo que le hacía estar a gusto tal como se encontraba; todo escalofriado y cansado.

Ahora miraba hacia lo lejos viendo al Reniega alejarse. Y sintió como tristeza por saber que este hombre iba a estar solo, espantosamente solo, pensando en cosas terribles e inútiles. «Pero no he podido hacer otra cosa que dejarlo en paz. Este necesita de la soledad para torturarse. Necesita estar pensando y pensando sin cesar cómo su hijo se muere para con ello sentir toda su impotencia y miseria.» Y creyó comprender ahora la diferencia entre el dolor del sereno aquella noche y la amargura frenética y silenciosa del Reniega. «Aquél estuvo llorando toda la noche. Pero el Reniega no va a llorar. No derramará una lágrima siquiera, y mañana, cuando amanezca, parecerá que han pasado veinte años.»

Y siguió caminando resueltamente hacia el centro. La realidad era él, sus pasos avanzando, algo que seguía siempre produciéndose aunque existieran tristezas, dolores y muertes. «Es igual —se dijo en voz baja—, el hombre tiene el instinto de vivir y lo hace aunque sea desesperadamente. Lo hace por encima de todas las cosas. Y hay que hacerlo; como yo ahora mismo lo hago.» Y este golfillo, que caminaba ágilmente, se frotó las manos como el hombre que se encuentra satisfecho. Él lo estaba. Había cenado caliente, había bebido varios vasos de vino. No otra cosa era la vida. Ya no se acordaba del Reniega y marchaba esperanzado, sin saber bien por qué, como ocurre tantas veces.

En la acera de la calle estaba una pareja. Manolo les miró un momento. Ambos eran jóvenes y reían alegremente mirando hacia la calle. Manolo comprendió. «¿Les busco un taxi?» El hombre contestó afirmativamente con un gesto. Como tantos otros de su clase, creía ciegamente en el poder casi misterioso que tienen los desharrapados para encontrar rápidamente un automóvil de alquiler. El chico lo vio en su cara, como lo había visto en tantas otras y se rió un poco burlonamente. «Son un poco tontos los ricos —pensó—; pero se puede ser así cuando se vive como ellos.» Y marchó calle arriba a buscar el taxi. Según corría, se sentía satisfecho. No hacía frío, aunque la noche era fresca, y le daba un placer inocente el desplazamiento de su cuerpo. A lo lejos vio una luz verde. «Ya está —pensó—. Ahí tengo el taxi. Lo podían haber cogido ellos si hubiesen esperado un momento.» El taxi había parado ante él. Manolo se metió dentro. «Sigue —le dijo al conductor—, ahí mismo están.» Apenas tuvo que avanzar el automóvil un centenar de metros. Ahora ya estaba la pareja entrando en el coche. Manolo extendió la mano con un gesto seguro, casi profesional. El hombre le miró distraídamente. Se oyó la voz de la mujer. «¿Entras? Es ya tarde.» Manolo le volvió a mirar. El hombre le dio un billete de peseta. El coche se alejaba con un ruido incesante y fatigoso mientras el muchacho se guardaba el dinero en un bolsillo de la chaqueta.

Ahora se acordaba de nuevo del coche en el que se había marchado la muchacha. Aquello estaba ya muy lejos. El tiempo había sido ya demasiadas cosas. Manolo no podría decir su apariencia vacía, eso que marca un reloj en minutos, horas y segundos, pero sentía lo que la realidad había sido para él, en este momento. El recuerdo le parecía como algo que no podía decirse si era lejano o cercano, sino solamente eso: recuerdo. La muchacha se había marchado lo mismo que la que acompañaba a este otro hombre, y para él era como si eso no fuera un suceso más que se produce en cualquier instante, cual un fragmento insignificante de la vida, sino un hecho aparte y por decirlo así fuera de la circunstancialidad de los demás hechos. Él no podría comprender seguramente nunca por qué le parecía así esto. Pero pensaba en la muchacha. El automóvil gris la había llevado suave y vertiginosamente hasta un mundo misterioso a cuyas puertas estaba horas y horas Manolo. Y ahora quería, al recordar que la había visto antes, deshacer la realidad en este punto en el que la muchacha desaparecía en la velocidad de un coche. Pero no había angustia en el recuerdo. Éste se producía puramente, sin mezcla alguna de la voluntad o los sentimientos. Era algo más primario y ciego como otros tantos actos que son como oscuros gestos del «otro», del desconocido que pugna a ciegas en nuestro inconsciente. El golfo Manolo nada sabía de eso. Él se acordaba sencillamente de la muchacha, casi sin saberlo. Así la había seguido también una noche.

