LOS PADRES DE CARMEN estaban cenando. En realidad estaban terminando ya la cena. Ahora eran las diez y debían apresurarse si querían llegar antes de que hubiese empezado la película base del programa de esta noche. Se hallaban sentados uno frente del otro; ambos eran aún muy jóvenes. Se habían casado cuando eran casi dos niños, cosa que ninguno de los dos había olvidado. El marido lo decía a gritos cuando disputaban, la mujer lo pensaba constantemente. El padre de Carmen se llamaba Enrique; era de buena familia, como él mismo decía; una familia conocida, gente de quien se puede hablar a cualquiera. Sólo que él no lo hacía, por despecho, ya que sus padres y hermanos no volvieron a hablar con Enrique desde que se casó.
La madre no era de buena familia, desde luego. Cuando el que ahora era su marido la conoció, estaba de aprendiza en un taller de modista, en la misma calle donde la familia de Enrique vivía. No puede decirse que se casaran por amor, aunque sí por sus consecuencias, ya que sus relaciones tuvieron el fin natural de las parejas que esconden su pasión en la oscuridad de solares y desmontes. Vivieron durante días (era el comienzo del verano) su noviazgo oculto, en el que se mezclaba el vicio vulgar con la inexperiencia. Ambos eran iguales para concebir el amor. Aquella necesidad ciega que sentían al verse y que satisfacían con celeridad animal tuvo que ser interrumpida; la familia de Enrique se iba de veraneo a un pueblo de la Sierra. No hubo lágrimas, pero sí un exacerbamiento sensual en la despedida. Caricias dolorosas y toda la espesa sensualidad de dos cuerpos activos e ignorantes quedaban en su memoria como recuerdo. A los pocos días de esta separación, la chica supo que estaba embarazada. Se lo explicó una compañera.
Al principio de saberlo, ella sólo sintió una cosa: curiosidad. Llevaba varios días con mareos y vómitos constantes, como si dentro de su cuerpo algo se conmoviese, tal las casas y los árboles en un ciclón. Se creía enferma y había sentido como un miedo oscuro y animal ante aquellos trastornos que no comprendía. Ahora era diferente. Estaba preñada y casi sintió como una caricia. Sabía bien lo que era eso; en la calle donde vivía —la de la Encomienda, allá en los barrios bajos—, en la vida casi pública que en ella se hace por los vecinos de las pequeñas y oscuras casas, viejas y sucias, sin ventilación, la intimidad de todas aquellas gentes estaba siempre en la calle. Se sabía que tal vecina estaba de cuatro meses, que tal otra iba a abortar, y cuando llegaba el trance para ellas, las vecinas y chiquillos de la calle estaban en grupo ante la casa donde el parto se estaba verificando, escuchando con atención —como en una escena muy dramática en el teatro— los gritos que le arrancaba a la mujer, que estaba ahora tumbada en la cama, el parir. La madre de Carmen conocía todo esto y siempre lo había visto, sin prejuicios de educación, quizá como lo que es: una cosa natural. Pero este mismo conocimiento la hizo pensar rápidamente en las consecuencias que aquello tenía irremediablemente que traer.
Carmen sabía que cuando su padre supiera que estaba embarazada soltaría palabras atroces y la pegaría. Imaginaba también a su madre llamándola a gritos guarra y golfa. Lo mismo habían hecho, ella lo había visto, los padres dé una muchacha que luego tuvo un hijo. Y, sin pensarlo más, decidió ocultar la noticia a su familia. Sabía que era muy poco tiempo, y mientras tanto volvería Enrique. Éste volvió, en efecto. Cuando su novia le dijo que estaba encinta se quedó asombrado. Allá en el pueblo donde había estado, el recuerdo de la chica había venido hasta él muchas veces, sobre todo al anochecer, cuando veía parejas de novios que se perdían misteriosamente entre los pinares. Enrique había intentado convencer a varias muchachas; pero no lo consiguió; y así su vuelta a Madrid era más que nada un anhelo para revivir y volver a encontrar lo que había quedado en la oscuridad de descampados y solares. Lucharon en él, al saber que la había embarazado, dos impresiones distintas y aun contrarias; de una parte una satisfacción pueril, pero también viril de que él ya fuese capaz de eso, y de la otra un miedo que aun cuando todavía no se concretaba en nada ni en nadie, no por ello le llenaba menos de pesadumbre. Se quedó silencioso, sin saber qué decir. La muchacha le miraba mansa y ansiosa. Él la sintió tal como era en ese momento, una hembra entregada. Y sintió miedo, miedo dentro de sí mismo, en la sangre, y se echó a reír. Era el pánico llegado de pronto, instantáneo e irracional como un relámpago; y Enrique no sabía ni podía luchar con él. Pensó que se iba a marchar corriendo de donde estaba con su novia, pero en vez de ello se vio besando su boca, apretando contra el suyo su cuerpo. La chica gimoteaba de felicidad. Y no volvieron a hablar del embarazo. Fue dos meses después cuando ella se presentó con su padre. Enrique la vio, cuando la esperaba donde todas las tardes, aproximarse con un desconocido. No había aún reaccionado de la sorpresa que esto le produjo, cuando el hombre estaba plantado frente a él. Era un tipo bajo, pero corpulento, ya en los cuarenta años de edad. Vestía como un menestral y la cara rojiza y curtida, con abultados labios y roma nariz, le produjo al chico una impresión de miedo y repugnancia.
