V

MANOLO se encontró a un amigo en la plaza de Manuel Becerra. Pepe el Broncas, tal era su nombre, era también de los habituales en los puestos callejeros de las Ventas. Mayor que Manolo, aunque joven, andaba por los treinta años, Pepe el Broncas era un tipo agrio y concentrado. No tenía ningún oficio en la actualidad, pero entendía un poco de muchas cosas. Ahora venía de los campos que hay más allá de la Ronda. Su aspecto era deplorable, lleno de suciedad y arrugas todo el traje. Venía cansado. El Broncas recorría todo Madrid galgueando de una parte a otra. Tenía conocidos en todos los sitios y, si no querido, era temido por su carácter.

—No hay nada que hacer por ahí, cada día están peor las cosas. Llevo todo el día sin que salga un negocio. La gente cuida cada vez más de sus cuartos.

Manolo no lo estimaba; le encontraba amargo, fanático, impaciente. Sabía que nunca estaba de buen humor y tal como era lo aceptaba con absoluta indiferencia. Pepe el Broncas, por el contrario, sentía admiración, que también era envidia, por Manolo. Frente a la codicia que le dominaba, una codicia grotesca dada su vida sórdida, y que le llevaba de un sitio para otro constantemente, como si esa búsqueda incesante fuese a proporcionarle lo que su ambición deseaba a ciegas, encontraba siempre en Manolo una tranquilidad que le permitía estar sereno.

—¿Sabes ya lo de Eduardo? Ha debido pillar una grande. Ayer me enseñó doscientas pesetas. Él dijo que una cartera en el metro, pero no sé. Él no sabe hacer esos trabajos.

Manolo fue a contestarle; sabía que el Eduardo tenía muy buenas manos y, por lo tanto, le era fácil hacer eso. Pensó contestarle: «Tú eres el incapaz de robar así y por eso te desesperas.» Pero imaginó la discusión que le esperaba con el Broncas y siguió andando silencioso.

Estaban frente a la Plaza de Toros. Entre la oscuridad se distinguía enorme, redonda, sombría y silenciosa. El Broncas volvió a hablar.

—Ahí he toreado yo en una nocturna. —Y como consigo mismo—: Si no fueran tan canallas los toros, ahora iría con una querida en mi coche. Pero son malos esos bichos. Son tan malos como si fueran hombres. Buscan la carne cuando embisten. Es como si vinieran con dos navajas contra ti, para matarte.

—Ahí tienes a los toreros —le contestó Manolo, malignamente.

—¡Los toreros! Valientes tipos son ellos. He visto toreros de cerca y no son nada.

—Pero pueden con los toros y ganan billetes grandes.

El Broncas miró a Manolo fijamente; no era inteligente y eso le hacía examinar receloso lo que le decían cuando discutía con alguien. Se echó a reír estruendosamente. Había comprendido por fin la intención de Manolo.

—Anda por ahí; tú lo que quieres es cabrearme.

Manolo miraba con curiosidad la plaza. Por los alrededores paseaban parejas de novios. El Broncas volvió a hablar:

—Tú también eres de los que creen que yo soy cobarde. Aunque te calles, sé que es cierto. Y que soy un tipo cualquiera, un sarnoso. —Su voz se hacía dura y exasperada por momentos. Manolo lo miraba serenamente en silencio.

—Sí, hombre, sí. Tú eres también de los señoritos maricas que dicen eso. Pero Pepe el Broncas se hace una cosa en la madre de los que piensan eso. —Y mirándole provocativamente—: Vamos, ¿qué me contestas? ¿O es que no eres tan valiente como dicen?

La voz de Manolo salió seca e instantánea como un disparo.

—Yo también me hago eso en tu madre.

El Broncas miró a su alrededor antes de contestar. Salía la gente por la boca del metro, apresuradamente.

—Vamos a lo oscuro.

—Vamos.

Y se dirigieron a la parte de atrás de la plaza, tranquilamente.

—Bueno, este sitio vale.