Fue a la salida de uno de los bailes de la Gran Vía. Estaba él, como otras muchas noches, a la puerta de Pasapoga. Era muy buena cosa ir allí a la hora de la salida. Se ganaba dinero y se veía, como en un espectáculo, a la gente feliz para la que la vida, por lo menos en apariencia, es como una fiesta. Manolo siempre que venía ganaba algunas pesetas. Unas veces era el precio de encontrar un coche (lo que fuera, taxi o gran turismo) y otras el dinero llegaba a él misteriosamente, sin necesidad de hacer nada, ni aun de pedirlo. Bastaba con mirar al hombre que salía acompañado y como congestionado de vida y placer para que quedara en la mano un montón de pequeñas monedas. Manolo, en ese instante, tenía una impresión extraña, un sentimiento que se mantenía indeciso entre la satisfacción y la cólera al recibir las monedas del hombre que ni siquiera le había visto, para quien él no existía y que daba aquel dinero casi como una necesidad fisiológica de su hartura, tal como era entre ellos mismos, después de haber comido, el eructo. Pero duraba un solo instante. En seguida, una placidez sustituía a la extraña sensación. Él había venido a eso precisamente, a que le dieran dinero, y el recibirlo, fuera como fuese, le hacía sentir la seguridad que siempre da el comprobar que un mecanismo mantiene con toda regularidad su marcha. Aquella noche, Manolo se acercó a la pareja que en ese momento salía, con la seguridad de que necesitaban un taxi. La experiencia le había enseñado a distinguir en la actitud, simplemente en la manera de mirar a la calle, a los que tenían un coche propio que los esperaba, de los que iban a necesitar su ayuda que al final se transformaría en una ganancia, unas veces grande, otras más pequeña. Aquella pareja no tenía coche. Y Manolo se sintió expectante ante ellos. Era, él lo sabía muy bien, un poco como en un juego. Lograr ser el indicado para buscar un coche o hacer venir a la vendedora ambulante de cigarrillos americanos, lo que ellos llamaban tabaco rubio, exigía condiciones especiales de inteligencia y rapidez. El tiempo era esencial en ello, por la competencia que existía. En general, los muchachos de la edad de Manolo eran los vencedores. Los viejos vagabundos que también acudían no podían competir en velocidad con ellos.