—¿Es éste? —preguntó a la muchacha.
Ella dijo que sí llorando. Enrique estaba aturdido como nunca lo había estado en su vida. El hombre le miró fijamente. Para el chico, aquello tenía algo de fantástico dentro del temor que le inspiraba con aquellos ojos —eran pequeños, casi sin expresión, penetrantes—, clavados en él.
—Tienes que casarte con ella en seguida. Casarte, porque si no, te mato. Y si no, no haberla… —Y el hombre soltó una gráfica y tremenda expresión—. ¿Qué contestas? Siempre pasa lo mismo. Es muy bonito hacerse ahora el tonto. Venga, vámonos los tres de aquí.
Enrique no se atrevió siquiera a preguntar a dónde. Tomaron el metro hasta Progreso. Iban por aquellas calles llenas a esa hora de gentes ruidosas. En la calle de Mesón de Paredes se pararon ante una taberna. Cuando entraron en ella, Enrique comprendió que la mayoría de la gente que allí estaba sabía que iban a venir y los estaban esperando. Todos saludaron al hombre al entrar. Tenían aspecto de gente del pueblo, menos uno, que llevaba el uniforme de guardia municipal. Enrique vio que le miraban en silencio, como a un bicho raro.
—Sí que es un señorito —dijo la voz de alguien, desde atrás.
El hombre terminaba de beberse un vaso de vino.
—Todos estos son amigos míos. Tienes que decirles que eres el padre de lo que lleva en el vientre mi chica. Venga, contesta.
Y el hombre le miró entre complacido y feroz.
La voz de Enrique apenas si se oyó. Fue como un susurro lleno de temor y vergüenza.
—Más alto. Tienes que decirlo más alto. Quiero que lo oiga todo el mundo.
Enrique, ahora, elevó la voz.
—Yo soy el padre —dijo.
Y al oírlo, todos los hombres se echaron a reír.
—Tienes que casarte, entonces —dijo el guardia—. Los dos son menores.
—Pues claro que se casarán —chilló otro—. Si no, aquí, el Félix, os rompe la crisma.
El padre invitó a todo el mundo a beber. Enrique y la chica también lo hicieron. En aquella gente ordinaria que bebía y alborotaba él sintió algo de salud y felicidad. Y presintió que a pesar de la oposición de su familia aquella muchacha que no le inspiraba amor y quizá ni cariño, sería su mujer.
A los dos días de la escena de la taberna, Enrique habló por fin a su familia. Le horrorizaba el hacerlo, pero la actitud del padre de Carmen no admitía demora. Al día siguiente salió con una pequeña maleta de su portal; sus padres le habían echado para siempre. Como le dijo el padre entre coléricos gritos: «Había manchado un apellido honrado con sus porquerías». Enrique se quedó perplejo; hasta ese instante había sido un hijo de familia acomodada que estudia la carrera de Derecho. No tenía ni idea de lo que era vivir por sí mismo. Se marchó directamente a buscar a Carmen; ésta dejó el trabajo para acompañarlo hasta su casa. Enrique conoció entonces a la que iba a ser su suegra; una mujer con ese tipo de madrileña, morena y de rasgos graciosos y finos, que recordaba a su hija en un rostro prematuramente envejecido. Allí vivió; allí se casó, descubriendo cosas y costumbres que hasta entonces no conocía. Eran la pobreza y los hábitos sencillos y ordinarios lo que se respiraba entre aquella gente. Hizo amistades con tipos que ni siquiera sospechaba que existieran y empezó a entender su idioma; una jerga misteriosa, llena a la vez de gracia y grosería. Se encontró de repente con que era un tipo más de aquel barrio. El Enrique, como le llamaban, era ya un compañero más entre los hombres de la vecindad que bebían y jugaban al mus en las tabernas. Había renunciado a seguir sus estudios. En realidad, la carrera de Leyes no le gustaba; pero al abandonarla comprendió que con ella perdía más que unos saberes que no le importaban; perdía una clase de vida.