Estaban los dos frente a frente. El Broncas se lanzó sobre el otro, pero Manolo logró esta vez esquivarle. El Broncas era más fuerte que él, pero menos ágil.

—Tienes miedo —le gritó el Broncas—. Tienes miedo de que te ponga la cara como un tomate.

Manolo, ahora, le atacó. El puño de Pepe el Broncas cayó sobre su cara pesadamente. Pero tenía que ser así. Le volvió a pegar duramente. Él también le había alcanzado. Siguieron golpeándose en la obscuridad silenciosamente. De repente el Broncas se separó.

—Ya has visto que no soy un cobarde.

—Tampoco yo me rajo ante nadie.

—Y claro que no. Eres un chaval valiente.

A Manolo le dolían la mandíbula y el ojo derecho. Ya estaba todo terminado. Ahora Pepe el Broncas se sentía tranquilo. Le dijo al otro, sonriendo:

—¿Nos vamos?

Y los dos se dirigieron hacia la luz de los puestos callejeros, donde podían adquirir su cena de aquella noche. Manolo iba pensando en silencio. Sentía el dolor de los golpes que el otro le había dado como algo que el mundo produce de una manera inevitable. Para él, pegar y ser pegado era tan natural como la lluvia cayendo sobre la tierra o la hierba creciendo en primavera en los campos. No guardaba rencor a Pepe el Broncas porque le hubiera provocado a pegarse. Le conocía bien, y ahora, mientras caminaban juntos, el uno al lado del otro, sabía que no era su voluntad la que le llevaba a buscar las reyertas. No. Aquí estaba su cara macilenta, escondida entre la barba de muchos días, fuerte y negra, la ruin frente que parecía cerrar ciegamente la fealdad, como escasa y débil a pesar de todo, del rostro. No. Él no tenía la culpa, como no la tiene un perro que muerde o un burro que da coces. Este hombre sería así siempre; sin tranquilidad, impaciente, obstinado. «Quiere muchas cosas, que es natural que un hombre las desee hasta volverse loco. Pero no sabe tener calma después de desearlas. Las sigue deseando siempre, de día y de noche, sin descanso. Y así no se puede vivir sino como él lo hace. Así se está siempre como metido de patas en el infierno.»

Habían llegado a los puestos que venden comida en plena calle. Se extendía en el aire densamente el olor del aceite sin refinar; verde, agrio, espeso, que era empleado allí para freír los alimentos. Junto al puesto de madera, de cuyo interior salían los gritos de una mujer entre el sonido silbante del freír y el opaco fragor de platos y tarteras, había ya varias personas. Todos se saludaron alegremente. Para aquellos hombres, la hora de la comida, cuando tenían el dinero suficiente para hacerlo, era un momento dichoso y bueno.

—Manolo, tengo que hablarte.

Era otro muchacho como de su edad el que le llevó aparte.

—¿Qué quieres, Paco? Dime lo que sea.

Pero Manolo sabía ya muy bien lo que le tenía que decir el otro. Paco estaba como loco por Amalia la Pelos, chiquilla de dieciséis o diecisiete años, que andaba cantando y bailando por las tabernas de los barrios extremos. Manolo sabía lo que Paco le iba a decir, como sabía que se había quedado citado con esa chica para verse a últimas horas de la noche. A Manolo la muchacha no le interesaba en absoluto. Algunas veces le hacía gracia y le halagaba ver cómo ella le quería y oír su voz alocada, que tan pronto se iba hacia la risa como hacia el llanto. Si la veía algunas noches y aceptaba que fuese diciendo por ahí que ella y Manolo eran novios, no por eso volvía a preocuparse cuando estaba lejos de ella. Y ahora, Paco venía a hablarle de ella.

—Es de Amalia de quien quiero hablarte, Manolo.

—¿De la Pelos? —Y dijo este nombre con desprecio.