Pero no bastaba tener buenas piernas. Ocurría en ocasiones que mientras un verdadero enjambre de golfillos esperaban la decisión del caballero que abandonaba el local, otro de ellos se presentaba ya con el automóvil, haciendo realidad lo que todavía no se había manifestado como deseo. Manolo estaba allí con la paciencia tranquila del hombre que sabe que el tiempo es como un camino que lleva con seguridad hasta una parte. La pareja estaba charlando. Manolo escuchó atentamente: Necesitaba informarse. «Prefiero ir sola un rato», dijo la muchacha. «Entonces espera que te busquen un taxi.» La voz del hombre era suave, pausada. «No. Quiero andar. Me duele un poco la cabeza.» Lo que oía, a Manolo tampoco le parecía sorprendente. Ocurría también a veces que la pareja, al salir, se separase. Incluso que, como ahora, la mujer dijera que regresaba sola. Cuando esto sucedía había siempre otro hombre que la esperaba. «Ahora se va con el novio esta chica —pensó Manolo—. Estará ya por la Cibeles, esperándola.» El hombre se despidió de ella cariñosamente. Manolo le miró atentamente. Era un caballero, desde luego; un hombre elegante. «Tiene suerte —volvió a pensar—, le debe dar bastante dinero.» Y entonces se fijó en la muchacha. Ésta ya empezaba a andar. Manolo ya no veía su rostro, en realidad solamente lo había visto unos segundos. Lo que ocurría era completamente normal; una mujer que se marchaba sola por la calle. Y el golfillo miró hacia la puerta para atender a los que salían en este instante. Vió un grupo de hombres y mujeres parados en la entrada, hablando alegremente. Dos de las mujeres, con capas de renards, estaban fumando. Eran altas, rubias, con aire de extranjeras. Manolo se sintió impelido hacia ellos. Allí había negocio. Había que actuar rápidamente. Pero no lo hizo. El recuerdo de la muchacha que acababa de marcharse estaba ante él como una fuerza paralizante. Entonces volvió la vista: ya no se la veía. Y Manolo dejó de mirar al grupo de la puerta. Sintió una indiferencia absoluta hacia todo lo que en este momento estaba ante sus ojos; golfillos, vendedoras, gente elegante. Nada de esto le interesaba. Y echó a andar por donde había ido la desconocida. La Gran Vía estaba llena de gente. Se veían algunos grupos parados, hablando. Uno muy numeroso —Manolo sabía que los que en él estaban eran músicos— casi en la esquina del edificio de la Telefónica. Cruzaban también algunas mujeres que parecían dirigirse hacia sus casas. Manolo sabía que no era así. Todas las noches estas mujeres pasaban por allí apresuradamente una y otra vez, como si siempre llevasen prisa. Era simplemente la manera de evitar el ser detenidas por la policía. Ahora había visto, por fin, a la muchacha. Ésta seguía sola. Andaba como distraída, sin fijarse siquiera en las miradas y palabras que la dirigían los hombres al cruzarse. «Será más abajo donde él la espera. Seguro que hay uno que la espera y yo voy sin saber por qué detrás de ella.» Pero no pensó esto como un reproche. El que no existiera un motivo para hacer esto, al golfillo le seguía pareciendo natural. Le gustaba ver cómo andaba esta muchacha por la calle después de haber estado bailando en Pasapoga con un hombre, y eso era bastante. Uno de los coches que bajaban velozmente, al llegar a la altura de la muchacha disminuyó la marcha. El coche iba ahora lentamente, y la muchacha aumentó aún la lentitud de su paso. «No quiere —pensó Manolo—. O quizá aún le parece pronto para aceptar.» El coche volvió a acomodar su marcha a la lentitud del paso de la chica. Manolo los veía ahora, al cuerpo femenino y a la máquina, en una marcha simultánea, próximos y constantes en su andar, como si en realidad ambos, tan diferentes, fueran accionados por un poder invisible y misterioso. «Ahora sí —pensó él— ahora el tipo del coche le hablará y ella entrará dentro de él y habrá lo de siempre: la velocidad produciéndose y haciendo desaparecer a todos ellos, como si nunca hubieran estado allí. Como si jamás la chica y el coche hubiera bajado la Gran Vía tal como yo los he visto; sin mirarse y lentamente.» El coche, ahora, se había detenido. Se vio el bulto del que iba dentro de él, asomarse. «Ya le habla. Ella tiene que aceptar. Es un buen coche. El automóvil de un tipo que tiene mucho dinero.» Pero la muchacha siguió andando, como si no oyera las palabras que le iba diciendo el hombre del coche. Aún siguió la escena unos minutos. El bulto del hombre seguía desplazándose en la lenta marcha del automóvil al compás del andar de la mujer, lento también, pero seguro e indiferente. Manolo estaba ahora cerca de ambos. Distinguía muy bien, sin oír las palabras que decían, los labios de él moviéndose constantemente de una forma que el no oír lo que decían hacía extraña, la cara toda contrayéndose incesantemente en gestos distintos, pero todos risueños, el constante subir y bajar de los ojos. A Manolo le pareció por un momento que veía los músculos de la cara trabajando incesantemente en un esfuerzo cuya finalidad se desconoce. El bulto del hombre salió aún más por la ventanilla. Así, visto desde lejos, sin oír lo que el hombre iba diciendo, pareció como un último esfuerzo desesperado para lograr algo cuya imposibilidad ya casi se reconoce. Así era en efecto. La muchacha aumentó el paso y el coche, con un sonido más alto —el cambio de velocidades—, se desplazó rápidamente. Manolo lo vio perderse entre la luz de la calle, mientras la muchacha seguía de nuevo su caminar indiferente y calmoso.