Encontró un empleo en unas oficinas públicas. Era tiempo; su mujer acababa de tener una niña. El sueldo era suficiente. Enrique buscó un piso —este mismo que ahora tenían— y se mudaron inmediatamente. No quería seguir viviendo con los suegros, hacia los que sentía un rencor oscuro e impotente. Iba a crear su vida al lado de una esposa y una hija que tenía involuntariamente. El tener un piso, como su familia, en el barrio de Salamanca, le parecía como una clara señal de que su vida podía aún reconstruirse. Aún tuvo otra satisfacción, aunque ésta más bien inconsciente; una mañana llegó la madre de su mujer, llorando; su marido se había muerto durante la noche, de repente. Cuando Enrique vio a su suegro muerto sintió que una memoria regresaba a su lado; aquel hombre había cambiado la vida de él por completo. Y sintió como una placidez al verle rígido sobre la cama de madera, extrañamente mudo e impotente. Presidió el duelo del entierro y al día siguiente volvió borracho a su casa. Cuando su mujer lloró y gritó insultándole con palabras mortificantes, nada dijo; en realidad él mismo no sabía por qué lo había hecho.
En su matrimonio nunca existió la comprensión, aunque el deseo siguió siendo un vínculo entre los dos cuerpos. Sin conocerse más que corporalmente, sus relaciones no fueron las de marido y mujer, sino las de dos amantes. En el fondo, seguían siendo a través de los años los dos chicos que cometieron una equivocación en los primeros días de un verano. Enrique despreciaba a su mujer por ordinaria e ignorante. Y ésta a aquél por débil. Era una hostilidad lo de ambos que sólo tenía solución en las caricias más ardientes, como si la carnalidad, manifestándose ciegamente, intentase borrar lo que en ellos existía de irremediablemente distinto. Entre estos dos extremos iba su vida. Y así los fue conociendo Carmen, su hija. Ésta, desde su niñez, se acostumbró a los gritos y a los desvaríos de pasión de sus padres. Palabras soeces, cargadas de extraña sugestión para sus oídos, era lo que oía constantemente; unas veces como iracundos insultos y otras como roncas expresiones de amor que se prodigaban acariciantemente. Sus padres le parecieron, no esos seres gigantescos y perfectos que en los primeros años son para la mayoría de los niños, sino un hombre y una mujer cuyas flaquezas y defectos saltan a la vista constantemente. Cuando llegó la crisis económica, Carmen hizo una noche un extraño descubrimiento. Estaba acostada en su cama, y en el silencio de la noche oía hablar a sus padres.
—No puedo; ya lo he intentado, pero es imposible —decía su padre.
—Imposible para ti, que eres un cobarde. Todo el mundo hace estraperlos, todo el mundo lleva dinero a su casa. Solamente tú no puedes hacerlo.
—Pero eso no es tan fácil. Se necesitan influencias, amistades. He hablado con mucha gente para hacer algo. Hoy estuve con un amigo que traía contrabando, pero la policía le ha cogido el depósito que tenía en Madrid.
—Pues así no podemos seguir. Con tu sueldo tenemos para comer escasamente. Y yo, ¿me oyes bien?, no me resigno. Si no sabes tú ganarlo, lo haré yo.
Subía el ascensor de la casa y Carmen dejó de oír la conversación.
—Cállate. —Llegó de nuevo la voz de su padre. Y se oyó el ruido seco de un golpe.
La madre, ahora, lloraba silenciosamente. A poco empezó a decir:
—Es por la niña, por ti también.
—Cállate. Cállate o te mato. —Y ya no se oyó nada más. Volvió el silencio. Este silencio del Madrid de noche, roto de vez en cuando por el ruido de tranvías y coches.