—Tú sabes lo que es esa mujer para mí, Manolo. La quiero como no he querido ni a mi madre. En cambio, para ti no es nada. Vamos, como montoncito de viento, de tan poca cosa. Tú tienes algo para las hembras y por eso ninguna te muerde en la sangre, ni te importa.

—¿Qué es lo que quieres diciéndome todo eso?

—Te hablo en amigo, Manolo. Por lo menos, yo siempre te he sentido en amistad, debes saberlo.

—Porque me hablas en amigo no nos estamos rompiendo ya los morros. Cuando un hombre va con una mujer no se le vienen con esas cosas. ¿Te enteras?

—¿Sois novios?

—Eso a nadie le interesa.

—Manolo, por tu madre, no me cierres el camino para que me comprendas. ¡Yo sé que a ti la Amalia te importa tan poco como a un sereno el pasarse la noche sin dormir!

A Manolo le hizo gracia aquella comparación.

—Eso está bueno —dijo, alegremente—. Mira; no seas primavera. Te estoy haciendo un favor con no cederte esa chica. Esa gachí necesita más espuela. —Y siguió en una carcajada—. Pero si es mismamente como la Greta Garbo. Bueno estarías tú de novio con ella.

—Sé que tienes razón, Manolo. No creas que la pasión me quita la luz de los ojos; pero la quiero. —Y el tono de su voz tenía como una resonancia de fatalidad e impotencia.

Manolo sabía que lo que le decía era cierto. Aquel muchacho estaba dominado por un amor contradictorio y extraño en el que se mezclaban, como ocurría también en su vida, esa fantástica pureza de la juventud con la realidad amarga, sucia y siniestra. Para Paco, querer como él decía a aquella hembra era todo lo que se podía tener en la vida. Manolo se daba clara cuenta de ello, pero le gustaba tener garra y que el chico estuviera ante él suplicante.

—Bueno, mira lo que te digo de final. A mí, este capricho me va a durar menos que la luz de una cerilla. Eso te lo digo yo en hombre para que tú solo lo sepas. Y después la vas a tener para ti si tienes talento y la camelas.

Paco le escuchaba conmovido.

—Gracias. Eres un machote. Si sabía yo que eres amigo para ir con él a cualquier parte.

Y volvieron hasta donde estaba el resto del grupo.

Muchos de los hombres estaban comiendo. Engullían con veloz voracidad la carne medio podrida, produciendo un ruido al masticar no muy diferente a los que se suelen oír en las cochiqueras a la hora de dar la comida a los cerdos. Un viejo que había ya terminado de comer se estiró y eructó con sonido opaco y espeso. Manolo compró dos tajadas de carne y se marchó con ello a la taberna del Ahorcado, un sucio barracón donde muchos de los clientes de los puestos de comidas iban a comprar vino para regar la cena. Estaba pocos metros más allá, a la entrada de una calle maloliente y estrecha. Cuando él llegó al barracón estaba lleno de gente. Manolo! ¡Manolo! —le llamaron voces diversas—. Ven aquí, que el Eduardo paga una frasca de tintorro. Manolo saludó al Eduardo. Para él, como para casi todos los que en el barracón estaban, el Eduardo era un hombre importante. Tenía unas manos finas para las carteras, y solamente él, entre todos los que hacían la vida por estos sitios, disponía algunas veces de cierta cantidad importante de dinero. Cuando le veía con «tela», como ellos decían, Pepe el Broncas declaraba con voz entre soñadora y envidiosa: «¡Tengo más ganas de tener veinte duros juntos!» El Eduardo vestía como un señorito. No le faltaba detalle. Llevaba hasta sombrero, un flexible sucio que le estaba un poco grande. Porque el Eduardo se vestía de viejo. Los trajes que había estrenado flamantemente algún chico, hijo de familia pudiente, años antes, terminaban en el cuerpo del Eduardo a través de un largo y misterioso camino de casas de compraventa y ropavejeros. Él muchas veces comentaba, mirando complacido a su traje: «Seguro que este terno ha bailado con mujeres de postín en Pasapoga.» Entre sentimental y cínico, era hombre generoso para convidar cuando tenía dinero. Ninguno de los que le trataban le conocía a fondo, y pasaba entre todos ellos por un ser misterioso y feliz que de vez en cuando tenía billetes de ciento. Mientras comía, Manolo oía lo que se hablaba. Sentados en largos bancos de madera, calmosamente unas veces y con volubilidad casi frenética otras, aquellos hombres se hablaban a grandes voces llenando de confuso clamor el recinto de la taberna.