El muchacho estaba excitado; él mismo no sabría explicarlo, pero así era. El paso de la muchacha tenía para él un interés inexplicable. En realidad ello provenía de lo anormal que todo había sido hasta ese instante. Era, en efecto, que lo que Manolo había previsto que era previsible no había acontecido, y en su lugar se estaban produciendo cosas que sin ser por sí extrañas lo eran entre aquellas personas y lugares. No de otro modo empieza en general el interés de los hombres. El chico, en realidad, seguía ahora a la muchacha esperando que llegase lo por él imaginado —la existencia de otro hombre que la esperaba, como explicación de su deseo de marcharse sola— con esa titánica necesidad que tiene siempre el hombre de que exista la lógica. Pero la chica continuaba caminando sin que nadie se le acercase. Manolo seguía tras ella, pero ahora la tensión del interés le impedía disfrutar de la visión joven y leve que era seguir el andar de la muchacha —andar que venía a ser como la demostración real y al mismo tiempo un poco fantástica de toda su juventud manifestándose en la agilidad e inocencia de su paso— como le ocurre al lector de un libro que además de tener interés en lo que cuenta está bien escrito, que llega al final ignorando las bellezas que el autor ha ido poniendo ante su paso, obligado por la urgente necesidad que siente de alcanzar el desenlace. La muchacha se paró un instante —había ya cruzado toda la plaza de la Cibeles—. Manolo la observaba ávidamente. Estuvo un momento allí, sola, mirando la enorme plaza por donde pasaban veloces los coches. Sus ojos, ahora, miraban el tránsito, pero indecisamente, sin que hubiera finalidad en su mirar. Manolo la estaba viendo desde muy cerca. Sabía que la chica no se fijaría en él, y se alegró sin saber bien por qué. Pero así era, en efecto. Estaba la muchacha parada, como rígida. «Son ojos que ahora mismo no ven nada —pensó él—. Ojos en ninguna parte.» Y notó que una sensación turbulenta y dulce le recorría todo el cuerpo. Pero la muchacha andaba de nuevo, y Manolo empezó a subir la calle Alcalá tras del andar de ella. Lo que había supuesto no se producía. La chica seguía caminando, y Manolo ya no se acordaba de su casi ansiosa necesidad, involuntaria desde luego, de que por fin el hombre que tenía que esperar a la muchacha apareciese. Ahora le ganaba el placer que la contemplación de ella le había dado, como si borrado de repente el interés inquisitivo que le había traído, quedara únicamente la sensación actual de su belleza. Pero ésta tampoco podía ser recordada por el golfillo de una forma total y perfecta, ya que Manolo, en realidad, no tenía en su memoria sino recientes e incompletos aspectos de ella. Así, sentía la levedad de su nariz ligeramente aguileña, y lo que de palpitación anhelante pero altiva y segura tenía ésta no podía ser comprendido por él, ni aun ser referido a las correspondencias que dicha nariz tenía que tener forzosamente en otros rasgos del rostro. Igual le ocurría con la piel, que casi había brillado de juventud ante sus ojos, pero que ahora, recordada aisladamente, no podía ser aplicada a aquel cuerpo alto, ágil, y como audazmente delgado que caminaba siempre delante. El muchacho, sin comprender nada de esto, sentía esa casi felicidad angustiosa que desprende de sí, cuando es fugaz y casi imperceptible, la belleza. Por un momento, para desecharla, recordó lo que al ver salir a la chica de Pasapoga había supuesto: «No la espera nadie. Era verdad que le dolía la cabeza. Es muy hermosa. Nunca había visto yo una mujer como ésta.» Y se dio cuenta que lo que le hacía pensar esto no era en realidad la hermosura, esa evidencia carnal que tienen algunas mujeres y que llega como algo imperioso y como irremediable hasta la carne del hombre. No. Al mismo Manolo le habían impresionado más de ese modo otras mujeres. Era distinto. En las otras llegaba como una fiebre contagiosa, algo que si era total en su violenta manera de manifestarse en los sentidos, era también casi instantáneo. Además, las sensaciones que recordaba eran terriblemente claras, como si su propia fuerza carnal las abrumase, mientras la que le llegaba de esta mujer, por no ser patente, hacía aceptar la existencia, dentro de la misma belleza que se veía, de algo desconocido. Al fin de cuentas lo que a Manolo le fascinaba no era otra cosa que lo que la muchacha dejaba entrever de los rasgos de su carácter.