Pero Carmen no pudo dormirse en muchas horas. En la oscuridad pensaba en lo que había oído a su madre anteriormente. Tenía dieciocho años. Había recibido lo que se llama una buena educación y ahora acudía a una academia donde enseñaban mecanografía y taquigrafía; quería colocarse. Ahora pensaba en su novio, un chico que se le había acercado en la calle, y con el que salía desde hacía dos meses. No le quería. Le encontraba pueril, estúpido. Le conocía demasiado bien para que no le despreciase. Sabía cuándo la iba a acariciar, torpemente; cuando sentía necesidad de besarla en los labios, lo veía reflejado en su cara de una manera animal y evidente. Carmen lo soportaba porque la llevaba al cine, porque iban al café frecuentemente, pero en el fondo solamente sentía cansancio y desilusión en su presencia. No había en él nada que satisficiera a su curiosidad de muchacha inteligente y despierta. Las palabras que había oído a su madre la preocupaban como un problema. Sin saber por qué, pensó: «Soy más joven y guapa que mi madre. Además, más inteligente. Me será más fácil. No siento necesidad de hacerlo con nadie (era cierto eso), será desagradable hacerlo sin ganas, pero tendré dinero». Al amanecer se durmió. Y conquistó el primer hombre al día siguiente. Vencido el primer pudor y repugnancia, Carmen lo encontró como un oficio aceptable, aunque molesto.
Empezó a tener bastante dinero. Como no podía comprarse vestidos, la cantidad guardada empezaba a ser importante. Pero le faltaba lo más difícil, decírselo a sus padres. Todos los días pensaba hacerlo, pero al imaginarse la escena que se produciría, lo iba dejando. Fue su antiguo novio quien se lo hizo saber a los padres de repente. Escribió un anónimo en el que se explicaban algunas de las aventuras de Carmen. Al final, como postdata, preguntaba si aquello le daba mucho dinero, «ya que todos los amantes que elige tienen pinta de tipos con muchos cuartos». La madre de Carmen fue corriendo, indignada, nada más leer la carta, al cuarto de su hija. Entró gritando, pero fue inútil. Carmen había salido ya de casa. Entonces empezó a registrar entre sus cosas. Se quedó asombrada; aquí, en sus manos, estaban cinco billetes de mil pesetas, casi lo que ganaba su marido en un semestre. No sabía qué hacer, el dinero probaba que lo que decía el anónimo era cierto. Y rompió a llorar amargamente, pero sin dejar de mirar con admiración las cinco mil pesetas. Carmen sintió alivio al darse cuenta de que ya lo sabía su madre. Cuando ésta abrió la puerta vio en sus ojos que ya lo sabía todo. «Bueno, ya está —pensó—. Ahora a ver qué me dice.» ¡Pero la madre no le dijo nada! Sintió un pudor que le impedía hablar de ello a su hija. Eso de una parte, y de la otra necesitaba la llegada de su marido, como pasa con ciertas fiestas familiares. El padre llegó por fin; la madre, que hasta ese momento había permanecido tranquila y silenciosa, al abrirle la puerta se echó en sus brazos gimoteando. Enrique no entendía aquel llanto y miró a su mujer con recelo.
—¿Qué ocurre? Dime por qué estás llorando. Vamos, dímelo ya.
Su mujer no contestó al pronto; había sido para ella una sorpresa agradable poder producir en su marido esa impaciencia. Pero su agitación histérica pudo más, y le contó de una manera atropellada e incoherente lo que acababa de descubrir. Enrique se puso como loco. Como todos los seres débiles, era colérico; y fue la cólera como una explosión de desvarío, lo único que se le ocurrió como respuesta. Carmen no esperó a ser llamada por sus padres; cuando oyó los gritos que aquéllos estaban dando se presentó en el comedor. Estaba muy pálida, pero se la sentía firme en su actitud silenciosa. Enrique, primero la pegó, luego lloraba igual que hacía la madre. Carmen nada dijo, aceptó los insultos y los golpes. Cuando vio que sus padres lloraban, tiró sobre la mesa el puñado de billetes, y se marchó con rígida lentitud hacia su cuarto.
En varios días, Carmen y sus padres no se hablaron; Enrique había dicho a su mujer que él lo arreglaría fuera como fuese, y ésta esperaba con curiosidad qué era lo que estaba ideando su marido. Una tarde regresó Enrique a su casa antes de la hora de costumbre. Nada más ver a su mujer, le dijo:
—El mundo está hecho un asco. Todo lo que hay en él es porquería.
Y le contó la noticia que un amigo de su familia le había dado.
—La hija de mi hermano Ramón se ha escapado de casa con un hombre casado. Y ésa sí tenía dinero y comodidades. No como nosotros, que sólo tenemos preocupaciones y estrecheces.
Y desde aquel día fue aceptada en la casa la misteriosa manera de ganar dinero que tenía Carmen.