—La Pili tiene más planta. —Se hablaba de una vendedora de anís que triunfaba en la esquina de la Cibeles y Recoletos todas las noches—. Menudas carnes tiene.

—Pero es demasiado gorda.

—Anda éste. Bien se ve que nunca la has tirado un tiento. Ese es el mérito de esa gachí. Con su humanidad, que parece un monte cuando se bambolea, y tener la carne como ella la tiene de dura y prieta. Te lo digo yo, que me costó trabajo cogerla un pellizco…

—Ésa sí que gana. La vi la otra madrugada contar noventa pesetas.

—Pero tiene también sus quiebras.

La conversación quedó interrumpida. Ahora acababa de llegar un nuevo personaje. Manolo se apresuró a hacerle sitio a su lado. Le gustaba conversar con Emilio el Reniega. Era éste un hombre alto, flaco, cenceño. Casi calvo, con la frente grande y la mirada triste, pero despierta, su expresión decía lo que la ropa que llevaba; algo que la vida había gastado sin destruirlo. Tosía constantemente y tan sólo esto interrumpía su voz lenta y serena. Había viajado mucho y entre aquellos golfos era como un ser que, si ahora vivía las mismas penalidades y miserias, podía abrir, simplemente con sacar sus recuerdos, una ventana que ofrecía la sorpresa de otro mundo. Se puso a comer, pausado y silencioso. Ayudó la comida con un sorbo de vino que el Eduardo le alargó con mano ágil y diestra. Ahora, después de pasarse la lengua por los labios, se puso a hablar despacio.

—He visto a mi hijo. Está en las últimas. No creo que salga de esta noche. Le dejé en un vómito de sangre. Muere de lo que morimos los pobres; de la debilidad que engendran los fríos y el hambre.

—También es capricho el suyo no querer que lo llevasen al hospital.

—Ahora ya ¿para qué?

—Pero pudo curarse.

—Eso nunca se sabe.

—¿Quiso por fin hablarte?

El Reniega no contestó al pronto; tragó saliva dificultosamente. Por fin dijo con voz ronca y apagada:

—No, no quiso hablarme. Y la bestia de mi mujer me echó de la casa.

Todos callaron. El silencio que se hizo era tirante, duro, angustioso. Manolo le miró oblicuamente, como si fuese doloroso hacerlo de frente. Siempre que estaba con este hombre pensaba en sí mismo cuando fuese ya viejo; dentro de muchos años. Veía la calma del Reniega frente a todas las cosas y deseaba ser así cuando el tiempo le llevase a ser ya viejo como lo era este hombre. Conocía a su hijo, ese muchacho que ahora estaba agonizando. No era un perdido como todos ellos. No dormía a salto de mata en los fríos refugios que ofrece la noche. Su madre y él tenían una habitación en una casucha miserable, en el barrio de las latas. Pero pasaban más hambre que ellos, después de trabajar agotadoramente. Muchas noches, ya al amanecer, Manolo se cruzaba con la madre. Ésta le miraba un instante con disgusto y desprecio. Sabía que era amigo de su marido y que, como él, no trabajaba y vivía de lo que no puede honradamente contarse. Manolo sabía que a estas horas empezaba para ella el trabajo; iba a fregar los suelos de un Banco.

—Morir y vivir es igual —dijo el Eduardo—. Lo que sucede es que los hombres somos una manada de cobardes.

—Por lo menos, allá no se pasará frío y hambre.

—Pero, a pesar de los pesares, amuela morirse.