Al llegar a la plaza de la Independencia cruzó la calle. Ahora caminaba por la acera del Retiro. Su paso seguía siendo lento. Algunas veces volvía ligeramente la cabeza, mirando hacia la alta y larga verja de hierro que cierra, frente a la calle, el Parque. En esos momentos su mirada parecía aguzarse, con una correspondencia de tensión de los músculos del cuello, que hacía que éste pareciera aún más esbelto. Manolo miró también en la dirección que lo hacía la chica. En la obscuridad de dentro se distinguía vagamente la masa de los árboles, a los que esta misma oscuridad agrandaba como si al perder su propia individualidad —no podían distinguirse de uno en uno— extendiesen su presencia. En el fondo casi negro se veía el espacio vacío de los paseos. Manolo oyó, fresco e inesperado, el sonido de aguas corriendo. «Están regando —pensó—, riegan por la noche.» Y recordó alguna vez que él se había estado alegremente bajo la lluvia. La muchacha se había parado. Estaba ante la enorme puerta que da entrada al Retiro por Hernani. La puerta estaba cerrada; la chica se había cogido las manos a los barrotes. Aquello tenía mucho de extraño. Así, cogida de los hierros delgados y silenciosos, la mujer parecía como un preso fantástico, un recluso inexplicable que estando en libertad pugna por salir de una prisión que no existe. Manolo no podía comprender por qué la chica hacía eso. «Bueno —pensó—, eso no es nada. No quiere significar nada que ella se coja ahí. Lo hace para mirar mejor. Pero parece otra cosa. Como si ella estuviese presa y esto que es la calle de Alcalá fuese una celda o cosa así donde ella, encerrada, sufriese.» Pero la muchacha caminaba de nuevo. Su paso adquirió una dura rapidez, ese desplazamiento de las piernas cuando éstas son rígidamente accionadas por la voluntad de algún deseo. El chico se detuvo donde había estado parada la muchacha hacía tan sólo unos instantes. Para mejor ver ajustó la cara entre los barrotes. Le llegó del hierro de éstos una frialdad pequeña, huidiza, agradable para la piel. Se veía la entrada tal como es; una frialdad seca, de cemento y arena, limitada por el fondo tembloroso y sordamente sonoro de los árboles. Esa era la primera impresión, pero no la auténtica; solamente más tarde Manolo se dio cuenta de ella. El vasto espacio no estaba desierto. Clareando entre el nocturno fondo de arbustos y árboles se veían unas estatuas. La piedra de éstas era extrañamente blanca. Sin poderse distinguir sus figuras quedaban ante los ojos como indecisas en su reposo, tal como si la soledad oscura de la noche tuviese sobre su materia un poder paralizante. Manolo las examinó detenidamente. Ahora sabía que eso era lo que había estado mirando la muchacha. «Miraba las estatuas —pensó—. Estas estatuas de piedra que han colocado ahí y que deben representar a alguien.» Pero Manolo no sabía quiénes estaban allí ya para siempre en piedra. «Reyes —volvió a pensar—; son reyes, ¿pero, qué serán los reyes?» Él, desde luego, lo ignoraba por completo. Y siguió rápidamente a la chica, que, cruzaba de nuevo la calle a lo lejos. Así la siguió hasta su casa. No tuvo que andar mucho tras los pasos de ella. La muchacha entró por una de aquellas calles —la de Castelló— y se detuvo ante el portal de una de las casas, para abrir la puerta. Manolo ya había supuesto que la muchacha tendría llave propia. Se oyó cerrar la puerta. Cuando Manolo llegó hasta ésta, la luz de la escalera estaba todavía encendida y se oía vertical, ascendente, el sonido del ascensor, cada vez más suave y lejano. «Bueno, ya está», se dijo; y se sentía satisfecho.

La casa, cerrada y con todas las luces apagadas, tenía algo de cosa muerta o dormida. «Pero ella está dentro de esta casa, ahora.» Y el golfillo se puso en medio de la calle para mirar la fachada, árida y enorme en la oscuridad de la noche. Cuando Manolo dejó de mirar, el sereno de la calle estaba a su lado. El vigilante, ya viejo, gordo y colorado, miraba con desconfianza al muchacho. Éste vio lo que había en la mirada del hombre que se le había acercado. Al golfo no podía extrañarle. Él sabía muy bien la impresión, por otro lado justa, que a cualquiera daba su persona. Si un sereno es casi un guardia en sus funciones, él en su aspecto era casi un delincuente. Antes de que el sereno preguntase, tenía él que decir algo. Y así lo hizo, con ese aplomo que sólo da la vida de la calle.

—A esa señorita que ha entrado ahora, me mandó seguirla un señor que estaba en Pasapoga. Quería saber dónde vivía.

Del rostro del sereno desapareció toda desconfianza. Ahora era ya natural que estuviese aquí este golfo.

—Vive ahí.

—Ya lo he visto. El señor quería saber cosas de ella.

—Vive con los padres.

Manolo no esperaba esta contestación. Y, sorprendido, le preguntó al sereno:

—¿Pero ella va con hombres?

El sereno, en este momento, se sentía satisfecho. Al fin, es agradable hablar con alguien, aunque fuese, como ahora, con un golfete, y es más agradable todavía sorprender y admirar a la otra persona con lo que uno cuenta.

—Esta chica no va con cualquiera, ni mucho menos. No es una golfa de esas. Gana muchos billetes. Para ir con ella hay que tener muchos cuartos. Menudos coches la traen a casa.

Manolo quería seguir informándose.

—Usted sabe muchas cosas de ella. Al señor que me mandó seguirla le gustaría también saberlo. ¿Usted sabe cómo se llama?

El sereno lo sabía y se lo dijo:

—Se llama la señorita Carmen.

Pero en seguida cambió la expresión de su cara. Aquel golfo se estaba enterando de cosas para decírselas al señor que le había enviado. Y en otro tono preguntó ahora él al muchacho:

—¿Cuánto te dio por venir a saber estas cosas?

Manolo comprendió en seguida. El sereno ya no quería hablar más gratis. Todo había terminado. No quedaba otra cosa que marcharse. Y le contestó:

—Todavía no me dio nada. Muchas gracias por lo que me dijo.

Y echó a andar por la calle. El sereno le miró con desconfianza, pero fue un instante. Sonrió plácidamente —él no había ganado nada, pero había hablado un rato— y gritó, para que le oyese el muchacho:

—Dile, si quiere saberlo, que ella sale de casa, para irse por ahí, a las nueve de la noche.

Y Manolo, al oírlo, supo que vendría muchas veces a ver salir a esa chica que estaba ahora arriba.

El taxi que Manolo había buscado para la pareja se perdió de vista. Y con él, el recuerdo de Carmen desapareciendo en el automóvil gris, rápido y grande. Poca gente se veía por la calle. Manolo seguía casi solo caminando. Vió un cartel, pegado en un muro, que reproducía la imagen de un artista de cine y escupió sobre él suave y cuidadosamente. Ahora sonreía; le había alcanzado. Y empezó a cantar entre dientes mientras seguía caminando. «Debo tener lo menos dieciocho pesetas, contando la que ese fulano del taxi me ha dado.» Unos metros más adelante un farol de gas expandía su pálida luz sobre el aire negro. «Ahí puedo contar el dinero que tengo. No me pase como el otro día, que se me filtraron, sin saber dónde, tres pesetas.» Ya estaba bajo el farol. La luz de éste se fundía, ligera y luminosa, con el aire. Manolo empezó a buscar en los bolsillos. Del interior de éstos empezaron a salir las cosas más inesperadas: colillas de puros, el resto mugriento de un lápiz, una cerradura sin llave, una navaja, un adorno de mujer perteneciente a la bisutería más barata. Pero no era esto lo que el muchacho quería ver, y sus manos volvieron rápidamente todas aquellas cosas al mismo fondo de los bolsillos donde anteriormente se almacenaban. Ahora tenía las manos llenas. Era una extraña mezcla de mugrientos billetes pequeños —de una peseta— y monedas blancas lo que el chico contaba: «8,50, 9, 10, 10,75». Y según subía la cifra aumentaba el contento de sus ojos. Era para estarlo. El golfo Manolo tenía en este instante veinticinco pesetas; y casi estaba en sus comienzos de la noche.