Emilio el Reniega les oía distraídamente. Sabía lo que era la muerte. Pero quien se moría ahora era su hijo. Y pensaba si lo quería. Si se quiere a un hijo simplemente por eso: porque es un hijo. Recordaba lo mal de su proceder con él. Y este dolor que le producía el recordarlo era como un consuelo. «Es hijo mío, y sin embargo, él me odia y yo apenas lo conozco.» A los seis meses de casarse, Emilio abandonó a su mujer y se marchó de emigrante a América. El matrimonio fue para él como una prisión que le ahogaba. Huérfano desde niño, había vivido siempre solo y libre. Entonces era un muchacho, estaba de aprendiz en una obra y con lo que ganaba podía vivir decentemente. Pero él sentía la soledad de su vida como se puede sentir el frío y el hambre. Y se casó con la hija de un compañero de trabajo. No había amor entre ellos. Y la presencia de aquella mujer, siempre a su lado, llegó a crisparle. Era una sensación casi física. La habitación que tenían, simplemente con que su mujer estuviera en ella se le volvía intolerable. Empezó a faltar muchas horas de casa. Pero esto no era suficiente. La mujer, como adivinando, lo buscaba constantemente, quería entrar en sus largos silencios preguntándole siempre. Y el Reniega arregló las cosas y marchó de emigrante. «Es curioso —pensó—; en este momento no me acuerdo de Méjico; talmente como si nunca hubiese estado yo allí. Y sin embargo, siempre le tengo en el recuerdo.» Pero es que en realidad ahora no se acordaba de nada de su vida, como si ésta no hubiese existido. Era la imagen de su hijo rechazándolo con un gesto cansado y marchito. Su hijo moribundo y él mirándole y sintiendo que el morirse este hijo con quien nunca había vivido era como si la vida toda que pudiera venir de él se acabase ya del todo, aunque él siguiera ahora aquí vivo. «Estoy bebiendo y comiendo con estos hombres mientras mi hijo se muere.» Y le pareció ver la pobre y oscura habitación donde quedó su hijo ya con los fríos de la muerte.

—El hombre, el hombre —empezó a decir con fuerte y ronca voz, de repente—. Y dicen que el hombre es como un dios. Porque hay automóviles, porque hay ciudades con casas gigantescas. Y hay por ahí gentes que van hablando de progreso. Hay gentes que se sienten orgullosas de ser hombres.

Todos le escuchaban en silencio. Muchos no comprendían sus palabras, pero era igual. Les bastaba con ver su expresión, como ocurre con ciertos actores que transforman en intensidad dramática y en evidencia humana la letra mediocre del texto. Ahora continuaba:

—Yo no les comprendo. No. No puedo ni quiero comprenderlo. Porque es mentira que el hombre sea como dicen ellos. Es mentira que sea bueno. —Y su voz era como un sollozo violento—. Yo, yo mismo soy un miserable. Un tipo que cuando su único hijo está en las últimas, no puede saber si le quiere. Esa es la verdad, la única verdad que hay en el mundo. Todos como bestias, comiendo y bebiendo, porque nadie quiere a nadie; porque no hay entre los hombres sino engaño, odio y sufrimientos. Es verdad. El hombre tiene dolor. Sí —y parecía que se dirigía a los demás en un amargo desafío sin remedio—. Sí, se sufre; pero no por amor. Se sufre de soledad, porque no somos capaces de querernos. Esa es la verdad. La única verdad y lo demás son peches.

Y rompió a llorar amargamente. En el silencio que siguió se oía como un grueso borbotón de agua cayendo; eran las lágrimas que caían de sus ojos humedeciendo sus sucias y ásperas manos de hombre de la calle, de holgazán que vive descuidadamente. Manolo le miraba con atención. El Reniega empezó a toser de nuevo. Eduardo le alargó otro vaso de vino.

—No seas chalao. Las cosas son como son. Por eso somos nosotros pobres. Anda, déjate de llorar y bebe.